Montañas rusas

En la esquina de la calle, media acera estaba ocupada por la estructura de madera y hierro colado rigurosamente pintada de color verde botella. Y si algún día desapareciera ese quiosco, probablemente quedaría allí un abismo imposible de llenar. No se trataba de un vuelo pindárico, porque a veces se acababa sabiendo que había ciertos problemas con la renovación de los permisos y asuntos por el estilo; y porque las cosas buenas no hay que darlas por descontadas e inevitables, como los coches aparcados en zona prohibida (para quedarnos en el campo de la ocupación del suelo público), sino que están en peligro de extinción cada dos por tres.

Y, sin embargo, esas planicies de colores y de aromas resistían desde hacía tiempo, del mismo modo que resistían los negocios tradicionales del barrio: partisanos trastiberinos que se oponen con valentía a la movida y a la burbuja inmobiliaria.

El puesto de flores de Rina seguía estando allí, engalanado como para una fiesta, con lluvia y con sol, y nadie podía pasar sin fijarse en él.

Ahora bien, si alguien se hubiera parado a olisquear habría tenido dificultades, sin embargo, para distinguir las diversas fragancias, sobrepujadas por el aroma del café.

Rina, sentada en su escabel, vació por un momento la mente de toda clase de pensamientos y se pimpló el café en vaso con los ojos entrecerrados. Tras lo cual, se tomó un trago de agua y levantó la vista hacia el muchacho, que esperaba plantado delante de ella con la gracia típica del camarero experimentado, que al mismo tiempo está pero no está.

Rina, la florista, no se perdía en circunloquios:

—Mi querido Massimino, me imagino que existirá un motivo para este amable servicio a domicilio, no solicitado, ¡aunque se agradezca!

A Massimo, por el contrario, como le ocurre a muchos hombres, no le gustaba ser explícito (resulta curioso: se pasaba el tiempo criticando las conversaciones vacías e improductivas de sus amigos y, pese a ello, cuando se encontraba delante de una mujer que lo observaba directamente a las pupilas, tan solo tenía ganas de hacer lo que hacían todos los demás: tomárselo a guasa).

—¡Pero qué dices! Estaba de paso por aquí con un café en vaso y un vasito de agua (¿cuándo me has visto ir por ahí sin ello?), y me he dicho: «¿Por qué no le hago una visita a Rina, que sabe apreciar los placeres de la vida?».

—¡Sí, sí, esa es buena! ¿Y querrás hacerme creer que te marcharás tan contento si no te revelo algo acerca de cierta francesita a la que traté algo mejor que vosotros, trogloditas, que os habéis quedao en la edad de piedra, y eso es un cumplido?

—¡Pues claro!, ¿de qué estás hablando?, no entiendo a qué te refieres.

Massimo miró a su alrededor intentando buscar una vía de escape y su atención se vio atraída por una flor azul con un montón de pequeñas florecitas radiales que componían una esfera perfecta, sostenida por un larguísimo tallo.

—¿Qué me dices? ¿Quedaría bien en la puerta del bar? Un toque de gran clase, ¿no? Que es…

Los nombres de las flores, la verdad, no se le quedaban para nada, por lo tanto esperó durante un momento a que Rina se lo soplara, pero esta permaneció esperando en silencio.

—Un… ¿lirio? ¿Dalia? —Seguro que no era ni una margarita ni tampoco un tulipán—. ¿Narciso?

—Mira que eres ignorante… y luego vas y te pones a pontificar sobre los frescos de los Museos Vaticanos y demás, ¿y no sabes que las flores están en la base del concepto de belleza? ¡Encuéntrame tú en la naturaleza otra cosa que te sorprenda y te seduzca igual que las flores!

A Massimo se le pasó algo por la cabeza y se sonrojó hasta por encima de las orejas.

—Sí, ya he entendido lo que estás pensando. Todos los hombres sois iguales, ¡todos unos cerdos! Pero tienes que comprender que sin unas flores la chica languidece y no se te pone a tiro… parece obvio, pero vosotros los hombres sois duros de mollera. Además, la francesita tie sus gustos en cuestión de flores, que es como decir que tie su propia personalidad. Lo que supone un bien en términos absolutos, y un problema para el pardal que se la quiera llevar a casa: esa no se deja engatusar.

