Un saquito de canicas

Decir que Massimo durmió bien esa noche sería una terrible mentira; más aún: en un momento dado se vio a sí mismo envidiando a Antonio, el fontanero, quien seguro que por lo menos se había acostumbrado a ello.

Hacía calor, un mosquito seguía torturándolo con su molesto zumbido para desaparecer en cuanto él encendía la luz. El catálogo de posturas que había ido probando era digno de un contorsionista en un número de circo, el rebaño de ovejas contadas habría suscitado los intereses de bastantes multinacionales del sector, el grifo goteaba y el cerebro de Massimo seguía dando vueltas como una peonza sin que tuviera intención de detenerse. Él lo llamaba el torbellino de pensamientos: en definitiva, que no conseguía apagar la cabeza, sino tan solo pasar de un tema a otro, como un televisor perennemente encendido en el que tan solo se pudiera cambiar de canal.

Obviamente, cuando le ocurría eso es que existía algún problema concreto. No es que pensara únicamente en lo mismo, es más, a menudo conseguía evitarlo milagrosamente, pero en modo alguno lograba conciliar el sueño.

Cada dos por tres miraba el reloj y volvía a calcular cuánto tiempo le quedaba antes de que sonara el despertador. En algunos momentos se preguntaba si había dormido o no: sí, porque en cuanto se planteaba el problema estaba seguro de estar despierto, pero tenía una extraña sensación respecto a los minutos transcurridos con anterioridad, como si estuviera en trance.

Se vio a sí mismo en la playa, de niño. Su padre lo levantaba por los pies y arrastrándolo iba trazando la pista para las canicas. Eran aquellas bolas de plástico de colores que llevaban dentro fotos de ciclistas. Él buscaba a Felice Gimondi, pero no lo encontraba. En vez de ciclistas, lo que había en cambio era la foto de ese personaje gafotas que estaba en la mesa con Geneviève. No esa clase de gafotas estilo topo que había antaño, sino un gafotas a la última moda. Su padre le decía que tuviera cuidado porque aquel tipo era un hipster. Massimo lo miraba y se preguntaba cómo podía su padre saber lo que era un hipster (un inciso: tampoco es que él tuviera una idea muy exacta).

—Tu hermana tiene sed —añadió su padre—, no te olvides de ello.

Los recuerdos de esta conversación eran la prueba de que Massimo había dormido efectivamente, por lo menos algo.

Resulta inútil añadir que también aquella mañana llegó el chirriante Antonio, el fontanero, puntual e inoportuno como un dolor de barriga.

Massimo se dijo que la mejor defensa siempre es el ataque, y salió con una filípica acerca de los motivos que lo habían mantenido despierto, omitiendo únicamente la historia de las canicas y del gafotas, presunto hipster (anotándose mentalmente en el bloc de notas que tenía que mirar qué significaba eso de hipster, a lo mejor su padre había querido decirle algo).

Antonio, acostumbrado a hastiar al universo entero con sus propios malhumores, fue sorprendido con el paso cambiado y pensó: «Pero qué cargante es este chico, ¿qué carajo podrán importarme a mí sus noches insomnes, hablando con todo el respeto?».

Empezó a dar muestras de desazón, hasta que anunció que tenía un compromiso urgente y se marchó de allí.

Dario llegó antes de lo habitual:

—Sabes que tengo luego la visita al urólogo, te acuerdas, ¿verdá?

—Oh, no, malditos seáis tú y tu querido urólogo. ¿Tenía que ser precisamente un sábado? Aquí parece que estamos en el infierno de Dante, aunque todavía no haya comprendido en qué círculo. Está el representante del café, el de las bebidas, tiene que venir el técnico para hacer la revisión de la Gaggia y, por si fuera poco, últimamente los sábados están viniendo las familias que van a desayunar antes de marcharse de finde. Con todos estos críos que, por Dios, son tan majetes y tan monos, pero que todas las veces tendría uno que llevar la mesa al túnel de lavado. Y yo solo tengo dos manos…

—Pero ¿de qué te quejas? Un cliente más o menos nunca ha matao a nadie… ¿qué tienes?, ¿has dormido mal? Tienes un careto que no se pue mirar.

Massimo lo miró aviesamente:

—Eso es. He dormido mal. Pero mal mal. Ah, y escúchame bien, te lo voy a decir, así por lo menos evitamos las acostumbradas bromitas del carajo: ¿ves ese calendario, tú ves qué día es hoy?

—Es 24 de julio… Santa Cristina y Santa Anita. ¿Conoces a alguna Anita a la que tengamos que felicitar?

—No. ¿Ves que he marcado con un círculo la fecha?

—Sí, Mino. Empiezo a pensar que te ha venido la regla o algo parecido…

Massimo resopló.

—Entonces, si no lo entiendes, te lo explico yo: hoy es el día en que me voy a quitar de la cabeza a esa chica, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Sí, claro, nada que objetar.

—Y esa sonrisa, ¿a qué viene? No hay nada de lo que reírse.

—Perdona, te reirías tú también: un día me das el coñazo; luego, de buenas a primeras, cambias las cartas sobre la mesa. Quien te entienda, que te compre.

