Maldita sea mi estampa

La velada era magnífica. La luna llena, algo por encima del horizonte, colmaba el cielo dejando entrever en sus márgenes alguna pálida estrella lo justo para que le sirviera de marco. Las callejuelas del Trastevere desempeñaban el papel de cómplice fondo para los paseos románticos de las parejitas, acompañándolas con el aire fresco y ligero, cargado de besos, caricias y promesas.

Massimo caminaba con la cabeza erguida junto a Geneviève y sentía cómo el crepúsculo susurraba a su alrededor, convencido de que Roma, el verano y el viento estaban organizando una conspiración para ayudarlo en su empresa. Y era verdad: la mesa estaba servida (y aún tenían que bajar a la arena los aliados más poderosos).

Tras la bulliciosa y alegre entrada en el vestíbulo, la colocación en la sala entre la gente que se saludaba desde lejos y la sensación de espera serpenteante, las luces fueron disminuyendo hasta apagarse del todo y el telón se abrió.

Es ese un momento en el que uno vuelve a la niñez y la magia se propaga rápidamente desde el escenario a la platea. Massimo siempre se repetía que tendría que ir al teatro más a menudo, porque estas emociones no se encuentran en ninguna otra parte; luego, entre una cosa y la otra, no conseguía nunca mantenerse fiel a este propósito.

Pero ahora estaba ahí, en esa penumbra cargada de expectativas, al lado de Geneviève, y no quería perderse ni una coma siquiera. Más que del espectáculo, que conocía bien, del reflejo del espectáculo en las expresiones de ella, regaladas por la fugaz iluminación de la escena.

Massimo se sabía prácticamente de memoria la historia; no obstante, en todas las ocasiones tenía la esperanza de que las cosas ocurrieran de forma distinta: esperaba que Rugantino no se metiera en problemas, que disfrutara de su historia de amor pasando de amigos y de apuestas. Puntualmente, en cambio, el jovenzuelo se metía en líos como mandaba el guion.

Pero en esta ocasión Massimo estaba más atento a seguir a Geneviève, que seguía el espectáculo, que al espectáculo en sí mismo. Y de vez en cuando intentaba darle alguna ayudita para permitirle entender los pasajes más difíciles.

Al llegar al gran final catártico, cuando amor y muerte se conjuntan sobre el patíbulo donde Rugantino perderá la vida aunque recupere el respeto de todos y el amor de Rosetta, la cara de Geneviève se empapó de lágrimas, que a Massimo le habría gustado conservar en una ampolla para colocarlas sobre un altar (no sabía ni él mismo de dónde le venía esa idea vagamente fetichista).

Le cogió una mano y ella devolvió la presión, y solo cuando tuvieron que aplaudir al final de la representación se soltaron.

Luego salieron otra vez al exterior y como recompensa la atmósfera de sueño del espectáculo siguió manteniéndolos suspendidos en un lugar impreciso entre la fantasía y la realidad.

Caminaron canturreando «Roma nun fa’ la stupida stasera», el aria más famosa, y él tuvo que ingeniárselas para explicarle ese friccico de luna, rayo y pellizco a la vez, y luego la ciumachella, que podía ser un caracol o una chica, y luego lo de los farolones, aparte de una serie de precisiones acerca de detalles de la trama que ella no había entendido completamente.

Dieron una vuelta más larga de lo necesario, se asomaron a la isla Tiberina, viva e iluminada con su cine estival al aire libre. Massimo se habría pasado de buena gana la noche entera paseando con tal de no tener que despedirse de ella, pero, en un momento dado, llegaron de nuevo a la plaza de Santa Maria in Trastevere, justo delante del bar y, por tanto, debajo de su casa.

Una idea siempre es una idea y es mejor que nada, por peregrina que sea, por eso Massimo la invitó a tomar un café en su bar.

—Ya sé que no son horas, pero, verás, yo creo que siempre es el momento de un café, con tal de que sea de los bien hechos. Además, a ti se te ha acabado el té…

Dentro, el silencio se veía roto únicamente por el rumor irregular de las neveras. Geneviève miró a su alrededor con aire sorprendido; Massimo conocía bien esa sensación: ese lugar cambia por completo su aspecto cuando está vacío, oscuro; se vuelve íntimo y te da la impresión de revelarte algún secreto, como todas las cosas vistas fuera de su horario, fuera de costumbres o fuera de contexto, en fin, con un ropaje distinto al habitual (sí, esta búsqueda del secreto era una obsesión de Massimo, una forma particular de interpretar la realidad).

El reloj de pared que quedaba a su espalda marcaba las doce y media de la noche, de modo que tuvo que tirar por el fregadero el primer café de la mañana, según la tradición.

—¿Lo hago yo? —preguntó ella.

Él se sintió sorprendido, pero le gustó la idea:

—Sí, yo te enseño. Ahora mírame con atención, luego te toca a ti, ¿te parece bien?

