Otro madrugón que se suma a los precedentes, a estas alturas ya ha perdido la cuenta. «¿Y si un día decidiera darme la vuelta y seguir durmiendo?», pensó Massimo. En cambio, se apresuró a levantarse para vencer toda tentación. En realidad, una vez superado el trauma inicial, le gustaba ese momento, tenía la impresión de poder observar el mundo desde un palco privilegiado, cuando todos los demás duermen. Aunque, si uno lo piensa mejor, esta no es más que una idea de quienes siguen durmiendo efectivamente, porque si uno sale a dar una vuelta a las cuatro y media de la madrugada en un día laborable, se quedará sorprendido por la cantidad de gente que está ya manos a la obra. A esas horas, además, los ruidos son más vivos y la realidad parece dispuesta a revelar sus propios secretos. Así la veía Massimo: estaba convencido de que con las primeras luces de la mañana ciertos significados ocultos se hallaban allí, al alcance de la mano.
Habían pasado más de diez días desde el funeral de la señora Maria y, sin embargo, él no había perdido la costumbre de echar un vistazo a sus ventanas cada vez que abría o cerraba el bar, y la visión de aquellas persianas cerradas, en cierto modo, lo sorprendía una y otra vez. Le daba una extraña impresión: era como si la señora Maria muriera de nuevo cada día.
Massimo dio un tirón a la puerta metálica, que se desbloqueó chirriando más de lo habitual: «Me parece que hay alguien aquí que necesita una buena mano de grasa», se dijo con el habitual cariño que reservaba a todo el mobiliario y a los objetos del bar, como si fueran unos entrañables amigos silenciosos.
Saludó la foto en blanco y negro de los dos camareros apoyada detrás la barra de madera con la parte superior en acero. En ella se veía la misma barra, los mismos estantes y las botellas en idénticas posiciones a las de hoy. Las botellas tenían formas y etiquetas del sabor antiguo, y de hecho algunas estaban allí desde la noche de los tiempos, conservadas con finalidad ornamental sobre los estantes más altos. La pared del fondo, sin embargo, en la época de la foto estaba cubierta por un papel pintado que con los años había dejado paso a una serie de espejos que, aparte de dar amplitud al local, permitían mantener mejor bajo control la situación.
No había cliente que, mirando aquella foto de los años setenta, no hubiera preguntado al menos en alguna ocasión si ese muchacho con chaleco blanco y corbatín negro era él. Massimo sonreía siempre porque aquel era su padre, aunque lo cierto era que se parecían como dos gotas de agua.
Todas las mañanas se detenía un instante para mirarlo a los ojos. Después de eso, pasaba obligadamente a los Noctámbulos de Hopper: ese cuadro casaba muy bien con aquellos momentos en los márgenes del día y le reservaba siempre un instante de contemplación matinal. Massimo tenía muchas reproducciones de cuadros, sobre todo en casa, pero había preferido colgar esta en el bar para mezclar la sensación de soledad que desprendía con el alboroto de los clientes charlatanes. Y, en el fondo, él también sentía que en su interior había un alma solitaria y melancólica unida a otra más alegre y liviana.
Pero todas estas reflexiones no podía compartirlas, estaba claro, con Antonio, el fontanero (descafeinado largo), casi siempre la primera persona que entraba en el bar.
Y la cosa funcionaba siempre más o menos así: mientras él estaba allí, colocando las cosas con el cierre medio echado (o medio subido, según el punto de vista), al cabo de unos minutos oía un ruido de chatarra. En el noventa por ciento de los casos era Antonio, que daba golpes a la puerta metálica.
—¡Abro a las cinco y media! —no dejaba de subrayar nunca Massimo.
—Sí, ya lo sé, pero aquí hace un frío que con la mitad bastaría —replicaba el otro.
O bien hacía un calor que con la mitad bastaría. O bien soplaba un viento que con la mitad bastaría. En definitiva, que había siempre algo que con la mitad bastaría, por lo que Massimo se veía obligado a dejarlo pasar y a prepararle su buen descafeinado largo.
La verdad era que Antonio el fontanero sufría de insomnio, por más que no quisiera admitirlo.
—Esta noche había un cabronazo de gato en celo que no dejaba de maullar, maldita sea su estampa, me habré pasao de las dos a las cuatro dando vueltas en la cama, luego me he pirao a tomar un poco de aire. El cabrón ya se había callado, seguro, pero a ver quién era el guapo que pegaba ojo a esas alturas.
