Luego toca volver a verse. Se trata de un conjunto de sensaciones vertiginosas, paralelas y contrarias.
Había una buena loncha de azoramiento disponible en el mercado, y alguna libra de timidez cuando Geneviève entró de nuevo en el bar Tiberi, después de haberse ausentado un día, rebautizado como el día más largo (pero, con respecto a aquel día más largo, infinitamente más aburrido y carente por completo de cualquier forma de fundamento heroico), seguido después de una noche sobre la que será mejor pasar de puntillas.
Y no es que, si uno está mal, va a ahorrarse por la gracia divina las malos rollos de Antonio, el fontanero, las salidas cortantes del seor Brambilla y las miserias de Luigi, el carpintero, que con toda probabilidad si se limitara a pagar tranquilamente viviría mucho más y mucho más feliz.
El caso es que Geneviève apareció y quiso seguir su itinerario por la tierra del café, él le dio cuerda de buena gana, pero se notaba que había algo, como una capa de polvo depositada encima de su relación. Ambos pasaron de puntillas sobre lo acaecido, para no despertar al oso dormido, y Massimo se convenció de que, fuera cual fuera su movimiento equivocado, quedaría superado por la costumbre de estar juntos.
Sí, pero ese mismo día Geneviève le preguntó a Dario si podía ir a su casa para echarle una mano con las cajas de los vestidos de la señora Maria. ¿Entendido? A pesar de que el señor Dario era un hombre grande, grueso y juvenil, tenía también sus años, y además había sido Menò quien le proporcionara las cajas y se ofreciera a ayudarla: en fin, que se trataba de un claro intento de evitarlo.
«Basta muy poco para perder la cabeza —se dijo Massimo—, y estar celoso de mi mejor amigo con sus setenta años bien cumplidos no es, seguro, una buena señal… sí, sí, lo que tú quieras, pero en cualquier caso él ha subido a su casa y a saber si ella no tendrá una de esas preferencias… en fin, cada uno tiene sus gustos, hay chicas que prefieren a los hombres maduros». Por lo que él sabía, podía ser cualquier cosa. Sabía tan poco acerca de ella que, cada vez que se acordaba de este detalle, Massimo se imaginaba que la muchacha podía salir volando de repente, igual que un globo sin cordel.
Tonino, el mecánico, lo apartó de esos oscuros pensamientos:
—Eh, tú, ¿qué tiés?, ¿duermes de pie como los caballos?
—No, ¡si es que ahora uno no va a poder siquiera quedarse un rato meditando!
—Ah, estabas meditando. Perdona si te molesto, ¿te importaría ponerme un café largo? Ya sabes cómo se hace, ¡pa eso estás detrás de la barra!
—Sí, vale, pero solo porque se trata de ti.
—Ah, por cierto, he visto a tu novieta entrando por su portal con Dario, ¿qué pasa, te está robando la novia ese viejo golfo?
—¡Venga y dale! Pero ¿no hay nadie aquí que se ocupe de sus propios asuntos? In primis, esa no es mi novia, quítatelo de la cabeza. In secundis solo le ha pedido a Dario que le eche una mano con las cosas de la señora Maria. Y además, en según qué cosas con él pisamos terreno seguro; hay ciertas prácticas que abandonó en los primeros años de posguerra.
—Sí, claro, esto es lo que él dice, pero a lo mejor luego a la chita callando…, pero ¿de verdad se dice también in secundis, tras in primis? No lo había oído nunca, pero me fío, ¡tú eres el latinista!
—Y yo qué sé. Quedaba bien. Ya sabes que a estas alturas mis estudios clásicos se remontan ad calendas grecas.
—Ah, pero la cultura es como montar en bicicleta: una vez que lo aprendes, ya no lo desaprendes.
—Lo que tú digas.
Entre un cliente y otro, Massimo encontró tiempo para rumiar: «Pero ¿cuándo van a volver? Pero ¿cómo se permite hacer algo semejante? Bueno, en realidad, cómo se lo permiten ambos, aunque ya se sabe que a la mujer se la perdona enseguida, mientras que el amigo tiene que darme explicaciones. Y además, ante mis propias narices, y además en horario de trabajo, y además delante de todo el mundo. Ah, a este casi casi que lo voy a despedir, así aprenderá».
