Geneviève en el país del café

Massimo se pasó la tarde haciéndose preguntas a ratos y a ratos insultándose.

«¿Vendrá?».

«¿No vendrá?».

«¿Qué habrá pensado?».

«¿Qué no habrá pensado?». (Pregunta poco pertinente, pero los enamorados son así).

«Soy un idiota. La invito y ni siquiera le digo a qué hora».

«Soy un inútil. Llevo trabajando de camarero toda la vida y ella me provoca tal pánico que no sé manejar una mínima emergencia de superpoblación».

«Soy un chapucero. Le habré dado pena, le habré infundido ternura, por eso me ha ayudado. Pero la ternura nunca ha hecho que una mujer se enamorara. Se requiere encanto, valor, dominio de la situación».

«Soy un débil. Me hago mil propósitos para olvidarla y me basta con verla para echarme a sus pies como un felpudo. Tan solo me falta llevar escrito WILKOMMEN en la espalda».

«Soy un iluso. Ella es la más cortejada del barrio y yo un tipo cualquiera».

«No tengo esperanzas. Y, por si fuera poco, estoy sudado».

«¿Vendrá?».

«¿No vendrá?».

—Pero ¿hoy no era el día en que te sacabas a esa chica de la cabeza?

—Sabía que lo dirías: pero qué vetusto y previsible eres.

—Bueno, quizá sea así, vetusto no me molesta demasiado, la verdad, es una forma elegante y simpática de decir viejo.

—No, pero ¿qué dices, viejo tú? ¡No me atrevería nunca!

—Ya, ya, déjalo correr. Además, llegar a mi edad así…

—Pues sí, claro. Aunque ¿por qué? Yo no te echo más de cincuenta.

—¡Ojalá! —concluyó Dario—. No quisiera decirlo, pero pasados los setenta uno empieza a pensar un poquito en lo que se avecina.

—¿Qué pasa? ¿El urólogo te ha puesto de mal humor? Por regla general siempre vuelves en gran forma.

—No, qué tendrá que ver. Estoy de fábula. Lo único es que ya paso de los setenta.

—Bueno, esto ya lo sabías desde hacía algún tiempo. Lástima que parezcas más joven que yo.

Dario sonrió:

—De hecho es por ti por quien me preocupo. Me gustaría verte un poco más alegre, en caso contrario no tardarás en echarte a perder. ¡Haz algo! ¿Te gusta la chica? Perfecto: juega tus cartas. ¿No te gusta? Perfecto: ya encontrarás a otra. Pero no te quedes ahí, sufriendo sin hacer nada. Tu edad está hecha para ser vivida, tú tal vez tengas la impresión de que se abren infinitas posibilidades por delante de ti, pero, en cambio, ¿sabes lo que te va a suceder? Un día te encontrarás viejo, a lo mejor también algo más sabio, si las cosas te van bien, ¡y de las ocasiones perdidas te acordarás perfectamente porque vendrán a visitarte cada noche antes de que te duermas!

Era justo una nota apenas perceptible y, tal vez, solo Massimo lo conocía lo bastante como para darse cuenta, pero en la última frase el tono de Dario dejó entrever una sombra. Por asociación de ideas, a Massimo se le vino a la cabeza aquel día en que la señora Maria aludiera a la prima que se marchó hacia París y ese sentimiento de desolada añoranza que él no percibió. Y entonces pensó que es necesario aprender de los errores cometidos y que, si no podía preguntarle ya a la señora Maria cuál era su terrible culpa, tal vez podía darle a su amigo la posibilidad de desahogarse por alguna añoranza pasada.

Pero un ruido le advirtió de que alguien estaba entrando en el bar, alguien con dos ojos verdes de los que nunca se cansaba, y como quiera que el amor tiene al amor como único tema, Massimo se olvidó de la pregunta que estaba a punto de hacer, de la pregunta que no había hecho y que quería haber hecho, y hasta de las preguntas que se había hecho y no había querido hacerse.

En fin, que se quedaron ambos contemplativos y tampoco ella hizo nada por romper el silencio.

Tuvo que ocuparse Dario, a su pesar:

—¿Y pues? ¿Estáis encantaos? ¿No ibas a ofrecerle a la señorita una recompensa por el voluntariao de esta mañana?

Massimo asintió, pero, en vez de colocarse detrás de la barra, se unió a la chica, la cogió del brazo y la guio hasta una mesita en el exterior del bar, justo al lado del jazmín que le había regalado Rina. Tenía, en efecto, un perfume maravilloso y él, cada vez que pasaba por al lado, se detenía para olerlo.

