Epílogo

A esas alturas, ya era oficial: Massimo había hecho suya por ósmosis la fobia al avión. Pero también tenía en su mano el antídoto, en forma de pluma y libreta compradas en la espera (a los acostumbrados precios democráticos de la terminal, donde si no gastas más que en el propio viaje poco falta). Escribir lo calmaría, que era lo que se decía en el cuaderno de Geneviève. No solo eso: también le ayudaría a aclararse las ideas. Intentó formular todas las preguntas que se le amontonaban en la cabeza y se dio cuenta de que eran potencialmente infinitas.

¿Dónde está ella ahora?

¿Qué tiene que ver la señora Maria con esta historia?

¿De qué murió Melisse? (Pensar en la muerte de una chica tan joven, a la que aún podría uno llamar niña, era simplemente doloroso y devastador…; ahora entendía esa sombra de dolor que rodeaba a Geneviève sin darle tregua).

¿Qué había sido de Nanà?

¿Era acaso esa Nanà la famosa Teresina de la que había hablado la señora Maria? (Esta pregunta tenía una probable respuesta, y era sí, dado que las coincidencias eran tantas).

¿Qué sabía Dario?

¿Por qué Carlotta le había exigido que volviera?

Y de nuevo: ¿dónde está ella ahora? ¿Dónde está ella ahora? ¿Dónde está ella ahora?

Mientras el estómago de Massimo se dilataba y contraía igual que un acordeón siguiendo las sacudidas posteriores al despegue, se dijo que era una lástima morir ahora con todas esas preguntas por formular, y que las preguntas hay que hacerlas siempre a la primera ocasión, del mismo modo que las cosas hay que decirlas a la primera ocasión, del mismo modo que hay que dar los besos, y los abrazos.

Extrañamente, la aeronave llegó toda entera al aeropuerto de Fiumicino —nada de explosiones, nada de secuestros— y para entonces Massimo había tenido ya tiempo suficiente como para profundizar, con todos los detalles, en la información adquirida y en las cuestiones sin resolver. Pero, como suele ocurrir en estos casos, el exceso de regurgitación tiende a ensuciar los resultados iniciales y a preparar peligrosas celadas fruto de la distorsión (un día, un amigo suyo jugador de ajedrez le dijo que la mejor jugada está siempre entre las primeras que se toman en consideración, entre otras cosas porque en esos momentos la mente está fresca y tiene en cuenta mejor los pros y los contras; en cambio, piensa que te piensa, cuando al final se te viene a la cabeza una nueva estrategia en apariencia genial, es precisamente el momento en el que el cerebro, harto y cansado, es probable que esté tomando una decisión errónea).

Sea como fuere: a base de pensar y repensar, Massimo se bajaba del avión sano y salvo, pero con la, como mínimo, fastidiosa sensación de saber al respecto menos que antes.

Se montó en el enésimo taxi para su regreso a casa más emocionante que podía imaginarse.

Y, en efecto, cuando se bajó del coche en San Callisto tuvo la tentación de salir por piernas por el miedo a no ser capaz de soportar la emoción, pero decidió, como había hecho otras veces, correr hacia ese destino que tanto temía. Literalmente: porque si corres con fuerza, a lo mejor dejas atrás el miedo.

Pero vete a explicárselo a Pino, el peluquero, que estaba saliendo del bar Tiberi y se encontró por los suelos, aplastado por el titular del negocio, salido no se sabía de dónde.

Los dos se levantaron tras ese torpe abrazo y Pino se colocó bien la chaqueta, se atusó el pelo y se sacudió el polvo de los pantalones con una flema irritante.

—Perdóname, de verdad, Pino, ¡pero es que voy con prisas!

—¿En serio? ¡No me había dao ni cuenta! Y, de todas maneras, si quieres que te lo diga, es inútil que corras. Y además es peligroso.

—¿En qué sentido? —gritó Massimo, con el poco aliento que le había quedado.

—En el sentido de que ahora ya has sido sustituido y no creo que te resulte muy fácil reconquistar tu puesto. Pero ¿adónde vas?

