Mi padre se arrodilló en el suelo delante de Johann y le dio una tarta. Él tenía cara de culpabilidad; Johann, de circunstancias. Yo estaba sentada en medio de un grupo de mirones y cruzaba los dedos, desesperada, para que Johann diera la respuesta correcta. Sin embargo, él se limitó a cabecear levemente. Mi padre intentó convencerlo.
«De verdad que no sé… —la imagen se volvió borrosa, la voz de mi padre más nítida— qué hacer. He perdido la práctica. Y de todas formas no sé nada de penas de amor. ¿Qué hace feliz a mi hija?».
Abrí los ojos, ahuyentando así el resto de la imagen. Mi padre hablaba por teléfono en el pasillo.
—Antes le gustaba mucho el pollo con patatas fritas. Quizá Marleen pueda… Sí, sé que mañana es la inauguración… ¿Por qué?… Cuando estoy triste, siempre me ayuda comer bien. Además, sólo era una idea. ¿Y si le compro algo bonito?… Pues algo de ropa… ¿No?… Bueno, pues no sé.
Sonaba abatido, y yo estaba demasiado cansada para no preguntarme de qué iba la conversación, aunque lo sospechaba. Al incorporarme, tiré el despertador al suelo.
—Cariño, tengo que colgar. ¿Has oído el ruido? Se ha despertado. —Antes hablaba en voz baja, ahora carraspeaba y casi gritaba—. Sí, claro… Por aquí todo bien, terminamos esta tarde… No, todos están de buen humor y son divertidos… Las chicas bien, claro… Bueno, hablamos más tarde. Adiós, y un saludo a tu nueva rodilla.
Colgó y vino de prisa a mi habitación.
—Buenos días, hija. ¿Has dormido bien?
Se sentó a mi lado con ímpetu y la cabecera de la supletoria se levantó.
—Uy. —Mi padre se puso en pie y la cama bajó ruidosamente—. Lo siento, qué inestable es esto.
Me puse unos calcetines.
—Sólo cuando se sientan dos en los pies.
—¿Quieres que cambiemos de cama?
Lo miré perpleja, él se frotaba el mentón con aire pensativo.
—Aún tengo que afeitarme. Sólo era una idea, lo de las camas, me refiero. ¿O tú quieres? Porque si de verdad…
—Papá, ¿qué pasa?
—Nada, nada. Me voy a afeitar. Por cierto, he ido enfrente por un termo de café, sé que te gusta tomar una taza nada más levantarte. Siéntate tranquilamente en la terraza mientras te vas despertando, yo voy delante. —Abrió la puerta de la terraza y salió—. Qué airecito más rico. Muy amoroso, como dice siempre tu madre, ay, perdona, no quería…, bueno, te traigo el café. Toma, te pongo la silla aquí, para que pongas la taza encima…
Lo seguí con la mirada cuando pasó por delante, solícito, para ir a la cocina. Como me trajera también un cenicero, me daría algo. Sacó fuera el termo y una taza y señaló la silla con aire cómplice.
—Te lo he servido. Me voy al bar.
—Pero ¿no querías afeitarte antes?
—Ah, sí —volvió a pasarse la mano por la barbilla—, pero puedo hacerlo luego. He leído que con barba uno parece más autoritario, seguro que no viene mal para recibir a los de los muebles del continente. No vayan a pensar que pueden mangonearnos a nosotros, los isleños. Bueno, tómate tu tiempo, hasta luego. Si quieres puedes llamar a tu madre.
—¿Por qué?
Respondió en un tono marcadamente cándido.
—Por nada, vosotras a veces habláis de cosas de mujeres, ¿no? Y a ella le gusta hablar por teléfono. Tú hazlo.
Desapareció con una sonrisa y poco después se cerró la puerta. Me llevé el teléfono a la terraza y marqué el número de la habitación de mi madre. Lo cogió a la primera y contestó con esa voz segura que ponen las madres cuando intuyen que al hijo le va mal. Sólo oír ese tono hizo que se me saltaran las lágrimas.
—Ay, mamá, qué complicado es todo.
La respuesta llegó con voz aterciopelada.
—Tu padre me insinuó algo, ¿qué ha pasado?
Lo solté todo, como cuando se abre una válvula. Empecé a hablar sin orden ni concierto: Johann, el hombre más guapo que he visto en mi vida, sus pestañas, el móvil de Gisbert, la noche de amor, sus ojos, Bremen, Gesa y la señora mayor del hotel, Hubert, que ahora también metía baza, Marleen, que estaba en contra, Kalli y sus labores de vigilancia, la pelea, Mechthild y Hannelore haciendo de cebo, mi corazón roto, mi padre, que me traía café y por un instante incluso había estado dispuesto a cambiar de cama.
Cuando por fin cogí aire, recordé avergonzada la edad que tenía. Podría haberme limitado a contarle a mi recién operada madre lo mejor de las vacaciones. Se me había taponado la nariz, no tenía pañuelo, los ruidos que hacía al respirar hasta a mí me parecían bochornosos.
—Hija, ¿no tienes un pañuelo?
—Sí, un momento. —Abrir el bolso y buscar los pañuelos de papel con una sola mano me dio tiempo a volver a ser una persona adulta—. Perdona, he dormido mal.
Mi madre pasó por alto la afirmación.
