À la guerre comme à la guerre

Como es natural, Massimo tuvo unos sueños surrealistas. Señores voladores con manzanas en la cabeza, pipas que no eran pipas, nubes en botellas y copas de árboles sin tronco en mitad del cielo, caballetes con paisajes que se salían de la tela, señoras con rostros de hortensia, zapatos con forma de pie y castillos sobre rocas suspendidas.

Evidentemente, el estudiante había interiorizado la lección sobre Magritte. Nota: un diez y matrícula de honor.

Bien, pero ahora no hacía falta ser el doctor Freud para comprender que ese cuaderno ejercía una tentación difícilmente sostenible. «Es una cuestión de rectitud moral —intentaba repetirse—, un diario NO SE LEE». Así de simple. Sin embargo, cuando alguien deja un diario, tal vez de manera inconsciente quiere que sea leído; y además, ¿qué se esperaba esa chica?, ¿qué podía dejarle tirado, sin más explicación, y con un diario delante de sus narices que a lo mejor podía contener esa explicación? ¿Qué era él, un santo? «En fin, dadme un motivo y yo cargaré con el mundo a mis espaldas, ¡pero dadme ese motivo! ¿O es que me quieres además de cornudo, apaleado?».

El día siguiente se lo pasó en el bar en un estado de semidelirio, con una parte de su cerebro hipnotizada por aquel Magritte escondido en el cajón. Carlotta pasó para saludar, charló largo rato con Dario y luego se marchó para verse con Rina, la florista, pero primero le echó un vistazo a Massimo y se lo llevó un momento a un rincón:

—Si tienes la solución al alcance de la mano, no dejes de intentarlo, o solo podrás echarte la culpa a ti mismo.

—Está bien. Ya he captado cuál es tu opinión. Hablamos más tarde.

La mirada de Carlotta había sido tan intensa que no quedaron dudas. Quería decir: «A lo mejor tú estás tan aturdido que no sabes bien qué es lo que hay que hacer, pero yo sí». Era una mirada de las que te señalan el camino.

Massimo, desorientado, se volvió hacia Dario en busca de aprobación.

—Paeces un perro apaleao, ¡me vas a romper el corazón! No sé na del asunto, pero si quieres que te dé mi opinión, haz lo que te dice tu hermana. Tu hermana siempre ha sido mucho más lista que tú. No te enfades: las mujeres siempre tienen una marcha más.

—¡Eso si tienen motor!

—Eso sí. Pero te digo que, a igualdad de motores, tienen una marcha más.

—No sé si esta conversación tiene sentido. Luego dirán que mujeres y motores son alegrías y dolores…

—Pero si esta historia del motor la has sacao tú, yo hablaba de una marcha más.

—¡El velocípedo carece de motor y bien que está provisto de marchas!

—¿Ves como hasta el seor Brambilla me da la razón? ¡Y él nunca habla al tuntún!

—Ya te digo, no se le entiende un carajo y tú enseguida piensas que habrá dicho algo genial, como si yo ahora me subiera a la silla, tras un mes de silencio, y me pusiera a declamar, yo qué sé: ¡Mulondi nadur katalamé, landú, landú, landú!

Dario estaba sinceramente admirado:

—¿Quieres decir entonces que randarau mistrabó nabodian?

El seor Brambilla meneó la cabeza:

—Tú no entiendes, ya lo aprecio, ni una brizna, yo no hablo a humo de pajas. —Y, como para demostrar su propia buena fe, desenfundó un trabalenguas muy utilizado en su tierra—: «Era una gallina ética, pelética, peleticuda, mochicalva y orejuda que tenía unos pollitos éticos, peléticos, peleticudos, mochicalvos y orejudos. Si la gallina no fuese ética, pelética, peleticuda, mochicalva y orejuda, no tendría unos pollitos éticos, peléticos, peleticudos, mochicalvos y orejudos». ¿Lo coliges?

Bognetti pagó y se marchó de allí con aire de quien no va a volver nunca más. Como siempre.

—Pero ¿de dónde hemos sacado a este tío? —preguntó Massimo, tras quedarse un minuto largo con la boca abierta.

—No lo sé, me parece que es él quien nos encontró a nosotros.

—Pero, en tu opinión, ¿tú crees que en Milán todo el mundo es así?

—¡Amos, anda! Es imposible. Aunque sería divertido. Todo el mundo así —sonrió Dario y añadió—: Oye, ¿por qué no te vas a dar una vuelta? Cierro yo, ya sé cómo se hace. No falta mucho y ya se ve que hoy no hay mucha gente.

Massimo se dejó convencer: tenía ganas de mirar el río.

