El alquimista

La idea se le había ocurrido por la noche, mientras el dolor de cabeza lo mantenía despierto. Tal vez no exista un proverbio sobre el asunto, pero alguien tendría que inventarlo: si quieres tener una vida tranquila, no hagas caso de las ocurrencias nocturnas. El hecho es que Massimo estaba allí, en el rellano de la señora Maria, o, mejor dicho, de Geneviève, sudado, desconcertado y trémulo, como alguien que ha superado ya la treintena no debería estar nunca, diciéndose: «¿Llamar o no llamar?», ni que aquello fuera el monólogo de Hamlet…

Decididamente, era una idea del carajo.

Porque si luego decides renunciar en el último momento, lo que te queda es un montón de remordimientos y una insoportable sensación de cobardía; por lo tanto, sabes que no podrás hacer otra cosa que llegar hasta el final, a pesar de que, ya te has dado cuenta, va a ser un fracaso total.

Massimo se habría quedado clavado delante de la puerta durante medio día si un ruido en los pisos de arriba no lo hubiera devuelto a la realidad: probablemente había alguien que estaba a punto de bajar, alguien que probablemente lo conocía, alguien que probablemente iría corriendo a ver a otro que probablemente lo conocía para decirle que lo había visto atolondrado en el rellano con una bandeja en la mano probablemente porque no tenía la valentía de llamar a un timbre. Aunque solo «probablemente».

De manera que tocó aquel maldito timbre.

Transcurridos unos segundos ya estaba pensando: «Ya ves, no está, puedo volver al bar, la próxima vez nada de golpes en la cabeza».

Aliviado, giró los talones y empezó a bajar la escalera, pero el ruido del cerrojo lo obligó a volver sobre sus pasos.

—¿Quién es? —dijo una lábil voz de muchacha, de inmediato superada por la imagen que apareció por la rendija de la puerta: dos ojos furiosos, verdes e incandescentes de rabia. Que, venga ya, no podía ser rabia también en esta ocasión, aunque, desde luego, sí que era una viva hostilidad, eso por lo menos sí.

Massimo se quedó bloqueado durante un rato y ella no hizo nada para que se sintiera a sus anchas. Es más, mientras lo mantenía colgado con los ojos, como esas bayonetas austriacas de los cuadros del Resurgimiento que ensartan cual pollo a un soldado piamontés en un campo de batalla o a un ciudadano en las barricadas callejeras en las Cinco Jornadas de Milán[1], esbozó con la boca una mueca que significaba: «¿Qué pasa? ¿Tú qué pintas aquí?».

No eran las mejores bases de partida. Y, además, ¿cómo va a responder uno si ha sido atravesado por una bayoneta austriaca (o francesa, en este caso)?

Por suerte, Massimo se acordó de que llevaba en la mano la bandeja, porque de no hacerlo se le hubieran caído los brazos y, con ellos, la tetera, la taza, las galletas y todo lo demás. Fue suficiente este vínculo concreto con la realidad para hacerle recuperar fuerzas y habla.

—¡Buenos días, Geneviève! ¿Te acuerdas de mí?

Ella asintió.

—Massimo. Mino. Menò, como me llamas tú, cuando me llamas. Casi nunca, a decir verdad.

Esos ojos verdes huyeron un momento al techo, como diciendo: «Por Dios, ¿qué quiere este de mí?». Pero, a esas alturas, Massimo estaba lanzado, al abismo, tal vez sí, pero lanzado, de manera que prosiguió.

—En fin, que he venido aquí para disculparme. No te atendí como era debido el otro día, pero ¡ya sabes cómo son los chicos! Que, además, eso de llamarlos chicos es un cumplido, puesto que la mayor parte están ya más del otro lado que de este, aparte de Don Limpio, que ese puede que sea joven, pero tiene una cabeza tan vacía que se podría utilizar como tambor…

Luego se detuvo para recuperar el aliento, pero no tuvo valor para observar de nuevo la reacción de los ojos verdes.

—Bueno, no quiero aburrirte y, sobre todo, lamento haberme metido en tu casa; te asustarías, me imagino, pero yo venía con la mejor intención. ¡De verdad! Bueno, luego acabé rompiéndote el jarrón con esta cabeza dura mía.

