Tedio. De haber tenido que resumir en una sola palabra su estado de ánimo durante aquellos días, esa es la que habría utilizado.
Pensaba con frecuencia en los poemas de Leopardi que había estudiado en el instituto y nunca como entonces sentía que podría haberlos escrito él, de no haberle ganado por la mano, con un margen de casi dos siglos (tampoco con la poesía le iban bien las cosas, ¡maldita fuera su estampa!).
Había intentado centrarse en el trabajo y algún resultado lo obtuvo: nuevas creaciones, como el café con chicoria, el café con cúrcuma, el café-tónic (probado por Dario y retirado inmediatamente de la producción, so pena de ser objeto de denuncia), el café con pomelo amargo, el café con ruibarbo y, para terminar, el hipercafé: un café concentradísimo, adornado con cacao amargo al ciento por ciento, que era imposible beberse sin una grotesca mueca de desagrado.
Era más fuerte que él: era capaz de sintonizarse únicamente con las más amargas sustancias conocidas por el hombre.
Miraba avieso a quien se atreviera a pedir el clásico sobrecito de azúcar (que para entonces ya no ponía en el platito), sosteniendo que el azúcar hacía subir el colesterol y era un camino seguro hacia la obesidad, mientras que para el edulcorante dietético tenía preparada la docta argumentación del seor Brambilla sobre el aspartamo cancerígeno y solo tras una larga insistencia cedía abriéndose de brazos y diciendo:
—Haz lo que quieras, si quieres fastidiarte la salud, aparte del gusto del café, eres muy dueño de hacerlo, no por nada ya eres mayorcito, pero ¡luego a mí no me vengas llorando!
El punto álgido le llegó cuando se negó a servirle a un cliente un café marroquí sosteniendo que no había oído nunca hablar de él. Aquella vez, el cliente, que era uno nuevo y que se quedó de piedra, le señaló el cartel de detrás de la caja, con la relación de los cafés, y le indicó que el marroquí aparecía en aquella lista.
Massimo entonces lo miró fijamente a los ojos y dijo:
—¿Ah, sí?
Luego se subió a un taburete y con el rotulador trazó una raya sobre el nombre:
—Ese artículo ya no está a la venta. Si quiere un espresso aquí me tiene, en caso contrario hay un montón de bares en esta zona, ¡así que no veo cuál es el problema!
Por suerte, el señor Dario le echó un capote haciéndose cargo de la situación y enviándolo a la parte trasera para que tomara un poco el aire.
—El chaval es más bueno que el pan, pero está pasando por una mala época. En realidad, hacemos un marroquí de rechupete. Naturalmente, ¡invita la casa!
Más tarde Massimo le dijo que quería descontárselo del sueldo.
—¡Mira, me voy a esperar a que te hayas desfogao a ver si así te vuelves normal! —replicó él—, y de todas maneras se lo vamos a cargar a Luigi en su cuenta, que un euro más ese siempre lo suelta de buena gana, ¿no?
No. Massimo no tenía la menor intención de volverse normal. Antes siempre iba en busca de la luz, de la belleza, los secretos escondidos en las pequeñas cosas, ahora le parecía que de todos los objetos, de todas las paredes y de todas las esquinas de las calles le llegaba el mismo mensaje: que todo era gris, triste y sucio y que nada en el mundo valía el esfuerzo de ilusionarse. Hasta levantarse por las mañanas era un deber triste e inútil y lo hacía solo porque siempre lo había hecho así y por ahora no sabía imaginarse obrando de otra forma, pero alguna vez tenía la tentación de encerrarse en casa y no volver a salir. Algunos amigos le habían sugerido que era el momento de hacer algún viaje, de cambiar de aires, de darle un giro a su vida, y él sabía que en el fondo no estaban equivocados, pero le faltaba la energía incluso para plantearse la hipótesis de un cambio, como si el dolor que lo afligía fuera al mismo tiempo lo único que lo mantenía con vida.
Se puede uno imaginar, por lo tanto, con qué estado de ánimo recibió al cliente que estaba acercándose a la barra hacia las once de la mañana del 25 de agosto, más o menos.
