Un zumbido de fondo, y su padre que estaba viendo el Gran Premio. El domingo, después del almuerzo, enchufaban la Rai Uno y esperaban con ansiedad los semáforos verdes. A nadie le importaba nada, en realidad, pero se producía ese frenesí durante la vuelta de calentamiento, con los coches que se desplazaban de derecha a izquierda para calentar los neumáticos y mantenían pasados de vueltas los motores: en definitiva, una adrenalínica sensación de espera.
Luego, ese instante de estruendo total con las voces anónimas de los cronistas por debajo, hablando de clasificaciones, vueltas más rápidas y pole position. Tras la salida, su padre hacía algún comentario que nadie escuchaba y un instante más tarde ya estaba roncando en el sillón. Ellos lo miraban dormir y de vez en cuando le gastaban alguna broma. Una vez le pusieron el sombrero de cowboy, lo fotografiaron y por Navidad le regalaron la foto enmarcada.
Massimo siempre había sospechado que el Gran Premio era únicamente una Gran Excusa para echarse una siestecita. Y, vistos los resultados que tenía en su padre, proyectó incluso con los amigos del bar hacer un CD con la banda sonora del Gran Premio para regalárselo a Antonio, el fontanero, así por lo menos el problema de su insomnio quedaría resuelto. Tan solo quedaba el de la hipocondría, aunque para eso tal vez fueran necesarios cuidados más serios.
Poco a poco, sin embargo, Massimo fue dándose cuenta de que esta vez el zumbido que se oía de fondo no procedía del televisor, sino de su propia cabeza. Abrió los ojos e intentó incorporarse, pero le estalló por detrás de la frente un dolor lacerante, seguido de una oleada de náuseas. Contuvo una arcada y se apoyó de nuevo sobre la almohada.
Intentó analizar la situación (había estudiado el bachillerato de letras, aunque ni siquiera lo había terminado, pero se le había quedado grabada la regla fundamental de su profesora de física: lo primero de todo es que analices la situación, porque un análisis correcto contiene ya la solución del problema…; de todas formas, él de física no entendía lo que se dice un pimiento y la mayoría de las veces entregaba el examen en blanco, pero la historia esa del análisis se la tomó como una lección de vida): rumor interior, migraña palpitante, algarabía lejana. Con circunspección abrió de nuevo los ojos: puerta entrecerrada, sábanas acartonadas, collarín, color dominante verde pálido bajo la reverberación del fluorescente.
Digamos que no hacía falta tener una carrera para darse cuenta de que se encontraba en la cama de un hospital. Lo que en realidad se le escapaba era el motivo.
Intentó repasar algunas de las informaciones fundamentales de su propia vida: nombre completo, Massimo Tiberi, nacido en 1979, una treintena generosa, aunque llevada con soltura (por lo menos, la última vez que se miró en el espejo), camarero por inclinación genética y tradición familiar, amante de Roma y del arte… sí, más o menos se acordaba de todo.
Pero de las últimas horas sabía más bien poco. El bar, las cosas de costumbre. ¿Y luego? Oscuridad.
Las voces de allá estaban aumentando de volumen.
—Ah, ¿conque usté podría poner una denuncia? Pero ¿está de guasa o qué? No, si to va de maravilla. Amos, pero ¿en qué país vivimos?
—Haya cuidado con lo que dice del país, y muestre más respeto por la autoridad. ¡Rebajemos el tono, por favor!
—Yo intento rebajar el tono, pero procuremos llegar a un acuerdo…
—Hay poco sobre lo que ponerse de acuerdo, estamos hablando de allanamiento de morada, de efracción con fuerza en las cosas.
—Pero ¿de qué cosas está hablando?
—Me corrijo, efracción sin fuerza en las cosas. Pero seguimos hablando de efracción.
Una de las dos voces le sonaba familiar, a pesar de que no estaba acostumbrado a oírla tan acalorada. Era Dario. El viejo Dario. Pero ¿de qué denuncia estaba hablando?
—Ya ha oído usté también al notario, que ha sido tan amable reuniéndose aquí con nosotros. Aquí estamos hablando de hechos y usté lo sabe mejor que yo, los hechos son lo único que cuenta.
—¡Pero ya se sabe que los hechos dependen de cómo los mire uno!
Intervino una tercera voz, pacata y más seria:
—No, no creo que mi cliente tenga intención de poner una denuncia, lo único que digo es que tendría derecho a hacerlo. No soy un comisario de policía, pero alguna cosita sé sobre estas cosas, y el uso del sentido común es lo mejor con lo que cuentan ustedes para resolver este asunto.
—Eso es —dijo Dario—, el sentido común. Pero ¿es que le parece de sentido común romperle un jarrón en la cabeza a mi amigo?
—Perdone, ¡pero se trataba de legítima defensa!