—Olvídalo: no es mi tipo.

—Ah, vale. No es que quiera insistir, al contrario, ya te dije que no me cae nada bien, pero ¿cómo es que te has despertao con esta idea, has tenido alguna revelación del arcángel san Gabriel?

—Veamos. De entrada no me he despertado, porque en la práctica no he dormido. Y luego ya se sabe, o las cosas ocurren de manera natural o no ocurren. Aquí hay demasiadas dificultades, demasiados obstáculos, en fin, que no hay tema. Por eso he señalado la fecha, para que sea tu norma y regla. Dejémoslo así. —Massimo señaló el calendario con el dedo—. Antes de este día ella no estaba, no sabía quién era, no existía, y mi vida funcionaba perfectamente, de ahora en adelante todo volverá a ser como antes, ¿ok?

—Sí, si nadie te ha dicho na, no hagas que me preocupe, ¿sabes que últimamente estás de lo más raro?

Tal y como Massimo había previsto, en cuanto Dario lo dejó solo, la situación no tardó en ponerse al rojo vivo.

Pones el café en el filtro de la máquina, la taza va debajo, pulsas la tecla, mientras tanto sirve el agua con gas, la naranjada para el hijo de Gino, el carnicero, prepara el café al ginseng para Lino Germani, con su inseparable perro Junior, mientras tanto el lavavajillas avisa con su «bip» de que ha acabado el ciclo y entonces saca la cesta, pero ten cuidado porque allí el café está listo y a Tonino, el mecánico, si se le enfría el café largo tiende a quejarse más de lo necesario; con el rabillo del ojo ves regresar a Antonio, el fontanero —«Pero ¿es que soy el único que trabaja?»—, prepara la copita de grappa para el seor Brambilla, porque a la gente le gusta que le sirvan sin tener que pedir —esa es la diferencia entre un buen barman y un campeón—, ¿y quién se encarga ahora de los tiques de caja? «Ya voy, ya voy, que voy, pero ya tengo el fregadero lleno, tal vez haya que bajar al almacén a por más agua».

Y fue en ese momento cuando Luigi, el carpintero, derramó con un torpe manotazo su carajillo de sambuca: todo un clásico.

—¡No, por Dios! ¿Precisamente ahora? ¡Es que no me lo explico, con el trabajo que haces, para mí es un milagro que tengas aún todos los dedos en su sitio!

Massimo limpió la barra con la bayeta, luego tuvo que pasarla también por la parte que teóricamente los clientes nunca deberían ocupar. Nunca dejaba de sorprenderse ante lo mucho que un líquido parece aumentar en cuanto abandona su tacita.

No quería volver a levantar la mirada hacia esa muralla humana de parroquianos.

Eran esos los momentos en los que le gustaría pulsar el botón de pausa, detenerlo todo, despedirse de las figuras paralizadas de sus clientes que, a esas alturas, ya eran casi parientes suyos, jubilarse de esta versión de su vida y regresar al día en que tuvo que abandonar los estudios y colocarse tras la barra del bar Tiberi. No es que le disgustara cómo era, pero le gustaría mucho saber cómo habría sido. Pero nada de sliding doors, aquella era su vida y en ese parpadeo la muralla humana de parroquianos, estaba seguro de ello, no había retrocedido ni un paso.

De manera que decidió levantar la mirada.

Fue entonces cuando se topó con dos ojos verdes sobre un fondo de pecas, una nariz con su jorobita, pelo claro y revuelto, ni liso ni rizado, y por un instante se olvidó de la muralla humana, de las canicas de plástico con sus ciclistas, de los cafés y de las decisiones de su vida, incluida la de marcar con un círculo la fecha de hoy en el calendario.

Luego el zumbido de fondo se fue oyendo de nuevo con más fuerza que antes y Massimo, con la frente perlada de sudor, se vio rechazando una marejada de peticiones. Mientras tanto, en la caja se había formado un corrillo de gente que esperaba para pagar y el tiempo es oro, incluso el 24 de julio.

La chica, que tenía evidentemente un imán en los ojos, en sustitución del habla, captó su atención y señaló hacia la caja.

—Yo… Ayudar. ¿Quieres?

Él se quedó de piedra, pero objetivamente no estaba en condiciones de hacer cumplidos y asintió con fuerza:

—Claro, sería un honor que tú…

No tuvo tiempo de acabar la frase, porque ella ya se había situado detrás de la caja, como si la acción pudiera vencer cualquier clase de turbación.

Él se colocó un momento a su espalda y le enseñó el funcionamiento básico de la caja registradora, luego se lanzó en plancha detrás de la vieja Gaggia.

Si hasta hacía poco se había sentido como el capitán que se hunde heroicamente junto con su nave, ahora le parecía ser un general que ha divisado en la lejanía los anhelados refuerzos tras haber resistido valientemente al asedio de un enemigo mucho más fuerte que él.

Ahora se trataba de una música distinta, Geneviève trajinaba con cambios y tiques como si no hubiera hecho otra cosa en la vida y, en breve, ese atasco que recordaba la gran carretera de circunvalación en la hora punta se fue haciendo más manejable. La tranquilidad quedó restablecida. Y en los escasos momentos de pausa hasta había logrado beber de su imprescindible termo un sorbo de té negro con rosas.

