Con su coherencia habitual, Massimo, tras haber constatado sin sombra de dudas que se había arriesgado en exceso en la balanza de la relación con Geneviève (y quien es demasiado amado, como nos enseña la canción, amor no da), había decidido elevar la apuesta y compartir con ella cuanto de más íntimo le fuera pasando por la cabeza.
«Si de verdad no quiere amarme, por lo menos que sepa qué se está perdiendo».
De manera que se la llevó consigo al viaje de las fuentes. Una estratagema que su padre inventó para que a Carlotta le entraran ganas de beber agua, al ver en un determinado momento, siendo pequeña, que la mayoría de las veces se negaba a beber y esto le había provocado algún problema de salud.
Alberto Tiberi había elegido siete fuentes, porque el siete es un número siempre de buen augurio: siete como las colinas de la ciudad, los reyes de Roma, las estrellas de la Osa y las Pléyades, siete la cohorte de los vigiles, siete los magistrados septemviri, siete los septemviri epulones y un largo etcétera. En fin, que era un buen número y, como quiera que fuentes con agua buena y potable en Roma había un sinnúmero, había que ponerle algún límite.
El itinerario construido por papá Alberto, que la familia Tiberi repetía religiosamente cada domingo y que incluso ahora Massimo recorría de tanto en tanto (corriendo, pues así unía lo útil y lo deleitable), era tan hermoso que podría tranquilamente haber figurado en cualquier guía turística; en cambio, estaba destinado a seguir siendo parte de ese patrimonio inestimable que solo una familia puede poseer.
Geneviève se presentó puntual en el bar, con su bolso, del cual extrajo un vaso y el termo de té negro con rosas para enseñárselos a Massimo, como si dijera: «¿Has visto como he hecho los deberes?».
Él le señaló el termo:
—Eso hoy no lo necesitas: hoy invito yo. Mejor dicho, invita Roma.
Durante el viaje, parte a pie y parte en autobús, Massimo le fue explicando varias historias familiares y las razones que habían empujado a su padre a escoger cada una de las fuentes. Geneviève parecía sinceramente admirada. De vez en cuando tomaba alguna nota en su cuaderno, o se descolgaba con algún dibujo estilizado de algún detalle (ella sí, cierto talento sí que tenía). Cuando, en un momento dado, le dijo a Massimo que le habría gustado conocer a su padre, él se derritió literalmente y fue un milagro que no rompiera a llorar delante de todo el mundo.
Cuando se disfruta de un día en todos sus detalles, el tiempo se nos escapa entre los dedos igual que si estuviera compuesto de infinitos granitos de arena… Mejor dicho, si quisiéramos ser más precisos, infinitos no exactamente, porque, a partir de cierto punto, acabar se acaban, pero son tantos y tan pequeños que es imposible contarlos…
A la hora del almuerzo se sentaron en un banco con una enorme bandeja de fresas que habían comprado en un puesto cercano a la fuente de la Piña, en la plaza de San Marco, elegida por el padre de Massimo porque la piña traía suerte y, sobre todo, a Carlotta le encantaban los piñones y él había podido decirle que el agua que salía de la misma era en realidad un zumo de piñones. Y, qué casualidad, de esa fuente sencilla, elegante y no demasiado antigua (del año 1927) salía un agua con un retrogusto azucarado que era considerada la más dulce de Roma.
Regresaron cuando la tarde iba cediendo ya el paso a la noche, cansados pero felices, y de la mano, como si fuera lo más natural del mundo.
Este contacto encendió la epidermis de Massimo, quien, no obstante, se había jurado a sí mismo ser paciente, no forzar nada, no estropear la atmósfera también esta vez. Por este motivo mantuvo los ojos agachados cuando se despidió en el portal, porque sabía que el encuentro con esos relámpagos verdes encendidos a la luz del ocaso habría sido irresistible e irreparable.
—Gracias por haberme acompañado. Significa tanto para mí… A mí también me habría gustado poder presentarte a mi padre, era una bellísima persona y las bellísimas personas tendrían que encontrarse.
Geneviève se aclaró la voz:
—Gracias a ti, Menò, por haberme transportado.
Él sonrió:
—Llevado. Se dice llevado. Pero está bien así.
Ella se sonrojó. Era tan hermosa…
—Oui. Perdona. Mi italiano todavía está… ¡en obras! —añadió señalando una señal de tráfico que estaba al final de la plaza, donde la administración, con los tiempos geológicos habituales, tendría que haber reparado un agujero de la pavimentación.
—No, has mejorado muchísimo. Hablas mejor que Antonio, el fontanero, eso seguro.
—Merci. Tu agua ha sido buenísima. Casi como mi té con rosas…
La chica se lo pensó un momento, luego sacó del bolso el termo y se lo tendió a Massimo.
—¿Quieres? ¿Probar?
Massimo no había tenido el valor de pedírselo, pero se moría de ganas de probar esa bebida que parecía formar parte de la personalidad de Geneviève. En efecto, el sabor era fuerte y aromático, y en cierto sentido iba directo al cerebro.
—¿Te gusta, sí?
—¡Ah! Fantástico. —Massimo se puso la mano sobre el pecho e hizo ver como si fuera a arrodillarse—. Juro por lo más querido que tengo que nunca intentaré reproducir una bebida como esta. Es necesario tener más respeto y dejar a cada uno su labor, yo sé hacer café, pero el té no sé siquiera lo que es, ¡tengo que admitirlo!
