Que vienen los nuestros

Massimo no quería hablar con Dario del cuaderno y Dario no quería preguntarle a Massimo qué había en el paquete. Ambos tenían sus buenas razones, probablemente distintas, para evitar el tema. El caso es que los hombres demuestran gran habilidad tanto para estar callados como para hablar de esto y aquello, por lo tanto se las apañaron estupendamente, sin zozobras y sin problemas.

Massimo, sin embargo, no veía la hora de cerrar para irse a reflexionar con calma sobre la cuestión.

Cuando llegó la hora, Dario se despidió con un abrazo y dijo:

—Si me necesitas, ahí estoy, ¿lo sabes?

—Lo sé —respondió Massimo con un suspiro, luego lo miró a los ojos y se relajó un poco—. Lo sé, tú siempre eres muy… perfecto, si no estuvieras no sabría cómo apañármelas. Pero tengo que resolverlo por mi cuenta, ¿comprendes?

—Comprendo. Pero cuando quieras pedir ayuda yo tardo cinco minutos en plantarme a tu lao. Y eso porque estoy algo achacoso, que si no tardaría tres y medio.

—¿Achacoso tú? ¡Pero si le has vendido el alma al diablo!

—¡Vaya, me has pillao! Pensaba que os había despistao con aquella historia del café antioxidante…

—¡A lo mejor los demás se la han creído, pero tú a mí no me la das con queso!

Massimo se demoró colocando las últimas cosas pero, mientras salía, le cayó la mirada sobre el jazmín. No era necesario ser un botánico para darse cuenta de que le faltaba agua desde hacía algunos días: las flores se habían secado y las hojas estaban ahí, mustias, mientras las raíces buscaban inútilmente en la tierra bien reseca.

Massimo volvió dentro y llenó la regadera. Aunque no lo hubiera admitido nunca, esto significaba que ciertas esperanzas aún las conservaba: solo quien ha renunciado a luchar deja morir una planta a propósito.

Bien. Por fin se encontró a solas y lejos de ojos indiscretos. Pasó la mano por la casa de Magritte. Sin duda, aquello era una especie de diario, más que una miscelánea de pensamientos; en definitiva, seguro que se trataba de algo íntimo.

De manera que las posibilidades eran dos: o Geneviève había hecho que se lo llevaran a él porque se fiaba de su discreción o bien quería que él lo leyera. Pero, en este último caso, se lo habría entregado directamente antes de marcharse, ¿no? Pues entonces era más plausible la primera. De hecho, Massimo tenía un profundo respeto por la vida privada y la intimidad ajena. Sí, él pensaba que la libertad de una persona acaba allí donde empieza la del vecino, ¿era así? Más o menos…

Existía un espacio inviolable alrededor del individuo que podía explorarse solo mediante invitación explícita, renovable, pero no permanente.

«Está claro —se dijo mirándose en el espejo para resultar más creíble—, yo nunca voy a leer este diario. Nunca».

Cogió el cuaderno, lo guardó bajo llave en un cajón del escritorio, sacó la llave y la metió en un libro: naturalmente Mensaje en una botella de Nicholas Sparks. La fijó con cinta adhesiva en la página 63.

Estaba pensando en dónde esconder el libro cuando sonó el teléfono.

El teléfono de casa era autorreferencial: en el noventa por ciento de los casos se convertía en heraldo de maravillosas ofertas de compañías telefónicas que luego, seguro, eran un timo.

«Tengo que decidirme a quitarlo», pensó Massimo, mientras iba a contestar, pero contestó de todas formas:

—¿Diga?

—¡Hola! ¡Soy Carlotta! ¿Qué tal vas?

—Te diré. ¡De cráneo! ¿Quieres que hablemos por el Skype? ¿Qué hora es allí?

—Las nueve, ¿por qué?

—¿Cómo que las nueve? ¿De la mañana? ¿Hay doce horas de diferencia? Siempre pensé que había nueve…

—Las nueve de la noche.

—Ah. ¿Entonces es que hay veinticuatro horas de diferencia? Pero ¿de qué día, perdona?

—¡De hoy, idiota! ¿Por qué no me llevas a cenar una pizza?

—¡Ah, mi gran hermanita! ¡Qué bien que hayas vuelto! Si me lo hubieras dicho habría preparado algo…

—Precisamente, ¡por eso no te he dicho nada! Bromeo, ¡quería darte una sorpresa! Y además, lo he decidido a última hora.

—¿Y Luigi?, ¿dónde lo has dejado?, ¿también ha venido?

—No, estaba ocupado con el premio Nobel y todo lo demás. Pero ha dicho que me deja a tu cargo.

—¡Ah, pinta bien, estoy en forma de verdad! Venga, entonces, ¿dentro de cuánto nos vemos?

—¿Tres minutos? ¿Cinco?

—Pongamos siete, que todavía tengo que ducharme, ¿te parece?

—Siete… ni uno más. Te espero abajo.

