La respuesta a la pregunta que Massimo no había tenido valor de formular llegó por sí sola pocas horas después.
Ella entró en el bar arrastrando tras de sí la maleta, la mochila y todo lo demás: no había duda de que se estaba marchando. No mañana, no dentro de tres días, no esta noche: ¡de inmediato, ahora, maintenant!
¿Sería posible que hubiera resuelto las cuestiones burocráticas con la casa, la herencia y todo lo demás? Era posible. Llevaba allí más de un mes. ¿Sería posible que no tuviera ni una pizca de corazón ni de piedad por él? ¿Y a qué venían esas prisas? Había que preguntárselo a ella.
Tenía un aspecto trastornado y los ojos hinchados de llorar y no era necesario recurrir a Einstein para comprender que su amor recién nacido había terminado ya (a Massimo le parecía estar oyendo, de fondo, Se telefonando, canción que le arreaba en plena cara una noticia que tendría que saber desde hacía mucho tiempo).
Fue como si las dos o tres personas presentes en el bar desaparecieran y un haz de luz iluminara únicamente el espacio entre Massimo y Geneviève.
Ella se acercó por esa calle imaginaria:
—Me vuelvo a casa, à Paris. Lo siento.
Massimo no se contuvo, por más que la voz que le salió estuviera rota, tan cercana a la desesperación que sobresaltó a los espectadores involuntarios. Tonino, el mecánico, se juró a sí mismo que jamás de los jamases le tomaría el pelo por esto. Quizá.
—¡Nooo! Te lo ruego, no te marches. Quédate aquí. Quédate por lo menos un día o dos, no, no puedes marcharte ahora.
Pero en sus ojos, relucientes como solo lo son entre un llanto y otro, no había ni un ápice de esperanza:
—Te lo ruego, Menò, es muy difícil. Tengo que marcharme. Pardonnes-moi.
De repente, la fiera herida se dio cuenta de cuánta hipocresía había en aquellas lágrimas: «Pero ¿cómo? ¿Por qué lloras si te estás yendo? Al fin y al cabo, es una decisión tuya, ¿verdad? No puede ser de otra forma». Y de esa manera le salió, como siempre en el momento equivocado y del modo equivocado, esa sospecha que no lo dejaba respirar:
—Tú. Tú tienes a alguien que te está esperando en París, ¿verdad?
Ella puso unos ojos como platos, asustada por esa agresividad inédita. «Te he pillado con las manos en la masa», pensó Massimo.
Ella miró a su alrededor como un cervatillo acorralado y tenía escrito en su cara que desearía estar en cualquier parte, salvo allí, manteniendo esa conversación.
—Sí, Massimo. Sí. Muy bien.
Rechinó los dientes un instante y sus ojos se velaron con una rabia repentina, justo como la primera vez: tu quoque.
Se dio la vuelta y se marchó cojeando.
Dario la siguió fuera del bar y desapareció con ella del campo visual de Massimo, que lo veía todo negro desde hacía unos segundos.
Cuando Dario regresó, un cuarto de hora después, lo encontró en la misma posición: inclinado hacia adelante, con los puños casi hundidos en la barra.
Los testigos oculares juraron y perjuraron que no lo vieron moverse ni un centímetro mientras tanto, cual si fuera un mimo de esos de la plaza Navona.
En su cabeza resonaba el eco de una sola frase.
«Se ha marchado. Se ha marchado de verdad».