Sucedió esa mañana. Su llegada no fue tan imprevista como un rayo en un cielo sereno. Pero tampoco puede decirse que hubiera habido tiempo para prepararse. Digamos que fue como cuando miras una nevada con la nariz hacia arriba: los copos parecen danzar suspendidos en el aire, indecisos sobre lo que han de hacer, y cubren el cielo como si estuvieran flotando, cuando en realidad te van cayendo encima a toda velocidad y si no estás atento te inundan y te entran por el cuello.
Era media mañana; pasada la oleada de clientes que iban a trabajar y todavía lejana la pausa de la comida, el bar Tiberi languidecía perezosamente con sus clientes fijos.
Por regla general, a esas horas Massimo se concedía un almuerzo en la parte de atrás, sobre el taburete del pensador, lugar de las pausas, y cuando acababa de comer apoyaba la espalda contra la pared y cerraba los ojos durante un par de minutos apenas. Parece que no sea nada, pero a él le bastaba para vaciar la mente y recargar las pilas.
A continuación, volvía dentro con la camiseta sucia de cal y migas, y Dario lo reprendía como si fuera su padre, asestándole un par de robustas palmadas sobre los hombros.
Ese día, en cambio, Massimo se sentía somnoliento y alelado. Permanecía con los codos apoyados sobre la barra y la barbilla entre las manos observando la plaza soleada por detrás del escaparate. Fue entonces cuando se fijó en ella. Estaba allí, sentada cerca de la fuente, bebiendo ávidamente de un termo. Luego Massimo la vio levantarse y dar algunos pasos indecisos hacia aquí y hacia allá, cruzar la plaza siguiendo una línea oblicua y volver a la fuente, como un nadador extenuado que encuentra al fin una boya a la que agarrarse para recobrar el aliento.
No tenía nada de peculiar respecto a los demás turistas que abarrotaban la plaza y la ciudad entera todos los días, y, sin embargo, Massimo, desde detrás del escaparate, solamente la veía a ella, como si todas esas mochilas coloreadas, esos quitasoles, esas horrendas gorras de jugadores de béisbol se hubieran volatilizado, dejando el escenario en exclusiva a aquella chica y a su vestidito rojo.
Continuó observándola, con los codos plantados sobre el mostrador, como si fuera a echar raíces allí.
Después la chica se levantó, con su falda ligera que ondeaba levemente, un bolso de cuero algo deteriorado en bandolera y una maleta en la mano, la mirada curiosa y algo asustada, y la andadura incierta de quien no sabe adónde ir. Así, un paso tras otro, la chica desapareció del campo visual de Massimo. Tuvo la tentación irracional de salir corriendo y seguirla. Pero no hizo nada: permaneció inmóvil, mirando el vacío que había dejado su desaparición. Habían bastado esos pocos instantes para que la imagen de esa chica alta y delgada vestida de rojo, con el pelo claro y ondulado y flequillo, se le esculpiera en la cabeza. No es que observar a los transeúntes, fantasear sobre sus vidas, fuera una novedad para él, pero esa chica tenía algo diferente, y él mismo se sorprendió por la forma en la que se le había quedado grabada en la mente. Por ello casi le da un patatús cuando, de repente, la vio aparecer en el umbral del café, como si hubieran sido sus propios pensamientos los que la atrajeran hacia allí.
De cerca era aún más guapa (detalle no trivial: son muchas las chicas que parecen guapas desde lejos pero que luego se revelan más bien feúchas de cerca).
Pero eso de guapa hay que matizarlo, pensaba Massimo, porque hay muchas clases distintas de belleza… ella era una de esas que han de descubrirse. No una modelo álgida y altanera ni una sinuosa oriental ni mucho menos una procaz mediterránea, sino un tesoro oculto tras el misterio de un par de ojos verdes y de un puñado de pecas. Y con ese vestidito ligero de viaje, casi de chiquilla, que no hacía resaltar sus cualidades, aunque permitiera imaginárselas… Había algo de adicionalmente intrigante en ello, pensándolo bien.
Massimo dejó la barra para acercarse a la nueva cliente que, mientras tanto, tras haber dejado en el suelo la maleta, se había sentado, casi ocultado, en una mesita aislada.
—¿Qué desea? —le preguntó Massimo. «Maldición, ¿no podías decirle algo más agradable antes? ¿Algo así como “buenos días” o “bienvenida”?». En cambio, nada, le había salido solo aquella estúpida pregunta formal.