—Bueno, dado que te gustan las flores he decidido que esta será tu mesa. ¿Notas el aroma? Pues claro que lo notas, me imagino que ya conocerás el jazmín, ¿verdad? Tú quédate aquí, voy a prepararte un café especial. ¿Te gusta la Nutella?

Ella no dijo ni una palabra, hundió la mirada entre las flores blancas y entrecerró los ojos, luego asintió levemente, no se sabe si por los jazmines o por la Nutella, pero Massimo se lo tomó como un sí y regresó a su puesto.

Mientras repetía los gestos de costumbre, rezó mentalmente una oración a la divinidad pagana del café, con la esperanza de que la poción mágica a la que estaban vinculados sus triunfos hiciera su trabajo ahora y siempre, ayudándolo a superar las defensas de su amada. Ahora se sentía ya un cortejador caballeresco sui géneris, y si alguien le hubiera dicho que para conquistarla tendría que matar un dragón no se habría sorprendido en exceso.

Tenía la impresión de que Geneviève no estaba acostumbrada al café, es más, quizá ni siquiera lo hubiera probado nunca, o tal vez, quién sabe, a lo mejor le habían propinado uno de esos brebajes que para nosotros no podrían recibir otro nombre que el de agua sucia (no un café americano, que en el fondo tenía su propia dignidad por lo menos, al mostrarse tal y como era en sus vasotes gigantes, sino esos pretendidos espressos, tal vez la peor cara del falso made in Italy en el extranjero), y ella había dado por zanjado justamente el tema. De todos modos, el café con Nutella le había parecido una buena elección. Como ella no parecía ser una experta en el tema, era necesario atraparla con un producto poco convencional (seguro que todavía no era capaz de valorar los sutiles matices del arte del café), algo astuto, digamos la verdad, que llamaba a capítulo al cacao y la avellana para crear una explosión escenográfica con un impacto asegurado. No es que a Massimo le fueran siempre los fuegos artificiales y, de todas formas, creía que a menudo los efectos especiales servían para enmascarar otros defectos de la escenificación más que del reparto, pero como se decía cada dos por tres en sus pagos: si hay que ir, se va.

Dicho y hecho.

El café con Nutella estaba listo y llenaba el aire con su aroma.

Por tercera vez en un día, tras la sonrisa de la mañana y la inmersión con los ojos entrecerrados en el jazmín, Geneviève dejó traslucir por un instante la energía que podía desprenderse desde una criatura cerrada y umbrosa como ella.

Massimo, ante determinadas expresiones fugaces, se diluía y se derretía como le había sucedido alguna vez delante de algunas obras de arte (en ese momento le vinieron a la cabeza las estatuas de Rodin o, todavía más, las de Canova, que no era capaz de contemplar sin una sensación de vértigo) porque su mente y su cuerpo, frente a bellezas semejantes, se extraviaban y vacilaban.

—¿Quieres otro?

Ella asintió.

Massimo le sirvió el bis a los pocos minutos, que fue igualmente apreciado. Luego llegó el momento de la despedida, ella dijo «gracias». Y era la única palabra que había pronunciado.

—La verdá, yo no sé cómo te lo montas pa que te caiga simpática. Vamos, si queremos de veras romper una lanza en su favor, y no es moco de pavo, digamos que, al no hablar nunca, evita decir un montón de chorradas, como por desgracia les sucede a muchos que conocemos bien, así que se salva de ese peligro permaneciendo en silencio, mientras parpadea con esos hermosos ojos suyos que es algo que, no sé si me explico, podría hacer cualquiera.

—Bueno, no exactamente. Con todo el respeto hacia tus ojos, no creo que si tú te quedaras mudo ahí, en un rincón, me causaras el mismo efecto.

—¡Faltaría más!

—Vamos, que también te has fijado tú en los ojos que tiene.

—¿Y quién no se fijaría?

—¿Lo ves? Entonces la discusión ha terminado.

Un enamorado vive de tanteos. Aquella mañana Massimo estaba demasiado feliz como para comer, los recuerdos de aquellas expresiones y la esperanza de haber desatrancado por fin una puerta hasta entonces tan herméticamente cerrada hacían que se sintiera lo suficientemente saciado. Le parecía estar caminando sobre una nube y nada podía hacer que se bajara.

Por la noche se quedó dormido como un niño, entre otras cosas porque estaba agotado, y se despertó de un humor excelente. Pero el excelente humor de un enamorado puede desvanecerse en un instante, a la espera de alguien que no llega, o el pensamiento de que mañana es domingo y el bar permanecerá cerrado y será un día larguísimo, vacío y caluroso.