Massimo no lo dignó con una respuesta y entró rápidamente en el bar. Requería cierto esfuerzo ver detrás de la barra a causa de los habituales cuervos encaramados en sus taburetes.

—¡Ay, Mino! ¡Si te he visto, no me acuerdo!

—¡Oye, que nos las hemos apañao muy bien sin tu presencia!

Massimo se asomó por detrás de la barra y pudo ver por fin al barman que había ocupado su lugar, aunque barman no fuera la palabra más apropiada.

En efecto, la criatura que se escondía detrás de la vieja Gaggia era lo más femenino que podía imaginarse. Y se movía entre ruedecillas, teclas, grifos y resoplidos de vapor con la pericia de un veterano comandante sumada, por una rarísima alquimia, a la gracia de una princesa.

Pero Massimo, por inclinación natural, solo veía los ojos. Dos ojos verdes, luminosos y brillantes que se asomaban bajo el flequillo y hacían del resto de los detalles algo secundario, ya fuera el respirar o preocuparse por el juicio de los presentes. «Ahora entiendo lo que es el canto de las sirenas», tuvo tiempo de pensar mientras volaba hacia ella y la estrechaba en el abrazo más suspirado de su vida.

Poner en un apuro a la clientela habitual del bar Tiberi era una misión imposible, de hecho los parroquianos, del primero al último, se dejaron ir con bromas, aplausos y comentarios de todo tipo, como si estuvieran participando en primera persona en aquel beso, de los que quitaban el aliento, que se estaba representando.

Massimo y Geneviève, colorados como dos pimientos, se vieron obligados a saludar con una reverencia al respetable que deliraba, tras lo cual buscaron una forma de quedarse solos.

—Querido Dario, ya veo que te las apañas a lo grande, por tanto, si no te molesta, nosotros vamos a ir a dar una vueltecita.

Fue la vueltecita más breve de la historia. Bastaron tres minutos para llegar hasta el apartamento de Massimo.

A pesar de que tenían mil cosas que decirse, no fueron capaces de superar esas dos o tres frases de circunstancias porque era demasiada la urgencia de morderse, fundirse, beberse, estrujarse.

Por otro lado, el propio James Bond también acababa todas sus misiones de este modo; por lo tanto, no había nada malo en ello.

Y, visto que los enamorados nunca tienen bastante, Massimo y Geneviève casi eran incapaces de esperar a que desapareciera el jadeo y a que los latidos recuperaran la normalidad sin volver a besarse, con esos besos que empezaban con suavidad y luego iban alzando la apuesta hasta jugárselo todo en un combate donde no era posible ni perder ni rendirse.

Se durmieron abrazados y se despertaron abrazados, y en ese momento tenían de nuevo energías que gastar.

Cuando decidieron darse una ducha les pareció lo más natural dársela juntos, para seguir estudiando la piel y los huesos del otro, que lograban encajar con tanta natural perfección.

Solo después de muchas horas Massimo consiguió desenfundar su lista de preguntas. Porque la amaba cada vez más, porque quería saberlo todo sobre ella, porque le gustaría haber visto cómo era de pequeña y conocer cada instante de su vida.

Fue entonces cuando Geneviève, con paciencia, con algún esfuerzo porque quería lo mismo pero no le resultaba fácil volver a atravesar el dolor de determinados momentos, le explicó lo que había vivido y lo que había descubierto últimamente en la reconstrucción del collage de su propia existencia.

No fue un relato lineal. Partió de lo profundo, de la noche de San Lorenzo, cuando Geneviève, tras haberse dado cuenta de que amaba a una persona, tal vez por primera vez en su vida, había soñado con su hermana gemela. Melisse en el sueño se estaba ahogando y la llamaba. Ella, que había sido siempre la más fuerte e independiente, ahora pedía en voz alta su ayuda.

Era un sueño premonitorio: a la mañana siguiente la había llamado por teléfono el guarda del cementerio para decirle que la tumba se había inundado y que tenía que regresar urgentemente a París.