En ese momento regresó Dario, Massimo lo miró a los ojos y se dio cuenta de hasta qué punto eran idiotas e inútiles sus paranoias: Dario era un hombre bueno como el pan y de él no podía proceder nada malo, bastaba con observar su rostro sincero y luminoso, siempre dispuesto a comprenderte, a escucharte y, si era posible, a ayudarte.
Es más, con toda probabilidad, al subir a casa de Geneviève el viejo Dario habría soltado con discreción alguna frase conveniente, obteniendo puntos a favor de Massimo. Lástima que la situación de Massimo fuera desesperada.
Pero como todos los desesperados por amor, Massimo era un desesperado lleno de esperanza, y en cuanto vio en el periódico que en las Scuderie del Quirinale había una exposición de su amado Jack Vetriano, su primer y único pensamiento fue el de invitar a Geneviève a ir a verla con él.
Ella dijo que sí (a veces la vida es así de sencilla: «¿Quieres venir?» «Sí.»), y ese sábado por la tarde fueron.
Otra vez, de nuevo, Roma cumplió con su cometido, las Scuderie, además, eran capaces de conquistar a cualquiera. Estaba claro que Massimo no se olvidaba de que la muchacha venía de París, por tanto, cómo decirlo, tenía un paladar fino si de belleza se trataba, pero él tenía una gran confianza en su propia ciudad porque, con el debido respeto, ciudad eterna solo hay una y no hay nada más que hablar.
Él tenía sus propias ideas, no particularmente originales, pero muy claras, por lo que respecta a ciudades: hay muchas en el mundo y hasta tal punto hermosas y sorprendentes que abrir una discusión sería improductivo, por lo que al final era conveniente zanjar la cuestión y, resumiendo la esencia de las cosas (se lo decía siempre su profesora de letras del instituto: el resumen es como un buen café, no basta con escribir un texto más corto, lo que sería como poner un poco de café largo en una taza pequeña, sino que es necesario captar la esencia y concentrarla en pocas líneas, del mismo modo que en la tacita del espresso hay un aroma milenario y omnicomprensivo), las Ciudades con ce mayúscula eran solamente dos, digamos que una para el pasado y otra para el futuro: Roma y Nueva York. En el fondo eran, según su opinión, las únicas ciudades en el mundo en las que podías pasarte años sin perder esa sensación de maravilla que te hacía decir cada dos por tres, mientras ibas caminando por la calle, con el corazón lleno de emoción: «Estoy en Roma», o bien: «Estoy en Nueva York», con la idea de estar en el centro del mundo conocido.
Obviamente, era algo partidista. Y no se habría atrevido a compartir su teoría con una francesa: chocar con el orgullo nacional más desarrollado del mundo habría sido dar un paso en falso.
Compartió, en cambio, su propia preparación sobre el estilo figurativo hiperrealista de Jack Vetriano, pintor que, en su opinión (y no solo en la suya), había sido escandalosamente infravalorado por la crítica, que a veces parece estar fuera del mundo, celosa, casi, del éxito de público, y se atrinchera detrás de una especie de esnobismo intelectual.
A pesar de que los cuadros hablaban por sí mismos, Massimo echó el resto hablando a más no poder, como si el grifo de la historia del arte, una vez abierto, se hubiera transformado en una cascada. Por otra parte, siempre había sido una de sus grandes pasiones.
El contacto con la belleza, las atmósferas noir y eróticas de los cuadros hicieron el resto, reconstruyendo aquella confianza cargada de electricidad entre los dos.
