Pasaron unos cuantos días. Geneviève siguió frecuentando el bar como si nada hubiera pasado, dirigiéndole sonrisas que, en principio, él ni se habría esperado y sin mostrar un especial azoramiento, hasta el punto de que Massimo empezó a sospechar que era posible pasarse la vida entera mirando el abismo bajo sus pies sin que la fuerza de gravedad lograra salirse con la suya.
Pero la cuenta atrás proseguía de forma inexorable, él intentaba no pensar en ello, aunque, cuando reinaba el silencio, podía oír el tictac. Ella se marcharía pronto, esto lo sabía, y no había nada que hacer. Y, por si fuera poco, entre las fugaces sombras asomadas a la orilla resbaladiza del jodidísimo abismo le parecía vislumbrar de vez en cuando a aquel hipster al que no se había vuelto a ver por ahí, pero que permanecía amenazador en el fondo de la mente.
Un día, era el 10 de agosto, Geneviève, de buenas a primeras, se descolgó con una extraña petición. Le pidió a Massimo que reuniera esa noche a las nueve a los clientes más fieles delante de la fuente de la plaza de Santa Maria in Trastevere, porque había preparado una sorpresa para ellos. Algo sorprendido, Massimo obedeció. Mejor no llevarle la contraria a una mujer, le dijo una vocecita sabia en el fondo de su cerebro, sobre todo cuando se le mete algo en la cabeza.
Sus amigos, obviamente, no se ahorraron una buena sarta de alusiones a la relación entre los dos:
—Pero ¿qué bromita tiene pensada tu novia? ¿Quiere proponerte matrimonio?
Y él subrayaba una y otra vez que no era su novia. Lo hacía, no obstante, encogiéndose de hombros, un gesto que, podía verlo cualquiera, había tomado de ella, casi como si se hubiera contagiado de una enfermedad.
—Se ve, de todas formas, que andáis siempre juntos, os estáis volviendo prácticamente iguales —comentó Tonino, el mecánico.
—Pero pardiez: ¿cómo es posible que él siga siendo el tontolaba sempiterno mientras que ella zagala es asaz inteligente? —intervino el seor Brambilla, quien a pesar de llevar lavando la ropa en el Tíber[7] desde hacía años, seguía aún con sus incurables dosis de habla redicha en la sangre.
—Ya ves, ahí hay poco que hacer: uno el cerebro lo tiene o no lo tiene —dijo Antonio, el fontanero, atacado de inmediato por Tonino:
—Tú de eso sabes un rato, ¿verdad?
Era el turno de Dario:
—Y tampoco en el aspecto físico estamos a la altura. No te ofendas, Mino, pero ella es una flor mientras que a ti, especialmente en los últimos tiempos, no se te pue mirar, ¡ties dos peazo bolsas en los ojos que ni las de Mary Poppins!
Cuando uno está entre amigos, los días pasan volando, y en un abrir y cerrar de ojos había llegado la hora ya de cerrar y de reunirse con los demás en la plaza (que por suerte no quedaba lejos).
Estaba todo el mundo: desde Lino con su perro Junior hasta Pino, el peluquero, pasando por Alfredo, el panadero; Rina, la florista, y hasta Paolo, el sindicalista, quien no pisaba el bar desde hacía tiempo y no sabía siquiera quién era Geneviève, pero le había llegado la voz y había decidido dar un salto, total una chica francesa siempre valía la pena.
Ella se presentó con algunos minutos de retraso, como una estrella sui géneris, provista de tela y caballete. En el caballete colocó la tela cubierta con una sábana que luego hizo caer descubriendo su obra entre el clamor general.
Se trataba de un crucigrama gigante con los números y las casillas blancas para rellenar. Geneviève agitó un papel:
—Tengo aquí las definiciones. Gracias al señor Dario, que me ha ayudado con el italiano.
Massimo miró a su amigo con recelo y le dijo:
—¡Vaya, así que sabes guardar un secreto!
—Pues claro —dijo él, deliberadamente en voz alta—: ¡El valor de un hombre se mide en su capacidad de guardar un secreto!