Luego había llegado la carta.

Dario la siguió fuera del bar, ese día, y le había hecho entrega de una carta de parte de la señora Maria.

—Si tienes que irte, vete —le dijo—, estoy seguro de que ties buenos motivos, pero coge esta carta que Maria dejó para ti. He esperado a conocerte un poco mejor, como ella quería, y creo que eres una buena persona… Espero volver a verte pronto. Acuérdate de que, del mismo modo que uno se va, puede volver.

Geneviève la sacó de la cartera donde tenía la hoja doblada, junto con la foto de Maria y Nanà, porque explicaba los pasajes que faltaban.

—A veces pensamos que se trata solo de palabras, pero en cambio las palabras pueden cambiarte la vida si llegan en el momento justo o si no llegan pas du tout

Massimo la vio aferrar la carta entre sus manos. Y la escuchó.

Geneviève y Melisse se habían criado con las monjas de Saint-Germain. De su madre, Nanà, tenían un recuerdo que se desvanecía con el tiempo. Un día las había abandonado en la estación. Y había desaparecido.

Las hermanas de Saint-Germain se habían hecho cargo de las pequeñas, que en esa época tenían cinco años. Dos gotas de agua en el aspecto, Melisse y Geneviève tenían personalidades completamente en las antípodas: la primera era exuberante, solar y enérgica; delicada, sensible y silenciosa, la segunda.

Eran inseparables.

Luego apareció la señora Marceau. La señora Marceau era de familia rica y vivía en una hermosísima villa en el centro de París. Pero lo único que había deseado no había podido tenerlo. A pesar de que llevaba años casada, no había podido ser madre. Siempre venía a ver a los huérfanos y con el tiempo encontró en Geneviève una afinidad electiva dictada por una sensibilidad muy parecida y por abundantes intereses en común. Sin demasiadas palabras las dos conseguían comprenderse.

Unos meses después, la señora Marceau solicitó a la madre superiora la adopción de la chiquilla, que tenía para entonces trece años.

Esta era una esperanza que tenían todos los huérfanos. Pero cuando Geneviève se dio cuenta de que la petición solamente la afectaba a ella y no a su inseparable gemela, rechazó la oferta: «Sin ti no voy a ninguna parte», le dijo.

Melisse, en cambio, decidió que por lo menos una de ellas tenía derecho a una vida distinta. Esa noche durmieron abrazadas, pero al amanecer se separó de Geneviève y, mientras las monjas estaban ocupadas con sus rezos matutinos y el resto del mundo todavía estaba durmiendo, atravesó los pasillos medio a oscuras de Saint-Germain y se tiró por la ventanita que había en lo alto del campanario.

Geneviève, como le había prometido, no se fue a ningún lado sin ella. No pasó semana sin ir a visitar la tumba de su hermana y releyó muchísimas veces la nota que Melisse le dejara, persuadida, no obstante, de que nunca más podría volar, igual que un águila con un ala sola.

Tras haberle explicado todo esto a Massimo, que la miraba con los ojos brillantes y la respiración entrecortada, Geneviève dio un gran suspiro y miró con sus ojos verdes, que las lágrimas hacían aún más resplandecientes, la carta que tenía en la mano. Y empezó a leer.

Querida Geneviève:

No espero obtener tu perdón con esta carta, eso solo Dios podrá concedérmelo, pero quiero responder a las preguntas que a lo mejor te llevan persiguiendo toda la vida. Perdóname si no lo hago en persona, pero no tendría valor para mirarte a los ojos. Yo soy vieja y no me queda mucho por delante. Lo que he descubierto me ha hecho sufrir mucho, y mi única esperanza es que al menos puedas entenderlo, darte explicaciones, porque tienes mucha vida por delante y no tiene sentido que tu pasado te la estropee. Si te estás preguntando cómo es posible que te escriba en francés, bien, que sepas que le he pedido ayuda al notario, que es casi mi ángel de la guarda, pero también porque no quería revelarle a nadie más esta historia.