En aquellos cuadros estaba todo lo que era necesario: soledades divinas que repentinamente se diluyen en la sensualidad. En aquellas mujeres, Massimo alcanzaba a ver algo de la mujer que tenía a su lado. En aquel momento, prefería las imágenes carentes de presencia masculina, porque, en el fondo, el hombre frente a la mujer es tan solo pálida imperfección. Se demoraron bastante delante de la obra titulada In thoughts of you. Ella está sentada en una butaca cubierta con una sábana blanca y sujeta en la mano una taza de té, con la mirada perdida en una ventana con las cortinas echadas. Sus hermosísimas piernas añaden perfección a una figura que se ve y no se ve, que nos succiona con su belleza y nos rechaza con la otra mano por su altiva frialdad. Massimo intentó explicarle a Geneviève el vértigo que sentía frente a todo ello y revelarle el peso de los distintos elementos compositivos así como el uso del color.
—Pero tú eres un experto. Un profesor… —comentó Geneviève admirada.
Sin embargo, no había logrado decirle lo más importante y era que en ese cuadro, aún más que en el resto, veía a Geneviève. Claro, revelar un secreto de ese tipo habría sido como desnudarse delante de todo el mundo. Porque ¿qué es el amor sino ver a una persona incluso donde no está?
—Es solo una pasión. Pero me habría gustado estudiar más. Mejor dicho, cuando era pequeño hasta quería ser artista. Luego me di cuenta de que de talento tenía poquito. Mira. ¿Tienes una pluma y un papelito, o una servilleta?
—Oui. —La muchacha sacó de su bolso una pluma, luego abrió su misterioso cuaderno de apuntes en una página nueva y dijo—: Más mejor, ¿no?
—La Virgen —dijo él—, tienes que dejar de frecuentar esa especie de barucho, te están enseñando una pésima versión de nuestra lengua.
El hecho es que cogió el cuaderno e intentó dibujar un hombre. Era un hombrecito estilizado, estilo Keith Haring, muy muy fácil, y pese a ello, a partir de ahí podía verse ya la línea temblorosa, la presión irregular del trazo, el círculo torcido de la cabeza.
—¿Te haces una idea? ¿Lo has comprendido?
Ella intentó no hundirle la moral:
—Es… ¡original!
Cogió el cuaderno de nuevo y añadió una raya que partía de la mano del hombre con dos óvalos torcidos encima, coronados por un garabato informe.
Geneviève hizo una expresión que parecía decir: «Yo he intentado defenderte, pero tú insistes, ¡no hay nada que hacer!».
Massimo se vio obligado a escribir una acotación al lado del garabato: «ROSA».
—¡Ah, una rosa! Pour moi? Merci. Gracias, Menò. ¡Eres un artista!
Él retomó la conversación de antes:
—Bien, como puedes ver no sé hacer muchas cosas, pero sentía tanta pasión que decidí estudiar Historia del Arte, quería llegar a ser un crítico, un profesor universitario, no sé, en fin, que quería trabajar en ese sector. Para mí se trataba de algo instintivo, una vocación. En resumen, que mientras los demás corrían detrás del balón, o de las primeras chicas, yo suspiraba por un Caravaggio, por las líneas arquitectónicas del barrio Coppedè, por una fuente de Bernini. Visitaba las iglesias, los museos, tanto los bajo techo como los que están a cielo abierto, naturalmente. Y Roma me tentaba en todas las esquinas con bellezas de toda clase. Bueno, resumiendo, el descubrimiento de que no tenía talento alguno fue en cierto modo una desilusión, pero la idea de estudiar suponía un gran consuelo. Luego, con el tiempo me di cuenta de que era justamente mi camino, quiero decir, el de observar, no el de hacer… en fin, a cada uno lo suyo. Por eso me matriculé en el bachillerato clásico, el primero de la familia…
—¿Y después?
La intervención de Geneviève le dio fuerzas a Massimo, que tenía miedo de haber hablado ya en exceso sin que ella entendiera ni una coma; en cambio, parecía sinceramente interesada por el tema.
—Y después. —Se detuvo un instante, hay algunas cosas que no son fáciles de afrontar, pero cuando uno se siente con fuerzas, se siente con fuerzas, por tanto se decidió a proseguir—: Después el destino se cruzó por en medio, como esos defensas que te hacen una entrada con los dos pies por delante, rompiéndote la pierna por la tibia y el peroné de un solo golpe.
