Creo que todo vuelve a empezar

El despertador sonó a las cinco y media. Me asusté y lo tiré de la mesa. Enmudeció en el acto. Bajé las piernas y me quedé sentada un instante para despertar. Después miré el móvil, que tenía en silencio y estaba junto a la cama: ninguna llamada.

A mi padre le habíamos dicho que los de la floristería no llegarían hasta las nueve y media. Marleen temía que Heinz descubriera también un talento innato para las flores. Yo había intentado tranquilizarla.

—Marleen, es daltónico perdido, no distingue una rosa de un ruibarbo.

—Precisamente —respondió ella—, por eso no quiero correr riesgos. Además, supongo que no crees que se quedaría mirando las flores sin que se le ocurrieran ideas creativas. No, que venga cuando la decoración esté lista, mañana por la mañana no tendré tiempo para enzarzarme en discusiones.

Me puse unos vaqueros viejos y una camiseta y me metí en el baño. Tras una breve reflexión cogí el cepillo de dientes y me lo metí en el bolsillo de los pantalones. Prefería cepillármelos en la pensión a despertar a mi padre.

Cuando entré ya olía a café. En la cocina había termos llenos; cogí una taza del armario y me serví.

—Buenos días, Christine. ¿Lo has despertado?

—Buenos días, no. El despertador sólo ha sonado una vez, luego me lo he cargado. Heinz no ha oído nada.

Le pasé la taza a Marleen, que la cogió aliviada.

—Gracias a Dios. Así tendremos la fiesta en paz con las flores.

Oí un chasquido al sentarme, y me levanté de inmediato.

—¿Qué ha sido eso?

Me saqué el cepillo de dientes roto del bolsillo del pantalón.

—No quería hacer ruido en el cuarto de baño y he decidido cepillarme los dientes aquí. Se ha roto.

El mango ahora medía dos centímetros escasos, con él tal vez se pudieran limpiar las juntas del baño, pero desde luego los dientes ya no.

—Ahora te cabe en cualquier bolso; en mi baño hay uno sin usar.

Marleen me pasó el termo del café.

—¿Has conseguido hablar con él?

—¿Con quién? —Fue más la hora que mis dotes de actriz lo que me hizo preguntar eso.

—¿Con quién va a ser? Pues con Gisbert von Meyer, para tratar los detalles de vuestro compromiso… Con Johann Thiess.

—No, lo he llamado por lo menos veinte veces y siempre me salta el puñetero buzón. También le he dejado un mensaje diciéndole que me llame, pero nada. Ya no sé qué hacer.

—Ya te llamará. —Marleen se puso en pie—. Son las seis y cuarto, deberíamos ir al bar, las flores están al caer. Me llevo el café.

—Sí, pero yo aún tengo que cepillarme los dientes, voy ahora mismo.

—Vale, los cepillos están en el armario del baño, en el segundo cajón.

—No tardo.

Diez minutos después, cuando cruzaba el patio con el aliento oliéndome a menta, oí un silbido suave.

Pensé «que no sea un viejo», y me volví despacio.

Estaba sentado en las cajas vacías que habíamos apilado junto a la caseta y me miraba. Me sentí como si me hubiera dado un calambrazo, las piernas me temblaban, me dirigí hacia él con paso poco firme.

—Hola, Christine.

—Hola, Johann. Perdona, Johannes. Debí de entenderte mal cuando me dijiste cómo te llamabas.

Se levantó y avanzó hacia mí. Olí su loción para después del afeitado. Su voz era muy suave y muy baja.

—¿Vamos a la playa? Me gustaría explicártelo todo.

—¿Cómo me voy a ir? —Señalé el bar—. Dentro de cuatro horas llegarán los invitados. Te estuve llamando ayer sin parar y ni siquiera me contestaste, y ahora chasqueas los dedos y pretendes que lo deje todo.

¿Por qué me alteraba tanto ese hombre? Y ¿por qué él estaba tan tranquilo y seguro? Dio un paso atrás y sonrió.

—De acuerdo, pues lo dejamos para más tarde. Por cierto, te sienta bien esa camiseta vieja. Y hueles a menta. Bueno, pues hasta luego.

