Era un periodo extraño para Massimo, agradablemente extraño, a decir verdad: no es que estuviera bien, al contrario, estaba lleno de ansia, pero se sentía inspirado. Uno de esos periodos en los que le parecía que Roma podía llegar a hablarle. Le habría gustado encontrarse a solas con la ciudad: le molestaba un poco tener que compartirla con esos malditos turistas omnipresentes, pero en el fondo también era hermoso saber que, por mucho que hubiera ahí también diez autocares de japoneses, el susurro que él era capaz de captar era único, como un lenguaje secreto. Más aún, tal vez Roma lograra, de algún modo, sonreír a espaldas de los turistas, guiñándole un ojo a Massimo.
Adoraba hacerlo, pero lo hacía todavía más en los periodos de angustia o de inspiración (que, al final, eran lo mismo): deambulaba por una capital que era su capital, no la de todo el mundo, en busca de rincones ocultos o también para descubrir de nuevo cosas que se encuentran hasta tal punto bajo los focos que corren el peligro de acabar perdiendo su sabor.
Intentaba no dar nada nunca por descontado y si por casualidad acababa una noche saliendo delante de la Fontana di Trevi (que aparecía así, sin avisar, casi descarada), era capaz de sorprenderse en todas las ocasiones, y cultivaba esa sorpresa suya con la brisa que exhalaban los Foros Imperiales o en determinados recodos de la Appia antigua, o en las villas que le hacían saborear a uno la naturaleza salvaje y el aislamiento contemplativo, para luego abrirse a panoramas increíbles sobre las infinitas cúpulas de la ciudad eterna.
En esos días en los que Massimo estaba decidido, innegable e irremediablemente cayendo en lo que suele definirse como un mal de amores, Roma hablaba, sugería, le daba un montón de pellizcos y escalofríos; en definitiva, que hacía de todo menos aconsejarle prudencia.
Porque quizá no sea la ciudad del amor, pero no es desde luego una ciudad que dificulte el amor: digamos que resulta más bien conciliadora. Tal vez demasiado.
Pero para tener los pies en el suelo, las horas a disposición para cortejar a Roma y escuchar sus susurros no eran, en el fondo, muchas, y la más fiel compañía de Massimo seguía siendo la vieja Gaggia, la cafetera comprada por su padre que tenía sobre sus hombros treinta años de honrada trayectoria y no los demostraba en absoluto. Ella permanecía allí, firme en sus posiciones, no retrocedía ni un centímetro y era un punto de referencia para todo el mundo. Cierto es que resoplaba y refunfuñaba constantemente, pero al final garantizaba sus doscientos o trescientos cafés cotidianos, siempre perfectos. Massimo de vez en cuando pensaba en el día en que tendría que cambiarla, porque nada es inmortal, y le entraba un gran pesar.
Allí detrás, cuando estaba de buen humor, se sentía como ante el cuadro de pulsadores del universo, otras veces pensaba en la sala de mando del Octubre Rojo, pero fuera como fuera siempre se trataba de una posición de cierto peso en el tablero del destino. Porque allí, si girabas la válvula del vapor y metías debajo la jarra de la leche (bien helada, por favor) prestando atención en mantener el pitorro a no demasiada profundidad (en caso contrario, la calentabas, y nada más), ni demasiado en la superficie (con lo cual te arriesgabas a que la leche saliera disparada por todo el local), sino simplemente en el lugar apropiado, podía crear una espuma perfecta para el cappuccino; porque allí tenías que decidir cuánto presionabas el café molido (tomando también en consideración la humedad ambiental) para obtener el espresso perfecto; porque en ese laboratorio podías inventar, mediante genialidades enmarcadas en rigurosos procedimientos experimentales, los nuevos matices de nuestro orgullo nacional.
Pero en los últimos días, Massimo, escondido detrás de la vieja Gaggia, aprovechaba la ocasión para espiar ese trozo de la plaza de Santa Maria in Trastevere en busca de dos ojos verdes lejanos, pero sin duda alguna furiosos e incandescentes de rabia.
En cambio, por un extraño juego de volúmenes y perspectivas (la vieja Gaggia era más bien ancha de caderas), esos dos ojos no los vio ni tan siquiera acercarse y se los encontró de golpe a menos de un paso, con la barra únicamente separándolo de ellos. Existen metas que uno las percibe de lejos y se van viendo en un lentísimo acercamiento, y las hay que asoman detrás de una curva sin avisar, igual que una aparición.