—¿Te hiciste daño?
—No, era una comparación. En fin, esas cosas que te llegan de golpe, como cuando en el Monopoly coges la carta del montón de Suerte que te manda a la cárcel sin pasar por la casilla de salida y tú tienes que ir a la cárcel y no te llevas ni siquiera los veinte mil de cuando pasas por la casilla de salida. Pero ¿tú me estás entendiendo?
—Comme ci, comme ça… ¿tú, a la cárcel?
—No. No. Yo estaba estudiando. Último año del instituto. Tenía el examen de reválida al cabo de un mes. Me acuerdo perfectamente: era mayo, alrededor flotaba ese anticipo de verano estupendo, había sacado un siete en el examen de filosofía. Era feliz. Fuera del centro veo a mi hermana Carlotta, que ha venido a buscarme. Qué raro, pienso, y a medida que me voy acercando leo en su cara que algo no va bien. Está pálida, mientras que a nuestro alrededor todo tiene color.
A riesgo de que no lo entendiera, Massimo quiso explicárselo bien, porque no le surgía a menudo la oportunidad de hacerlo, mejor dicho, a decir verdad, era la primera vez que se lo contaba a alguien que no lo supiera ya, como las pocas personas con las que hablaba del tema, como Dario y su hermana.
—Le digo: «¿Todo bien?», y me gustaría no tener que oír la respuesta, porque ya sé que algo ha pasado, ¿te imaginas?
Ella asintió convencida y añadió:
—Sí, lo entiendo perfectamente.
—Ella dice tan solo «papá» y se echa a mis brazos sollozando sin ser capaz ya de hablar. Sin ningún anuncio previo, algo en el cerebro de mi padre hizo «clic» y entró en coma. Tras una semana de hospital, se marchó sin haber tenido tiempo siquiera de despedirse. De manera que tuve que dejarlo todo, me puse el chaleco y el corbatín, y me coloqué detrás de la barra porque era lo que tenía que hacer. No es que sea infeliz, sé que no siempre se puede elegir en esta vida, en fin, es mucho mejor conseguir que te guste lo que haces, lo que pasa es que me gustaría saber cómo habrían ido las cosas si no hubiera sucedido esa tragedia…
Y era verdad: cuando Alberto Tiberi (tan joven, decía todo el mundo) se marchó para siempre, Massimo se arremangó y cargó con su madre y su hermana a sus espaldas sin volver nunca la vista atrás.
Ayer era un estudioso humanista, hoy un camarero como su padre y su abuelo.
Hay que decir, no obstante, que parecía cortado a medida para dicha profesión, casi como si se tratara de algo genético.
Le bastó poco tiempo para descubrir que no se trataba de dinero, ni tampoco de sentido del deber. Era una cuestión de alegría. Y de responsabilidad: esa gente tenía derecho a ese bar, del mismo modo que las personas tienen derecho a un hogar, a un amigo, o simplemente a una palabra amable.
Naturalmente, también era una historia de café. Pero no es difícil para las almas sensibles captar el vínculo profundo entre vida y café.
El bar Tiberi, en el Trastevere, estaba considerado como un auténtico lugar de culto por los amantes de esa mezcla entre almendrada y rojiza, atigrada por una crema de no más de tres o cuatro milímetros de espesor, de persistencia permanente, de gusto corpóreo, rotundo, equilibrado y duradero.
Massimo había heredado el talento tanto técnico como humano de sus predecesores y no tardó en entrar en los corazones de los parroquianos, muchos de los cuales, por otro lado, lo conocían ya (y lo habían dicho siempre, ellos, que tarde o temprano acabaría él también tras la barra, ¡el profesor!).
Como todo Tiberi que se respete, con el paso de tiempo él también inventó su propia interpretación personal, el café con Nutella, aunque tal vez su abuelo habría torcido el gesto. La gente hacía cola para probarlo y hasta un artículo aparecido en el periódico Il Tempo había encomiado los cafés especiales de los Tiberi.
