Interferencias

Se dice que los ojos son el espejo del alma para que quede algo poético, pero sería más exacto decir que los ojos son el espejo del cerebro. El cerebro, por su parte, bien protegido por la caja craneal por los otros frentes, resulta en cambio muy accesible por esa vía.

Por eso muchas personas se protegen con gafas de sol, de forma que ocultan esa fractura de entrada a la propia intimidad. O, como dice Battiato, hay quien se pone gafas de sol para tener más carisma y sintomático misterio.

Valentino (café corto), conocido como Don Limpio, procuraba en igual medida ostentar sus pectorales y esconder sus pensamientos tras unas bonitas Ray-Ban. Pero por su sonrisa de treinta y dos dientes se intuía que tenía una revelación que hacer.

—Hey, chicos. Os burlasteis de mí, me desafiasteis. Pero ahora puedo decíroslo. Ni siquiera he tenido que tomármelo en serio, es más, casi me había olvidao de la historia. Pero ayer, mientras daba un voltio por aquí en la plaza, me noto una mirada encima que prácticamente me desnuda con el pensamiento, ¿sabéis? ¡No, no sé si os ha pasao nunca! Yo estoy acostumbrao, en serio, pero me doy la vuelta, ¿y qué veo?

—No, ¿qué ves? Dímelo, que ya no aguanto más —dijo Dario con aire dramático.

—No duermo esta noche, la verdá —comentó Antonio, el fontanero (descafeinado largo), sin un ápice de autoironía.

—¡La francesita! La de la otra vez, ¿os acordáis? La del té negro.

A Massimo se le cayó una pila de platos que estaba llevando del lavavajillas a la repisa.

—¡Qué trompazo!, ¿qué ha pasao?, ¿estás bien? —exclamó Don Limpio.

—Sí, sí, perdonad —respondió Massimo, con la cara roja—, tan solo ha sido un resbalón.

—Deja que te ayude, estos días eres un verdadero desastre, es lo que siempre te digo yo, que tendrías que cogerte unas vacaciones —comentó Dario.

—Sí, ¿y voy y te dejo a ti al frente de todo? Ya me parecería bastante con encontrarme el bar entero a mi regreso…

Dario se dirigió a los presentes:

—Eso lo dice únicamente porque una vez me dejé la válvula de la presión abierta unas horas. ¡Ya ves tú, una pequeña distracción!

—Vale, vale —dijo Don Limpio—, ya me doy cuenta de que no me estáis escuchando porque os joroba darme la razón una vez más. De todas maneras, os lo digo igualmente: la saludé y ella, claro está, estaba muy azorá porque la había pillao mirándome. Pero luego se ha animao y me ha pedío el número de teléfono. ¿Entendido? Es que no tengo ni que esforzarme… vienen a mí como las abejas a la miel, es como la matanza del atún, tan solo tengo que extender la mano y ¡zas: pillá!

—Bah, si te conformas… Seguro que te habrá confundido con otro —comentó Dario, que había notado cierto nerviosismo en Massimo y quería zanjar la cuestión allí.

—Sí, sí, lo que tú quieras, siempre has de tener la última palabra. Volveré el próximo capítulo y os explico.

Don Limpio dejó las monedas en la barra y salió de allí más arrogante que de costumbre, si eso es posible.

Y pensar que poco antes, con el miedo y las ganas que llevaba encima debido al encuentro con Rina (le había estado dando vueltas y más vueltas y había llegado a la conclusión de que, de algún modo, ella le había concedido una especie de nihil obstat, aunque no lo dijera de forma explícita, lo que significaba una cosa solamente: que, según el claro sexto sentido femenino, la cosa podía funcionar, es más, tal vez alguna referencia podía habérsele escapado, dado que Rina parecía saber vida, muerte y milagros de Geneviève, ni que fuera su tía), había plantado el jazmín en la maceta rectangular que contenía el pitósporo moribundo de fuera del bar. Pero aún no lo había regado porque, según Dario y Antonio, el fontanero, no había que hacerlo en las horas más cálidas del día. Sin embargo, ese ritual del trasplante le había parecido algo sagrado, como la colocación de la primera piedra de una nueva vida. Luego se había bebido un buen vaso de agua con gas, fría, pero no helada, y había brindado idealmente por ese nuevo inicio.