Ella asintió.

Con gestos más lentos de lo normal, Massimo soltó el brazo central de la vieja Gaggia, le dio la vuelta sujetando el filtro con un dedo, y lo golpeó por dos veces en el borde del cajón donde echaban los posos.

La miró como diciéndole: «¿Has visto?». Ella asintió con un gesto de la cabeza y él se colocó en el molinillo:

—La molienda es una de las cosas más importantes —dijo, y luego colocó el brazo de la máquina bajo el molinillo, hizo saltar la palanca y, tras unos instantes, el polvo del café llenó el filtro. Con un leve golpe, Massimo hizo que bajaran los últimos granos atascados, luego presionó lo justo con el tamper y colocó de nuevo el brazo en la máquina, situó las tacitas hirvientes en su sitio, pulsó el botón de la vieja Gaggia, esperó a que saliera el café y, al llegar al nivel adecuado, detuvo la máquina.

Para finalizar, lo sirvió en los platitos, no sin antes haberlos modificado con unas gotas de Amaretto di Saronno.

—¡Mmm, c’est un paradis!

—¿Te ha gustado?

La muchacha se lamió una gota que le había quedado en los labios.

—Tu café es como una droga…

—Sí, ¡pero cuesta poco y no hace tanto daño! Adelante, ahora te toca a ti.

Oui.

Se acercó a la viaja Gaggia, observándola con recelo. Parecía como si la propia máquina tuviera ciertas rémoras a dejarse tocar por manos extrañas y lo expresara con un largo soplido de vapor en el aire saturado de olor a café.

—Espera, no tengas miedo. Yo te guío, es mejor así. Nunca se sabe, con esto corres el peligro de quemarte.

Massimo, de pie tras ella, le cogió las manos y empezó a sugerirle los movimientos que tenía que realizar. Como incurable cinéfilo mainstream (y que se jorobara el hipster), pensó en la escena de Ghost en la que el llorado Patrick Swayze moldea el jarrón junto con Demi Moore, con la Unchained melody de fondo y que luego ya se sabe cómo acaba la cosa. Pero evidentemente exageró su entusiasmo, porque en lo mejor la chica se puso tensa, se retrajo y se alejó. Sus ojos verdes parecían ahora asustados; su respiración, jadeante, como si no tuviera bastante aire, y algunas gotas de sudor le brillaban en la frente.

Massimo la miró igual que se mira un buen servicio que acaba de hacerse añicos en el suelo (le había pasado, les pasa hasta a los mejores).

Pardon, Menò, mi café mañana. C’est tard, yo a casa.

Se trataba claramente de una excusa, pero en ese momento era suficiente para guardar las apariencias.

—Sí, tienes razón. Te acompaño.

No es que se tratara de un trayecto enorme, seguro que eran menos de los famosos cien pasos[4] (y dale con el cine… total, era obvio que esa noche, para poder quedarse dormido, tendría que ver por lo menos una película), pero dio tiempo suficiente para sentirse equivocados, azorados y cohibidos.

La pregunta era aterradora en su sencillez: «¿En qué me he equivocado?».

En síntesis, parecía realmente que ella iba soltándose poco a poco, parecía justo a punto de… y en cambio… En cambio, él no había sabido esperar, se había dejado arrastrar por el síndrome de Rugantino, había creído que podría emular a Patrick Swayze y había estirado más el brazo que la manga. Ahora seguro que ella iba retraerse, igual que una tortuga en su caparazón, y si había resultado difícil hacer que se moviera la primera vez, la segunda iba a ser una empresa todavía más ardua.

«¿En qué me he equivocado?».

«¿En qué me he equivocado?».

No había una auténtica respuesta, pero un comentario, eso sí: «¡Maldita sea mi estampa!».

Bueno, Massimo estaba empeñado hasta tal punto en insultarse (últimamente, ocurría a menudo) que no se dio cuenta de que hacía ya unos instantes que estaban en el portal y Geneviève, con las llaves en la mano, lo observaba con curiosidad (por su mirada se dio cuenta de que debía de tener una cara extraña).

—Menò, ¿estás bien?

—¡Sí, claro! —respondió con un volumen incluso demasiado elevado para autoconvencerse.

—Venga. Pronto haré el café. —Ahora ella parecía sentirse culpable a causa de su comportamiento—. Ha sido una velada maravillosa. Bonne nuit, Rugantino mío.

Dicho esto, la muchacha clavó sus ojos en los ojos de él, se puso ligeramente de puntillas y le dejó un beso en los labios.

Massimo, por un instante, se olvidó de su propio nombre, de su profesión, del lugar y del tiempo en los que se encontraba y tenía algunas dudas respecto a qué planeta. Cuando se recuperó de ese pequeño apagón, la muchacha había desaparecido ya y la puertecita se había cerrado de golpe, dejándolo con la duda de si ese beso había sido de verdad o una invención de su fantasía.