Me lanzó un beso y echó a andar hacia la entrada. O estaba muy curado de espantos o era lo mejor que yo había conocido en mucho tiempo.

—¿Johaaaaannnes?

Volvió la cabeza y me miró con esos ojos marrón claro.

—¿Sí?

—¿Y la cartera?

Se dio unos golpecitos en el bolsillo trasero del pantalón.

—Ya me la ha dado Marleen. Aquí la tengo, gracias.

Cuando dio la vuelta a la esquina, en el patio entró la furgoneta de la floristería. Le señalé el aparcamiento y me di cuenta de que me temblaban las manos.

Las dos mujeres que se bajaron del vehículo me dieron en el acto una caja con ramitos de rosas. De pronto vi a Marleen detrás de mí.

—Buenos días, Jutta, buenos días, Gudrun, sois superpuntuales. Christine, aparta, anda.

Me volví y me fui con la caja al bar, en la nariz el olor de la loción de afeitado de Johann. En la puerta me detuve y me pregunté dónde tenía que poner la caja.

—Christine, muévete y suelta eso de una vez. Hay que descargar toda la furgoneta.

—Así que tú también lo has visto. A Johann, me refiero.

—Sí, claro. Le he dado la cartera.

—¿Te ha dicho algo del nombre?

—No he tenido tiempo de preguntarle. Y ahora tampoco tenemos tiempo para hablar tú y yo. Por favor, si no, de un momento a otro se presentarán aquí Heinz, Kalli y Hubert y se pondrán a hacer coronas.

Tenía razón. Me fui a descargar.

A las nueve, con ayuda de Jutta y Gudrun, a las que tuve que volver a preguntar cómo se llamaban, el bar estaba decorado convenientemente con primorosos arreglos florales y un mar de rosas para la inauguración. Marleen dio un paso atrás y lo escudriñó todo con aire de satisfacción.

—Genial. Gracias a las dos, sois estupendas. Volvéis a las once, ¿no?

Jutta se limpió las manos en un paño y asintió.

—Claro. No nos lo perderíamos por nada del mundo. La verdad es que ha quedado precioso; enhorabuena, Marleen.

—Sí, si se tiene a la gente adecuada y las ideas adecuadas se tiene una mina.

La alegre voz de mi padre asustó a Marleen.

—Buenos días, Heinz. ¿Ya habéis desayunado?

—No, Hubert se lo está tomando con calma, así que se me ocurrió venir a echar una ojeada. ¿Van a quedar así las flores?

—¿Qué significa «así»? —inquirió Gudrun, perpleja.

Heinz vaciló.

—Bueno…, es que las veo algo desordenadas. Esas flores tan largas mezcladas con las cortas y…

—Así se quedan —replicó Marleen con determinación.

Heinz le puso una mano en el hombro en ademán conciliador.

—Me parece bien. La verdad es que es muy bonito. Y muy colorido. Al fin y al cabo, nuestro bar no es una iglesia. —Evitó nuestras miradas—. Como ya habéis terminado, me voy a desayunar. Seguro que Kalli no tarda.

Dio dos pasos y se volvió.

—Ah, Christine, aún tenemos que cambiarnos de ropa. Yo así no te llevo a la inauguración. Aunque no desentonarías con el revoltijo de flores.

Se llevó la mano a la gorra y se dirigió a la pensión. Gudrun lo siguió con la mirada sin dar crédito.

—Yo a ése lo he visto en el periódico. ¿No es el afamado guía?

—Algo por el estilo. —Marleen firmó la factura—. Es difícil de explicar en dos frases.

A las diez y media nos reunimos todos en el patio. Mi padre llevaba unos pantalones grises y una americana azul marino con botones dorados. Por la mañana yo había metido en la lavadora de Marleen la camisa de los caramelos. Heinz se enfadó, pero se puso una camisa blanca casi sin ofrecer resistencia. Kalli llegó con un traje azul; Carsten, con uno gris. Cuando Onno apareció con una chaqueta de pana, recibió miradas de escepticismo.

—¿No tienes nada elegante en el armario? —Kalli le quitó un hilo del hombro a Onno.

