Mel, bien mío,
cuando los problemas que hay que afrontar son tantos, por lo menos hay que dejar de lado alguno durante cierto tiempo. Hasta que vuelva a llamar a nuestra puerta en el momento oportuno. Será por eso por lo que mi corazón está latiendo a un ritmo que a mí me parece decididamente por encima de la norma. Porque me he distraído pensando lo que quiere decir Roma, lo que quiere decir tener una pariente salida de la nada pero ya muerta y enterrada incluso antes de ser útil para algo y blablablá.
He vivido los últimos días negociando con nuevos problemas, aunque deteste las novedades y no haya tomado en consideración que un billetelow cost para Italia también significaba esto: colocarme en el asiento de un avión. Tendrías que verme.
Pero ¿quién habrá inventado este medio de transporte?
Rodamos por la pista y yo creo que aún sigo con vida únicamente porque mi cuerpo todavía no ha decidido de qué hacerme morir: el corazón, la apnea, el cerebro o un mero accidente.
Sé que voy a sobrevivir a este viaje. Lo escribo para que la posteridad lo sepa. Los motores aumentan sus revoluciones.
Tengo aquí el cuaderno porque imagino que en el momento de la muerte a lo mejor tendré un pensamiento digno de ser recordado.
En mi opinión, sería necesario coleccionar los pensamientos de quienes están a punto de morir. No me refiero a esa especie de testamentos espirituales repletos de retórica, me refiero justamente al postrer pensamiento que precede al fallecimiento. Tal vez sea imposible, pero yo, por lo que pueda ser, tengo aquí mi cuaderno.
Total, ya sé que si no escribo hundiré los dedos en los brazos de la butaca y tensaré las piernas, arriesgándome a que me den calambres, y el tiempo no va a pasar.
Escribiendo, por lo menos me concentro y desvío la atención de toda esta palabrería estúpida sobre los chalecos salvavidas y salidas de emergencia y los asistentes de vuelo que se preparan para el despegue.
Ya está. De ahora en adelante si algo sale mal estamos muertos. Mi estómago está por los suelos mientras nosotros vamos hacia el cielo. Dios mío, van a pensar que estoy loca garabateando palabras con la mirada clavada aquí, pero si no estuviera esta página me pondría a gritar, ¿y qué dirían entonces sus señorías biempensantes? Me gustaría hacer una encuesta. Preguntar a las personas que me rodean: «Pero ¿qué hay que sea tan satisfactorio en la vida? ¿Qué es lo que te hace sentir tan realizado?».
Ya lo tengo decidido: si sobrevivo voy a dejar de quejarme. Mejor dicho, no, así no vale.
Poco a poco nos vamos poniendo horizontales y ahora ya no me parece mal el avión, en el fondo aquí estoy protegida, hay respeto y discreción, tengo mi asiento numerado y únicamente he de responder que no a todas las preguntas que me hagan.
Aún sigo con vida. Toda la humanidad se alegra de ello, mientras la compañía nos da las gracias por la confianza otorgada, aunque nos ruega que permanezcamos sentados y con los cinturones abrochados hasta que la señal correspondiente se apague. Me parece que soy la única que ha oído la indicación. Me siento agotada como si hubiera hecho el viaje a pie, son las diez menos veinte de la mañana y estaría lista para irme a la cama.
Mel. Tal vez vuelva antes de lo preciso. Llevo en Italia menos de un día y ya han conseguido ponerme como una moto. No sé si vale la pena explicarte con todos los detalles cómo he sido acogida por este pueblo bárbaro y alucinante.
Recoger el equipaje ya fue una odisea, pero dejémoslo correr…
Cojo un taxi, mejor dicho, casi tendría que decir que el taxi me coge a mí, desde el momento en que literalmente sufrí un asalto de taxistas, como si fuera la última turista que quedara sobre la faz de la Tierra. Había leído que existe una tarifa fija, por tanto he intentado decírselo pero no hubo nada que hacer, el tipo me señalaba el taxímetro, haciéndose el tonto, y al final imagino que me ha estafado, como siempre con los turistas.
Y, por otro lado, esto hay que decirlo, ¿es que a nadie se le pasa por la cabeza que uno quiera pensar en sus cosas? ¿Es que algún médico ha prescrito que es necesario entablar conversación a la fuerza? Por si fuera poco, para hablar de nada, porque yo su idioma no lo entiendo, aunque el cariz de las intervenciones era más o menos el siguiente: «Ah, es francesa, ¿así que viene de Francia? ¡Ah, París, París: la Torre Eiffel! ¡Arco de Triunfo! ¿Cómo se llama el río? ¡Sena! Ah, en París tengo un amigo que se llama Philippe, ¿lo conoces?, a decir verdad no me acuerdo de su apellido. Tal vez Rolland. O era Rollier. Vivía, sí, vivía en un pueblo muy cerca de París».
Por fin, cuando me bajo del taxi, me estaba quedando casi sin aire, me sentía débil.
He ido a la dirección de la casa, no a la del notario, porque lo primero que quería era hacerme una idea de esta plaza, de esta casa, de lo que me esperaba.
Ya estaba cansada, tenía hambre y hacía calor: imagínate lo que he pensado cuando me he dado cuenta de que el taxi no me había dejado en el sitio correcto. En el letrero, en efecto, se leía plaza de San Callisto, mientras que yo le había dicho muy claramente plaza de Santa Maria in Trastevere. Estaba a punto de echarme a llorar, lo único que me ha salvado ha sido el miedo a encontrarme en una situación embarazosa y, naturalmente, mi termo de té negro con rosas. Me lo he acabado de un trago y el cerebro enseguida se ha calmado (cada vez estoy más convencida de que se trata de una poción mágica, Dios mío, nunca me cansaré de darle las gracias a quien la inventó, mejor dicho, a quien la descubrió, porque algo tan perfecto no puede haber sido inventado por el hombre).
