Puertas entreabiertas

«Se ha marchado. Se ha marchado de verdad. Las persianas de la casa están echadas. En un mes un incendio me ha destruido, arruinado, ha dejado de mí un esqueleto carbonizado. He tocado el cielo con un dedo solo para descubrir que era inalcanzable. Y ahora no sé si ha sido una gracia o una maldición».

Eso era más o menos lo que pensaba Massimo. Continuamente. Repetidamente. Componía variaciones sobre el tema sin aburrirse nunca, sin acostumbrarse, sin acomodarse, encontrando, por el contrario, matices siempre nuevos.

Si no era un esqueleto carbonizado era un espantapájaros, unas ruinas abandonadas, una cáscara vacía, un uniforme sin un cuerpo dentro. Y así podríamos seguir.

Si hubiera tenido que elegir una lectura para ese periodo de su vida, habría elegido Los sepulcros de Foscolo, si hubiera tenido que elegir una película habría sido una reelaboración personal suya: Cuatro funerales y una boda (imaginaria).

Con semejante estado de ánimo le pareció perfectamente coherente dirigirse en peregrinación a la tumba de la señora Maria. Llevó flores consigo, y su disposición espiritual era tal que no se habría sorprendido si la anciana se hubiera levantado del sepulcro para consolarlo, hacerle una caricia y aconsejarle sobre lo que tenía que hacer.

En cambio, bajo la lápida, cerca del cactus y precisamente dentro de su tacita desportillada de París (¡ay, ironías del destino al cuadrado!), encontró una nota que se sintió autorizado a recoger, si no por otra cosa, al menos por el lugar en el que había sido depositada.

Era un papelito doblado sobre sí mismo varias veces, pero no estaba muy estropeado, mejor dicho, parecía más bien reciente. ¿Y cómo podría ser de otra forma? En el fondo, desde el funeral tampoco había pasado tanto tiempo. Eran los acontecimientos los que alejaban, y mucho, aquellos días.

Massimo abrió la nota que, por cómo se encontraba en ese momento, para él podía proceder hasta de la propia señora Maria en persona.

En cambio, obviamente, estaba dirigida a ella:

Querida Maria:

Perdona errores, pero comprenderás, creo. Escribo en italiano como puedo, visto que tú has hecho tu carta en francés como puedes. Y deprisa, porque estoy a punto de marcharme a París. Nunca nos hemos conocido, por desgracia, y cuando he sabido de tu existencia y de la herencia me he preguntado por qué solo ahora, cuando ya no podíamos hablarnos y no antes. Una casa está muy bien, pero un afecto es mejor.

Ahora me ha llegado tu carta, justo antes de partir y deprisa quiero dejarte un mensaje. Luego con el pensamiento podremos seguir hablando, quién lo sabe.

El mensaje es que entiendo y te perdono. He visto muchas fotos en la casa, también mi madre. Y un afecto de Dario, Massimo, y todos. Tú eras una persona fantastique, me he dado cuenta.

La vida ha sido… injusta. Te quiero decir que no tengas arrepentimientos. Tú no has equivocado, solo el destino ha sido así. He aprendido de aceptar. Ahora voy aeropuerto, ¡a casa!

Te quiero y lamento no conocerte.

Tuya,

Geneviève Remi

Massimo abrió y cerró los párpados para estar seguro de lo que estaba viendo. Sabía por experiencia que la imaginación puede gastar bromas pesadas, pero llegar hasta ese punto habría sido muy grave. De hecho, el papelito estaba ahí y no desaparecía, ni tampoco las letras, ligeramente corridas por la humedad (¿sería acaso una lágrima?).

Bien. Esa nota era una pista. Cómo interpretarla era harina de otro costal. Lo que estaba claro era que desde lo alto alguien tramaba para impedir que se sacara de la cabeza a esa muchacha.

¿La señora Maria había escrito una carta a Geneviève? ¿Y cómo le había llegado, si era verdad que le había llegado poco antes de partir? ¿Se la había dejado a alguien para que la guardara? ¿Al notario, quizá?

¿Y qué podía haberle escrito la señora Maria a Geneviève? Una vez más, Massimo se dio cuenta de que no tenía nada clara la situación. Hummm, pensó, si fuera un personaje de un relato de Conan Doyle seguro que no sería Sherlock Holmes.

Vaya, vaya. La señora Maria, la extraordinaria señora Maria, tenía algo por lo que hacerse perdonar. Pues claro: «¿Cómo no lo has pensado antes? ¡Mis culpas aún me persiguen, dijo tras haber dejado caer la tacita parisina!». Tal vez en aquellas culpas reales o presuntas estuviera la clave de todo.

Massimo se echó las manos a la cabeza y se insultó una vez más. De modo que no solo, con su estúpido egoísmo disfrazado de timidez, disfrazado de respeto por la vida privada, le había arrebatado a una persona a punto de morir la posibilidad de liberarse de una carga, sino que se había negado a sí mismo también la posibilidad de conocer una historia que iba a cambiarle la vida.

Sí, porque de esa forma habría sabido cómo tomarse a Geneviève desde el principio, habría sabido cómo hablarle, habría sabido cómo comprenderla, como probablemente sabía hacer ese novio suyo que la esperaba en París.

Ah, a saber cuántas estupideces le había dicho a la luz de sus profundos dramas, y ella habrá pensado que ese pobre italiano pizza-spaghetti-mafia-mandolina no era capaz de entender el profundo dolor que le impedía abrirse y entregarse al prójimo.

Sí, claro, había escuchado sus historias melodramáticas de niñito de mamá e inmaduro solterón, se había divertido en el teatro romano, el de verdad y el de ficción, pero al final, tras darle vueltas y más vueltas, no lo había considerado digno de explicarle sus secretos.

Había habido ese momento, tras la exposición, ¿quién sabía si era verdad o era solo su imaginación? Hacía siglos. Parecía como si ella estuviera a punto de decir algo, pero luego se había vuelto a cerrar.

«La historia de mi vida. Puertas entreabiertas que de repente, tal vez golpeadas por el viento, se cierran para siempre».

Massimo regresó a su casa con el andar torcido de un borracho, el mundo le pesaba sobre los hombros y no había forma de reaccionar.