—Pero ¿qué me estás contando? La verdad es que tienes una imaginación… Sin duda es una chica guapa, pero apenas la conozco. Lo único que me importa es que reciba un buen trato como cliente, en esto tienes razón, ¡pero es que a esos tíos no puedo ponerles un bozal!

—Pues sería para pensárselo.

—Bueno, de todas formas… —añadió Massimo haciendo como si no fuera con él y olisqueando flores aquí y allí—, ¿estaba cabreada?

—¡Mira por dónde me sale este! Luego me dice que no le interesa. Pues claro que estaba cabreada, y tenía razón para estarlo, pero no es necesario que me lo preguntes a mí.

—¿Te dijo algo?

—Esas cosas se notan, ya sabes cómo es esto, lo que pasa es que a vosotros, los hombres, hay que explicároslo toíto; entre nosotras, ya se sabe, hay cierto feeling, cuando lo hay, porque cuando no lo hay, entonces se arma la marimorena.

—Dices bien. Habláis mucho de sensibilidad femenina, pero cuando dos mujeres no se aclaran, ya puedes empeñarte en hacerlas razonar.

—Bueno, este no es el caso. La francesita es una chica seria y formal. Una flor: y mira que yo de flores entiendo. Además, tú me estabas hablando de mujeres sin carácter que se tiran a degüello por celos y rivalidades… las mujeres sabias son otra cosa.

—Pero si los celos son femeninos, ya se sabe.

—Sí, sí, pero tú has venido aquí para recabar información sobre tu francesita, no para plantear un debate sobre el feminismo, ¿verdá?

—¡Venga ya! Pero ¿tú no sientes celos? Mira que la primera dama del barrio sigues siendo tú.

—Te lo agradezco, pero ya es hora de ir dejando espacio a los jóvenes. Y la primera dama del barrio sigue siendo la señora Maria, que en paz descanse. —Rina se levantó una punta del vestido de flores y se lo enseñó a Massimo—: Mira qué vestidos hacía, qué corte, qué telas. ¡Dime si esto no se ajusta a la perfección conmigo! ¿Has llegao a comprender la clase de mujer que era? Ella entendía tu alma y te hacía el vestido apropiado, ¡pa qué quería una un psicoanalista!

—¡A quién se lo has ido a decir! Vistió a dos generaciones de Tiberi. Sin ella no sé qué habríamos hecho. Incluso cosió el traje de novia de mi hermana.

—La francesita tiene los armarios llenos de vestidos suyos. Le gustaría librarse de ellos para dejar un poco de espacio en la casa, entre otras cosas porque en el futuro querría alquilarla a los turistas. Pero se trata de vestidos tan bonitos que le da cosa tirarlos. De todas formas, ya le dije que si quiere unas buenas cajas para meter las cosas de las que quiere deshacerse, yo tengo aquí pa dar y vender.

—¿Tirarlos? ¡Eso sería un crimen!

—En la práctica sí, lástima que a ella no le queden bien, sería muy difícil teniendo en cuenta lo esbelta que es esa chica, mientras que la señora Maria… ¡bueno, pues no exactamente! Yo le he dicho que se informara para dar algunos a la gente de la parroquia.

—Excelente idea.

—¡Ya lo creo, como que es mía! Yo pienso las cosas antes de hablar, al contrario que ciertos conocidos míos. De todas formas, volviendo a lo nuestro, la muchacha tie prisa por volver a su casa, por tanto si quieres retenerla aquí te conviene espabilarte. Hombre precavido vale por dos.

—Ni siquiera voy a contestarte. Pero ¿cómo sabes estas cosas? No me parece que su italiano permita una comunicación semejante, ¿o no?

Rina abrió los brazos.

—Sigues infravalorando la superior intuición de la mujer. Nosotras no necesitamos muchas palabras. Y, además, tampoco habla tan mal, ella trabaja con las palabras, le cuesta poco aprender, tiene esa… ¿cómo se llama?, sensibilidad lingüística.

—Que trabaja con las palabras, ¿en qué sentido?

—La Virgen, eres más curioso que una culebra, ¿eh? Pero vamos a ver: si tanto te interesa, ¿por qué no se lo preguntas a ella?