—¿Por qué? Si está prácticamente nueva. Y el pantalón es de tergal. Que yo sepa, no voy a un entierro. Y los trajes hacen parecer mayor.

Marleen llevaba un traje pantalón blanco. Mi padre silbó con suavidad al verla, y ella le sonrió.

—Muchas gracias. Vosotros estáis muy elegantones. ¿Ya se ha puesto en marcha Hubert?

—Sí, ha ido al puerto. Lo que sí deberías es ponerte algo encima, en el blanco se ven todas las manchas.

Ella asintió y a continuación se quedó helada.

—Creo que voy a cambiarme.

Gisbert von Meyer, asimismo con un traje blanco, llevaba una planta de interior en el brazo izquierdo, al hombro una mochila y ante el pecho la cámara.

—Marleen, mi más sincera enhorabuena por la inauguración, también en nombre de la redacción. Uy, si vamos iguales. Hola, Christine, muy bonito ese vestido.

—Gisbert. —Mi padre le dio unas palmaditas en el hombro y las hojas de la planta temblaron—. Saca algunas fotos ahora que todo está ordenadito. Del bufet también, antes de que la gente empiece a zampar.

—Y ¿qué hay de comer? —Onno asomó la cabeza por la puerta—. ¿También hay cosas calientes?

—De todo —aprobó Kalli—. He mirado antes. Lo han hecho muy bien.

Carsten miró hacia la entrada del patio.

—¿Y Hubert? Creía que sólo iba a buscar a Theda al ferry, pero el ferry ha llegado hace rato.

—También tenía que recoger una cosa mía —susurró mi padre en tono cómplice—. Nuestro regalo.

En ese mismo instante doblaron la esquina los primeros invitados, que se dirigieron a la entrada, donde se hallaba apostada Marleen, cargados de flores, bien vestidos y sonrientes.

—¿Y si nos situamos a los lados? ¿Para que se vea que también es cosa nuestra?

—Papá, por favor, no. Deja que del recibimiento se encargue sólo Marleen.

—La verdad, no sé… Kalli, Onno, Carsten, venid conmigo. Por lo menos nos colocaremos cerca. Y, Christine, tú podrías ir pasando unas copitas de champán.

Justo entonces apareció una chica joven con un delantal negro largo que sostenía una bandeja con copas.

—¿Desean tomar algo?

—¿Quién es usted? —Mi padre cogió una copa de inmediato y escrutó a la chica sin ceremonias.

—Soy Suse. Me encargo del servicio junto con dos compañeras.

—Ajá. Oye, Christine, de eso podrías haberte ocupado tú con Dorothea y Gesa. Y dígame, Suse, ¿cuánto gana por hora?

—¡Papá! —Me apresuré a coger una copa—. Gracias, Suse. Acaban de llegar más invitados.

Poco a poco se iba llenando la entrada al local, los primeros empezaban a pasar.

—¿No vamos a entrar?

Mi padre echó un vistazo alrededor.

—Falta Dorothea. Y Hubert. Y ¿dónde está Nils?

—Ha ido a buscar a su madre. —Carsten recorrió con la mirada a los invitados—. Ah, ahí vienen. Eh, hola, estamos aquí.

Fue al encuentro de su mujer y su hijo. Mientras tanto Gisbert von Meyer se situaba junto a Marleen esparrancado y gesticulaba como un loco con la cámara ante la cara. Parecía un paparazzo.

—Como se le ocurra decirle a la mujer del alcalde que le dedique una sonrisa y llamarla nena, Marleen le atiza.

Dorothea se había acercado por detrás sin que yo me diera cuenta y observaba a Gisbert con las cejas enarcadas.

—¿Es que no vamos a entrar? ¿A qué estamos esperando?

—A Hubert y a Theda, y mi regalo. —Mi padre examinó a Dorothea—. ¿No crees que ese vestido es demasiado escotado? Kalli ha dicho que también va a venir el pastor.

—Vamos, Heinz —le puso la mano en el brazo y sonrió acaramelada—, si quieres puedo decir que no nos conocemos, no pasa nada.