—No sé por qué estáis armando semejante lío cuando sólo hay dos posibilidades: o el tal Thiess es un delincuente y entonces es cosa de la policía, pero papá y su troupe saldrán en el periódico, o no es nada y te puedes enamorar tranquilamente, pero entonces los hombres tendrán que pedirle disculpas. ¿Cuál es el problema?
Odio el pragmatismo cuando no es el momento.
—Mamá, no se puede…
—Además, estáis ahí para echarle una mano a Marleen. Y tenéis que acabar hoy, mañana es la inauguración. Como si tuvierais tiempo para jugar a los detectives.
—Yo no estoy jugando a nada.
—Deberías vigilar a tu padre. Creo que ve demasiada televisión, siempre anda viendo delitos por todas partes, ya sabes. Y tú contrólate, no es tan fiero el león como lo pintan. Además, no creo que mi hija se enamore de un farsante, no es así como te hemos educado.
Hizo una pausa. Yo intenté dar con una frase que le quitara hierro al asunto, pero antes de que se me ocurriera, mi madre se me adelantó:
—Mira, pensándolo bien, todo esto es una estupidez. Christine, tienes cuarenta y cinco años. Si hay algo que no entiendes, pregúntale sin más al muchacho y no te mosquees por culpa de un puñado de jubilados.
—Mamá, es que…
—Y nada de lloros. Ve al bar y ponte a trabajar o no podréis inaugurarlo mañana. Y cuida de tu padre y de Kalli, no vayan a llevarse una bronca.
Me soné la nariz y le prometí que lo haría. Al fin y al cabo, tenía razón.
Cuando llegué al comedor, Gesa ya se había ocupado de todo. Fui a disculparme, pero ella me puso la mano en el brazo con cara de pena y me dijo:
—Hoy me he despertado muy temprano. Ve a desayunar, después habrá trabajo de sobra en el bar.
Me senté a nuestra mesa un tanto alelada. Mi padre ya se había ido, y ante mi plato había un vasito con cuatro margaritas. En la mesa de al lado las gemelas me miraron con curiosidad.
—¿Es tu cumpleaños? —preguntó Emily.
—No. —Aparté un poco el vaso—. ¿Son vuestras las flores?
Lena sacudió la cabeza.
—Te las ha puesto tu papá. ¿De verdad no es tu cumpleaños?
—De verdad. Y ¿ha sido Heinz?
—Sí. —Emily asintió con vehemencia—. Entonces puede que lo haya hecho porque sí. Yo también quiero.
—Se lo diré.
Me untaba un panecillo cuando en la habitación entraron Dorothea y Nils.
—Buenos días, Christine. Necesito urgentemente un café. Acaban de llegar los muebles. Nils ha dejado el plano en la barra, en él pone claramente dónde va cada cosa, así que podemos desayunar con tranquilidad. —Dorothea cogió la cafetera antes incluso de sentarse—. Ay, qué detalle. ¿Un admirador secreto? ¿O el de siempre?
—¡Dorothea! —Nils puso el mismo tono que mi madre—. Buenos días, Christine. ¿Te importa?
Los invité a sentarse con un gesto, tenía la boca llena.
—Gracias. —Se sentó enfrente de mí y me miró con atención—. ¿Y? ¿Has dormido bien?
—Sí, ¿por qué?
La respuesta fue vacilante.
—Bueno…, como no andas del todo bien y tal…
Lo escruté y él rehuyó mi mirada. Dorothea se encogió de hombros.
—Ayer por la tarde tu padre nos informó con mucho teatro de que atraviesas una crisis personal y hemos de tener un poco de consideración.
Ella sonrió y yo me atraganté.
Nils le dio un empujón.
—Dorothea, era confidencial.
El panecillo mordido aterrizó en mi plato.
—Pero si no es verdad. ¿Por qué no dijiste nada? No quiero que mi vida sentimental ande en boca de todos.
Dorothea me cogió el pan y se lo comió.
—Pensé que si Heinz se preocupaba por su hija tendría menos tiempo para espiar. Es por tu bien. —Señaló las margaritas—. ¿Son de las niñas?
—No.
Toqué con cuidado las flores, una hoja se cayó. Me quiere…
Tal vez Heinz me las hubiera puesto allí para que yo pudiese consultar al oráculo. Al hacer el vaso a un lado, se cayó otra hoja. No me quiere… Sólo era un juego infantil y absurdo.
—Me voy al bar. —Me levanté y cogí el vasito—. Por cierto, ha sido Heinz.
Los tres clavamos la vista en las cuatro margaritas. Cayó otra hoja. Me quiere… Por favor. Dejé el vaso en la mesa con cuidado y me fui al bar con la cabeza bien alta.
El camión con matrícula de Hamburgo estaba atravesado en el patio. Unos hombres bajaban los muebles, cubiertos de plástico, y los metían en el bar. Entré detrás de un hombre rubio que cargaba con una mesa.
En el bar había un ruido ensordecedor. La radio estaba a todo volumen, Hubert, Kalli y Carsten se hacían comentarios a grito pelado de punta a punta, los hombres movían a un lado y a otro las diferentes partes y en algún lugar sonaba un móvil. Crucé la habitación tapándome los oídos y le bajé el volumen a Lolita, que en ese momento acometía el estribillo de Männer, Masten und Matrosen, «Hombres, mástiles y marineros». En el silencio que se instaló, el móvil sonaba con más fuerza aún.