—No te preocupes, Menò, basta con tener los ingredientes apropiados.
También su voz era irresistible, con la erre gutural y los acentos cambiados de sitio. Massimo estaba en el río, en el trecho anterior a la cascada, oía el ruido que se iba haciendo cada vez más potente, sabía que su última esperanza de salvación era lanzarse hacia la orilla y agarrarse a alguna rama salediza y, sin embargo, hipnotizado por el canto de las sirenas, era incapaz de hacer otra cosa que dejarse arrastrar hacia lo inevitable.
Era el momento de separarse o bien de no hacerlo, el recuerdo de las despedidas precedentes estaba ahí entre ellos, entre atrayente y desagradable a un mismo tiempo. Luego un ruido rompió aquella atmósfera: a Geneviève se le había caído el manojo de llaves de sus temblorosas manos.
Como si fuera una escena de una película romántica de Hollywood, los dos se agacharon simultáneamente para recogerlo.
Con ese movimiento se acercaron hasta tal punto que habría sido imposible medir el espacio que había entre ambos. Luego se levantaron pero siguieron permaneciendo a esa distancia. Ahora no resultaba posible uno de esos besos rápidos de las otras veces, porque esos besos parten desde lejos y aprovechan el recorrido para salir huyendo. Ahora tenía que ser un beso de verdad o nada. Y superar esa pequeña distancia no cuantificable era como lanzarse desde diez metros de altura. Luego cierras los ojos, y te lanzas, y ahí estás.
Besarse así es como hacer el amor. Mejor dicho, es el primer acto del amor. El que te sorprende y te hace decir: «Sí, pero ¿será verdad?». Querrías pellizcarte para convencerte de que no se trata de un sueño, aunque sería estúpido estropearse este momento de gloria (con tanta banda sonora y latidos de corazón que podrían oírse desde la otra punta del globo), pasando el rato pellizcándose el brazo; por lo tanto, conviene disfrutarlo sin reparos ni peros; total, si se descubre luego que se trataba de una ilusión, de alguna forma ya nos daremos cuenta.
Por regla general, es mera contingencia si uno de estos besos no nos arrastra hasta la cama o donde sea con la urgencia imprescindible de la respiración y de la sed de implicar en ello cada centímetro del resto del cuerpo, porque ese sería su curso natural, del mismo modo que un río va a parar al mar o un satélite a recorrer su órbita. Pero, por otra parte, si es verdad que hemos construido un mundo lleno de automóviles e inventado las minas antipersona, no debemos extrañarnos de que no siempre el curso natural de las cosas coincida con el curso efectivo de las cosas, por eso de repente Geneviève se separó de él, o tal vez sería más exacto decir que se arrancó de él. Y, visto que un segundo antes eran una cosa sola —acerca de eso no cabía la menor duda porque sus corazones latían al mismo ritmo, junto con las respiraciones y la ondulación de sus caderas superpuestas—, era evidente que ella había sido sorprendida por algún pensamiento ajeno, fuerte como un rayo o algo semejante.
Lo miró con aire asustado y dijo:
—Pardon. No puedo. Dentro de poco me voy. No es justo, ¿comprendes?
—¡No! —dijo él, y quería decir: «No lo comprendo, de ninguna manera, no es justo, no puedes hacerme esto»; y en cambio añadió:
—Pero vale, si eso es lo que quieres, está bien. Buenas noches.
Y se dio la vuelta, dejándola ahí, abatido, pero no arrepentido.
Por ironías de la suerte, en su mente se deslizó un recuerdo casi blasfemo respecto a la situación, de aquella vez que estaban viendo un partido de fútbol de la selección, en el pueblo: estaban todos juntos, excitados delante de la pantalla, cuando de repente se estropeó el televisor y la imagen se vio reducida a una línea blanca y, más tarde, desapareció del todo. No hubo nada que hacer y, además, Italia perdió, y nada logró sacarle de la cabeza a Massimo que la culpa tal vez fuera también de aquel televisor que se había estropeado de repente, frustrando el sueño de una familia.
Es cierto, el amor no es un partido de fútbol y, por otra parte, actualmente el interés de Massimo por el fútbol rozaba el cero (también por eso era un hombre con el que casarse: un hombre capaz de llevarte a cenar fuera la noche del derbi sin tener que apuntarle con una pistola en la nuca), pero también es cierto que la vida es una concatenación de metáforas, y aquella decepción infantil le parecía un pariente muy cercano del dolor que estaba sufriendo en ese momento.
Si hay algún aspecto positivo en caerse por una cascada, para quien lo ha probado y puede contarlo, es que, en cuanto se ha activado el proceso, la cuestión se resuelve más bien deprisa y en el transcurso de pocos instantes, se tiene claro si uno ha sobrevivido o no. En cambio, en este específico caso era como si Massimo se hubiera quedado parado mediante la tecla de pausa justo a mitad del vuelo y ahora estaba allí, mirando el precipicio por debajo de él sin saber cómo iba a terminar aquello.
Levantó los ojos al cielo en busca de una respuesta: «¡Ah, Maria, ojalá pudieras tú ayudarme a entender algo más sobre esta extraña pariente tuya!».