Cliente con aire somnoliento, barba descuidada y unas gafas de ver cuya montura no pasaba desapercibida, pantalones elásticos, una camiseta blanca con el cuello algo deformado, como si hubiera dormido con ella, auriculares blancos de Apple, uno en el oído y el otro colgando, en resumen, sí: un hipster. Aquel hipster.
El cerebro de Massimo empezó a girar vertiginosamente, centrifugando las hipótesis más absurdas, desde la habitual y querida alucinación (pellizco, parpadeo, pero él seguía estando ahí), al otro amante abandonado que busca consuelo y solidaridad junto al exrival (¡solo le faltaba esto!), al novio auténtico que había descubierto la intriga y venía a desafiarlo a un duelo (¡tal vez era esto lo que faltaba!).
Por el contrario, el otro no traslució emoción alguna y hasta tuvo el valor de pedir un café largó (sí, largó, con el acento en la o: ay, ay).
La tensión podía cortarse con un cuchillo y Massimo pareció escuchar las notas de Ennio Morricone saliendo de los altavoces que había a su espalda. «A saber qué pensáis vosotros los hipster de los spaghetti western. ¿Han sido ya objeto de una revalorización o son demasiado comerciales?».
—Cuando un hombre con una pistola se encuentra con un hombre con un rifle, el hombre de la pistola es hombre muerto, ¿dijiste eso? Veamos si es verdad.
Seamos sinceros, además: todo hombre sueña con poder pronunciar alguna vez una frase de este tipo, por tanto Massimo no dejó escapar la ocasión.
—¿Cómo? Llevo un montón de años en Italia, pero aún me ocurre a veces que no entiendo vuestras bromas… Estaba buscando a Massimo, ¿eres tú? —respondió él tendiéndole la mano por encima de la barra.
Massimo se la miró como si acabara de salir de una cloaca, luego comprendió que no podía dejar de estrechársela.
—Soy yo.
Sabía que tenía que haber añadido algo más, pero era más fuerte que él, el dolor le había hecho abandonar cualquier clase de formalidades y, además, estaba bastante aturdido, al haberse materializado su peor pesadilla precisamente allí, a pocos centímetros.
Le sirvió el café largo esforzándose por no colocarlo sobre la barra con demasiada violencia.
—Veamos. Yo soy Jean-François, encantado de conocerte.
Aquellos acentos que tanto había amado ahora le provocaban náuseas, tuvo que apretar los puños hasta hacer que le blanquearan los nudillos para resistirse a la tentación de lanzarle un buen puñetazo a la barbilla, pero ya se sabe que la violencia nunca resuelve nada; además, él siempre había sido más pacífico que Gandhi, y seguro que no iba a transformarse de repente en un camorrista cualquiera, por más que en aquella absurda fase de su vida no pudiera excluirse nada.
Tras un silencio exagerado, Massimo habló:
—¿Y entonces? ¿Por qué me estabas buscando?
Total, mejor si entraban en materia sin demasiados circunloquios.
—Bah, francamente, yo vivo de alquiler en la casa de Geneviève Remi. Me ha dicho que es amiga tuya.
—Ah. ¿Y tú eres amigo suyo?
—No. He contestado a un anuncio suyo en Internet para el alquiler de la casa.
—Ah.
—Llevo aquí poco tiempo.
—Ah.
—Bonito. Vivir en el Trastevere es mi sueño. Un barrio maravilloso.
—Ah. Eh. Sí.
Massimo se encontraba prácticamente paralizado y le hubiera venido bien un time out para procesar una noticia que no se esperaba. Es increíble hasta qué punto la mente humana toma en consideración directamente las peores hipótesis, descartando las más obvias y normales y carentes de ambigüedad. Una vez más, el cine lo ayudó a resumir su propia situación interior: «Sigamos así, hagámonos daño.»[8]
—Lo que pasa es que —prosiguió el francés con un tono pacato y amable que hizo que Massimo se avergonzara por cómo lo había tratado— me he puesto en contacto con Geneviève porque se dejó olvidadas algunas cosa suyas. Me ha dicho que no importa, solo una cosa me ha dicho que te la dejara a ti en persona.