Massimo se sobresaltó hasta tal punto que si se hubiera topado con la misma Virgen en persona (con el debido respeto), no se habría emocionado tanto, y de nuevo estuvo a punto de hacer añicos tres tazas con sus correspondientes platitos.
Pero Dario se había hecho ya cargo de la situación:
—¿Y tú qué haces aquí? ¿Vienes a concedernos la revancha? Veamos qué dicen los corredores de apuestas, pero me parece a mí que me voy a jugar el sueldo a favor de la chica.
—No me digas que hasta te pagan por este servicio. Yo pensaba que te tenían aquí por compasión —dijo Luigi, el carpintero (carajillo de sambuca).
—No, no me pagan na, ¿y sabes por qué? ¡Porque hay una pandilla de gorrones como tú que quieren pimplarse el cafelito, y pagar cuando las ranas críen pelo!
—Amos, anda, pero qué esagerao, como que será por una monedita más o menos…
—Ya, claro, ¿tú no sabes que guijarro sobre guijarro se construye un Coliseo? No se hizo Roma en una hora, ¿no te parece?
—Conquibus engendra conquibus —concluyó el inconfundible Bognetti (carajillo de grappa).
—Ay, longobardo, ¡tú siempre parece que ties razón con esos dichos que nadie entiende! Quieres hacerte el chulito…
Massimo, sin embargo, no había oído ni una palabra, perdido como estaba en aquellos ojos verdes que parecían ahora un tanto desorientados, y por otra parte no necesitaba escucharlos para saber que, fuera lo que fuera lo que estaban diciendo, seguro que se trataba de algo inoportuno.
Por desgracia, la incertidumbre no le permitió a Geneviève aprovecharse del lío reinante, y cuando se decidió a hablar (tan solo porque el silencio a esas alturas se le estaba haciendo insoportable), los del público tenían de nuevo las antenas tendidas hacia ella y la observaban a la espera de su próximo movimiento.
A Massimo le habría gustado echarlos a patadas.
—Ehmm… —empezó ella, como si tuviera que asegurarse de que aún tenía unas cuerdas vocales capaces de vibrar.
—¿Sí? —dijo él, que pretendía alentarla, pero que tenía un miedo terrible a que ella hiciera como la tortuga, que asoma tímidamente la cabeza y a la primera señal de peligro se esconde en su caparazón por un tiempo que únicamente ella sabe.
—Menò —se aventuró, añadiendo una sonrisa y un tono sonrosado en las mejillas y los pómulos.
Por un momento pareció tan indefensa que a Massimo le habría gustado abrazarla y decirle que todo estaba bien así, que no era necesario hablar, que, más aún, el no tener un idioma en común podría ayudarles en la senda de una empatía silenciosa hecha de miradas e imperceptibles matices en las expresiones del rostro.
Pero los tres gruñones estaban ya al acecho, listos para atrapar a Tiberi por los pies y hacerlo bajar bruscamente de sus habituales vuelos pindáricos.
—Que arreas[3] ya lo habíamos visto, ¡y bien fuerte además, según parece! —intervino Pino, el peluquero (café en vaso).
—Sí, y gracias a ti ya se ha enterado todo el barrio, ¿verdad? —prosiguió Luigi, el carpintero.
—¡Pos claro, así por lo menos toma sus precauciones!
—Pero, bueno, ¿queréis callaros de una vez? ¡La verdad es que sois peores que los niños! Tendrás que perdonarlos, no saben comportarse.
Massimo intentó salvar la situación, pero los ojos de Geneviève se habían endurecido ya.
—Sí —dijo ella, como si no importara nada, ahora quería terminar ya y marcharse lo antes posible—. Perdona. Lo de tu cabeza. Pardon.
Luego se encogió de hombros como diciendo: «Bueno, yo ya he cumplido con mi deber, aunque tal vez aquí nadie se lo merezca», y se marchó, no sin antes fulminar con la mirada a los cuervos de la barra.
Desde una mesa escondida (en el bar siempre hay más gente de la que uno se espera), se levantó Rina, la florista (café en vaso y vasito de agua), que tras la defunción de la señora Maria se había convertido en la más conspicua representante del bello sexo entre la clientela habitual.
