Reinaba un silencio irreal para la cantidad de gente que había. Todos los presentes medían sus palabras, sus gestos y hasta sus suspiros.
Solo el albañil se movía con rapidez: una pequeña capa de mortero, un ladrillo y así hasta completar una fila, luego partía con el cincel el último ladrillo, para darle la dimensión adecuada y eliminaba con la paleta el material sobrante.
Nunca albañil alguno fue observado con tanta intensidad, casi como si fuera el sacerdote de la última ceremonia.
En pocos minutos, el ataúd desapareció de la vista y el nicho quedó cerrado del todo. Para la lápida definitiva era necesario esperar todavía un poco más, pero bastaba con ese pequeño tabique para marcar una decidida frontera entre el mundo de aquí y el de allá.
«¿Qué sentido tiene todo esto?», se preguntaba Massimo. Los acostumbrados interrogantes ante la muerte, que cuando uno los cuenta resultan triviales, pero que en el momento justo te estallan en la cabeza y te proyectan en un mundo de oscuridad absoluta, sin un solo punto de referencia siquiera (por esa razón dejaba encendida Massimo por las noches una de esas lucecitas que se ponen en el enchufe: no era por miedo a la oscuridad, era por miedo a perderse).
Los de las pompas fúnebres se marcharon, Massimo los despidió mascullando algo incomprensible, a lo que ellos contestaron mascullando algo igualmente incomprensible.
La pequeña multitud petrificada se puso lentamente en movimiento. Uno a uno se aproximaban a la tumba, abrazaban a Massimo y se encaminaban por el sendero de grava.
Naturalmente, aparte de los amigos, eran todos parroquianos habituales del bar Tiberi.
—Son siempre los mejores los que nos dejan —dijo Tonino el mecánico (café largo).
—¡Pues sí, y a nosotros nos toca tirar p’alante! —prosiguió Pino, el peluquero (café en vaso).
Tampoco Luigi, el carpintero (carajillo de sambuca), pudo reprimirse y soltó la suya:
—¡El fémur, maldito sea! Como mi pobre madre, que en paz descanse.
Y así fueron pasando Lino (café al ginseng), con su inseparable perro Junior, Alfredo, el panadero (café en vaso con espuma), Gino, el carnicero (café cortado caliente en vaso), y Rina, la florista (café en vaso con vasito de agua).
Dario (café cortísimo en taza ardiendo), que le echaba una mano a Massimo en el bar, cerró la procesión.
—Te espero en el coche —le dijo, porque él, con eso de las formalidades, no se las apañaba demasiado bien.
—Sí —le contestó Massimo, que hasta entonces se había limitado a corresponder a las palmadas que recibía—, ah, y dile a todo el mundo que se pase esta noche antes de la hora de cierre: ¡nos tomaremos algo en su memoria!
Massimo se arrodilló ante la tumba de la señora Maria y rozó con una mano el basamento de mármol.
Cerró los ojos y vagó por el pasado en busca de recuerdos: eran tantos que para disfrutar de todos no le habría bastado el día entero.
Así que optó por escoger uno, y el primero que se le vino a la cabeza fue la boda de su hermana Carlotta.
La señora Maria se había dado tal atracón de llanto que el Tíber estuvo por momentos a punto de desbordarse. Ella misma, universalmente reconocida como la mejor sastra del Trastevere y sus alrededores, había confeccionado el vestido de boda. Pero ya en el momento de la última prueba había derramado todas sus lágrimas. Bueno, todas lo que se dice todas no, porque se guardó una cantidad infinita de reserva para inundar también la iglesia de Santa Maria in Trastevere, el restaurante del banquete y la acera de fuera, cuando los recién casados se marcharon hacia su luna de miel.
Y no digamos nada de cuando, poco después de aquello, Carlotta se trasladó a Canadá siguiendo a su marido, investigador universitario, que había recibido la clásica oferta que no puede rechazarse.
En pocas palabras, la feria universal del llanto…
Sin embargo, lo que es llorar, la verdad es que Massimo era incapaz de hacerlo, porque era un hombre, y una fuerza misteriosa le impedía dejarse llevar, y eso que habría devuelto de buena gana cada una de aquellas lágrimas a la señora Maria, porque si había alguien que se lo mereciera era precisamente ella, aquella mujeruca regordeta, alegre y generosa, sencilla y afectuosa.
Volvió a abrir los ojos y pensó en Carlotta, que no había podido venir al funeral. No la veía desde diciembre, cuando su marido, extrañamente, había podido liberarse del trabajo durante una semana y ella le había convencido para que pasaran las Navidades en casa.
Por teléfono, dos días antes, entre un sollozo y otro, le había prometido que antes de que acabara el verano dejaría a su marido con sus investigaciones y volaría a Roma para pasar con su hermano dos semanas por lo menos.