Le dio un golpecito al bolso que llevaba colgado en bandolera, luego, como si repentinamente le hubiera entrado alguna duda, le preguntó:
—Pero ¿tú eres Massimo? ¿De verdad? Ella me ha hablado de una persona amable y alegre…
Massimo se dio cuenta en ese momento de que ser educados con el prójimo no era solo un hermoso gesto hacia los demás, sino también hacia uno mismo.
—Tienes razón. He sido un poco brusco, en este periodo es algo que me sucede a menudo. Pero soy yo, no te preocupes, tengo el carné de identidad, tengo testigos, lo que quieras.
Dario, que se había mantenido apartado, se sintió llamado en causa.
—Parece de verdad que es él, pero tienes razón al sospechar. Piensa que el otro día yo tuve que pedir una prueba de ADN para obtener una confirmación al respecto. No se sabe qué le ha ocurrido, pero es él, es él, ¡maldita sea su estampa!
—Bien —barbotó Jean-François con una tímida sonrisa—. Pues entonces, aquí tienes.
Sacó del bolso en bandolera un sobre de papel más bien delgado y se lo tendió:
—Para ti.
Luego sacó la cartera, pero Dario se le anticipó:
—Faltaría más, has sido muy amable. ¡Lo menos que podemos es invitarte al café!
—Merci —respondió el joven—. Hasta la próxima, entonces. Espero volver a veros pronto.
Massimo se despidió de él con un gesto, esta vez más por el shock que por hostilidad.
—No lo entiendo, ¿has decidido invitar a beber a todo el mundo? ¿Qué pasa, es tu cumpleaños? Entonces ¿por qué no vamos a avisar a Luigi, el carpintero, y tal vez incluso le damos algo de calderilla? ¡Cómo él no paga como norma, no quisiera que se sintiera excluido de esta jornada de rebajas extraordinarias!
—Pero ¿por qué tienes siempre que protestar por todo? Salvo la clientela que tú tratas mal para desfogarte. Ya verás que cuando se te pase esa tontería que ties, me lo agradecerás.
—Sí, esa es buena. Sin blanca como va, a lo mejor sí que vuelve, pero solo porque espera que lo invitemos de nuevo. ¿No sabes que las reglas funcionan solo si no hay nunca excepciones?
—Pero ¿qué dices? ¡Son las excepciones las que dictan las reglas! Y, de todas maneras, mira que estás raro: uno te trae un paquete de esa chica que, se ve a un kilómetro, la ties metida en la cabeza en to momento, y tú en vez de salir escopeteao para abrirlo te pones a discutir sobre los cafés a los que invito o no invito… ¡tú no eres normal!
—Sí. Es que tengo que recomponer los pedazos del puzle.
—Eso. Muy bien, recompón, recompón. Mejor me voy yo a darme un voltio, total, aquí no hay nadie; por lo menos, te dejo tu intimidad.
Dario se encaminó decidido como si tuviera que llegar hasta Latina a pie, y se sentó en la primera mesita del exterior. Massimo lo miró sonriendo (algo que no sucedía desde hacía tiempo) y pensó que por lo menos así atajaría a los eventuales plastas siempre al acecho.
Decidió, de todas formas, irse a la parte de atrás y sentarse en aquella especie de retiro a cielo abierto para estar seguro de que nadie se metería de por medio. Ya tenía alguna sospecha y extrañamente de vez en cuando atinaba. Dentro del sobre de papel había un cuaderno. Era precisamente el que tenía la reproducción del cuadro de Magritte en la tapa. Tras haber contemplado aquella casa de noche con el fondo de un cielo diurno, visto ya muchas veces y pese a todo siempre sorprendente, se le ocurrió de forma instintiva acercarse el cuaderno al rostro y olerlo.
Obviamente, el olor a ella que le pareció sentir era solamente sugestión.