—Teléfono. —Mi padre, que estaba en mitad del bar con un dibujo en la mano, levantó un instante la vista—. Suena un teléfono. A ver, joven, ese sillón va en el rincón de la derecha. Hay que preguntar antes. Que alguien coja ese dichoso teléfono.
—Uy, si es el mío. —Carsten se sacó el móvil del bolsillo del pecho; debía de estar sordo, por lo menos había sonado diez veces—. ¿Sí, hola?
Sostenía el aparato con dos dedos, lejos de la oreja.
—¡Nils! No te entiendo. ¿Qué?… ¿Que me lo acerque? ¿Te has vuelto loco? Luego se te ponen malas las orejas… Lo ha leído Heinz… ¿Qué?… Pues claro que sabemos dónde va cada cosa, como si fuéramos tontos… Tómate tu tiempo, nosotros nos encargamos… Sí, sí, la hoja, claro… Adiós. —Pulsó concentrado una tecla y se guardó el teléfono—. El señor interiorista tiene miedo de que metamos la pata. Y tendríais que haber visto cómo era su cuarto de pequeño. Ahí no había plano que valiera, tuvo que hacerlo papi. Sin mí habría sido una leonera.
—Ya, así son los hijos. —Kalli retiró el plástico de una silla—. Olvidan con facilidad y se creen que lo saben todo.
De pronto mi padre se plantó a mi lado y me dio un golpecito.
—¿Qué? ¿Bien?
—Gracias por las flores.
Él le restó importancia.
—Bah, estaban ahí y se me cayó la llave, y había una un poco aplastada y la salvé. Son bonitas, ¿no?
Asentí.
—Sí, mucho. Enséñame el plano y os echo un cable.
Mi padre se pegó el dibujo al pecho.
—No, con uno que dirija, basta, de lo contrario esto es un caos. Ayuda a Kalli, que está quitando el plástico, pero no lo deja muy bien puesto que digamos.
—Qué más da, si va a ir a la basura.
—¿Te has vuelto loca? Ese plástico es muy resistente, se puede volver a utilizar. Seguro que Marleen lo guarda.
Yo tenía mis dudas, pero me distrajo Hubert, que le dijo a uno de los hombres:
—¿Tiene las manos limpias, joven? Ese sillón es blanco, cójalo sólo por el plástico.
El joven dejó el sillón donde estaba y miró a su alrededor pidiendo ayuda. Su compañero le hizo un gesto tranquilizador y le indicó que saliera. Hubert lo siguió con la mirada cabeceando.
—Es que tienen unas ocurrencias… Ah, buenos días, Christine, ¿todo bien?
—Claro, buenos días. ¿Qué puedo hacer?
—Podrías traer café y té —propuso tímidamente Kalli—. Se lo hemos dicho a Gesa, pero todavía no lo ha hecho. Pero sólo si no te importa. Bueno, como no estás del todo bien.
Empecé a intuir la teatralidad con que mi padre había descrito mi vida amorosa la tarde anterior.
—Kalli, ni estoy enferma ni soy retrasada. Pero iré por el café.
Él se sobresaltó.
—Eh…, no, no quería decir eso… ¿Te importaría traer té también? Pero sólo si es posible.
Onno se arrodilló ante su caja de herramientas, que estaba entre mi padre y yo. Mientras rebuscaba en ella, dijo:
—Cuando murió el perro de mi hermana ella también estuvo muy triste. Luego mi cuñado le compró un cachorro y algo ayudó.
Sopesé perpleja si Onno querría decir lo que yo me temía. Kalli frunció el ceño y se me adelantó:
—Pero Thiess no ha muerto.
—Además, ¿qué iba a hacer Christine con un cachorro? —apuntó mi padre—. Un animalito requiere mucho tiempo, para educarlo y demás, y ella no lo tiene.
Cerré la boca y fui por las bebidas.
Gesa, que vertía café en un termo, alzó la vista un instante cuando entré en la cocina.
—¿Puedes llevar el café? No he tenido tiempo de hacerlo, la señora Weidemann-Zapek ha tirado al suelo el cuenco del queso fresco. El queso ha pringado todo el radiador, la habría estrangulado. Y me pregunta tan pancha si puedo llevarle más. ¿Quién se cree que es?
—Un gancho. —Abrí la nevera y saqué leche—. Las señoras forman parte de la resuelta milicia popular.
—Ese artículo absurdo está en el periódico de hoy. ¿Ya lo has visto?
Puse las tazas y los termos en una bandeja.
—No, ni tengo por qué. Mira tú por dónde ya me lo han leído en voz alta. Voy a llevar esto.
—¿Christine? —Gesa me agarró por el hombro.
—¿Sí?
—Lo siento. Si puedo hacer algo, dímelo.
Las tazas tintinearon cuando dejé la bandeja con fuerza en la mesa.
—Gesa, no sé qué os dijo Heinz ayer por la tarde, y creo que no quiero saberlo, pero estoy en plena posesión de mis facultades mentales y no me encuentro al borde de un ataque de nervios. Johann Thiess no es el primer hombre con el que me equivoco, aunque eso ni siquiera se haya demostrado, ni me ha hecho daño ni me ha desplumado, no ha sido para tanto, así que dejad de compadecerme de una vez. De verdad que es ridículo. Mi padre me regala margaritas, Onno quiere comprarme un perro, y Kalli se estremece cada vez que me acerco a él. Dejad que esté un poco de mal humor. Voy a llevar esto y luego me fumaré un cigarrillo en el jardín.