—Sí, claro, solo cuando tú quieres —comentó alguien, pero el debate se interrumpió porque otro gritó:
—¿Entonces qué?, ¿jugamos o no?
—Vale, vale, pero dejad que hable esta pobre chica, ¿o tengo que ir a buscarle un megáfono?
—¿Empezamos entonces?
—¡Sí!
—¡Pos dale! Yo soy er mago de la enigmística.
—¡Jo!, ¿sus vais a callar ya de una vez?
La intervención de Rina, la florista, no por nada la más seria autoridad en materia de crucigramas, impuso el silencio necesario para comenzar.
—Uno horizontal: «Ser un buen cliente lo es, pero en el momento de pagar nunca encuentra la moneda o bien ha ido un momento al baño».
—¡Venga ya, pues decidlo entonces, que es tan fácil!
—Eh, Luigi, es inútil que te escondas, ¡sal que te veamos!
Massimo se sentía emocionado y conmovido al ver a esa muchacha tan tímida e introvertida plantando cara a un rebaño de trastiberinos DOC siempre listos para la broma y la burla. Era extraordinario ver cómo se había ganado el respeto de todos, simplemente permaneciendo fiel a sí misma, tal vez solo soltándose un poco respecto al principio.
Se empezó así, con el pistoletazo de salida. Pero no faltaron indiscreciones para todos los paladares, desde el tinte para el pelo de Angelo, el tranviario, que era un secreto a voces (y, de hecho, todo el mundo se reía, menos él), a la hipocondría de Antonio, el fontanero (que naturalmente lo negó hasta la muerte, aunque tuvo que capitular cuando sacó el blíster de Maalox para el ardor de estómago), a la propensión por el trabajo de Tonino, el mecánico (quien, en cambio, admitió sus propias preferencias: el trabajo, en pequeñas dosis, es estupendo). En la definición del seor Brambilla («Milán será un gran Milán, pero bares como el Tiberi haberlos no los hay») se veía claramente la patita del viejo Dario, pero Massimo estaba seguro de que la mayor parte de las observaciones nacían de Geneviève, tan reservada y silenciosa como pendiente del prójimo.
En resumen, que pasaron un par de horas de carcajadas generales, entre otras cosas porque, entre una definición y otra, Geneviève escribía el nombre sobre la tabla con un rotulador negro mientras que los interesados buscaban mil y una coartadas antes de admitir sus propios defectos.
Al final, el megacrucigrama tomó forma y, en diagonal, aparecía el lema «BAR TIBERI», que quedó convenientemente resaltado.
De inmediato Mauro, el fabricante de marcos, se apoderó del cuadro porque, en su opinión, merecía un emplazamiento adecuado y tenía que ser colgado con pompa y circunstancia tras la barra del bar Tiberi. Massimo, en realidad, lo habría colgado tal y como estaba, y sobre todo tenía miedo de que Mauro le colocara un grueso marco dorado y barroco, con un peso de treinta y cinco kilos y mayor que el propio cuadro.
—Te lo ruego. Discreción. Ya sé que tú eres un artista del enmarcado, pero este cuadro tan geométrico requiere algo más bien esencial, ¿estás de acuerdo conmigo?
—Pos claro, Mino, ¿por quién me has tomao?, hace treinta años que me dedico a este oficio. Tengo ya pensada una solución excepcional para resaltar esta valiosísima obra de arte.
La suerte estaba echada: Massimo se veía ya haciendo un agujero en la pared con el martillo neumático para poder colocar un taco del veinticuatro capaz de sostener el catafalco de una tonelada con los que habitualmente se acompañan las obras de arte valiosísimas.
Entre despedidas y agradecimientos, poco a poco la plaza se vació. Estaba claro que lo de Geneviève había sido un gesto de despedida, por tanto, la partida debía de ser inminente, pero Massimo no era capaz de preguntárselo, le parecía estar mutilándose por su cuenta o pegándose un tiro en su propio pie.