Massimo decidió acabar con la búsqueda del tesoro y colocó el volumen en su muy surtida biblioteca con la idea de olvidarse voluntariamente de su ubicación, de manera que escapara así a cualquier tentación. Cierto es que en el aparador de la cocina había también alguna cosa útil, por no hablar del cajón donde guardaba el talonario de cheques, la contraseña de la cuenta online y otras muchas cosas —se veía ya obligado a descerrajar su propia casa—, pero tanto da, no siempre las soluciones instintivas brillan por su raciocinio (esta, en particular, era verdaderamente demencial).

Massimo y Carlotta se abrazaron. Como algunos vinos tintos que al envejecer mejoran, su relación adquiría cada vez más automatismos y afinidades electivas y no costó nada restablecer la confianza de siempre.

—Ay, cuánto echaba de menos el aire de aquí. ¡No hay nada como marcharse de aquí para amar este lugarucho repleto de defectos!

—Así es —respondió Massimo, que no es que hubiera estado mucho fuera, pero creía entenderlo—. Bueno, es un amor distinto al que sientes estando siempre aquí, en mi opinión. Me explico: para mí Roma es extraordinaria, pero también es la esposa con la que te topas cada dos por tres, todos los santos días, por lo tanto algunas chispas saltan, y de vez en cuando te gustaría tomarte unas vacaciones…

—En cambio, para mí es ese amante fogoso al que si lo viera más a menudo a lo mejor no lo soportaría; en cambio, estas pocas veces se me enciende una pasión que… ¡ni que fuera Brad Pitt!

—Otra vez con el dichoso Brad Pitt, la verdad es que tienes una fijación que no veas… de todas formas, Roma hay una sola, eso es indiscutible.

—Sí, pero también es un poco una sòla[9]… depende de cómo pongas el acento.

—En efecto.

—Si te acostumbras a vivir en un lugar civilizado, vuelves aquí y te echas las manos a la cabeza, parece una jaula de grillos. Pero es tu casa, ¡y casa solo hay una!

—¿Una sòla?

—Una sola. Pero, venga, ¿no teníamos tú y yo una conversación pendiente?

—¿Qué conversación?

—¿Una chica? ¿Francesa? ¿Poco experta en café? ¿Te dice algo?

—Aaah, déjalo correr… ¡No estropeemos esta velada! ¿No notas qué brisita? ¿Por qué me miras así? ¿Es que no se puede ni cambiar de tema? Venga ya, es una historia complicada.

El camarero se llevó los platos y dejó las jarras de cerveza, Carlotta bebió un trago largo y apoyó teatralmente los codos en la mesa, la barbilla en las manos y dijo:

—No te preocupes, a mí el tiempo me sobra, puedo esperar.

—Vale, pues, ya me he dado cuenta de que, si no te sales con la tuya, no vamos a entendernos. Pero que sepas que es una historia triste, así que ya estás borrando esa sonrisa que tienes grabada y preparando los pañuelos.

—Por Dios, oh, no, venga. ¡Espera! —Empezó a revolver dentro de su bolso—. Debería tenerlos porque con el aire acondicionado que hay por todas partes te pones enfermo más en verano que en invierno. Tú de todas maneras puedes empezar, porque ya soy mayorcita y estoy vacunada. ¡Y que sepas que si hay una que te hace sufrir tendrá que vérselas conmigo!

Carlotta puso un rostro fiero y mostró el bíceps.

—¡La Virgen!, das miedo. No te preocupes, que aquí se trata más de una cuestión psicológica que de músculos.

—Ah. Pero ya sabes que yendo al grano uno no se equivoca nunca. Venga, ¿me vas a explicar esta historia o qué?

Massimo le explicó el asunto desde el principio hasta el final, hasta en sus mínimos detalles, y Carlotta quiso llegar hasta el fondo con mil preguntas, ni que fuera Miss Marple, hasta el punto de que se vieron obligados a pedir otra cerveza, y luego otra más, y al final estaban algo achispados. Pero mejor así: los frenos inhibidores de Massimo descendían de manera directamente proporcional a la cerveza, permitiéndole confiarse más que ante un psicoanalista, condición primera para aceptar que nos den consejos, de los buenos.

Carlotta escuchaba, asentía, preguntaba, observaba y tan solo le faltaba tomar apuntes en una libreta. Cuando se dieron cuenta de que los camareros iban recogiendo las mesas que tenían a su alrededor, de que el local estaba completamente vacío y de que miradas cada vez más insistentes se posaban sobre ellos, comprendieron que había llegado el momento de levantar el campamento.

Carlotta vivía allí mismo, en un pequeño apartamento familiar que habían dejado sin alquilar precisamente para darle la posibilidad de regresar cuando quisiera (como decía mamá, estar cerca no tiene precio), de manera que Massimo la acompañó a casa intentando no pensar en cuando escoltaba a Geneviève hasta el portal.

Se despidieron con dos besos en las mejillas y un largo abrazo, luego Carlotta metió la llave en la cerradura.

—¡Oye, Mino! —lo llamó justo cuando él se estaba dando la vuelta—, ¿dónde dices que has escondido ese cuaderno?