El Tíber corría perezoso y turbio ante sus ojos. Al alcanzar el puente, Massimo había arrancado la rama de un arbusto y ahora la tiró hacia abajo. La observó dando vueltas en su lenta caída, quedarse luego un instante como indecisa sobre qué dirección tomar, como si de veras pudiera elegir, y al final la vio seguir su curso hasta desaparecer en la lejanía. Quién sabe adónde llegaría. Tal vez se quedase varada al cabo de trescientos metros, tal vez llegara hasta el mar y luego quién sabe.

Le parecía extraño. Aquella ramita era el emblema de algo que está a merced del destino, y, pese a todo, probablemente de haber tenido conciencia, se habría hecho la ilusión de que podría influir en ese destino. En cambio, no podía hacerse nada, aunque no por esto supiera cómo iban a terminar las cosas. En fin que, recapitulando: no había elección, el destino ya estaba escrito pero era desconocido. ¡Qué vida más bella, la de esa ramita!

Descartada la tétrica perspectiva de ser igual que esa ramita, Massimo pensó en un consejo de su padre. Una vez, cuando tenía dieciséis años, tuvo un disgusto con unos amigos suyos. Había hecho algo que es inútil explicar ahora y se encontró de repente con todos ellos en su contra, se había sentido juzgado y le había sentido mal.

Su padre le dijo: «Tú déjales que hablen. No te preocupes. Tú mira el río y espera a que pase el cadáver de tu enemigo».

Desde entonces, cada vez que miraba el río, pensaba en ello. No es que tuviera claro qué significaba ese proverbio chino, pero le gustaban los lazos entre el río y el destino. En esas palabras se hablaba del momento oportuno, de un sentido de justicia cósmica, una idea de que tarde o temprano te será restituido lo que te mereces, aunque, ¿dónde queda tu espacio de acción? ¿Estás autorizado a remontar el río para saber algo más (y acaso para encontrar a tu enemigo aún con vida y vigor, dispuesto a matarte)? Y viceversa, ¿estás desanimado para llevar a cabo lo que sea y únicamente tienes que dejar que el tiempo y el agua fluyan?

Quién sabe.

Massimo intentaba comprender, la explicación parecía estar a un paso, pero se escurría igual que el horizonte, la base del arcoíris o una palabra en la punta de la lengua.

Luego concluyó que el río le había llevado ese cuaderno.

Y que él no podía mirarle a la cara a nadie. Que no se hacen prisioneros. Que estaba en juego su propia supervivencia y que leer ese diario no solo no era una equivocación, sino lo único que podía hacer.

Todo lo demás es aburrimiento, miedo y pajas mentales.

Bien, aunque solo fuera por ser pragmáticos como los americanos era conveniente hacer una to do list:

Uno: dar media vuelta y volver a casa.

Dos: sacar a Sparks de la estantería, extraer con cuidado la llave del aparador, fijada con un trocito de cinta adhesiva en la página 63.

Tres: abrir el aparador.

Cuatro: recuperar la llave del cajón del escritorio.

Cinco: abrir el cajón del escritorio.

Seis: sacar el cuaderno con la tapa de Magritte del cajón del escritorio.

Siete: sentarse en el sillón y afrontar el destino.

Ejecutó en rápida sucesión las operaciones que había programado, haciendo realidad los objetivos que se había propuesto.

Una vez sentado, abrió el cuaderno y se le vino a la cabeza el paso número ocho: aprender francés.

No era posible leer de esa forma. No había nada que hacer. Claro, algunas palabras las entendía, no era cirílico, después de todo, pero esta cercanía lingüística podía resultar todavía más insidiosa. No sabía cómo decirlo en francés, pero existía el problema de los false friends y ese tipo de cosas; en conclusión: que a pesar de ser tan curioso como una culebra, cerró de nuevo el cuaderno y se dijo que es mejor no entender nada que entender mal. Malentendidos había habido ya hasta en exceso.

Y luego veía a ese Mel reaparecer al principio de cada página, Mel arriba, Mel abajo, Mel por aquí, Mel por allá. ¿Qué quería decir? En fin, que no era necesario ser Pierre Curie para intuir que de seguir así habría acabado preso de una violenta paranoia.

Pero había visto en una página su dibujo aproximado de hombre con rosa y se conmovió. Luego se entristeció. Luego reescribió el punto ocho de su programa, porque siempre es necesario tener un plan B.

Ocho: llamar a Carlotta.

Dicho y hecho. Marcó el número de su hermana.

—¿Estás libre esta noche?

—¿Otra pizza?

—No, mejor te preparo una pasta a la amatriciana aquí en mi casa, ¿qué me dices?

—Mejor me la haces a la gricia[10], ¿puedes?

—Claro que puedo.

—Entonces voy para allá. Llevo yo el vino.