En el hombre queda todavía un tímido rastro de animal que es imposible borrar y así, igual que un jabalí herido redobla sus energías y es capaz por un breve instante de abalanzarse contra cualquiera, Massimo, al sentir la inminencia de la separación, no pudo evitar jugarse la última carta, o aquel beso suspendido se quedaría ahí toda la eternidad sin ir ni hacia arriba ni hacia abajo, igual que el famoso huevo duro.
Cuando también el señor Dario se despidió de Geneviève con una sonrisa y guiñándole un ojo, los dos muchachos se quedaron solos en el relativo silencio de la plaza: silencio entre ellos y sinfonía de gritos aislados, tintineo de botellas, cháchara y, en la lejanía, alguna bocina y algún motor pasado de vueltas.
—Ven conmigo, quiero que veas una cosa —se decidió al fin y la miró con una determinación demasiado intensa como para que no la contagiara a ella también. Estaba a punto de llegar el momento y el momento llegaría.
Massimo la cogió de la mano y la condujo hasta el portal de casa y, luego, escalera arriba, corriendo para no sentir el dolor, sino tan solo el instinto de supervivencia.
El último tramo iba a dar contra una puerta de metal. Massimo sacó del bolsillo de los pantalones una llave más larga y oxidada que las demás y la metió en la cerradura. La puerta se abrió chirriando y dejó pasar una ventada del aire fresco de la noche, cargado de olores, y con algo de imaginación hasta el del mar también era capaz de llegar hasta allí.
La vista desde la azotea del edificio quitaba el aliento, y ese espacio común, donde no obstante por la noche nadie ponía el pie, regalaba al instante una sensación de intimidad y de prohibición que chocaban entre sí y que al final se ponían de acuerdo para confirmar que estaba a punto de llegar el momento, que el momento llegaría.
Esta vez sí, la mesa estaba decididamente servida.
Geneviève observaba con la boca abierta la extensión sin límites de tejados y colores distintos punteados de azoteas, plantas, macetas, cortinas, coronados por las cúpulas romanas aquí y allá. A Massimo estas imágenes siempre lo conquistaban, se sentía pequeño viendo cuántos otros lugares y cuántas otras vidas se desplegaban en aquel espacio, pero luego su espíritu se elevaba trepando por la brisa y era como si durante breves instantes el resto del mundo y él se convirtieran en una misma cosa. Estaba seguro de que también Geneviève, atrapada por el paisaje, experimentaba esa sensación.
Pidiéndole idealmente excusas a la propietaria (fuerza mayor…), cogió una sábana seca de una de las cuerdas del tendedero y la extendió en el suelo.
Pero fue ella la que se sentó la primera y la que lo invitó con un gesto, como demostrando casi que marchaban al mismo ritmo.
Desde allí ya no se veía el horizonte, sino tan solo el cielo, donde se habían encendido miles de estrellas.
—Mira. Esta es la noche de San Lorenzo, la noche de las estrellas fugaces.
Con un dedo, Massimo señaló una estrella y siguió una trayectoria ideal hasta hacerla desaparecer tras el parapeto y las siluetas de los tejados. Geneviève lo imitó y con la mano tendida empujó una estrella hasta la Tierra.
—Estrella fugaz… étoile filante. Menò, ¿tú tienes désir?
Él sonrió:
—Sí. Claro, ¿cómo no? Y tú, ¿lo tienes?
Ella se dio la vuelta y lo miró fijamente a los ojos, casi golpeándolo físicamente con la intensidad de la mirada.
—Oui. J’ai un désir. Et toi?
Massimo se acercó un poco más todavía, moviendo ligeramente la cabeza.
—No puedo decírtelo, de lo contrario no se cumpliría. Pero si quieres te lo puedo enseñar… ¿quieres?
—Sí —dijo ella, y riéndose añadió—: ¡Con ganas!
—Ya. ¡No sabes cuántas!
—No lo sé. ¿Cuántas?
Luego él se aproximó a ella y esta vez el beso pudo seguir su curso libremente hasta el final.
Cada centímetro de piel era un descubrimiento sorprendente y sensacional pero, al mismo tiempo, parecían volver a saborear un gusto ya probado en la noche de los tiempos del que luego habían sido privados en contra de su voluntad.
