Olas

Mel,

empiezo este nuevo cuaderno todavía aquí, en París, porque sé que después de estas palabras aún podré verte y la idea me consuela. Cuando vuelva a leer estas palabras sé que serán el principio de una aventura y me da fuerzas saber que no ha empezado sin ti.

Como dije en cierta ocasión, sin ti no voy a ninguna parte. Tal vez entonces no sabía exactamente qué quería decir, ha pasado tanto tiempo…; aunque tal vez, por el contrario, sabía lo que quería decir, pero hoy no quiero decir lo mismo; en fin, que todo cambia aunque no lo queramos, pero yo conservo el espíritu de entonces y sigo contigo, donde sea que la vida me lleve.

Me veo obligada a marcharme, pero volveré, lo prometo, y sabes que las promesas las mantengo.

Carlotta hizo una pausa y miró a Massimo a los ojos. Él tenía miedo de echarse a llorar y mantenía la mirada hacia abajo, pero sabía que era necesario aclararse de alguna manera. La empresa, que sobre el papel parecía tan sencilla, en la prueba de los hechos estaba manifestando por completo su intrincada naturaleza: una violación de la intimidad al cuadrado. La lectura de un diario es una operación reprobable que exige ciertas agallas, pero ese aspecto ya había sido destripado y analizado por un lado y por otro, llegándose a la conclusión de que en el amor no existen reglas. Lo que no habían tomado en consideración (y ahora estallaba en toda su evidencia) era el papel de Carlotta, que lo ayudaba a él, que a su vez estaba escuchando el diario de Geneviève. Como alguien que espía por el ojo de la cerradura a otro que mira a una muchacha que se desnuda desde la ventana de enfrente.

Complicado. Pero los hermanos están para esto.

—Me has dicho que quieres saber. Creo que tú tienes razón y yo te ayudo de buena gana, pero te lo pregunto otra vez: ¿de verdad quieres llegar hasta el fondo? A mí me duele un poco verte sufrir con el sonido de mi voz, me duele revelarte ciertas cosas. Sería mejor que lo leyeras tú por tu cuenta, aunque esto es imposible, quiero decir, a menos que tú aprendas francés… en fin, no sé cómo… o bien podríamos hacer esto: yo traduzco y grabo o transcribo la traducción, así tú puedes descubrirlo todo sin tenerme a mí delante, mirándote.

Él la interrumpió (tendría que haberlo hecho de inmediato, pero no encontraba las palabras):

—No te preocupes. Déjalo correr. Tu voz solo hace que las cosas suenen mejor. En fin, eso es: si alguien tiene que verme así, hermanita, mejor que seas tú a cualquier otro. Es más, en el fondo es mejor así, ¿sabes? No sé cómo decírtelo, pero si me lo leyera yo solo (como sería lo natural que hiciera), si entendiera algo de este puñetero francés, luego estoy seguro de que no podría sincerarme con nadie, porque hay algunas cosas que uno no es capaz de explicar. En cambio, así tú me ves y lo sabes todo sin necesidad de que yo te diga nada. Tú eres mi hermana, en fin, eso es, nunca te lo he dicho, pero creo que estamos unidos por ondas telepáticas, si alguien pronuncia la palabra «sintonía», a mí me vienes tú a la cabeza. Por tanto, no, no me molesta que tú me veas así, en definitiva, es más…

Carlotta tenía los ojos brillantes. Se acercó a su hermano y le frotó la cara sobre su hombro, como hacía a veces cuando era pequeña, luego le dio un empujón:

—Ah… nunca sé si los hombres subís o bajáis. Os hacéis tanto los duros y luego, en cuanto os abrís un poquito, os deshacemos como nieve al sol. Maldita sea tu estampa. Sabes que haría cualquier cosa por ti, incluso violar la privacidad de una francesita chalada, incluso sentirme de sobra, así que sigamos adelante, tú me paras cuando quieras.

—¡Venga! Muerto el perro, se acabó la rabia. Prosigue hasta que te quedes sin voz.

¡Resulta increíble hasta qué punto decide a veces la vida atraparte y obligarte a tomar un desvío imprevisto! Tengo miedo, y este miedo lo siento como un bloque de piedra a la altura del diafragma. Me doy cuenta al instante de lo frágiles que eran los muros de rutinas con las que me protegía. Pocas relaciones, pocas palabras —y, pese a todo, jugando con ellas me gano la vida, ¿no resulta irónico?—, pocas ambiciones, para evitar exponerme en exceso. Luego la vida decide —por sí sola— que tengo que entrar en el juego, romper el ritmo, marcharme, pero ¿por qué?

Qué bien se me da, dirás tú, analizarme y racionalizarme; a saber por qué tanta agudeza no me sirve luego para sufrir menos.

Pero dejemos a un lado las teorías, dado que las teorías no cambian nada. El otro día regreso a casa aturdida por una de esas visitas a la redacción que de vez en cuando me toca hacer, no muy a menudo —bendito ordenador—, pero excesivas para mí.

El buzón de la correspondencia está tan lleno ya que urge tomarse una pausa para hacer limpieza. Me refiero al correo de papel, no el virtual, en la práctica son un puñado de facturas rodeadas por una corte de los milagros de publicidad. Me digo: tanto da… puesto que hoy el destino quiere que tenga relaciones con el mundo exterior, eso querrá decir que luego voy a encerrarme en casa durante una semana. Llego a la buhardilla con las bolsas de la compra y el pliego de sobres.