En definitiva, que todo bien; no obstante, especialmente en los últimos años, después de que mamá se les fuera, Carlotta se hubiera casado y a esas alturas el bar fuese toda su vida y no ya una elección obligada, de tanto en tanto asomaba por su cabeza ese deseo de saber cómo habrían podido ir las cosas.
En el silencio que siguió, Massimo se dio cuenta de que Geneviève estaba llorando:
—También esto entiendo perfectamente. No se puede elegir rien. Y no puedes cambiar pasado.
Parecía a punto de añadir algo pero luego se detuvo. Era la tercera vez en tiempos recientes que alguien estaba a punto de confiarle un secreto y que luego se detenía, por lo menos esa era la sensación de Massimo.
Se quedó a la escucha, pero ella se recobró de golpe, cambiando de tono:
—¡Mardita sea su arma!
—¡Caramba!, ¿y esto quién te lo ha enseñado? ¿A quién tengo que echarle la culpa esta vez?
—No se dice.
Esta frase, «no se dice», siguió retumbando en la cabeza de Massimo como si tuviera un significado decisivo que él, de momento, todavía no estaba capacitado para captar, pero que echaba una sombra sobre su humor.
Caminaron por la habitual galería de las maravillas hasta la plaza de Santa Maria in Trastevere.
—¿Sabes, Menò?, lo siento que yo pronto vuelvo a casa, tengo que volver à Paris. Tu… me manqueras.
Esa era tal vez la frase más larga que ella le había dicho. Él quería preguntarle cuándo, pero la pregunta se le quedó en la garganta porque tenía miedo de oír la respuesta, tenía miedo de que fuera muy pronto. Seguro que era muy pronto.
Como el otro día, tras haberle partido el corazón, ella se acercó y le dejó un beso en los labios, demorándose una fracción de segundo de más. Esta vez, hasta el extremo de que a él le dio tiempo a darse cuenta de que estaba sucediendo.
Pero luego se marchó de allí.
Sí, volver a París. Pero ¿por qué? Y, sobre todo, pensó Massimo, la pregunta desagradable era: ¿A casa de quién? Sí, porque uno podía explicarse toda esa historia como quisiera, pero al final era bastante obvio que había alguien esperándola allá.
Pero, para entonces, ya estaba más que decidido. Echarse para atrás ya no era una opción posible. Antes de dormirse, Massimo también se dio cuenta de por qué esa frase, «no se dice», le había sorprendido tanto: porque él se estaba mostrando tal y como era, poco a poco estaba explicándole toda su historia, mientras que ella seguía siendo un misterio oscuro e impenetrable. De ella no sabía nada.
«No se dice».
Dio vueltas en la cama y volvió a dar más vueltas, hasta que se encontró sentado y preguntándose cómo era posible que no pudiera conciliar el sueño. Era como si su organismo quisiera obligarlo a luchar para rebelarse ante el inevitable fin: «Ella dentro de poco se marcha y ¿tú qué haces, dormir? ¡Vamos, que ni lo sueñes (ironía de la suerte)!».
¿Quién ha dicho que «no se dice»? Se dice, se dice todo; de lo contrario, ¿para qué se enamora uno?, ¿por qué sufrir así si no es para buscar a alguien con quién ser uno mismo? Sí, era así, y haría todo lo que estuviera a su alcance para lograr que lo entendiera ella también.
Por suerte, había conseguido obtener su número de teléfono. O por desgracia, según la teoría de que los mensajes escritos por la noche son siempre un error porque han sido dictados por un ánimo sugestionado. Pero tanto da: cuando la persona está a punto de marcharse hasta las buenas teorías pierden su valor y tú tienes que emplear tus últimos cartuchos porque, en caso de derrota, no quieres tener arrepentimientos, ni medio siquiera.
Por tanto, cogió el móvil y fijó una cita con ella para el día siguiente por la mañana, delante del bar, cerrado porque era domingo. «Ah —añadió—, tráete un vaso».
Se dice todo.