Y fue así como los saltos mortales del corazón de Massimo le trajeron a la cabeza la imagen de ella, sentada a la mesita con ese chico que llevaba gafas de moda. Seguro que sería un arquitecto o un diseñador, y tal vez estaban con las manos entrelazadas, ¡qué pena, por Dios, qué sufrimiento!

Massimo fue a buscar en Internet el significado de la palabra hipster para intentar comprender el mensaje que su padre había querido enviarle durante el sueño.

Al principio lanzó un suspiro de alivio al descubrir que era un término surgido en los años cuarenta para designar a los jóvenes intelectuales blancos, apasionados del jazz y que imitaban el estilo de vida de los afroamericanos. Le parecía improbable que ese muchacho en cuestión pudiera encuadrarse en esa categoría, aunque no fuera más que por una mera cuestión de empadronamiento.

Luego descubrió que el concepto había sido recuperado por los escritores beat para referirse a los existencialistas, jóvenes rodeados por la muerte y por la amenaza atómica que decidían divorciarse de esa sociedad atenazada por el conformismo para vivir sin raíces y emprender un misterioso viaje por los subversivos imperativos del yo. Palabras de Norman Mailer. Y aquí se dibujaba un rival más complicado de afrontar.

La evolución actual, en cambio, era el retrato de un tipo poco soportable pero no demasiado inverosímil a los ojos de Massimo: en la práctica, el hipster se caracteriza por un deseo de diferenciarse tan acentuado que se transforma con facilidad en otro estereotipo. Sentado a la mesita de un bar, zona wi-fi free, con su Mac y su iPhone, charloteando sobre contracultura y rock indie, la media de los hipsters suele ser de clase social alta —en caso contrario, no podría permitirse estar allí—, le encanta vestirse con ropa usada porque está en contra del consumismo, aunque también es algo melindroso, hasta el punto de que algunas importantes cadenas de ropa creadas para uso y consumo de estos tipos venden ropa falsamente usada, y no puede prescindir de sus pantalones ceñidos y de sus gafas de montura vistosa y, por regla general, ojea en el espejo el resultado de su peinado aparentemente despeinado mientras mordisquea su comida biológica de proximidad, posiblemente, y que le habrá costado un ojo de la cara, aunque lo haya pagado de buena gana.

En resumen, un hipster es un tipo insoportable. Y tal vez su padre tuviera razón. Ese tío, el que amenazaba sus esperanzas de enamorado, era justamente un maldito hipster.

Massimo se pasó el domingo preguntándose por qué escuchar a Coldplay podía convertirse de repente en una actividad peligrosa, so pena de ganarse la etiqueta de desgraciado, estereotipado y tal vez, incluso, de capitalista. A pesar de emplear a fondo sus recursos intelectuales, no lo entendió del todo y decidió al final darle las gracias a papá por la advertencia, pero seguir siendo fiel a sí mismo, con los Coldplay, las películas taquilleras y las novelas de amor mainstream.

Llegó un lunes cansado y atolondrado, con Geneviève en la cabeza, cercana como si viviera ahí y lejana como si hubiera desaparecido hacía meses para regresar a su planeta de origen.

La semana, no obstante, empezó bien gracias a un cotilleo recogido por Pino, el peluquero, a partir de voces no desmentidas procedentes de la esposa de Anselmo (a la que Massimo, en realidad, ni siquiera había visto nunca), cuyo nieto iba al colegio con el hermano de un amigo de Valentino, más conocido como Don Limpio.

Según aquella fuente acreditada (cuando es así, es como si fuera el Trastevere quien habla en persona, y el Trastevere a lo mejor habla algunas veces al tuntún, pero lo que es mentir, no miente nunca), vino a saberse que la muchacha francesa le había pedido, efectivamente, el teléfono al gallardo jovenzuelo que había hecho de todo para llamar su atención, pero se lo había pedido por un motivo que al principio no había quedado claro, y que solo más tarde había llegado a los oídos de la calle, que no dejan escapar ni una: ella estaba convencida de que el robusto muchachote con esos bíceps y esos abdominales tan bien esculpidos tenía como oficio las mudanzas y por tal razón lo interpeló, para saber a qué precio la ayudaría a transportar algunas pesadas cajas. Él, obviamente, se ofendió y no quiso saber nada del asunto.

—Míralo desde el lado positivo. Con tal de no admitir su derrota, Don Limpio no se dejará ver por aquí al menos durante un mes… —comentó Tonino, el mecánico.