«Me gustaría ver entrar ahora a ese bufón de Valentino», pensaba Massimo, que ahora sentía con respecto a la chica un vínculo imprevisto e irrompible. Su determinación se había diluido como nieve al sol y ya se veía encaminado hacia el altar y a una vida en común tras esa barra.

No se le escaparon las miradas inquisitivas y las risitas de los diversos Tonino, Lino, Luigi, de Bognetti, algo más apartado, y sobre todo de Pino, el peluquero, maestro de indiscreción, aunque al final pensó que no le importaba nada: que dijeran e hicieran lo que quisieran, él estaba en la cresta de la ola y quería seguir ahí.

El que se quedó verdaderamente perplejo fue Dario, al volver de su visita médica.

—De acuerdo que quien se va a Sevilla pierde su silla…, pero si me lo hubieras dicho me lo habría tomado con más calma, ¡habías conseguido que me agobiara!

—Sí —dijo Tonino—, hay cosas con el urólogo que es mejor hacerlas con calma.

—Porque así se disfrutan mucho más —echó leña al fuego Luigi, el carpintero.

—Pero ¿esta gente sigue estando por aquí? Visto que me has echao de la caja, ¿no podría hacer de gorila?

—¿Pa qué? —dijo Massimo—, si no están aquí, estos tíos estarían en medio de la calle: en la práctica, nosotros desempeñamos una función social acogiendo a estas personas que, demasiado viejos para los centros de rehabilitación de jóvenes en riesgo de exclusión y demasiado jóvenes para el asilo de ancianos, no tienen ningún otro sitio adónde ir.

—En efecto, sí… aunque eso de demasiado jóvenes, hasta cierto punto, de todas formas.

Geneviève, que había recuperado mientras tanto su actitud fría y distante, dejó la barra y con un gesto de sus manos le indicó a Dario que se acomodara, luego se despidió de los presentes con un gesto e hizo ademán de marcharse de allí.

Massimo, sin embargo, no quería dejarla escapar de esa forma y la siguió, dejando por unos instantes el destino del bar bajo la responsabilidad de su viejo amigo.

—¡Espera!

Ella estaba ya en la calle pero se detuvo. Él la alcanzó y se demoró mirándola: era bonito encontrarse tan cerca, podía ver los latidos de su corazón en la sien y en el cuello, la piel encendida por el calor y el movimiento, las pecas como un alfabeto de signos aún indescifrables, pero que con el tiempo podría aprenderse de memoria.

—¿Adónde huyes? Quería darte las gracias. Sin ti no sé cómo me las habría apañado, estaría muerto, ahogado, hundido, kaput, ¿me entiendes?

Massimo cargó las tintas representando con mímica algunas formas clásicas de morir.

—Entendido. Tu est mort?

—Sin ti, seguro. Tú me has salvado. Gracias, merci.

—De rien. Yo… ¿hábil?

—Con ganas —respondió Massimo a bote pronto.

—¿Tienes ganas? ¿De qué?

Massimo se pasó una mano por el pelo e hizo una mueca pensando en la forma de explicarle el significado de lo que había dicho.

—No. No es tienes —separado— ganas. Es como si fuera una palabra sola: conganas. Es una forma de hablar que quiere decir «mucho, un montón».

Se dio cuenta de que Geneviève estaba mirándole las manos con curiosidad y se acordó de que los extranjeros siempre decían que los italianos gesticulan como si estuvieran locos; entonces sonrió, se escondió las manos en la espalda y se encogió de hombros, imitando un gesto que le había visto hacer a ella varias veces. No se sabe cómo, pero tuvo la impresión de que este razonamiento suyo le había llegado perfectamente a ella; no es que fuera quién sabe qué, pero se trata de esas pruebas de empatía que reavivan el sentimiento igual que pequeñas descargas de energía.

Ella sonrió. Era una sonrisa radiante, abierta y hermosísima, como el primer rayo de sol tras la lluvia, como una flor recién brotada y como infinidad de cosas que no pueden describirse, sino tan solo mirarse.

—Tienes ganas… muchas —respondió ella.

—Sí. Muchas —susurró él.

Pero los hechizos están hechos para que se rompan, las plazas están llenas de gritos más o menos vulgares, las puertas de los bares no son, claro está, lugares tranquilos y apartados, de manera que ella le devolvió el encogimiento de hombros y dijo con un hilo de voz:

—Me voy.

—Aunque aún era demasiado pronto para moverse y él instintivamente la detuvo:

—¡No! O sea, no, vuelve. Vuelve más tarde, que te invito a un café cuando haya menos gente, total, ya he comprendido que el té no sabré hacerlo nunca como tú lo quieres y por tanto es inútil, ¿no?

Massimo se detuvo a recuperar el aliento y a preguntarse si ella lo habría entendido, antes de repetir con seguridad:

—Vente después. Te invito a un café. ¿Vale?

—Adiós, Menò —dijo ella y se dio la vuelta, dejándolo a solas con sus dudas.