—Sí, hombre, y qué más. ¡Él vio las ventanas abiertas y pensó que habían entrado ladrones! —gritó Dario.
—¡Qué reine la calma, no subamos el tono! —soltó la otra voz, que debía de pertenecer a un policía—. Escuche lo que dice la señorita.
Una voz femenina dijo algunas frases en francés, luego el notario se encargó de traducir:
—Mi cliente se siente mortificada por el daño causado a Tiberi, pero por otra parte ella oyó unos ruidos en la casa, se asustó y reaccionó instintivamente: ¡estaba ahí ese jarrón y ella se sirvió del mismo para defenderse! De todas maneras, está dispuesta a no presentar denuncia.
—Ya te digo: ¡menuda criaja mimada y sin respeto!
La voz francesa rebatió y de nuevo el notario hizo de traductor simultáneo improvisado:
—Dice que lo ha entendido muy bien, dice que para una solución pacífica es necesario que ambas partes se muestren civilizadas.
—Y si no, ¿qué va a hacer?, ¿me va a tirar un jarrón a la cabeza a mí también? ¡Qué concepto más raro de mostrarse civilizao!
El policía intentó poner fin a esa discusión.
—Ya está bien, venga, déjese de una vez de objeciones tan poco convincentes e intentemos dejar de lado el contencioso. Digamos que sus intenciones no fueron percibidas adecuadamente y que se originó un desagradable malentendido. Voy a escribir esto en el informe y luego todos tan amigos como antes, o si lo prefieren, tan enemigos, pero por lo menos procuren no meterse en un asunto tan molesto e inútil. ¿De acuerdo?
—Sí, de acuerdo —concluyó Dario—, y ahora perdónenme, pero me gustaría ver cómo está mi amigo después de este intento de homicidio. Adiós, muy buenas.
Se abrió la puerta y entró el viejo Dario. Infundía ternura esa forma suya de moverse de puntillas, como si no hubiera estado gritando a medio metro de allí hasta unos segundos antes.
—¿Estás despierto? ¿Cómo te encuentras?
—Ya ves, ¡pues como alguien a quien le han dado un buen porrazo en la cabeza!
—Pues claro… de todas formas, ya te han hecho un TAC y estamos esperando a que nos digan algo.
—Ya te digo yo algo: soy duro de mollera y me siento bien así… Lo único es que no me acuerdo de nada… ¿podrías explicarme qué pasó?
—Nada —dijo Dario tras soltar un suspiro—, parece que la señora Maria dejó la casa como herencia a esta pariente lejana de París, la chiquilla.
—¿Qué chiquilla?
—¡Sí, hombre, sí, la del otro día en el bar, la del té negro con rosas, aquella tan simpática que se largó dando un portazo!
Massimo volvió a ver de inmediato aquellos dos ojos furiosos, verdes e incandescentes por la rabia.
—¡No! ¿Ella? ¿Ella está aquí?
—No te preocupes, ahora están aquí las fuerzas del orden para defenderte. Además, me imagino que se habrá marchado con su notario.
—¿Su notario?
—Verás… era difícil entenderse, cuando yo llegué, te encontré tendido en el suelo, luego llegó la policía y la ambulancia; mientras tanto la muchacha llamó al notario que se había encargado de la herencia, porque él hablaba francés, y así conseguimos entendernos un poco.
—¿Y entonces? Perdona… No lo entiendo… ¿Qué tiene que ver ella con la señora Maria? Pero si no tenía ningún pariente… ¿De dónde ha salido esa chica?
Massimo intentaba no levantar la voz para no empeorar su dolor de cabeza, pero como poco se encontraba aturdido por aquella noticia.
—Eso es lo que parece. El notario y las fuerzas del orden lo confirman todo. Fue voluntad expresa y firme de la señora Maria. En realidad, no me he enterado muy bien del grado de parentesco, pero parece que la chica ni siquiera sabía de la existencia de Maria. En cambio, por lo que parece, Maria sí que lo sabía todo sobre ella.
—No me lo puedo creer. Nunca se llega a conocer completamente a una persona… siempre hay algo que permanece escondido… —barbotó Massimo.
—Ya ves tú, filósofo… ¿a quién lo dices? —le hizo de eco Dario con un suspiro, y prosiguió—: El hecho es que ella acababa de entrar en casa y no sabía siquiera dónde estaba la luz; luego, cuando te oyó, le entró miedo y no se le ocurrió nada mejor que romperte la crisma con un jarrón. ¿Te acuerdas del que estaba en el salón, en la mesita?
—¿Ese que era como de porcelana china?
—No, ¡el de un vidrio grueso!
—¡Ay, ay! ¡Ahora sí que lo tengo todo claro!
En ese momento se abrió la puerta y entró un hombre pequeño y con el cráneo rasurado, con una bata blanca.