Lo que más me preocupaba era tener que preguntar a alguien por la dirección, no tenía las más mínimas ganas. He dado algunos pasos al azar y luego, con un golpe de suerte —el primero y el último del día—, he visto una flecha que señalaba la iglesia de la plaza de Santa Maria in Trastevere.
En efecto, estaba ahí al lado. Todo era hermoso: la iglesia, la fuente en medio de la plaza y el piso que he podido ver desde fuera.
Solo que en ese momento he tenido una especie de desfallecimiento y enseguida me he dado cuenta de que tenía que llevarme algo a la boca.
Allí enfrente había un bar y he entrado sin pensármelo mucho: ¡cuánto me habría gustado que alguien saliera a mi encuentro para ayudarme con la maleta! Me parecía bonito e íntimo, como esos bistrot del Barrio Latino y, además, tengo que empezar a conocer el barrio.
—¡Aquí fue cuando nos conocimos! —dijo Massimo.
—Te agradezco que me lo hayas dicho, ¿sabes que no me lo esperaba? —respondió Carlotta—. No sé muy bien por qué, pero tengo la impresión de que tienes un poco de miedo a continuar…
—En efecto, me parece que no voy a hacer un buen papel. Pero sabré recuperarme. Y tú, ¿tienes ganas de tomar algo? No querría que te quedaras sin voz cuando lleguemos a lo más bonito.
—Venga, dame un poco de agua, pero luego proseguimos, que la historia me está enganchando.
—Ya ves tú. Yo tengo la impresión de que va a acabar mal.
—¿Estás loco? Estas historias románticas siempre tienen un happy ending, confía en mí.
Ojalá no lo hubiera hecho.
No sé si odiarlos más a ellos por cómo me trataron o a mí misma por mi ataque de pánico. Mi idea era: «Cojo una carta, señalo un bocadillo, me siento, espero, doy las gracias. Fácil».
En cambio, allí dentro me miran como a un bicho raro. Será uno de esos sitios con la misma gente desde hace cincuenta años donde si entra alguien nuevo le tienen que hacer hasta las pruebas del ADN. ¡Ya lo dicen que los italianos son lobbistas y provincianos!
No solo me observan, sino que también me gastan bromas. Y no hay carta. Hay una lista colgada detrás de la barra, café espresso, café largo, café con Nutella, café blablablá. Pero ¿es que aquí se alimentan exclusivamente de café? Yo no he tomado café en toda mi vida y no tengo la más mínima intención de empezar hoy. Debajo hay escrito algo más, pero no me dice nada y no soy capaz de concentrarme.
El muchacho intenta ser amable pero ya me he dado cuenta de que la manera de ser amables aquí tiene algo de pegajoso que nunca voy a poder valorar, es mucho mejor una sana indiferencia.
No sé qué piensan ellos, pero yo ya no soy capaz de respirar, me gustaría estar en otra parte, pero ya estoy allí y tengo que pedir algo, lo que sea. Se me viene a la cabeza mi termo vacío y pido un té negro con rosas. Si hubiera pedido una oreja de oso polar asada se lo habrían tomado mejor: se han oído algunas risas a mi espalda y han añadido comentarios que no he entendido, y tal vez haya sido mejor así. Ese camarero falsamente amable se reía por lo bajo y yo estaba a punto de tirarle a la cara ese gran vaso lleno de agua y monedas colocado sobre la barra. ¿Quién puede darle una propina a alguien semejante?
Tú no te lo vas a creer, pero he cogido el azucarero y lo he derramado sobre la barra. Tendrías que ver cómo me han mirado. ¡Qué vergüenza!
Perfecto: he llegado hace menos de media hora y ya me he peleado definitivamente con los del bar que hay debajo de casa. Mel, ¿dónde me he metido?
Al cabo de un rato he entrado en la iglesia de enfrente y me he quedado allí no sé cuánto tiempo. Se estaba fresquito, allí, y me calmaba el hecho de que nadie podía molestarme, ¿quién molesta a una mujer que está rezando?
Una vez, hace siglos, en el colegio de monjas, algunas compañeras construyeron un iglú muy bien hecho: la nieve estaba bastante dura, habían cortado unos bloques con la pala en el suelo y los habían amontonado unos sobre otros con una notable pericia ingenieril. Yo me había quedado aparte, pero al final del recreo, cuando todas se habían alejado ya del patio, entré dentro, me senté allí durante unos minutos y luego volví a clase con retraso, donde fui recibida por la regañina habitual de la profesora. Me acuerdo bien de la luz del día que entraba filtrada y de una extraña sensación de calor en el frío. Desde entonces se me vuelve a la cabeza con frecuencia, cuando me gustaría sentirme protegida, cuando quisiera mantener alejado de mí el mundo, sin renunciar de todas formas a su luz. ¿Dónde está ahora la guarida del esquimal? ¿Es que no hay una para mí?
Hoy la luz filtrada por los ventanales de la iglesia me ha causado ese efecto, pero estaba claro que no podía quedarme allí para siempre.
Durante el resto del día he dado vueltas sin meta, he tenido la confirmación de algo que había oído decir: «¡Roma es el lugar más hermoso del mundo, lástima que esté lleno de romanos!».
Ahora estoy en una habitación de hotel, pero mañana tengo que ir a ver al notario y a lo mejor mañana por la noche, a estas horas, estaré ya en mi nueva casa. Ahora me voy a dormir: si pudiera formular un modestísimo deseo pediría por favor un sueño profundo y sin sueños.