Ella se sonrojó levemente y se quedó en silencio, después con la mano izquierda empezó a juguetear con un mechón de pelo a mitad de camino entre la oreja y la sien. «Será extranjera», pensó él, y se esforzó por sacar a relucir el escaso inglés que chapurreaba (y es que, ya se sabe, los italianos se dan tanta maña para hacerse entender que no tienen excesiva necesidad del inglés).
—A ver… Can I help you? Do you want something to drink? Maybe a coffee?
Obviamente, todo el bar había enmudecido y observaba la escena.
—Désolée, no hablo bien italiano —dijo ella, con un fortísimo acento francés.
—¡Y no eres la única! —soltó Tonino el mecánico, que evidentemente ese día no tenía mucho que hacer, pues estaba ya en su tercera pausa.
Se produjo una carcajada general, y la expresión extraviada en los ojos de la chica cambió imperceptiblemente. Se veía que luchaba con la timidez, y el rostro pecoso se cubrió con un leve, dulcísimo rubor.
—Vous avez la carte? —preguntó la francesa con un hilillo de voz.
—Carte? —prosiguió Tonino, envalentonado por el éxito—, par giugar a brisca?
Ella hizo caso omiso, y esta vez la timidez pareció dejar paso a algo muy parecido a la irritación. «Fantástico —pensó Massimo, lanzando un mirada asesina a Tonino y compañía—. Mis queridos clientes son capaces de hacer que se cabree hasta una especie de ángel como esta de aquí…».
La chica bajó los ojos e intentó expresarse mejor:
—¿Menú? —preguntó con un tono tan inseguro que Massimo tuvo que tragarse la sonrisa idiota que, lo sentía, estaba a punto de dibujársele en el rostro.
—Menú no tenemos, lo lamento. Sin embargo, tiene usted esa lista de allí, detrás de la barra. Para empezar, nuestros cafés. De lo contrario, tenemos bocadillos, sándwiches fríos y calientes, patatas fritas; en resumen, lo que generalmente suele haber en un bar.
Tenía la sospecha de que ella no estaba enterándose de nada, pero pretendía que se sintiera más cómoda, rellenando de palabras aquel silencio embarazoso antes de que lo hiciera Tonino con alguna otra salida de las suyas.
La chica lo miró a los ojos con una expresión indefinible, en lo que a Massimo le pareció un lapso de tiempo infinito y brevísimo, luego suspiró e hizo su pedido:
—Un thé noir de rose…
Massimo quedó descolocado:
—¿Té negro con rosas? Hum, mucho me temo que… me temo que no tenemos. ¿Dario? ¿Té negro con rosas?
Dario abrió los brazos y torció la boca. Tonino fue incapaz de eximirse de una nueva e inoportuna intervención:
—¡Té negro con rosas! Fíjate, puede ser una idea: transformas el bar en un asilo y les sirves té a todos los viejecillos del barrio. ¡Qué son muchos!
—Pero ¿qué dices? —intervino Dario—. ¡Los viejos de Trastevere con el té de rosa ni siquiera enjuagan los platos!
Cuando empezaban así, podían seguir sin parar durante horas y horas, y Massimo, a pesar de sus esfuerzos, se mostró incapaz de contener la carcajada. Fue más fuerte que él, tal vez por el nerviosismo acumulado en aquellos pocos irreales minutos con la chica pecosa que seguía mirándolo, tal vez porque no hay nada más contagioso que la risa.
El hecho es que ella, que con toda probabilidad no había entendido nada de toda la conversación, pero que quizá, y por eso mismo precisamente, debía de sentir que como poco le estaban tomando el pelo, se volvió hacia la sala, y luego puso otra vez sus ojos en Massimo.
Como Julio César. Exactamente así lo miró. Massimo volvería a pensar en ello más tarde, y se diría que sí, que sin duda el emperador debía de tener la misma expresión pintada en su rostro cuando reconoció a su hijastro entre sus asesinos. También entonces no pasaría de un instante: luego hubo otras cosas en las que pensar, como esas veintitrés cuchilladas que le estaban cortando el cuerpo en pedacitos.
En cambio, ella, la chica, lo acuchilló a él con la mirada; es más, le había fulminado haciéndolo sentir un gusano de la peor especie.
Luego se levantó de golpe y su silla cayó al suelo. Un ruido que a Massimo le pareció espantoso, subrayado por el silencio que se había creado en el bar. La chica recogió la maleta y se enfrentó a Massimo clavándole dos ojos furiosos, verdes e incandescentes de rabia. En ese momento, cogió el azucarero con ambas manos y lo vació por entero sobre el mostrador de acero. Y se alejó sin volver la mirada hacia atrás.
A Massimo le pareció ver esa escena a cámara lenta, aturdido como estaba por el eco de la silla al caer y que seguía retumbándole aquí y allá en el cerebro.