Gisbert regresó a su posición dispuesto a darlo todo. Sus objetos de deseo al parecer contaban con una gran cobertura por parte de la prensa. La señora Weidemann-Zapek parecía una nube de vainilla, capas y más capas de chiffon, para ese vestido habrían hecho falta unos cien metros de seda. Y, siendo como era tan acertado, su amiga la señora Klüppersberg había optado por el mismo modelo en pistacho. Las dos lucían sendos sombreros de paja y las correspondientes cintas de chiffon ondeando al viento cuando avanzaron hacia Marleen dando pasitos cortos con sus zapatos de tacón. Sonreían y saludaban a diestro y siniestro; Gisbert se superó a sí mismo sacando instantáneas, y de repente Hollywood se trasladó a Norderney.

—Mira, Heinz. —Incluso Onno estaba impresionado—. Si son como las Jacob Sisters[2], pero sin perros.

Mi padre iba a contestar cuando reparó en algo que lo dejó de piedra.

—¡No me lo puedo creer!

Clavó la vista en los invitados que llegaban, me apartó y se dirigió dando zancadas al grupo que acababa de acercarse a Marleen. Nosotros lo seguimos, Dorothea algo detrás de mí y después Kalli y Onno. Yo no lograba ver el motivo de tanta agitación, pero vi a Gisbert, que dejaba caer la cámara desconcertado y miraba a mi padre sin dar crédito.

Entonces vi a la pareja que en ese instante se encontraba delante de Marleen con una cesta de regalo:

Johann-Johannes con un traje marrón claro, y de su brazo una señora que yo había visto primero en el móvil de Gisbert y luego ante la pensión.

—Pero si es el cazafortunas y su víctima —musitó Kalli al tiempo que me tiraba del vestido nerviosamente—. Y ¿qué está haciendo Heinz?

—¡Papá! —Intenté detenerlo, tan sólo estábamos a diez metros de distancia—. ¡Espera! ¡No!

Me lo veía enredado en una pelea sangrienta. Y tenía setenta y tres años.

Onno se me adelantó.

—Heinz, espera. No actúes solo.

Lo dijo con voz decidida. Y funcionó: mi padre se detuvo y se volvió hacia nosotros.

—Dorothea, llama a la policía. Onno y Kalli, rodeadlo. Y tú, Christine, quédate aquí.

—Ahí está Heinz.

Las gemelas vinieron corriendo hacia nosotros, radiantes.

—Poned a las niñas a salvo.

Ahora mi padre hablaba como Robert de Niro y se parecía a Terence Hill. Continuó adelante despacio, flanqueado por Onno y Kalli y seguido de Dorothea y de mí. Les hice una señal a Emily y a Lena, que me miraron con cara de interrogación y se detuvieron.

No supe si fue por la expresión de los tres mosqueteros. Sea como fuere, cuando llegamos a la entrada reinaba un silencio sepulcral. Marleen miró con desconcierto a la pareja que tenía delante. Vista de cerca, la señora tendría por lo menos setenta y tantos años y sostenía la mano de Marleen entre las suyas.

Mi padre se aclaró la garganta.

—¿Marleen? ¿Hay algún problema?

—Eh, no, Heinz. Ésta es la señora…

La supuesta víctima del cazafortunas se dio la vuelta. Iba perfectamente maquillada y muy bien vestida, y se presentó con voz bronca:

—Margarete Tenbrügge. Buenos días.

Se volvió de nuevo hacia Marleen. Johann me miró relajado y sonrió, cosa que también vio mi padre, que dio un paso hacia él y lo agarró por el brazo.

—¿Le importaría…?

—Heinz, suéltalo. —Marleen apartó a mi padre y se dirigió de nuevo a la anciana—: Perdone, ¿le importaría repetir eso?

La señora Tenbrügge dedicó una sonrisa encantadora a los presentes.

—Cuenta usted con mi aprobación. La primera vez que la vi, en las fotos, me pareció demasiado joven, pero al fin y al cabo mi hermano es mayorcito, y si usted lo hace feliz, pues que así sea, ¿sabe? Se lo merece.

Yo no entendía ni papa. Los demás, a todas luces tampoco.