Massimo se hizo la señal de la cruz, se llevó una mano a la boca y luego rozó la tumba para dejar allí su beso.
Se encaminó hacia la verja del cementerio. Pero al cabo de unos cuantos metros se acordó de una cosa y volvió sobre sus pasos.
—¡Qué idiota! Aquí tienes tu tacita preferida, amiga mía —dijo en voz baja, después de haber comprobado con el rabillo del ojo que no hubiera gente por los alrededores.
La limpió con la manga antes de depositarla al lado del cactus que había traído Lino, que servía, así se lo habían dicho, para protegerse de los campos magnéticos de los móviles (lo que, en otras circunstancias, le habría costado infinitas tomaduras de pelo, pero no entonces y no ahí).
En la tacita desportillada podía leerse PARÍS, y había unos estilizados dibujos de la Torre Eiffel y del Arco de Triunfo.
Formaba parte de la serie especial que Massimo había proyectado (no dibujado, por Dios, el dibujo no era lo suyo, desde luego) para la señora Maria poco tiempo atrás.
Como había dicho Luigi, el carpintero, la rotura del fémur es la madre de todas las desgracias. En el caso de la señora Maria no estaba claro si el fémur se le había roto a causa de la caída o si la caída se había producido a causa de la rotura del fémur: la cuestión es que, entre la operación, la rehabilitación, los interminables días en la cama del hospital, había vuelto a casa en unas condiciones que definir como precarias era rayar en el optimismo.
Pero su sonrisa nunca se le había borrado.
Estaba bastante claro que de su apartamento, un tercer piso sin ascensor, no podría salir tan fácilmente, aunque ella se lo había tomado a broma:
—¡La verdad, lo peor será renunciar a mis viajecillos por el extranjero! —refiriéndose al hecho de que, prácticamente, no se había movido nunca de Roma en toda su vida.
Fue entonces cuando Massimo le encargó a su proveedor una serie de tacitas con los dibujos y los nombres de las más importantes localidades turísticas del mundo.
El día que le llegaron se sintió tan dichoso como un niño. Desembaló el envoltorio de plástico y aguardó con impaciencia el momento de llevar el habitual café a la señora Maria. Sin embargo, fue incapaz de resistirse y se presentó con un cuarto de hora de adelanto; por suerte, ella ya había acabado de comer, de lo contrario ese primer café especial habría acabado siendo un desastre, porque a la señora Maria le gustaba tomarse el café ardiendo.
—¡Mira adónde voy a llevarte hoy!
Y le tendió la tacita de Barcelona, con un cuadro de Miró.
—Gracias, cariño. ¡Son emociones un poco fuertes para mi edad, esperemos que mi corazón aguante! —dijo sonriendo.
—Pues claro que aguantará: es una ciudad estupenda, con el aire del mar que sube por las Ramblas, el Museo Picasso, las casas de Gaudí…
—Ah, qué maravilla —dijo ella con los ojos entreabiertos—, ¡y todo eso sin moverme de casa y sin el riesgo de que me roben! ¡Gracias, Massimo, deja que te dé un abrazo! Pero nada de ir a una corrida de toros, ¿eh? ¡Qué eso me da repelús!
—Obviamente, Maria, nada de corridas. Aparte de que es algo que habría que prohibir. No, para ti solo tapas y paseítos. Y puede que una subidita a la Sagrada Familia. De todas formas, recuerda que esto es solo el principio. ¡De hoy en adelante, ten siempre la maleta lista!
Cada día, un viaje distinto. Massimo sacaba a relucir los dos o tres lugares comunes sobre la ciudad en cuestión y se echaban unas risas. Luego la señora Maria devolvía la tacita y el joven camarero regresaba melancólicamente a su puesto.
Siempre tenemos demasiada prisa, pensaba en cada ocasión, y muy poco tiempo para quien más falta le hace.
Luego fue el turno de París. Debía ser una localidad como cualquier otra, pero aquella vez la señora Maria se quedó contemplando la tacita más de lo habitual, con una sonrisa enigmática. Había algo en su mirada que llamó la atención de Massimo. Nunca la había visto tan lejana y pensativa.
Cuando la anciana hizo ademán de devolver la tacita a su joven amigo, durante unos instantes se quedó así, quieta, con la mano temblorosa suspendida en el aire, como si estuviera pensando en algo que hubiera ocurrido mucho, mucho tiempo atrás.
Lo miró a los ojos, después, como si se lo hubiera pensado mejor, se llevó la tacita al pecho, a la altura del corazón.