Con la mano libre se señaló al vendaje que le envolvía el cráneo. Ella tan solo dijo: «Jarrón está bien». Pero no había ni una sombra de ironía en su voz.

—En fin, que luego he pensado que podía apetecerte un té, puesto que tanto te gusta, ¿no?

Al decirle esto le tendió la bandeja. Ella abrió la puerta de par en par y aceptó el presente sin sonrisas ni comentarios.

Siguió un instante de azoramiento, luego ella susurró un merci y cerró de nuevo.

Massimo permaneció allí como un pasmarote mirando fijamente la esfera de la mirilla. No es que se esperara una fiesta con fuegos artificiales, pero sí al menos un gesto, un esbozo de gratitud.

Nada.

Aunque debía de ser por culpa del té, esto lo tuvo claro de inmediato.

Esa misma tarde, en un momento de calma, salió en busca del té negro (¿cómo había podido pensar que negro y verde eran la misma cosa? ¡Mira que era ingenuo!).

De todas formas, Massimo no era en modo alguno un tipo que se diera por vencido, con ese nombre de gladiador que tenía.

Encontró una infusión con rosas e hizo sus pruebas. El problema es que de té no entendía nada, vamos, no a ese nivel. Y eso que en estos últimos años estaba de moda ser un entendido. Todo es culpa de las enotecas: antaño el vino era vino, ya era mucho si se diferenciaba el blanco del tinto, y la mayoría de las veces incluso se bebía ese tinto fresco y de aguja al que ahora todo el mundo detesta como la misma peste, eso por no hablar del rosado, que parece que se haya convertido en Satanás en persona. Hoy en cambio todo el mundo es sommelier, se habla de barricas, de lágrima, de consistencia, de estructura, de fragancias de mora y regaliz (con una nota de vainilla), de retrogustos de aromas afrutados. Y lo más alucinante es que esto no se limita tan solo al vino, hay gente que habla de la misma manera de la cerveza, del aceite (que para las personas normales tan solo es bueno o malo), de la mozzarella y hasta del agua, si nos limitamos únicamente al sector gastronómico, porque de lo contrario podríamos mencionar las bicicletas, el equipamiento para correr, los palos de golf y un largo etcétera.

Para cualquier cosa requiere un título universitario: también para el té, por lo visto.

Qué mala sombra. Si se hubiera tratado de café, Massimo podría haber pontificado como un prócer de la universidad, como un halcón del periodismo, habría podido conquistarla y seducirla guiándola por un complejo y misterioso itinerario del gusto. En cambio, de té sabía más bien poco.

Pero como por lo visto intentarlo no hace daño a nadie, él lo intentó.

Y al día siguiente se presentó de nuevo ante la misma puerta y con las mismas mejores intenciones, un nuevo té (negro) y una nueva tetera. Pero la reacción de Geneviève no cambió ni un ápice.

Quedaba a medio camino entre un juego y una cuestión de principios, pero él no tenía intención de soltar la presa y durante una semana siguió volviendo a ese umbral con constancia cartujana. Naturalmente, sacó sus alambiques y se convirtió en el alquimista del té negro. Y el señor Dario, que se había dado cuenta, decía que a base de ir regalándole servicios de té acabarían echando el cierre, pero él fingía no haber oído nada.

La sexta vez (el domingo se lo saltó y, quién sabe, a lo mejor ella notó esa ausencia) la chica se demoró más de lo habitual y Massimo se dijo: «Venga, esta es la buena, ahora es cuando me deja entrar, lo sabía, el té será mi caballo de Troya».

En cambio ella se limitó a señalarle las diversas bandejas con los servicios usados y a darle a entender que tenía que llevárselos. La impresión de Massimo fue la de que le importaba más la premura de librarse de aquello que la de devolvérselos.

Cruzó la plaza como un equilibrista sobre su cable suspendido en el vacío y, si otra cosa no, cuando llegó a la barra sin haber roto siquiera una taza, salió profesionalmente reforzado de aquello.