Pero ya es hora de que te cuente sin perderme en rodeos, total la verdad es una sola, sea como sea que se la pinte.

Me llegó una carta de mi adorada Nanà, de quien conservaba en mi mente un recuerdo precioso, como si fuera una joya perdida desde hace tiempo. Creía que era feliz, brillando de vida y de luz en otro país. Y creía sinceramente que ella me había olvidado.

En la carta había una foto de nosotras antes de que ella se marchara. ¡Qué felices éramos, entonces, y qué tristeza me causa pensar en lo que nos esperaba! En la carta, Nanà me explicaba casi avergonzada su situación. Cómo vuestro padre se había largado en cuanto se enteró de la buena noticia. Sin decir nada; mejor dicho: había prometido el oro y el moro y luego había cruzado la puerta para no regresar nunca más. Ella os había sacado adelante contando únicamente con sus propias fuerzas. Y la cosa no acabó ahí. Yo me pregunto aún ahora cómo puede la vida ensañarse con una criatura tan radiante. Su padre, vuestro abuelo, el famoso tío que se la llevó consigo a París privándome así de mi compañera de juegos, murió cuando vosotras erais pequeñas, dejándole en herencia un buen puñado de deudas. Y cuando alguien se encuentra en una de esas espirales ya no puede salir de ella. Ella no tenía la culpa, pero los intereses iban creciendo e incluso llegaron las primeras amenazas. Cuando me escribió estaba desesperada y me pedía ayuda. Tenía miedo sobre todo por vosotras, pequeñas e indefensas.

Por desgracia, esa carta llegó a mis manos solo muchos años después, pues la hallé detrás de un mueble que estaba fijo en la pared de la cocina, y que hice mover para unas obras de reestructuración.

Quién sabe cómo llegó allí, tal vez un golpe de viento… pero el hecho es que era demasiado tarde. No soy capaz de escribir sin revivir el tormento de ese instante: ya no había nada que yo pudiera hacer. Habían pasado años y años entre los momentos en que ella me escribió y yo la leí. De inmediato presagié un sentimiento de desventura, pero solo después de haber hecho algunas indagaciones me di cuenta del alcance real de esta desgraciada situación. No tengo hijos, pero puedo imaginar qué terrible sufrimiento siente una madre obligada a abandonar a sus propias hijas. Creía que así os ponía a salvo. Pero no logró salvarse a sí misma.

Pero el golpe de gracia lo he recibido hace poco tiempo, cuando el notario encargado por mí de localizaros me ha explicado lo sucedido con tu hermana. Nunca tendré valor para mirarte a la cara, ni quiero con mi presencia desenterrar tus antiguos sufrimientos. Permíteme únicamente, por poco que pueda valer, hacerte la vida un poquito más fácil desde el punto de vista material, dejándote todo lo que tengo. Si tienes en las venas un poco de la misma sangre de tu madre, eres sin lugar a dudas una persona excepcional y espero que la vida pueda devolverte, por lo menos, una pequeña parte de lo que te ha arrebatado.

Aunque no puedas perdonarme nunca.

Con afecto,

Maria

Massimo escuchó en silencio y al final la abrazó con la esperanza de que su sola cercanía pudiera transmitirle lo que las palabras no podían decir.

Tras una decena de minutos en los que las lágrimas de ambos se mezclaron en sus mejillas, ella volvió a hablar, como distraída:

Oui… destino… Piensa: un golpe de viento, o quién sabe qué, un sobre perdido y cambia una vida, que se lleva tras de sí otras dos. Pero el pasado es pasado, no se puede cambiar. Ahora el círculo se ha cerrado, porque solo conocer la verdad da un pequeño poco de paz. Ahora solo quiero mirar presente y futuro. Quiero ser feliz, ¿dices que me lo merezco?

—Yo creo que sí —respondió él, mirándola a los ojos verdes.

—¿Y tú? ¿Tú qué quieres, Massimo?

—Yo solo quiero tomar contigo el primer café de la mañana, me basta con eso. Pero tiene que ser cada mañana, durante el resto de nuestra vida. ¿Te apetece?