Dejé la bandeja en la primera mesa que vi y salí huyendo en el acto de Ted Herold, que gritaba en la radio Vergeben, vergessen, «Perdonado, olvidado». Los de los muebles parecían desesperados, mi padre les indicaba dónde tenían que ir gesticulando y a voz en cuello, y después Hubert y Kalli les enmendaban la plana. Todo estaba muy raro, cosa que a mí en ese momento me daba lo mismo. En la puerta me crucé con Gesa, que traía la segunda bandeja.
—Te he dejado café en el jardín. Ahora voy a fumarme un cigarrillo contigo. Madre mía, qué escandalera.
Pasó por mi lado y yo me fui despacio al jardín. El sol daba en el pequeño sofá de mimbre, me senté de cara a él y me sobresalté cuando Gesa se dejó caer a mi lado.
—La troupe va a parar para tomar café. Oye, ¿de verdad saben dónde van los muebles?
Me encendí un cigarrillo.
—Nils les ha dejado un plano.
—Ah… —Gesa jugueteaba con el mechero—. Pues no lo parece. Lo están poniendo todo en un rincón.
El timbre de una bicicleta nos hizo apagar de inmediato los cigarrillos. Sólo entonces nos inclinamos para ver quién era. Marleen dejó la bici en la caseta y vino hacia nosotras.
—Hola, ya he vuelto. ¿Hay café para mí?
Gesa se levantó.
—Te traigo una taza. La próxima vez di que eres tú. Lástima de cigarrillos.
—Vosotras, ¿cuántos años tenéis? —Marleen se sentó en el sitio que había dejado libre Gesa y se retrepó—. Odio tener que hablar con los bancos. Además, las conversaciones siempre duran más de lo que deberían. ¿Y bien? ¿Cómo vais?
—El camión de los muebles ya casi está vacío. De tiempo vamos bien. Por cierto, ¿por qué no le paraste los pies a mi padre ayer? Me tratan como si no estuviera bien de la cabeza. ¿Qué es lo que os contó?
—Mucho. —Marleen sonrió y bebió un sorbo de mi taza—. Nos contó todas las penas de amor de tu vida y lo duro que fue para él no poder sacudirles el polvo a esos hombres sin más. Y Kalli y Carsten añadieron que sus hijas lo habían pasado igual de mal, nosotras…
—¡Señora De Vries!
La voz sonó alta, impaciente y enfadada. Y era del joven rubio al que antes yo había visto descargando muebles. Ahora estaba delante del asiento, con la vena del cuello hinchada.
—Acabo de verla llegar. Tengo que hablar con usted, así no podemos trabajar.
—Hola, señor Keller. ¿Qué pasa?
—Nosotros tenemos que entregar unos muebles. Y, naturalmente, meterlos en el local. Ésos son los servicios que ofrecemos. Pero me niego a cambiarlo todo de sitio por tercera vez sólo porque los señores no consiguen ponerse de acuerdo. Ahora de pronto lo quieren todo en forma de U.
Aquello no sonaba bien. Me encendí otro pitillo. El señor Keller se limpió el sudor de la frente. Marleen no entendía nada.
—Pero si hay un plano que dice exactamente dónde va cada cosa. No veo cuál es el problema.
—¿Un plano? —repuso el hombre casi gritando—. ¿Qué plano? El de la gorra tiene una hoja extraña y el resto no para de proponer cosas. Tenemos que estar en el ferry dentro de dos horas. Y, además, no nos devuelven el plástico. Creía que teníamos que llevarnos la basura. Todo esto es demasiado. O lo aclara usted con ellos de una vez o nos vamos ahora mismo.
Aquello me daba mala espina. Nos levantamos las dos para ir a ver el desastre. En ese mismo momento llegó al jardín Anna Berg con las gemelas.
—Hola. ¿Llevo a las niñas allí o se las llevan ustedes?
—¿Adónde hay que llevarlas? —preguntó Marleen sin sospechar nada.
Ahora era Anna Berg la que estaba perpleja.
—Heinz dijo que podían echarle una mano. A mi marido y a mí nos han vuelto a invitar a salir en barco.
No estaría de más que de vez en cuando mi padre hablara las cosas con los demás. Aunque desde luego no fuera su estilo, lo que no podíamos era pagarlo con las niñas. Respiré profundamente.
—Desde luego que pueden echarle una mano, yo las llevo. Que se diviertan.
El señor Keller resopló.
—Más gente echando una mano. Señora De Vries, si ahora encima…
—Venga conmigo, vamos a ver qué pasa.
Marleen lo cogió por el brazo con resolución y echó a andar con él hacia el bar. Yo los seguí despacio, con Emily y Lena a la zaga.
La estampa que se nos ofreció me recordó a un programa de cámara oculta: contra la pared izquierda había unas diez mesas en fila, con sillas encima. A derecha e izquierda de la barra, más sillas, los huecos llenos de plástico. En medio del lugar, mi padre. Las demás mesas y sillas estaban dispuestas en U, con hileras de sillas a un lado. Mi padre parecía un profesor en una aula desierta.
Onno, el primero que nos vio, apagó la radio. Marleen clavó la vista en mi padre y en las mesas en formación. Heinz se volvió hacia ella con una sonrisa radiante.
—Ya has vuelto. ¿Te ha ido bien en el banco? Mira, las mesas y las sillas de la pared sobran. Se las pueden llevar los muchachos, así nos ahorramos dinero. Bien, ¿no?