Más que de una florista, Rina tenía el aspecto de una floreada hippy, vestida como iba con largas faldas de colores, pulseras, collares, pendientes y un largo etcétera: parecía salida directamente del concierto de Woodstock del 69, con la única diferencia de que muchas de aquellas chicas se ven en fotografías en blanco y negro, mientras que para ella el blanco y negro ni siquiera era concebible. También en el trabajo era así: si querías un ramo de flores blancas tenías que vértelas con ella: «Pero, perdona, a ver si lo entiendo, luego tú eres libre de hacer lo que te parezca, por supuesto, pero ¿qué vas a hacer con unas flores blancas? ¡Menudo aburrimiento! La naturaleza ha puesto a nuestra disposición una paleta de colores con las tonalidades más sorprendentes y brillantes que, si miras bien estas flores, te das cuenta de que no pues estar triste, ni siquiera aunque se te acabe de morir el gato, es más, si se te ha muerto el gato recuperas de inmediato la sonrisa; y tú, en cambio, vas a coger este no color… Pero ¿qué es el blanco? ¡Algo que aún tiene que ser pintao! Luego tú haz lo que quieras, total, ¡me las vas a pagar de todas formas!».
Prácticamente, si querías llevarte unas flores blancas tenías que presentarte tú mismo como un subnormal, pedir perdón y luego, a lo mejor, acababas enterándote de que ni siquiera tenía esas benditas flores blancas.
En definitiva, que no era de ninguna de las maneras persona que pasara inobservada, pero en esta ocasión, como solo saben hacerlo las mujeres, se había camuflado igual que un camaleón y había analizado la escena.
Y, como solo las mujeres saben hacerlo, les cantó las cuarenta:
—¡Sois unos auténticos animales! Tratar de esta forma a una muchacha tan mona e indefensa, pero ¿qué tenéis en la cabeza? Pero ¿qué digo? Trataros de animales es deciros un cumplido, mejor dicho, ¡es un insulto pa los animales!
No esperó respuesta y salió a toda prisa casi como si estuviera persiguiendo a Geneviève. Massimo la vio de hecho alcanzar a la chica, que se había detenido en el centro de la plaza, cerca de la fuente, para beber su té negro con rosas en el termo de costumbre, cogerla del brazo y desaparecer con ella en dirección a San Callisto.
El primero en romper el silencio fue el señor Dario:
—¡Quieras que no, siempre se olvidan de pagar la cuenta!
Massimo no logró siquiera sonreír por educación y se dijo que uno no debe desesperarse cuando parece que algo ha nacido mal desde el principio, porque siempre queda la posibilidad de que vaya aún peor.
Pensaba en la instantánea de Geneviève cerca de la fuente la primera vez que la vio (bailaba indecisa, como partículas de polvo en un rayo de sol) y la última, hacía poco, con el paso de quien no sabe adónde va, pero sabe muy bien qué quiere dejarse atrás. Massimo tendía a conceder cierto peso al destino y podría decirse que de esa fuente manaba el destino, junto con el agua. Una fuente tan antigua, tal vez la más antigua de Roma, que fue restaurada por Bramante en 1496 (ser restaurado por Bramante es algo así como tener al Papa como chófer, decía siempre Massimo); y ya en esa época era considerada noble por su antigüedad (su primera construcción se remontaba al año 772). Si luego, además, Bernini la había reformado (lo que es como tener al presidente de la República como copiloto de tu chófer), entonces también podía ser el lugar adecuado para enmarcar a esa muchacha de ojos furiosos y verdes.
Por la noche, tras haber bajado el cierre metálico, Massimo no tenía ganas de irse a casa y decidió dar una vuelta (así es: si uno tiene un bar, no es que después de trabajar pueda irse a tomar una copa, un helado, ni mucho menos un café, por eso lo que suele suceder es que simplemente termine uno dando una vuelta en un intento de limpiar el cerebro de las impurezas del día). Era agradable vagar sin meta, y era precisamente en esos momentos cuando Roma daba lo mejor de sí misma, cuando no te esperas nada y, en cambio, cada esquina es un cuadro digno de ser admirado. En efecto, en una pared se topó con un cartel con la sugerencia apropiada para él: en el Teatro Gioacchino Belli ponían Rugantino. Como si dijera: la mesa está preparada, basta con invitar a la chica y la partida está ganada.