—Pero nosotros nos lo hemos apuntado y no vamos a olvidarlo: ¡qué dura es la vida del fanfarrón! —prosiguió Dario.

Massimo se rio por lo bajinis, pensado que por lo menos uno de sus rivales había quedado eliminado. Claro, seguía estando el pérfido hipster, pero ahora quería olvidarse de ello durante un tiempo.

A primera hora de la tarde, acabadas las pausas del almuerzo y del café de sobremesa, el clima se volvió somnoliento y el bar se vació. Massimo y Dario se sentaron a la sombra en la parte de atrás, después de haber colgado en la puerta un móvil que, en principio, tenía que haber servido para expulsar a los espíritus malignos moviéndose al viento, pero que ellos utilizaban en esos momentos para controlar la entrada de personas de carne y hueso, ya fueran buenas o malvadas. Y así, como de costumbre, al sonar el bambú, se lo jugaron a piedra, papel, tijera, de un golpe. Por dos veces ambos mostraron las tijeras, luego Massimo sacó piedra mientras Dario siguió siendo coherente con sus tijeras:

—¡Te jodiste, viejo! Tendrías que ponerte al día.

—Ay, jovencito, un día lo entenderás: cambiar no sirve de nada, el noventa y nueve por ciento de las veces se trata de un hecho superficial. Voy, que si no vamos a perder un cliente.

Pocos instantes después volvió a asomar la cabeza:

—Me parece que te necesito —dijo con una sonrisita.

Massimo, con su incurable optimismo, pensó de inmediato en qué desgracia podía haber ocurrido en tan corto espacio de tiempo. Lo último que se esperaba era encontrarse frente a la reina y la bruja de sus sueños.

—Creo que ha venido alguien a continuar con el itinerario por el mágico mundo del café… y esta vez nada de trucos baratos como el de la Nutella o similares —añadió Dario, dejándole el campo despejado.

Massimo estaba radiante.

—Perdona si de momento no dejo que te sientes, pero es que el café de hoy no solo hay que tomarlo, hay que verlo.

Ella no había dicho aún ni una palabra, aunque en el fondo, ¿qué necesidad hay de hablar cuando se tienen ahí esos ojos y esas pecas?

De manera que Massimo dio inicio a la danza del barman, largamente ensayada ante el espejo, y con movimientos sinuosos y armoniosos, haciendo alguna concesión al espectáculo, dio algunas volteretas a la coctelera para luego servir en un vaso de cóctel un café helado, dulce y espumoso, perfilado con un chorrito de amaretto.

—Aquí está: lo ideal para una tarde de bochorno —dijo mientras acompañaba a la chica hasta la mesa del jazmín.

Ella le sonreía dulcemente, como hechizada por ese extraño mundo que empezaba lentamente a conocer.

En los días siguientes, Massimo tomó de la mano a Geneviève y la guio en su descubrimiento del planeta en forma de grano de café. Ella lo siguió como de costumbre, regalándole otras sonrisas, encantada con aquella fragancia dulcemente especiada, por aquel aroma herboso, por aquel perfume que pasaba del caramelo a la malta para llegar a la nuez, y que dejaba un retrogusto a chocolate de una intensidad plena, rica y perfecta. Cabía la posibilidad de perderse. Como Alicia en el País de las Maravillas. Aunque Alicia en el País de la Cafeína no suene igual.

La muchacha bajaba al bar por la mañana llevando consigo un estuche, unas hojas y un par de cuadernos, probaba el café del día, a menudo por dos veces, para aprender mejor la lección, luego se ponía a escribir y a trabajar. Efectivamente la exclusiva de Rina, la florista, tenía base: la chica dibujaba a mano diagramas con cuadraditos negros, metía en ellos palabras y escribía definiciones.

Otras veces llenaba con su apretada caligrafía las páginas de un cuaderno a rayas. En la portada había la reproducción de un cuadro de Magritte, y Massimo no pudo abstenerse de tomárselo como una señal de buena suerte.

La tentó con el cortado, la mimó con el café de almendras, la halagó con el café espresso clásico, que, si no me equivoco, Henry James definía como «la oscura infusión de Levante».

El bar, como cualquier ecosistema, percibió inicialmente esta nueva presencia, la puso a prueba (como se ha visto con anterioridad) y, al ver que resistía, al final simplemente la aceptó, de un día para otro, como un nuevo miembro de la comunidad. Ella, por su parte, tal vez ayudada también por el café, aprendió a no molestarse por las bromas y las miradas inquisitivas. Seguía respondiendo la mayoría de las ocasiones encogiéndose de hombros, como las primeras veces, pero empezaba a entender, a conocer, a sentirse un poco como en casa, y sus ojos se fueron haciendo cada vez menos hostiles, pero no menos brillantes.