—¿Se puede saber dónde está el plano de Nils? —La voz de Marleen sonó un tanto tensa.
—Bah, el plano. —Carsten sacudió una hoja que cogió de la barra—. Éste no es un plano como Dios manda. Mi hijo ha dibujado un bar normalito, y era aburrido. Y nosotros queremos algo especial, ¿o no?
Marleen no dijo nada. Mi padre se metió las manos en los bolsillos del pantalón vaquero y, complacido, se balanceó sobre las puntas de los pies.
—Yo creo que esta forma en U es estupenda. La gente se puede ver y los camareros no tienen que andar tanto. Me sorprende que no se le haya ocurrido a Nils. Creía que lo había estudiado. Bueno, merece la pena contar con personal con experiencia. Hombre, pero si ahí están mis chicas preferidas. —Fue hacia las gemelas, que le dedicaron una sonrisa radiante—. Podéis echarme una mano con los manteles.
Marleen seguía sin decir nada. Hubert se acercó a ella.
—¿Qué, Marleen? Te has quedado sin habla, ¿eh? Los muchachos y yo formamos un equipo espléndido.
—Oye, Hubert —Marleen se volvió despacio hacia el novio de su querida tía—, ¿qué te parece si te llevas a tu amigo Heinz y a las gemelas a la playa del oeste y les enseñas a las niñas las gaviotas?
—¿Cómo que las gaviotas? —preguntó él, confundido—. Pero si todavía no hemos acabado.
Me agaché junto a las gemelas y musité:
—Conoce a todas las gaviotas. Y sabe dónde anidan.
Lena se tapó la boca con la mano.
—¿Es el rey de las gaviotas? —susurró con sumo respeto.
Yo asentí y me llevé un dedo a los labios.
—Pero chsss, es un secreto.
Entusiasmada, Emily agarró de la mano a mi padre y tiró de él.
—Heinz, queremos ir a ver las gaviotas con ese señor.
Él las miró con cara de sorpresa.
—Pero ¿no queríais ayudar?
—No, por favor, primero las gaviotas, ¡por favor!
Con ese tono y esos ojos, habrían acabado con cualquier hombre. Mi padre miró a Hubert y señaló a las niñas.
—Hubert, la verdad es que aquí ya hemos terminado. De los detalles puede encargarse el resto. Las señoritas tienen un deseo.
Cuando Lena deslizó su manita en la mano de Hubert no hubo más que hablar.
—Bien. —La voz de Marleen volvía a ser normal—. Pues id a ver las gaviotas y nosotros nos… Ah, Nils, estás aquí. —Lo miró un instante—. No te sulfures, ahora mismo lo arreglamos. En cuanto se hayan marchado Heinz y Hubert.
Carsten pasó una mano por una de las mesas.
—Creo que yo también voy. ¿O me necesitáis aquí? ¿Nils?
Nils estaba pálido y atónito. Marleen contestó por él.
—No, Carsten, ve tranquilamente. Y Kalli, tú también. Onno, a ti aún te necesito.
En cuanto los cuatro hubieron salido con las niñas, Marleen se sentó en un banco junto a Nils.
—Christine, si Heinz no fuera tu padre y Hubert no fuera el novio de Theda, hace un momento habría cometido un doble asesinato. En forma de U. Ahora sí que han perdido el juicio del todo. Menuda ayuda. Y nosotros, a empezar de cero.
El señor Keller se entrometió:
—El peor era el de la gorra.
—Y usted es un chivato. —Al fin y al cabo, el de la gorra era mi padre—. Primero recogeremos los plásticos. La basura se la llevan ustedes. Vamos, a trabajar.
Al cabo de media hora y uniendo fuerzas conseguimos meter todo el embalaje en el camión. El señor Keller, que seguía ofendido, le dio a Marleen el recibo para que lo firmara, se metió la propina en el bolsillo y se fue al puerto con sus compañeros.
Nils los siguió con la mirada.
—Ese dinero nos lo tendrían que dar los señores; ellos y su forma de U. —Sacudió la cabeza—. Vaya una chifladura.
Onno carraspeó.
—A ver, un poco de respeto. A mí me sigue pareciendo una buena idea.
Marleen cogió aire.
—Nils, ¿dónde está el plano?… Gracias. Veamos, Christine y Gesa os encargáis de las mesas de la izquierda; Nils y Dorothea, de las de la derecha; Onno y yo nos pondremos con el fondo. Andando.
Mientras levantaba la primera mesa con Gesa me di cuenta de que había estado una hora sin pensar en Johann. Eso me infundió ánimo.
Llevábamos casi la mitad del bar según las indicaciones del plano de Nils cuando Onno se sentó en una silla y cruzó los brazos.
—No puedo más. Tengo hambre. Son más de las doce y ni siquiera he desayunado. Si no como, me voy a casa.
Daba la impresión de no admitir réplica. Marleen consultó el reloj.
—Está bien, haremos un descanso. Tengo lentejas, estarán calientes dentro de diez minutos. Gesa, ¿te vienes conmigo a poner la mesa?
Onno fue detrás, no quería correr el más mínimo riesgo. En la puerta, se volvió.
—Yo empiezo a comer, vosotros venid cuando queráis.
Nils, Dorothea y yo aún colocamos debidamente tres mesas, luego Nils se estiró y echó un vistazo alrededor.
—Esto es otra cosa. Yo también tengo hambre, ¿os venís?