Lo bueno de Antonio (que no es exactamente lo mismo que el bueno de Antonio) era que una y otra vez contaba con todo lujo de detalles los horarios de sus propias noches en vela desgranando con celo los distintos motivos que lo habían mantenido despierto.
Algo así como los que entran en los detalles de sus propios síntomas físicos (que, por regla general, se adscriben a una única gran patología: la hipocondría), creyendo que el interlocutor no tiene otros intereses en la vida: algo, por cierto, que a Antonio le gustaba muchísimo hacer. Indefectiblemente, durante sus monólogos (Massimo, con todo lo que le quería, tendía a esas horas a ahorrar el aliento, dado que debía llegar hasta las ocho de la noche, a ser posible todavía vivo) entraban los barrenderos, cuando acababan su turno, y le decían en coro:
—Pero ¡¿por qué no te pillas una pastilla y santas pascuas?!
Como todas las personas carentes de sentido del humor, el pobre Antonio era víctima de grandes tomaduras de pelo, aunque para su fortuna ni siquiera se daba cuenta o bien se aguantaba y hacía como si nada, poniendo una inescrutable cara de póquer.
Aunque, más que nada, es que era bastante limitadito, la verdad.
Por ejemplo, aquella vez en la que le echaba la culpa al goteo de un grifo, una voz se elevó raudamente del coro de los barrenderos:
—Pero, bueno, debes de ser un fontanero de cojones… oye, ¿por qué no me dejas una tarjeta tuya?
—Claro, aquí la tienes. Puedes llamarme a la hora que quieras —contestó él tendiéndole la tarjetita con su nombre y su número de teléfono, en medio de las carcajadas generales.
Por regla general, Massimo se limitaba a asentir y, mientras tanto, sentado sobre el taburete, procuraba hacer balance de la situación. Puede parecer fácil, pero si uno tiene que sacar adelante un bar frecuentado (y, si nadie lo frecuenta, no lo sacas adelante), momentos tranquilos no es que se tengan muchos, y es justo entonces cuando los escasos parroquianos presentes tienden a tomarle a uno como su confesor particular. Resultado: no se desconecta nunca, ni siquiera un segundo.
Con todo, le gustaba: era como estar en el teatro sin tener que pagar entrada.
Esa mañana, mientras Antonio y el coro de los barrenderos (pues ambos se habían presentado antes de lo habitual) se neutralizaban mutuamente, Massimo verificó la presión de la máquina del café (que se quedaba encendida incluso por la noche, de lo contrario se requería media hora para que volviera a estar en su punto), la accionó todo para purgar y calentar los filtros, encendió el calentador de tazas, preparó el primer café del día y, como exige la tradición, lo tiró; luego se hizo otro para él:
—Perdonad, chicos, pero el primero es siempre mío: aunque no sea más que para comprobar que sale bien. Por otro lado, yo oficialmente abro dentro de media hora, no sé si me explico.
—Te explicas, vaya si te explicas, no te preocupes, hombre; total, aquí el experto en felinos nos está contando la vida sexual de tos los gatos del barrio… así matamos el tiempo como podemos.
—Aunque vete tú a saber si puede uno fiarse de lo que dice el dormilón. Aquí hay solo una experta en dicha materia: la que cuida los gatos.
—¡Amos, anda, como pa ir a hablar con esa! ¡Pos si parece una bruja!
Massimo les dejó hablar y preparó la retahíla de cafés, luego salió a colocar las mesitas al aire libre.
La mirada le cayó sobre el jarrón con los pitósporos: hasta uno como él, que de plantas no sabía un pimiento (Rina, la florista, le había dicho que tenía una mano mortal para la jardinería), no podía dejar de notar que se hallaba en un estado lamentable. «Tengo que hacer que se repongan antes de que venga Carlotta, si es que viene». Había sido su hermana la que de hecho insistió para que pusiera alguna planta fuera. Se le vino a la cabeza la llamada telefónica de la noche anterior desde Canadá: como siempre, ella le había hecho un montón de preguntas acerca de su vida sentimental y luego se había arrancado con la inevitable regañina (los mismos rollos que le soltaba siempre su madre, que en paz descanse, se los soltaba ahora ella, como si le hubiera pasado el testigo).
—Pero es que yo me pregunto: ¿a qué viene esa historia de que no encuentras nunca una buena chica? Y eso que dicen que hay más mujeres que hombres en el mundo. Y, además, tengo que decirlo, hombres como tú hay todavía menos.