Un día entregó a Massimo un papel escrito a mano con una hermosa caligrafía y la primera letra enmarcada en un dibujo digno de un amanuense medieval:

—Menò, he descubierto el secreto de la juventud del señor Dario… estos son los efectos positivos del café.

—¡Gracias! Pero si esto es una obra de arte. Me servirá de anuncio.

Massimo colgó detrás de la barra la lista de las propiedades benéficas del café:

Café porque:

ya no más somnolencia, hastío y depresión,

basta de dolor de cabeza y cefaleas,

estoy despierta, rápida y enérgica.

Y no envejezco nunca, como señor Dario.

—¡Y no has cometido ni un solo error, muy bien!

Mon vocabulaire est bravo —replicó ella—. Un día, hacer crucigrama de tema de café.

—¿En francés o en italiano?

—Creo que en Francia pocos entienden de café.

—Nunca es demasiado tarde, ¿verdad?

—Verdad.

—Ah, mira, te he traído un regalo —añadió Massimo, y le dio un ejemplar de la Settimana Enigmistica—. No sé si son tan buenos como tú, pero aquí se considera la mejor revista de pasatiempos que hay.

—Lo conozco —respondió ella—, ¿cómo se llama? ¿Bartesaghì? Tres important.

—Claro, Bar-tez-za-ghi, es famosísimo, un mito. En cualquier caso, dicen que los crucigramas lo mantienen a uno joven.

—¡Cómo café! —dijo ella, que había entendido tan solo la última frase—. ¿Hoy qué haces probar?

—Ah —dijo él frotándose las manos—, hoy tengo una sorpresa para ti.

Massimo cogió una tacita de cristal y con suaves golpes de muñeca cubrió el fondo de la misma con cacao espolvoreado, luego vertió un leve toque de espuma de leche y al final dejó caer un café corto, pronunciando un fragmento selecto de su francés:

Et voilà!

Ella lo miró y dijo:

—Esta es una obra d’art.

Lo saboreó en la barra, luego asintió.

Oui. Arte. Mi preferido. Comment s’appelle?

—Marroquí. Bueno, ¿verdad?

Y, como con el marroquí había ido bien la cosa, Massimo decidió probar fortuna con algo que había fingido haber olvidado aquellos días.

—Estaba pensando, ¿te apetecería venir al teatro conmigo? He visto que ponen el Rugantino en un teatro muy bonito. Es un espectáculo que habla de… Roma y amor. En mi opinión, es una oportunidad que no hay que perder. En fin, puesto que estás aquí, es una ocasión para comprender antropológicamente de qué pasta estamos hechos los romanos… en fin, ya me entiendes…

Ella seguía mirándolo en silencio sin contestar y él ya no sabía qué más podía añadir, de manera que empezó con la leccioncita que se había estudiado sobre la historia del teatro, entre una búsqueda sobre los hipsters y otra.

—El teatro. Sí, el teatro es el Teatro Gioacchino Belli, ¿sabes quién es?, ¿quién no lo sabe? Es un teatro con una historia interesante porque hubo una época en que era un monasterio, donde habían encerrado a Lorenza Feliciani, la esposa de Cagliostro, a quien habían acusado de brujería.

Massimo estaba colorado hasta las orejas porque sabía que se había aventurado en una explicación que ella no era capaz de entender, pero estaba claro que no podía interrumpirse a la mitad. Ella lo miraba con un aire entre inquisitivo y sarcástico, que minaba toda seguridad, y no le respondía. En fin, ¿cómo se le habría ocurrido la idea de invitarla?

—Y la tal Lorenza nunca salió de allí, se dice que desapareció, pero incluso hoy en día circulan rumores sobre una mujer sin rostro que pasea por estas calles en las noches de otoño y que desaparece de repente con una risa satánica, gritando su propio nombre en la oscuridad; en fin, historias de fantasmas, ¿sabes? Pues claro que lo sabes, en fin, ¿quieres que continúe? Yo, si quieres, tengo un motón de tiempo disponible, en fin, ¿te vienes conmigo al teatro?

—¿Cuándo?

—Pues… ¿esta noche?

Oui.

Qué dulce sonido el de esa palabra… Massimo se contuvo a duras penas para no dar un triple salto mortal de alegría.