—En seguida. —Me dejé caer en uno de los sillones que había ante la chimenea abierta—. Necesito descansar cinco minutos.
—Buena idea. —Dorothea se acomodó en el sofá de enfrente—. Ahora vamos.
—Vale. Intentaré que Onno os deje algo. Hasta luego.
Me retrepé un instante y cerré los ojos. Antes de volver a abrirlos, oí una bicicleta que llegaba y luego la correspondiente voz.
—¿Dónde estáis?
—Kalli debe de tener un detector incorporado que lo avisa cuando hay comida. Es increíble.
Dorothea se puso en pie y salió a su encuentro. Kalli ya estaba en la puerta.
—Hola, ¿estáis solas?
—Los otros están en la cocina, hay lentejas.
Kalli sonrió complacido.
—Pensaba que habías ido a ver las gaviotas con mi padre y Hubert.
Me incorporé a duras penas. De tanto mover muebles me dolía todo. Kalli se puso rojo y se rascó el brazo tímidamente.
—Es que surgió un imprevisto… Carsten y yo… Heinz y Hubert han seguido con las niñas, a ver las gaviotas.
—¿Qué imprevisto? Y ¿dónde está Carsten?
—Esto…, es que Gisbert… nos reclutó para las labores de vigilancia, pero Heinz dijo que eso no era para las niñas, así que tuve que empezar yo y ahora Carsten me ha relevado, yo tenía mucha hambre.
Dorothea se rió.
—Y ¿ahora vigila Carsten? Entonces ha sido él el que me ha cogido las gafas de sol. Estaban en la repisa de la ventana y han desaparecido. ¿Por dónde anda?
Kalli se encogió de hombros.
—Ni idea. En mi turno Thiess estuvo todo el tiempo en un sofá de mimbre, leyendo. Un aburrimiento.
—¿Estaba solo? —No pude por menos de preguntar.
—¿Carsten?
—No, Johann Thiess.
—Sí, por eso fue tan aburrido. Tal vez Carsten tenga más suerte. Necesito comer algo ya mismo. —Desapareció con la última palabra. Dorothea y yo vimos que iba a la pensión a buen paso.
Dorothea respiró profundamente.
—Empiezan a darme miedo esas pesquisas. Tienen algo enfermizo. Pobre Thiess. Vaya a donde vaya, siempre con un anciano con gafas de sol pisándole los talones. —No pudo evitar reírse—. Imagínate. Yo en su lugar habría perdido los estribos hace tiempo.
Cuando iba a responder reparé en una mujer que miraba por una de las ventanas de la pensión de puntillas. Me resultaba familiar. Le di un empujón a Dorothea.
—¿Qué hace ésa ahí?
Ella se inclinó.
—Ni idea. Mirar. Un momento, ¿no es ésa…?
Yo también la reconocí ahora: era la mujer que salía en las fotos de Gisbert. La señora mayor rica del Georgshöhe.
—Es ella. —Dorothea ya se había puesto en marcha—. La supuesta víctima. Voy a preguntarle qué tiene que ver con Johann Thiess.
Salió al patio y exclamó:
—¡Hola, espere un momento!
La señora se asustó y miró hacia nosotras. Al ver a Dorothea, dio media vuelta. Dorothea fue tras ella, en la entrada se volvió un instante hacia mí y no vio que en ese momento Gisbert von Meyer doblaba la esquina en la moto.
Se la llevó por delante sin más. El golpe me sacó del pasmo. Me planté allí en unas décimas de segundo. Dorothea estaba sentada de culo, agarrándose la rodilla. Miró iracunda a Gisbert, que salió de debajo de la moto gimoteando y se quitó el casco.
—¡Idiota! ¡Ay! ¿Cómo se puede ser tan torpe? Y ahora se ha ido. Vas a ver lo que es bueno, imbécil, irás a la cárcel por lesiones. Mierda, Christine, cómo me duele la rodilla.
Gisbert se sentó a su lado y le tocó con cuidado la zona despellejada. Ella le dio en la mano.
—No me toques, imbécil. Primero casi me matas y ahora vienes agachando las orejas.
Le acaricié a Dorothea la espalda para tranquilizarla.
—¿Puedes ponerte en pie?
—Claro… ¡Ay!
La levanté y ella intentó andar. Podía, sólo cojeaba un poco. Gisbert seguía sentado. Me dio un poco de pena.
—¿Te has hecho algo?
Él sacudió la cabeza con valentía y se levantó profiriendo un leve gemido.
—No es nada. No hay dolor que valga.
Me temía un comentario semejante.
Miró la moto.
—Pero me temo que tenemos un problema técnico.
Dorothea lo fulminó con la mirada.
—A ver, valiente, si no te hubieran regalado el carnet, esto no habría pasado. A gente como tú no deberían dejarla conducir. Además, ¿qué haces aquí? ¿Observar gaviotas sombrías?
Él se sacudió el polvo del pantalón.
—En realidad, estaba inmerso en el esclarecimiento del caso. Seguía a la víctima para protegerla, pero lo has echado todo a perder. Muchas gracias.
—¿Qué ha pasado? —exclamó Marleen, que salió seguida de Onno y de Kalli.
—¿Estáis todos bien?
Dorothea hizo un gesto de impaciencia.
—Sí, el cerebro de Von Meyer es lo único que ha salido algo malparado, pero no se nota. ¿Tienes una tirita para la rodilla?