—¿Sabe qué, Marleen? Porque puedo llamarla Marleen, ¿no? Envié a Johannes de avanzadilla porque yo tenía un torneo de golf y antes no disponía de tiempo. Para que viera cómo es usted. Por desgracia, sospecho que no fue muy hábil, de niño no se le daba nada bien lo de actuar. Bueno, sea como fuere, por fin nos conocemos.

Mi padre dijo exactamente lo que yo pensaba:

—No entiendo una sola palabra.

—Pero si es el hijo del rey de los huevos. —De fondo se oyó la aguda voz de Emily.

—¿Qué? —Hice un esfuerzo supremo para encontrarle algún sentido a la historia, pero no lo conseguí. De repente alguien se abrió paso en el grupo.

—¿Es que esto no avanza?

Hubert dejó atrás a Onno y a Kalli y se situó junto a Marleen.

—Y ahí está el rey de los huevos. —Era la voz de Lena.

Hubert llamó a las niñas para que se aproximaran y a continuación se inclinó hacia Margarete Tenbrügge.

—¿Qué, alma mía? Tú y tu curiosidad y tu impaciencia. No tienes ni idea del lío en el que has metido a tu sobrino.

¿Sobrino? Poco a poco, el puzzle empezaba a formarse en mi cabeza. Hubert le pasó el brazo por los hombros a Margarete.

—Marleen, amigos míos, permitid que os presente a mi hermana Margarete, que no podía soportar no conocer aún en persona a mi nuevo amor. Claro que no ha tenido tiempo, ha pasado seis meses en un crucero.

Se puso de puntillas y nos indicó a todos que nos apartáramos. Nosotros nos hicimos un poco a un lado y dejamos pasar a Theda. Ésta lucía un traje sastre verde que armonizaba a la perfección con su cabello corto gris, y al sonreír dejó al descubierto sus hoyuelos. Hubert le tendió la mano.

—Y ésta, Margarete, es Theda. La mujer de mis años longevos, la tía de Marleen y la antigua, escúchame bien, la antigua propietaria de esta pensión.

Margarete y Johann se miraron y luego miraron aturdidos a Theda. La hermana de Hubert tragó saliva, pero recuperó la compostura a una velocidad asombrosa.

—Ah. En ese caso probablemente me haya equivocado. ¡Johannes! Creía que habías preguntado de quién era la pensión. Hemos estado todo el tiempo siguiendo una pista falsa. Theda, me alegro de conocerla. No tengo nada contra usted, Marleen, pero esto me gusta mucho más.

Se cogió del brazo de Theda y la empujó hacia el local.

—Ahora usted y yo nos tomaremos una copa de champán. Por cierto, mi familia me llama Cuqui.

Casi me da algo.

Mi padre escrutó a Johann con aire vacilante.

—En fin, no sé cómo…

Hubert se puso a su lado.

—Heinz, éste es mi hijo. Johannes, aunque lo llamamos Johann. Yo no sabía que estaba ejerciendo de investigador privado por encargo de mi hermana, de lo contrario habría intervenido mucho antes, como es natural.

Mi padre se encogió de hombros.

—Ya se sabe cómo son las cosas. Los primeros años uno se los pasa con los mocosos sentados en las rodillas, explicándoles cómo funciona el mundo, y de repente se encuentra desayunando con desconocidos enfrente. Con Christine las cosas tampoco fueron fáciles siempre. Y ahora necesito una cerveza.

Entró en el bar con Kalli y Onno. Al volverme me topé con el rostro de Johann. Sus ojos color miel. No se me ocurrió nada inteligente que decir.

—Puf.

—Quería explicártelo todo esta mañana, pero no sabía por dónde empezar. ¿Tienes alguna pregunta?

—¿Por qué Thiess?

—Es el apellido de soltera de mi madre. No quería registrarme con mi nombre, pensé que sería evidente que Hubert era mi padre. Y a Cuqui, bueno, a mi tía Margarete, se le metió en la cabeza que mi padre había sido víctima de una sirena joven y sin medios que estaba dilapidando mi herencia. Y esa idea no la dejaba vivir. Y cuando Cuqui quiere algo de uno, no hay nada que hacer.