—¡Desde luego, cuanto más al norte se va uno, más simpáticos son! —comentó Dario mientras retiraba algunas tacitas de la barra.
—Oye, tú, a ver qué decimos. ¡Cuidadito pues con el busilis! —intervino el señor Brambilla (carajillo de grappa, a la hora que fuera), que en realidad se llamaba Giovanni Bognetti, aunque nadie lo sabía. Era un extraño espécimen: nacido y crecido en Milán, a la edad de la jubilación había heredado un piso en el Trastevere de un pariente lejano y había decidido mudarse. Es verdad que decía siempre que estaba de paso, pero ya llevaba allí más de diez años. Como tenía por costumbre, había asistido a la escena sin decir ni una sola palabra y los demás se habían olvidado de él.
—Presentes excluidos, obviamente. Maldita sea tu estampa, te quedas siempre tan calladito que nadie se fija en ti y luego apareces cuando uno menos se lo espera.
—¡Os querría ver a vosotros, ya me gustaría! No es tan fácil entrar en un bar repleto de romanos que se chancean a tus espaldas. Ha hecho bien en irse, os lo digo yo. ¡Y era además una bona rapaza, habéis lanzado piedras contra vuestro propio tejado, vaya que sí!
—¿Una bona rapaza? ¿Y eso qué es? Anda, vete ya a batir los mures, seor Brambilla. ¿Es que todavía no has aprendido el idioma de la capital? —levantó la voz Tonino.
—Pero ¿es que este espécimen acaso siempre mora aquí? De acuerdo que el trabajo harto escasea, pero ¡con tantos cafés acabará dándole un síncope!
—¿No habrá algún traductor por aquí? Se entendía mejor a la francesita… y tal vez, pensándolo bien, hasta era más simpática.
Se elevó una voz desde el fondo del local:
—En una cosa, no obstante, tiene razón el señor Brambilla… la verdad es que era una chica muy guapa, pero mucho, eso no se puede negar.
Era Valentino (café corto), también conocido como Don Limpio a causa de su musculoso cuerpo de gimnasio, que iba exhibiendo con gran orgullo bajo sus adherentes camisetas de marca. Era más bien un tipo de locales de moda, pero de vez en cuando se dejaba caer por el bar Tiberi. Nadie sabía bien cómo se ganaba la vida, pero trajinaba siempre con modelos y coches buenos y pasaba por ser un gran seductor.
El viejo Dario lo miró con una sonrisa:
—¡Ay, Don Limpio! Me parece que aquí has encontrado la horma de tu zapato, pero no es tu tipo, esa chica. Una como esa ni siquiera deja que te acerques.
Don Limpio sintió que hurgaban en la herida:
—Pero ¿qué dices? ¡Yo conozco bien a las mujeres, una semana como máximo y te traigo a casa el resultado!
—¡Pero si a lo mejor ni la vuelves a ver!
Don Limpio se puso las gafas oscuras, dejó un euro al lado de la caja y salió a la plaza soleada.
—Sois una pandilla de idiotas —concluyó Massimo, y se marchó a la parte de atrás con un bollo.
—Pero ¿qué le pasa? ¿Es que le ha mordido una víbora? —exclamó Tonino.
—Él tiene razón, sois unos botarates de los de verdad: para empezar le habéis hecho perder un cliente, lo que en estos tiempos nunca es bueno, y, además, tratar tan mal a una chica así… Venga, Dario, ponme otro, que luego me voy. ¡Pero me voy de esta ciudad!
Massimo se quedó allí hecho un pasmarote, durante un rato, sin fuerzas siquiera para recoger el azúcar del suelo. Durante el resto del día arrastró tras él una sombra. Algo así como cuando eres feliz y caminas a un metro sobre el suelo y nada puede hacer mella en esa sensación de fondo de energía positiva… si bien, en este caso, era al contrario: podías reír y gastar bromas, podías distraerte o hacer algo bonito, pero ese peso en el estómago seguía detrás de la esquina, dispuesto a salir a tu encuentro en cada momento. Volvía a ver esos dos ojos furiosos, verdes e incandescentes de rabia. Y, sobre todo, sabía que no volvería a verlos nunca más. Ciertas cosas no suceden dos veces. Más aún si la primera lo estropeas todo de esa manera.
Sentía un peso en el corazón. Tal vez fuera la tristeza de aquellos desolados días de calor, tal vez el cansancio, tal vez solo la certeza de que la vida no duerme nunca y sabe siempre alcanzarte con sus estocadas. No hace falta que sean episodios cruciales, todo lo contrario: a veces son precisamente los matices sutiles los que dejan una marca indeleble.