Mientras Marleen se ocupaba de Dorothea, Kalli y Onno examinaron los daños de la moto de Gisbert. Kalli cabeceó al ver el manillar.
—Es una Hercules, puede con esto. Y los arañazos los arreglas con un rotulador.
Gisbert pasó la mano por el cuerpo.
—Menudo fastidio.
—Y ¿por qué corres como un loco? —Percibí malicia en la voz de Onno. El escritor insular no terminaba de caerle bien—. Mi hermano pequeño también tenía una Hercules. Cuando tenía dieciséis años. Y yo una moto de verdad, una Suzuki.
Le di en un costado.
—¡Onno! Vamos, íbamos a comer. De todas formas, la señora mayor se ha ido.
—Lo que yo diga. —Gisbert estaba desolado—. Tanto hilar fino para nada.
Nils y Marleen volvieron con Dorothea, que lucía una tirita en la rodilla y, tras fulminar nuevamente a Gisbert, dijo:
—Me voy a comer.
Dorothea echó a andar cojeando exageradamente, y Gisbert permaneció donde estaba, expectante, hasta que Marleen dijo:
—Vamos, vente a comer, sólo ha sido un pequeño susto.
Se sumó al grupo con expresión trágica y nos siguió como pudo, al parecer, al límite de sus fuerzas.
Tras un breve descanso para comer volvimos al bar. Nils y Onno levantaron de inmediato la primera mesa del montón y Gesa y yo cogimos la siguiente. Sólo Kalli se quedó allí como un pasmarote.
—Ponerme yo solo es una estupidez. No me gustaría hacerles ningún arañazo a estas mesas tan caras.
Esperó a Marleen, que metía botellas de agua en cajas, y levantó la cabeza un momento.
—Ahora mismo voy. Gisbert, ¿no puedes echarnos una mano?
Él la miró horrorizado.
—Acabo de sufrir un accidente.
A Dorothea estuvo a punto de caérsele lo que tenía en las manos.
—Yo es que no me lo puedo creer. Von Meyer, no me busque las cosquillas.
—Señor Von Meyer, por favor. —Gisbert se levantó despacio—. Además, no dispongo de tiempo. Aún tengo cosas que hacer. ¿Kalli? No olvides el relevo. Aunque en realidad ahora le toca a Heinz. Y Hubert todavía no ha hecho nada. Por cierto, ¿dónde están?
Kalli miró atemorizado a Marleen, que ya le dirigía una mirada amenazadora.
Ya fuera por los dolores o por lo furiosa que estaba con el negligente motorista, Dorothea se plantó ante Gisbert con una expresión peligrosa en la cara.
—A ver, amigo mío, escúchame bien. Ni Kalli ni Heinz ni Hubert ni Carsten seguirán jugando a policías y a ladrones. O le pedís disculpas al señor Thiess, que lleva días perseguido por unos jubilados enajenados con gafas de sol y un periodista de tres al cuarto, o vais a la policía. Pero hasta que abramos mañana no queremos volver a oír ni una sola vez la palabra cazafortunas. ¿Se te ha metido en ese cerebro de mosquito?
Gisbert apenas podía respirar.
—¿Tú qué te has creído?… ¡Marleen! Di tú algo. Al fin y al cabo, también está en juego el prestigio de tu pensión.
—Dorothea tiene razón. Debemos seguir como sea o no acabaremos nunca. A la inauguración vendrán unos ciento veinte invitados, y necesito toda la ayuda disponible. Por lo que a mí respecta, puedes espiar a quien quieras y lo que quieras, pero, por favor, no lo hagas aquí y…
No consiguió finalizar la frase, ya que la puerta se abrió de golpe y entraron Hubert, mi padre y las gemelas.
—Hola, ya hemos vuelto. —Mi padre se agachó ante la puerta para que Emily, que iba subida a sus hombros, no se diera en la cabeza.
—Gisbert, amigo mío, tienes un arañazo de miedo en la moto. ¿No has cogido la curva?
Onno soltó una risita.
—Ha pillado a Dorothea.
Hubert, que llevaba de la mano a Lena, se acercó a él.
—¿Cómo?
Marleen veía que el tiempo se esfumaba.
—Nada. Gisbert ya se iba, y nosotros aún tenemos que hacer. ¿Empezamos? —Lanzó una mirada de advertencia a los presentes.
—Ah, por cierto, Marleen. —Mi padre bajó con cuidado a Emily—. Delante de la pensión hay un coche patrulla. Le he preguntado al agente a quién buscaba, creía que…, pero te quiere sólo a ti, para darte algo.
—Muy bien. —Marleen se dirigió a la puerta—. Vosotros seguid, por favor, empiezo a ponerme nerviosa.
—Marleen, espera. —Onno soltó la herramienta que llevaba en la mano.
Ella se detuvo.
—¿Por qué?
—Voy contigo. Gerd está de servicio, iré a saludarlo.
Cuando ambos estaban fuera, Dorothea preguntó:
—¿Gerd?
Nils cogió la siguiente mesa.
—Gerd es el hermano de Onno. Y uno de los policías de la isla.
Hubert se puso a mirar por la ventana ensimismado. Le di un empujoncito.
—¿Te pasa algo?
—¿Eh? —Se sobresaltó—. Soñaba despierto, perdona.
Las gaviotas, las niñas o mi padre lo habían dejado para el arrastre. Probablemente fueran las tres cosas. Al menos, era como si el pobre hubiera visto una aparición.