Se levantó las gafas redondas y levemente empañadas y acercó la cara a la carpeta que llevaba en la mano. No quedaba claro si se trataba de un tic o de un problema de vista, el hecho es que no dejaba de fruncir y relajar la frente, subiendo y bajando el entrecejo.
Permaneció en silencio un minuto largo, completamente ajeno a la presencia de Massimo y Dario.
Luego, por fin, levantó la mirada hacia ellos, aunque a través de esas gafas pringosas no debía de ver gran cosa:
—Señor Tiberi… hummm —se frotó la barbilla con la mano izquierda—, no veo especiales complicaciones en sus pruebas clínicas. En cualquier caso, dado que la prudencia nunca es excesiva, sobre todo cuando se trata de la cabeza, yo le aconsejaría que permaneciera en observación esta noche.
—No, no, me encuentro bien, doctor. Yo mañana tengo que trabajar; en fin, que si las pruebas están bien, ¡deje que me marche para casa!
—Hummm, mire. No le voy a negar que aquí siempre hay necesidad de camas libres, por lo que, si usted asume esa responsabilidad, es libre de dejar el hospital. Pero si advierte cualquier empeoramiento haga que le lleven de inmediato a urgencias. Si se presentara alguna complicación, sería fundamental actuar rápidamente.
—¡Claro que sí, doctor, yo solo necesito darme una buena ducha y echarme en el sofá!
—¡Ojalá fuera así de fácil! Bueno, si de verdad quiere marcharse yo no puedo retenerlo. Aquí está el papel que ha de firmar, sus efectos personales están allí… en fin, que haga usted lo que mejor le parezca.
—Entonces, doctor, si no le parece mal, me gustaría irme a casa lo antes posible.
—Eso sí, una recomendación: que lo acompañe su amigo —dijo el médico, con expresión grave.
—Eso está hecho, ¡seré su ángel de la guarda! —soltó Dario, al oír que se hablaba de él.
Unos minutos más tarde los dos salieron del Hospital Santo Spirito cogidos del brazo, como si fueran el gato y el zorro de Pinocho. Massimo había estado a punto de acabar un par de veces en la alfombra antes de aceptar la ayuda del viejo, aunque sólido, Dario.
Enseguida se fijaron en la chica, los ojos verdes algo cansados y las pecas en su rostro pálido, mientras intentaba inútilmente parar un taxi.
—¡Cuidao, aparta de ahí! —le increpó un simpático automovilista que a punto había estado de atropellarla.
Ella sacó del bolso un pequeño termo y dio un largo trago.
—¿Qué hay ahí, el famoso té negro con rosas? —le dijo Dario en cuanto ella advirtió su presencia.
—Oui —respondió, sin añadir nada más.
Massimo, a pesar de los pinchazos en la cabeza, se adelantó para estrecharle la mano.
—Me llamo Massimo.
—¡Pero a nosotros nos gusta más llamarle Mino! —intervino el otro—. Y como tú ya te has tomado muchas confianzas, te conviene llamarle Mino también a ti. Yo, en cambio, soy Dario.
—Menò?, Dariò? ¡Yo, Geneviève!
—Geneviève. Bonito nombre. Yo no sé si me entiendes, pero te pido disculpas por haberme introducido en tu casa. ¿Compartimos taxi para volver a casa?
—¿Taxi? Oui!
El señor Dario sacudió la cabeza y para mantenerse ocupado se dedicó a la búsqueda del taxi. Por suerte se detuvo uno para dejar a una persona a la puerta del hospital y Dario lo bloqueó con presteza.
La lástima es que, mientras él mantenía abierta la portezuela, la chica se metió dentro del coche, cerró y despidiéndose con un gesto de la mano le dijo al taxista que se pusiera en marcha.
Al ver el rostro de su amigo, hasta tal punto aturdido que se había quedado completamente de piedra, Massimo fue incapaz de contener una carcajada.
—Pero ¿de qué te ríes tú? ¿Qué pasa, eres idiota? ¡Esa tía primero te insulta, luego te mata y, para terminar, te birla el taxi y pa colmo tú te haces el simpático! ¡Nada, nada, la próxima vez que te vea esa te escupe!
—¡Venga ya! ¡Se ve que no ha entendido nada! Vamos, hombre, ya sabes que no hay mal que por bien no venga: ¡no notas la brisa, el airecillo de la noche! Demos un paseo hasta casa, que eso es salud.
Porrazo en la cabeza aparte, Massimo se sentía de repente lleno de energías.
—Vale, vale. Pero mira que eres raro: de una como esa tendrías que huir como de la peste y, en cambio… Ya puestos, podías haberle pedío que te diera otro porrazo, más que na para darte el tiro de gracia. Vale, contento tú, contentos todos. Venga, larguémonos… ¡Pero me invitas a un granizado de frutas con menta en casa de la señá Norma!
—¡Trato hecho!