—¡Ah, París! Cuánto me gustaría poder ir… —dijo con un suspiro. Cogió la cucharita y dio unos golpecitos en la cerámica, como para verificar su calidad o algo parecido—. ¡Esta es decididamente mi taza preferida! Eres un cielo, Mino mío… ¡siempre sabes cómo hacerme feliz! —exclamó por fin, esforzándose por parecer tan alegre como siempre.
—¡Ya ves, es lo que digo yo siempre: los caminos del café son infinitos! —soltó él.
Pero ella no sonrió, seguía teniendo aún esa mirada pensativa y como perdida en el vacío. Luego empezó a hablar con esa voz suya calmada y llena de matices, que a Massimo le hacía pensar en un arrecife (por más que no hubiera sabido explicar el motivo, acaso por la alternancia entre aspereza y dulzura):
—Estaba esa prima mía, la llamábamos Teresina, entre otras cosas porque era pequeñita. Era mucho más joven que yo, pero éramos inseparables. Era casi una hija para mí. Luego un buen día, aunque eso de bueno es un decir, me anunció que le había oído decir a su padre que iban a trasladarse a París. Recuerdo que sabíamos que debía marcharse, pero ignorábamos cuándo, cómo o por qué, y a mí me parecía de lo más injusto que nadie hubiera pedido nuestra opinión. En aquella época no nos separábamos nunca, lo hacíamos siempre todo juntas. Y todos nosotros, los niños, nos hacíamos la ilusión de que así seguiría siendo para siempre. No dejaba de repetirme que era imposible, que debía de haber oído mal y no tenía el valor de pedirles explicaciones ni a mi padre ni al suyo, mi tío. Al final, se marcharon de verdad y a mí me tocó quedarme sola. No hice nada por retener a Teresa y tampoco hice nada más tarde, en los años sucesivos. Tal vez dentro de mí tuviera miedo de que se hubiese olvidado completamente de mí, algo que no habría podido soportar. Fantaseaba sobre su nueva vida en aquella ciudad exótica y misteriosa, con un idioma distinto que yo no conocía… pero quién sabe por qué nunca pensé que, en realidad, hubiera podido ponerme en contacto con ella, mandarle una señal. —Se volvió hacia él, pero inmediatamente después apartó la mirada—. Bastaría con que lo hubiera sabido… si lo hubiera sabido… —dijo, casi a sí misma, en un susurro.
En ese momento, la tacita parisina se le cayó de la mano, que todavía temblaba ligeramente, rompiendo el silencio que había venido a crearse.
—Qué desastre… —dijo ella—. Hasta he roto la tacita. ¡Mis culpas me siguen persiguiendo!
Massimo la recogió:
—¡Qué va! Tan solo se ha descascarillado, yo diría casi que ahora es más bonita, ¡tiene ese toque de vida vivida que le faltaba antes!
Ella sonrió y suspiró:
—Tú siempre tan amable, me pones de buen humor. Ahora tendrás que volver al trabajo, pero antes hazme una promesa: cuando, en el curso de tu vida, pienses que algo es realmente importante, prométeme que llegarás hasta el final, que lucharás y combatirás, y no dejarás que la duda y el miedo decidan por ti. De lo contrario, te condenarás a una vida de remordimientos. No sé si entiendes lo que quiero decir… ¿me lo prometes?
Massimo asintió y antes de irse la abrazó, mojándose las mejillas con sus lágrimas.
Mientras se alejaba de la tumba, Massimo volvió a pensar en esas palabras: «¡Mis culpas me siguen persiguiendo!». ¿Qué clase de culpas podía tener una criatura tan amable? Una persona incapaz de pisar un parterre o de arrojar un papel al suelo ni aunque la hubieran sometido a tortura, una mujer sensible y respetuosa, alguien que había vivido en voz baja para poder escuchar mejor las exigencias de los demás. Tal vez hubiera debido preguntárselo aquel día: ¡y ella le habría confesado quién sabe qué inocente distracción agigantada por los años! En cambio, no le preguntó nada.
Sea como fuere, todo había terminado ya. Y cualquier pecado que hubiera cometido seguro que ya le había sido perdonado y ahora estaría de camino hacia el paraíso (porque uno, antes de irse del todo, se dará el gusto de darse una vuelta por su propio funeral, ¿no?).
Massimo estaba tan cansado que tenía ganas de volver de inmediato al trabajo. Porque la cháchara de bar, desde luego, es la más poderosa medicina contra la tristeza.
Montó en el coche de Dario. Con él no había necesidad de hablar: si la señora Maria era su segunda madre, el señor Dario era ciertamente su segundo padre, y alguien además que sabía seguir las bromas, pero entendía a la perfección cuándo era el momento de callar. Massimo lo miró y sonrió. Si no hubiera sido un hombre, y por si fuera poco al volante, le habría dado un abrazo. En días como esos, un abrazo siempre sienta bien.