Esto es lo que me gusta de cuando paso el día fuera: regresar y sentir ese olor a mi casa que, por regla general, la costumbre no me permite notar.

Entre las demás cosas, está el comprobante de un envío que tendré que recoger en Correos. Perfecto: eso es que hay alguien que no me quiere: mañana otro baño de multitudes. Y además, ¿para qué? ¿Una multa?

Tal vez el que habla sea mi incorregible miedo, pero una voz me dice que las sorpresas agradables son más escasas que las sorpresas desagradables.

De vez en cuando mi miedo se equivocaba porque la sorpresa era agradable, eso no puedo negarlo. Hasta tal punto era agradable que proporcionaba aún más alimento a mi miedo, hasta tal punto era agradable que casi querría rechazarla.

Pero ¿cómo puede hacerse eso? Si la fortuna llama a la puerta no se le puede decir que no. En el pasado ya lo hice, dirás tú, loca, más que loca, no lo hagas de nuevo, y añadirás que esta vez tengo que ir, y de hecho voy.

Entras en Correos con miedo a no haber pagado la tasa de las basuras o sabe Dios qué y sales de allí siendo propietaria de un piso en Roma, ¿te lo puedes creer, Mel? En Roma. Y descubres que tienes ese familiar, o mejor dicho, que lo tenía, y no sabes si darle las gracias a esa mujer por este regalo inesperado o si odiarla porque no ha dado señales de vida antes, cuando estaba viva, quiero decir. En cambio, para dar señales de vida ha tenido que esperar a estar muerta. ¡Qué contradicción!

La maleta ya está lista, apoyada ahí, cerca de la puerta, yo estoy aquí en la mesa, escribiendo, admirando la luz del ocaso que estalla en la habitación por las claraboyas tiñendo las paredes, los objetos y mi piel. ¿Sabes, Mel?, ahora que tengo que marcharme aprecio más cada detalle de aquí. No sé cuánto tiempo tendré que estar fuera, a decir verdad no sé qué hacer con este piso romano… estaría bien alquilarlo para tener una renta fija y, quién sabe, ir por allí de tanto en tanto. O bien venderlo, pero ¿qué hago yo luego con el dinero? De vez en cuando me pregunto para qué sirve el dinero… quiero decir, parece el único y el último valor de nuestro tiempo, todo el mundo acepta y da por descontado que ante el dinero puede ceder cualquier otro principio, pero ¿qué es de verdad el dinero? No se trata de hacer un discurso moralista, estoy descendiendo a lo concreto. ¿Es posible que correr detrás de una especie de convención simbólica pueda condicionar de tal manera nuestras vidas?

¡Es hora de irse a dormir!, dirás tú. ¿Y quién puede dormir?, te responderé yo, con todas estas cosas rondándome por la cabeza. Mañana iré a verte por última vez hasta quién sabe cuándo, quizá un mes, quizá más. Luego me marcharé a Italia.

¿Qué será de mí? Han pasado algunas horas, pero no el miedo. Podrás imaginarte cómo he dormido, luego esta mañana he ido a la casa del té y me he hecho con provisiones con las que podríamos permitirnos hacer frente a una gran carestía. Pero las dividiré equitativamente en dos partes, por eso solo podremos hacer frente a media carestía, si la distancia nos separa. Sin separarnos, en cambio, no tenemos nada que temer. Para ti he cogido diferentes calidades: té verde, té blanco, Oolong, Bohea, negro, aromático, prensado, Puah. Es de locos. No tendrás tiempo de aburrirte.

Para mí, en cambio, he cogido el té negro con rosas de costumbre, pero lo he cogido en tal cantidad que en la aduana probablemente me pararán los perros antidroga y seré arrestada por tráfico internacional y nunca voy a poder poner mis manos sobre esa herencia. Pero, por otra parte, nada me dice que en Roma pueda encontrar mi té y, como tú bien sabes, sin té no voy a ninguna parte.

Prepararme hace que me sienta segura, pero cuando haya acabado será el momento de partir. Estoy contenta de ir a verte, aunque lamento que sea la última vez. Siento curiosidad por lo que me espera y, no obstante, tengo miedo y creo que lo único que quisiera es quedarme aquí, en los rieles que cada día me conducen. Tal vez vuelo bajo, llevo una vida gris, pero si despegara del suelo podría caerme de repente y hacerme daño.

¿Por qué existirán estas contradicciones? No es justo. Quiero encontrar las leyes matemáticas que regulan la vida, la alegría y el dolor, tienen que existir. No estoy diciendo que tendría que ser más sencillo, no, es otra cosa. Solo que tendría que seguir unas reglas, como los crucigramas: con esquema fijo, blancos, sin esquema, crípticos, con cruces obligados, silábicos, a la inversa, a la inversa con cruces y así podría seguir. Pueden ser extremadamente difíciles, pero son honestos, porque la solución existe y no hay engaño.

La vida no. En la vida no sabes nunca si la solución existe o no, si está al alcance de la mano o alejada años luz. La vida es deshonesta.