¿Podía ser suficiente la visita de ese ignorante para que le estropeara todo el día? Ya puedes tener ganas de decir que no, ya puedes tener ganas de fingir que no pasa nada, pero la carcoma está allí, trabajando bajo la piel.

En el fondo, ¿qué había pasado? Nada, concretamente nada, pero en la cabeza de Massimo se había formado un frente tormentoso que prometía rayos y truenos. Vete tú a saber qué pasa a veces con nuestros sentimientos: sin una verdadera y probada razón, de pronto uno pierde la brújula y asume, en cambio, un lastre insostenible.

Por una extraña conjunción astral, hacia la mitad de la tarde los dos camareros se quedaron solos durante unos minutos.

Dario sacó una botella y llenó dos vasos.

—Como últimamente te ha dado por el té, tómate uno con limón, bien frío. No será tan refinao como los que tú estás estudiando, pero por lo menos refresca las ideas, y no solo eso.

—Gracias —dijo Massimo sin lograr apartar un velo de tristeza de la voz ni sonreír.

—¡Venga, no te dejes ir así!

—Pero qué dices, no me pasa nada.

—¿Cómo que no? Aparte del hecho de que te conozco como a mis bolsillos, ahora no necesito este pequeño detalle, porque hasta a oscuras se te podría leer en la cara lo que sientes.

—Ah —refutó Massimo en un intento extremo de defensa—, ¿y qué es lo que siento? ¡Venga, te escucho!

Dario le soltó una palmada en el hombro:

—¿Quieres que te lo diga? Esa francesita ha… ¿cómo decirlo…?, capturao tu atención.

—¿Tú también con esta historia? Os habéis vuelto todos locos…

—Será eso… de todas formas, deja que te diga una cosa: Don Limpio habla solo para que circule el aire por su boca y, además, tendrías que estar contento, te ahorra un montón de esfuerzo: si la chica es para él, es que no es para ti, y viceversa. Como cuando en el póquer estás indeciso sobre si ver las cartas o no, porque no es que tengas una buena de la leche, pero sospechas que el adversario se está marcando un farol y te joroba dejarle la banca, y entonces, al final, alguien lo ve, tú te quedas con la conciencia tranquila, ahorras el dinero y el esfuerzo de la apuesta.

—No he entendido qué pinta todo esto del póquer, pero en el fondo es verdad que si una tía está con Don Limpio entonces es que no se trata en absoluto de mi alma gemela.

Dario sintió en ese momento que tenía que forzar un poco más la mano, como si el hecho de haber hecho explícita la cuestión hubiera reforzado su teoría:

—En efecto, así es. Porque una que está con Don Limpio a ti no podría gustarte, ¿no te parece? De todas formas, yo, aunque a esa chica no la encuentro nada simpática, creo que no es un personaje que haga migas con nuestro Valentino, ¿tú la ves? Ella, que es siempre tan arisca, sin soltar ni una palabra y nunca te da ni una satisfacción, ¡al lao de ese que siempre está ahí, mirándose los bíceps en el espejo! ¡Nunca se ha visto na semejante!

—¡Ah!, ¿tú también te has fijado en que se mira los bíceps? Como decía siempre papá, ¡el espejo de detrás de la barra es nuestro tercer ojo!

—En efecto, solo nosotros podíamos toparnos con semejante individuo…

—Ya le está bien que el bar sea el espacio democrático y acogedor por excelencia, en caso contrario, si poco a poco fuéramos haciendo una selección en la entrada, ¡él sería el primero en saltar!

—¡Venga, tú estás celoso!

—¡Qué no! ¿Qué tendrá que ver?