Sentí un alivio inmenso. Y remordimientos de conciencia por haber desconfiado de él. Johann me apartó un mechón de pelo de la cara con ternura.

—Podemos empezar de cero. Aunque me reí mucho con esos ancianos con gafas de Gucci que no me dejaban ni a sol ni a sombra. Me hizo sentir muy importante. Ven, vamos a brindar por la inauguración y por nuestros padres.

La celebración fue de película. Yo iba de mesa en mesa, haciéndome cargo de flores y regalos para Marleen y buscando una y otra vez la mirada de Johann, que casi siempre encontraba. Mi padre mantuvo una larga conversación con el alcalde, luego con el pastor, después lo vi bebiendo con Margarete y diciéndole que podía tutearlo. Gisbert se me acercó por detrás y se me cayó la copa cuando me habló de pronto.

—Aun así, las pruebas eran contundentes. Como yo siempre digo, más vale prevenir que curar.

—Claro, Gisbert, muy sensato por tu parte. ¿Ya has entrevistado a todos los invitados?

—Prácticamente. —Se ufanó—. El oriundo de Norderney en sí es muy abierto con la prensa.

Marleen me llamó y, por desgracia, tuve que dejarlo plantado.

El oriundo de Norderney en sí también disfrutaba de las celebraciones. Los últimos invitados se fueron ya por la tarde. Tras despedir a Suse y a sus dos compañeras con la correspondiente propina, Marleen le echó un vistazo a su bar. Dorothea y yo lo interpretamos como una exhortación, y empezamos a recoger copas y ceniceros. Marleen se nos acercó.

—No, eso lo haremos más tarde. Ahora vamos a sacar una mesa grande fuera y a beber champán. Vamos, que lo hagan Onno y Kalli.

Cuando Marleen, Dorothea y yo salimos con copas y botellas, los asientos ya se habían asignado. Mi padre estaba sentado entre Margarete y Hubert, frente a él, Johann, que me había guardado una silla, al lado Onno; Kalli y Carsten, enfrente de Gesa, Nils y la madre de Nils. Theda se hallaba a la izquierda de Margarete; la conversación que ambas mantenían a voz en cuello apenas lograba acallar las historias que mi padre le contaba a Hubert.

—Más de una vez se habría visto perdida, tu sobrina, Theda. No sé cómo se las habrían apañado las chicas solas, no habrían sacado nada adelante, ya sólo la mano de obra…

Onno alzó la cabeza.

—¿Aún quedan pinchitos de ésos en el bufet?

Gesa fue a echar una ojeada. Yo repartí las copas y me senté. Mi padre me miró.

—¿Qué, hija? ¿Ves como no pasa nada? Ya te lo decía yo, no es tan fiero el león como lo pintan. Y tú con ese mal de amores. —Se dirigió a Hubert—: Me partió el corazón, no puedo soportar ver a mis hijos tan tristes.

Hubert, compasivo, me cogió la mano, yo la retiré.

—Vale ya, papá, estoy muy bien. Hubert, ya no hay ninguna razón para tener que consolarme.

Él lanzó un suspiro.

—Todos esos enredos. No tenía ni idea de quién podía ser ese cazafortunas hasta que de pronto, cuando estábamos avistando gaviotas con las niñas, veo a mi hijo y a mi hermana en la playa. Creí que me daba un ataque.

—Y mira que tuvimos cuidado. —Margarete cogió su copa y brindó con nosotros—. Johann, para detective no vales, la verdad. Me sabe mal, pero he de decirlo.

—A mí tampoco es que me hiciera gracia. —Asintió con la cabeza mirando a su tía—. Y cuando encima uno ve lo bien que lo hacen otros, resulta de lo más frustrante. Carsten, Kalli, lo vuestro sí que fue para quitarse el sombrero.

Mi padre se echó hacia adelante.

—Aunque tú también fuiste muy torpe. Podrías haber venido a hablar conmigo.

Me atraganté.

—Papá, eso no te lo crees ni tú. Con lo convencido que estabas de todo.