—¡Pero si no hace otra cosa que tirarme jarrones a la cabeza, darme con la puerta en las narices, y en la mejor de las situaciones me vierte encima azucareros!

—Tal vez es porque no pides las cosas de la manera apropiada. Si es que siempre te lo tengo que enseñar to.

—Ya, tendría que llevarte más a menudo los encargos a domicilio. Quién sabe si no me sale a mí algo de sensibilidad femenina.

—Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un hombre aprenda sensibilidad femenina —comentó ella, mientras Massimo recogía la bandeja y se preparaba para marcharse—. Y, otra cosa —añadió señalando la famosa flor azul de la que había nacido toda la conversación—, este es un Agapanthus africanus, hermosísimo, aunque, si me lo permites, no creo que sea la que le va. Ella prefiere flores perfumadas. Será porque adora ese té aromatizado con rosas. Fíjate tú lo que me ha llegao, aunque solo sea para saldar la deuda de este servicio a domicilio.

Rina se levantó y cogió un tiesto de la base del puesto, donde colocaba siempre algunas plantas para aquellos a los que no les gustaban las flores cortadas.

—Mira, mira tú este jazmín. Auténtico jazmín, debería aguantar también en invierno, si no hace demasiado frío. Plántalo en esa maceta que tienes junto a la entrada con ese pitósporo medio muerto que sacaría de quicio a un maestro zen, y luego deja que trepe por la celosía de al lao. ¡Ya verás qué aroma! ¿No lo notas ahora? Crece deprisa, es todo un espectáculo. Pero ties que acordarte de echarle agua, en caso contrario acabará como ese pitósporo. Si no sabes cuidar una planta, ¿cómo puedes esperar cuidar a una mujer?

—Ah, vale, gracias. Me lo tomaré como un buen consejo. Pero ¿tú crees que voy a ser capaz de llevármela al bar, con la bandeja y todo lo demás?

—¡Pos claro que sí, con lo grande y fuerte que eres! —respondió ella, y empezó a ocuparse nuevamente de sus cosas.

Massimo se encaminó hacia la salida. Pero ella lo llamó para que entrara.

—Y como veo que te importa tanto saberlo…, la francesita hace crucigramas.

Massimo la miró con perplejidad:

—¿Ah, sí? —respondió, sin gran interés—. ¿También te ha contado eso? Entonces sí que tenéis algo en común añadió tras haberse fijado en la revista de pasatiempos colocada en una repisa.

—Pero ¿qué habrás entendido tú? Aparte de que así se mantiene joven el cerebro, y unos cuantos crucigramas nunca le han hecho daño a nadie. Pero, en cualquier caso, se dedica a eso como oficio. Se inventa crucigramas, los construye, ¿entiendes? Por eso digo que tiene sensibilidad lingüística. Y matemática también.

Crucigramas. Massimo saboreó la noticia con una mezcla de sentimientos: era feliz al saber algo más de ella, sentía curiosidad por ese oficio algo raro, que bien mirado le sentaba como un guante, pero de algún modo le provocaba tristeza verificar lo poco que la conocía aún.

—Bueno, claro, alguien tiene que haber que se dedique a ese oficio… —comentó, intentando aparecer indiferente.

—Menos mal. Adiós, querido, ¡vuelve cuando quieras! —respondió Rina, retomando sus asuntos.

—Adiós. Mejor dicho, no, espera un momento. A lo mejor podría llevarle yo esas cajas grandes que decías para meter los vestidos, ¿no? Así hago que me perdone por el trato que le dispensan todas las veces mis amigos… me parece lo justo para con ella… como clienta, quiero decir.

—Sí, claro, solo como clienta. Está bien, puedes coger todas las cajas que quieras, mejor dicho, todas las que puedas.

—Perfecto, gracias.

Massimo regresó al bar con las cajas, la planta, la bandeja y una extraña sensación de precario entusiasmo mezclado con miedo, como cuando estás en las montañas rusas y la vagoneta frena un poco en lo alto de la subida y sabes que está a punto de empezar una carrera que quita el aliento y te mueres de ganas, aunque si lo piensas bien firmarías por estar tan tranquilito en el sofá de casa.