Eso era lo bueno que tenía Dario. No se trataba de que viniera a hurgar en la herida con sorna, sino que te ofrecía con ligereza su hombro, entre la confianza seria y la broma, siempre listo para desdramatizar. Porque la vida, en definitiva, es así, pensó Massimo, y se le vino a la cabeza la canción de Fabrizio De André, El gorila, un drama surrealista que, no obstante, nos ofrece siempre motivos para la risa, es más: la risa es una necesidad primaria, un derecho y, tal vez, un deber. Se preguntó si esa muchacha hostil y enfurruñada era capaz de captar el drama (eso sí, con toda probabilidad), pero también de reírse luego de ello: él creía que sí.

Y bueno, también ese día llegó de alguna forma la hora de bajar el cierre metálico, pero él no se olvidó de regar (con generosidad, como sugiriera Rina) el jazmín de la esperanza, antes de darse el acostumbrado paseo para purgar las toxinas del trabajo.

Mejor dicho, quedaba un detalle postrero que resolver, esa tontería barata de costumbre que, sin embargo, le provocaba taquicardia, sudores fríos, sequedad en el gaznate y así podríamos seguir: tenía que llevarle las cajas a Geneviève. Precisamente. Y, dado que había logrado romper el hielo con las distintas entregas de té a domicilio, fue capaz de realizar el recorrido hasta el rellano en un tiempo razonable y hasta de tocar el timbre sin pensárselo demasiado. Solo que esta vez no respondió nadie. Massimo esperó un buen par de minutos y volvió a intentarlo, pero de nuevo detrás de la puerta no se oyó ningún ruido.

Entonces sacó la pluma y un papelito del bolsillo y se sentó en un escalón, con la mirada hacia arriba, observando una grieta del techo en busca de inspiración.

Intentar una incursión en el francés macarrónico ni siquiera se lo planteaba, dado el grado de simpatía que hasta entonces le había mostrado la enigmática chica, pero tampoco quería ser demasiado formal para poder ganar un poco de intimidad, prestando obviamente mucha atención a no asustarla. ¡Por Dios, se dijo, me encuentro aquí planteándome mil paranoias por una estúpida nota, y eso que ya soy mayorcito y pago mis impuestos!

Querida Mademoiselle (escoger la forma de llamarla no fue fácil, pero al final esta solución le pareció simpática, aparte de salvarlo de eventuales errores lamentables en la escritura de su nombre), te dejo algunas cajas de parte de Rina, me ha dicho que las necesitas. Si precisas más ayuda, puedes llamarme cuando quieras, que sepas que para mí el cliente siempre tiene razón…

Menò (el del bar)

Lo del cliente, tal vez, podía habérselo ahorrado, aunque, quién sabe, a lo mejor a ella le picaría la curiosidad, intentaría traducirlo, en fin, que se vería obligada a pensar en él por lo menos unos instantes. Antes de dejar la nota, Massimo escribió su número de móvil, nunca se sabe.

Pero el destino le tenía preparada otra bromita porque, cuando se empeña en ello, ya se sabe, tiene una fantasía perversa e ilimitada.

De manera que, al girar la esquina en busca de la brisa que se había levantado por fin, Massimo vio una escena que nunca habría querido ver.

Cerró los ojos y volvió a abrirlos porque, esto también se sabe, cuando tienes a una persona que te ronda por la cabeza de tanto en tanto sufres algún engaño en los ojos y te parece que esa persona asoma cada dos por tres entre la multitud, entre las sombras de la noche y hasta en las fotografías de los periódicos. Pero esa muchacha sentada ante la mesita era Geneviève, más allá de toda duda razonable. O, como mínimo, su hermana gemela, con el mismo flequillo y el mismo pelo revuelto, ni liso ni rizado, la misma jorobita en el perfil de la nariz, con las mismas pecas acentuadas por un leve sonrojo en las mejillas y, obviamente, los mismos ojos verdes, que, sin embargo, a esa distancia no podían admirarse plenamente, porque son ojos que hay que ver de cerca.

Ella era ella. Pero ese bar no era su bar. Y ese hombre sentado a su lado no era él.

Tenía la sensación de que esa imagen le había penetrado en el cuerpo y estaba rebotando aquí y allá, chocando contra todos sus órganos internos. Tras un momento de parálisis, Massimo reemprendió su camino, convencido de que iba dejando un rastro de sangre a lo largo de la calle.