Sí, más que hacer el amor, parecían estar volviendo a hacerlo, con la misma fascinación que un monje que vuelve a ver la luz del sol después de tres años y tres meses y tres días de meditación en su celda y es capaz de captar cualquier matiz del milagro al que está asistiendo.
Así. Cada terminación nerviosa sentía las caricias de todas las demás y, a pesar de la emoción y el apuro inevitable de una primera vez tan deseada que parecía inalcanzable, no hubo nada que fuera forzado, todo fue perfectamente natural, como si quien los guiara fuera una voluntad superior.
Massimo era un hombre de mundo y no le faltaba experiencia, por lo tanto no es que tuviera particulares congojas, pero en esos momentos se esmeraba por regla general para mantener cierto distanciamiento y buscar el placer femenino probando distintos caminos, porque cada mujer es diferente. Obviamente, siempre le había gustado hacer el amor, pero era como si estuviera tocando un instrumento musical que requería una gran concentración y, por lo tanto, a la alegría le acompañaba siempre también un poco de miedo a equivocarse, de ser juzgado por su propia habilidad.
Ahora no. Ahora nada importaba. Ahora no se mantuvo a la escucha para percibir qué le gustaba a ella o qué no le gustaba, porque oía tan solo la voz del instinto y no había nada que fuera equivocado.
Al final se miraron a los ojos y fue como si todo se hubiera concentrado ahí.
Una sensación extraña. Pero si hubiera tenido que contarlo (aunque no sabría a quién hacerlo, porque cuando se habla entre varones de estas cosas, se tiende a mantenerse más a ras de suelo), habría dicho que habían alcanzado el orgasmo juntos a través de la mirada, como si en ese instante cada estímulo disperso por el cuerpo hubiera sido llamado a capítulo hasta el flujo de la mirada y desde allí hubiera hecho primero implosión y luego explosión.
Massimo se dio la vuelta hacia el otro lado y ella le frotó la cara bajo su brazo.
—¿Tienes frío? Tienes la piel de gallina…
—¿De gallina? No, si estás tú no tengo frío.
A Massimo se le vino a la cabeza otra locura que había hecho en los últimos días pero que se había guardado para sí mismo. Sacó del bolsillo un papelito arrugado y lo miró a la luz de la luna, que estaba saliendo y que pronto expulsaría a las pobres estrellas de San Lorenzo.
Suspiró. Se avergonzaba un poco:
—Mira, se me ha ocurrido hacerte un regalo para que te lo lleves contigo, visto que te marchas y no quiero que te olvides de Roma ni tampoco de mí.
—¡Imposible!
—Vale, vale, todo el mundo dice lo mismo, y luego… por ahora he querido ayudarte con esta canción que tanto te ha gustado, pero que era difícil de entender. He hecho que me ayudaran a traducirla, aunque no ha resultado fácil.
Ella respondió únicamente con un suspiro y lo besó en la mejilla, él se lo tomó como una muestra de aliento, se incorporó, se aclaró la voz y empezó a cantar en un francés completamente suyo:
Rome ne pas me décevoir ce soir
Aide-moi afin qu’elle dise oui…
En el silencio que siguió a la incierta actuación (Massimo no entonaba demasiado bien, pero en ese clima de «o todo o nada» no se había preocupado demasiado, dado que con los ojos del amor una actuación desentonada y torcida tiene la misma fuerza que el Pavarotti de sus mejores años), Geneviève se acercó y le dio otro beso, como si ahora ya no supiera hacer otra cosa.
—¿Te ha gustado? —le preguntó.
—¡Con ganas! —respondió ella.
—Claro, ¡de ti siempre tengo ganas!
Luego él se dejó caer sobre ella y fue como volver a ver la misma escena de antes, igual pero diferente, todavía mejor, evidentemente, porque si uno está enamorado la vez más bonita es siempre la última, amenazada en su primacía tan solo por la próxima.
Aquella noche que nunca era suficiente se marchó volando en un instante y la vida real los sorprendió al amanecer un poco aturdidos, llevándolos reluctantes de regreso, a una hasta su cama, al otro detrás de la barra del bar Tiberi, respectivamente.