—Bah, eso sólo fue el histerismo de Gisbert, ya se sabe cómo es la prensa… Por cierto, ¿dónde está?

Gesa volvió del bufet con unos platos llenos a rebosar.

—Aquí tenéis lo que queda. Gisbert ha ido a llevar a casa a Suse. Probablemente le guste.

Dorothea sonrió.

—¿En moto? Pobrecita.

Sentí la mano de Johann en mi rodilla y acerqué la pierna. Al parecer, mi padre percibió el movimiento.

—Dime, Hubert, ¿tu hijo puede mantener a mi hija?

—Papá, por favor.

Me sonrojé, y Johann se limitó a reír. Mi padre le dirigió una mirada de desaprobación.

—Esto no tiene ninguna gracia. Hay que preguntar. Por cierto, no sé qué te propones, pero te advierto que pienso pasar aquí una semana más de vacaciones con mi hija. Para una mujer es importante mantener una relación estable con su padre. Podéis veros de vez en cuando, pero espero que te queden claras cuáles son las prioridades.

—Desde luego. —Johann sostuvo la mirada de mi padre—. Por cierto, Cuqui, ¿le has contado a tu hermano que quieres comprarte aquí una casa?

El padre de Johann levantó la cabeza sorprendido.

—¿En serio?

—Sí. —Margarete asintió—. Estoy completamente enamorada de esta isla, y creo que la familia ha de estar junta en la vejez. Y dado que ahora estás aquí a menudo, es una buena idea. Ya le he echado el ojo a una, muy bonita, pero necesita unos cuantos arreglos.

Kalli se inclinó.

—¿Dónde está?

—A la vuelta de la esquina. Al lado de la casa amarilla de ahí delante. Quería pasarme otra vez. Está deshabitada, pero, como os he dicho, necesita una reforma integral.

Mi padre apuró el champán y se estremeció.

—No sé qué le veis a esta cosa, a mí me da acidez. Tengo que mover las piernas. Dígame, Margarete, ¿quiere que vayamos a echarle un vistazo a la casa?

Ella consultó el reloj.

—¿Por qué no? Ahora está el propietario.

—Bien. —Mi padre se levantó—. Onno, Kalli, Carsten, vamos. Veremos qué es lo que hay que hacer.

Margarete cogió su bolso y se puso en pie. Los cuatro hombres le cedieron el paso.

A mitad de camino, mi padre se volvió.

—Por si nos entretenemos y ya os habéis ido, te quiero a las diez en casa, Christine.

—¡Papá!

—Heinz…

—Bueno, vale, pero no llegues muy tarde, que en seguida me preocupo. Y luego duermo mal. Bueno, que os divirtáis.

Tenía los ojos de Terence Hill.

Norderney, 30 de junio

Hola, mamá:

Éstas son las fotos de la inauguración. Se pueden decir muchas cosas de Gisbert von Meyer, pero la verdad es que sus tomas son muy buenas. Te he anotado al dorso quién es quién para que puedas poner cara a las historias. Por cierto, mi preferida es una en la que papá le regala a Marleen la red de pesca usada. No te pierdas las caras que ponen. ¡Menudo ejercicio de contención! Me alegro mucho de que vengas el miércoles, Hanna me ha dicho que irá a buscarte, que cogeréis el ferry de las 14.15, así que yo iré a recogeros al puerto. Papá ha anunciado que no piensa trabajar todos los días en la casa de Margarete, quiere enseñarte la isla él mismo; Kalli se iría por las ramas. De momento está pintando las paredes de amarillo claro, él cree que es color champán, pero a Margarete le gusta de todas formas. O por lo menos eso dice, es de lo más agradable. Yo estoy estupendamente, voy a la playa todos los días, aunque papá insiste en que cenemos juntos, me refiero a él, Kalli, Onno, Carsten, Hubert, Theda, Marleen, Dorothea, Nils, Johann y yo. Le ha cogido el gusto.

Bueno, pues hasta el miércoles.

Saludos de parte de todos,

Christine

PS: Es posible que papá se quede una semana más, dice que quieren dejarlo todo listo. Que, sin él, Margarete estaría perdida. Que tú lo entenderás.