Qué extraño es el tiempo: a veces borra los recuerdos igual que una ola en la orilla, otras veces transcurre dejando intacto el dolor casi cortante de lo que ha ocurrido.
De manera que no fueron suficientes la tarde y la noche sucesivas, ni el día siguiente, para que Massimo olvidara el episodio de la chica del vestido rojo. Nunca fue tan amargo el azúcar.
Dio un tirón al cierre metálico atascado y este descendió con un estruendo que llenó la plaza. Era miércoles y había por ahí menos gente que de costumbre. No es que Roma llegue a vaciarse del todo nunca, obviamente, pero en verano se nota, de todas formas, algo distinto: será que se ve alguna cara conocida menos, y alguna tienda cerrada más.
Massimo saludó con un gesto de la cabeza a Gino, el carnicero (café cortado caliente en vaso), que regresaba a su casa con su paso majestuoso y el paquetito con los mejores filetes, reservados para la familia.
El cansancio, sí, las ganas de irse a casa, de acuerdo, pero demasiadas preocupaciones iban condensándose como nubes en su cabeza durante los últimos días. Él, por lo general, era como un mulo, tiraba hacia adelante contento con lo que tenía, pero ahora, cuando miraba a su alrededor, todo le parecía un abismo de inutilidad. Ya no tenía nada claro, si es que alguna vez lo había tenido, el sentido de aquella rutina. Le faltaba algo a lo que no sabía darle un nombre, ni un aspecto, ni una forma. No era únicamente la muerte de la señora Maria o el episodio del día anterior, tenía más bien la impresión de que los acontecimientos le habían mostrado un abismo que ya existía pero en el que nunca había reparado.
Este humor lo empujaba a menudo a levantar los ojos al cielo, como si allí pudieran encontrarse las respuestas. En cambio, había nubes anaranjadas de una belleza hiriente, pero de significado escurridizo.
Fue en ese momento cuando, mirando hacia arriba, Massimo se dio cuenta de que había algo que de verdad no cuadraba, y esta vez no se trataba de una cuestión de spleen ni de pajas mentales, como prefería llamarlas Dario.
Eran las persianas del tercer piso, abiertas de par en par. Las persianas de la casa de la señora Maria.
Durante un instante tuvo la esperanza de poder distinguir a la luz del ocaso la conocida silueta, apoyada con los codos en la barandilla; luego, de golpe, comprendió.
No perdió el tiempo y echó a correr hacia el portal, entreabierto como siempre, y se precipitó en el atrio.
—¡Malditos! —dijo entre dientes—, ¡no respetan absolutamente nada!
Subió los escalones de cuatro en cuatro y, al llegar al piso que correspondía, tuvo que doblarse hacia adelante para recobrar el aliento.
La puerta estaba entrecerrada, pero desde dentro no se filtraba luz eléctrica alguna.
Dado que la prudencia nunca es excesiva, Massimo decidió llamar a Dario antes de proceder a la irrupción.
Pero ni siquiera lo dejó responder:
—En casa de Maria hay ladrones: ¡voy a entrar, reúnete conmigo lo más pronto que puedas! —Y le colgó el teléfono.
«Llegará cuando llegue —pensó—, pero mientras tanto yo no puedo esperar a que roben en casa de quien ya no está».
Abrió la puerta y buscó a tientas el interruptor. Uno cree conocer una casa al dedillo, pero siempre pasan demasiados segundos (o segundos demasiado largos) cuando la oscuridad te arrebata cualquier punto de referencia.
Recorrió la pared de su derecha arriba y abajo con la mano, mientras el pánico se convertía en una masa concreta que se volvía pesada a la altura del plexo solar.
Al final encontró el botón y lo pulsó. Pero, con gran pesar suyo, el velo de oscuridad que le impedía ver permaneció como estaba.
«¡Ah, claro, la electricidad! Seguro que han desconectado el cuadro».
De eso se acordaba bien, porque había allí una instalación que decir que estaba vieja era un eufemismo, y el diferencial saltaba cada dos por tres. La ventaja era que nadie mejor que él podía saber dónde se encontraba el cuadro eléctrico, entre otras cosas porque estaba en un lugar más bien absurdo: en el dormitorio.
Con las orejas al acecho, Massimo dio algunos pasos en la oscuridad. Desde la calle llegaba algún ruido, todo lo demás era silencio. Tal vez los ladrones hubieran huido ya.
Después se golpeó la rodilla contra algo duro (de qué se trataba lo comprendió de inmediato: la llave de la cómoda del pasillo, que en el pasado había hecho ya víctimas ilustres).
En otro momento habría maldecido a todos los santos del paraíso, pero se mordió la lengua y mantuvo la compostura, aunque no fuera capaz de sofocar un gruñido de dolor.
Una vez cruzado el umbral que daba al salón (no sin antes haber tanteado la jamba con el pie), vio la luz: las ventanas abiertas de par en par que había podido ver desde la calle daban paso a lo que quedaba del día. No mucho, pero lo suficiente ya como para deambular como un cristiano sin chocar con todas las cosas.
Confortado con esta mejora, Massimo se encaminó como un solo hombre (algo que le salía de forma más bien natural) hacia la alcoba.
Nadie podía verlo, pero incluso tenía media sonrisa dibujada en la cara cuando percibió un roce a la izquierda (las amenazas, ya se sabe, siempre vienen por la izquierda).
Ni siquiera le dio tiempo a aterrorizarse: se vio asaltado por un flash luminoso, auténtico o presunto, un dolor rojo fuego en la cabeza, y luego todo volvió a sumirse en una espesa oscuridad, densa y perfecta.