—Eres muy amable, pero tal vez desde la distancia a la que estás no me veas del todo bien —le había contestado él.
—¿Cómo que no? Eres guapetón como pocos y lo sabes perfectamente tú también. Mejor dicho, quizá resida en eso precisamente el problema: como lo que quieres es divertirte un poco, y, desde luego, no tienes dificultades en hacerlo, no te esfuerzas por cultivar relaciones más serias. Pero escucha a tu hermanita: estos años pasan y lo que te da la persona que está a tu lado eso no te lo da nadie.
—¡Pues claro que sí! Lo que pasa es que no he encontrado todavía a la persona apropiada…
—Y mira que eres un chico perfecto para casarse con él: ¡lo habría hecho yo misma si no fueras mi hermano! Así no hubiera tenido que irme al otro lado del océano y, mucho más tranquila, estaría allí para echarte una mano.
—¡Ay, Carlotta mía, pero si ya sabes tú también cuál es el problema! No es que no la encuentre o no la quiera encontrar. La verdad es que el camarero es como un cura: un camarero no puede pertenecer a una persona sola, porque un camarero es de todos.
—Pero eso qué tiene que ver, ¿y papá, entonces?
—Venga, mujer, eran otros tiempos, otras mujeres. Ahora el mundo es distinto. Bueno, dejémonos de historias: ¡puedes estar segura de que, en cuanto encuentre a aquella con la que me vaya a casar, cierro una semana y me voy de inmediato para allá a presentártela!
—Lo que es como decir que no ocurrirá nunca… ¿Cuántos años hace que llevas las riendas del bar?
—Quince. Y tres meses, para ser exactos.
—¿Y cuántos días de trabajo te has saltado?
—¡Ah, respuesta facilísima: ni uno!
—¿Y qué pasa entonces? ¿Cuándo piensas cerrar una semana?
—¡Cuando los curas puedan casarse!
—Ya ves, pues esperemos sentados… Bueno, venga, ya hablamos, hermanito. Y búscate una chica, que no tenga que repetírtelo.
—De acuerdo. Dale recuerdos a Luigi y dile que no se devane demasiado los sesos, que va a sentarle mal… pero ¿cuándo van a darle el Premio Nobel de una dichosa vez?
—¡Déjate de bromitas, venga, que luego se me enfada!
—Ah, ¿está ahí contigo? Dile que no se puede tener todo: hay quien nos sale bonito y hay quien nos sale cerebrito.
—Ah, ¿así que ahora te inventas proverbios?
—Está escrito en mi carné de identidad. Profesión: inventor de proverbios. Y ahora es el momento adecuado para despedirnos, antes de que digamos cosas de las que podríamos avergonzarnos de inmediato…
En los últimos tiempos se llamaban a menudo, para hablar de la señora Maria, pero puntualmente salía a relucir el asunto de la novia. Asunto por el que también la señora Maria se preocupaba continuamente. Parecía como si no tuvieran más pensamientos que verlo casado.
A Massimo le devolvió a la realidad el delicioso aroma de los cruasanes que invadía el aire, se expandía por la plaza y las calles de alrededor, y entraba por las ventanas que se quedaban abiertas para dejar pasar el frescor de la noche. Franco, el pastelero, puntual, lo saludó con un gesto y descargaron juntos las grandes bandejas con los bollos.
Era un día de verano como tantos otros, y la tímida brisa de la madrugada funcionaba como muro de defensa ante el bochorno y el sofoco más o menos como la segunda edición de la línea Maginot: inútil y esquivada por el enemigo, sin arrugarse tan siquiera el uniforme.
Y a las siete, cuando el señor Dario entró en el bar Tiberi para empezar su turno, estaba ya claro que iba a ser un nuevo día infernal.
—Como si no bastara el calor en sí mismo, lo duro que es ya soportarlo, encima están todos esos que hablan del asunto, y cada año nos toca aguantar las chorradas de siempre sobre si es el verano más caluroso desde hace no sé cuánto. Es que yo ya ni los escucho. Que oyendo historias así me entra aún más calor.
Perfecto. Hoy también el señor Dario estaba de excelente humor. Como suele decirse, un buen día se anuncia desde por la mañana.
Massimo le preparó su habitual café cortísimo en taza muy caliente. A Dario le gustaba ser recibido como un cliente, aunque estuviera allí para trabajar. Pero como él decía siempre, más que un trabajo, lo de camarero es una pasión. Y además, a su edad era una suerte poder seguir siendo útil todavía y estar rodeado de gente: son cosas que te mantienen joven.