—Si quieres puedes ayudar a Kalli con las mesas. —Procuré decirlo en un tono alentador.
—Claro. —Se puso en marcha en el acto.
Entretanto, mi padre se paseaba por el bar con una niña de cada mano, enseñándoselo todo.
—Mirad, ahí, delante de la chimenea, van sillones y sofás, así uno se puede repanchingar y mirar el fuego. Se llama lounge. —Lo pronunció lonshe—. Es lo que se lleva ahora, muy fino. —Se quedó en suspenso y enarcó las cejas—. Y detrás es como cualquier restaurante. Bastante aburrido. Pero da lo mismo.
Nils torció el gesto sin que él lo viera, pero continuó trabajando sin decir nada.
—Y ésta es la barra, delante van esos taburetes. También muy elegante. Ahí esperarán los caballeros a las señoras con las que se hayan citado.
—Y ¿por qué esperan los caballeros? —Lena pasó una mano por uno de los taburetes con sumo respeto.
—Porque las señoras siempre llegan tarde. Es propio de ellas.
—¡Papá! No les digas esa bobada a las niñas.
—¿Cómo que bobada? Lo dicen las estadísticas.
—Pues entonces no te han incluido a ti. Mamá siempre tiene que esperarte porque eres lento. Y ella es puntual.
Mi padre se agachó hacia las niñas.
—Os he dejado unos blocs y pinturas en la repisa de la ventana. Haced unos dibujos bonitos para la inauguración.
Las gemelas se fueron, y yo apreté más la pata de una mesa y dije:
—Cobarde. Ni siquiera lo admites.
—Tu madre siempre llega antes de tiempo, eso tampoco es ser puntual. ¿Ya estás mejor?
—Sólo estaba de mal humor, no te preocupes. —Seguí apretando tornillos con abnegación y cambié de tema—. Por cierto, ¿qué le habéis hecho a Hubert? Antes estaba todo confuso.
Mi padre observó con aire meditabundo a Hubert, que arrastraba mesas con Kalli en el otro extremo del bar.
—No lo sé. Me he ido un momento, lo he dejado con las niñas y cuando he vuelto estaba raro.
—¿Por qué? ¿Adónde te has ido?
Él sonrió satisfecho.
—Le he comprado a Marleen un regalo estupendo para la inauguración. Se va a quedar turulata.
Sonaba peligroso.
—Y ¿qué le has comprado?
—Una red de pesca. Usada.
Se me cayó el destornillador de la mano.
—Papá, pero si ella no…
—¡Chsss! Ahí viene.
Marleen daba la impresión de haber visto un fantasma. Se acercó a mí, seguida de cerca por Onno, que casi le pisaba los talones de puro nerviosismo. Antes de que pudiera decir nada, mi padre preguntó:
—¿Y? ¿Qué quería la policía?
Sólo entonces reparó Marleen en él.
—Nada en particular. Sólo hacerme unas preguntas.
—Y en… ¡Ay!
Onno apartó la pierna, con el rostro desfigurado por el dolor. Marleen le puso una mano en el brazo.
—¿Te he dado? Lo siento.
Le dedicó una sonrisa a modo de disculpa, pero yo estaba segura de que lo había hecho a propósito. Después me dijo en voz baja:
—Tengo que contarte algo. A solas.
Un ruido que todos conocíamos interrumpió todas las actividades. Gisbert entró a toda pastilla en el patio con la moto rayada. El accidente no había hecho de él un conductor más prudente. Dorothea miró por la ventana.
—Señor, dame paciencia. Y también hay un taxi. ¿Vendrá aquí?
En efecto, el vehículo se detuvo en la entrada y de él se bajaron Hannelore Klüppersberg y Mechthild Weidemann-Zapek. Las dos llevaban vaqueros y sendas camisas verde oliva.
—Sólo falta la red de camuflaje.
—Dorothea, apártate de la ventana.
Mi padre la miró impaciente y salió al encuentro del trío. Carsten entró al mismo tiempo en el patio y se bajó elegantemente de la bicicleta ante la atenta mirada de las mimetizadas señoras. Las gafas de sol de Gucci de Dorothea le conferían un aspecto raro. Saludó con picardía a Dorothea, que seguía embobada en la ventana y lanzó un suspiro.
—Nils, como acabes pareciéndote a él, aunque sólo sea un poco, se acabó.
—Oye, que yo he salido a mi madre. O eso dicen todos. —Sin inmutarse, Nils colocó debidamente la siguiente mesa—. No te sulfures.
El grupo entró en el bar, las señoras primero, luego Gisbert y mi padre, y por último Carsten. Nos quedamos mirándolos con atención, el único que seguía trabajando era Nils.
—¡Nils! —Ese tono sólo lo tenía un padre—. No hagas tanto ruido. Tenemos que contaros algo.
—Y nosotros tenemos que terminar.
Admiré el valor de Nils, que se atrevía a plantarle cara a su padre.
—¡Nils!
El aludido enderezó la mesa y se sentó encima.
—Muy bien. ¿De qué se trata?
En todas partes se cuecen habas. Carsten se quitó las gafas de sol y las cerró.
—Sólo queríamos informaros de que las labores de vigilancia han terminado. Y, señoras mías, corríjanme si me equivoco, el éxito ha sido rotundo.
—Sí. —Mechthild Weidemann-Zapek se ufanó—. Podría decirse así.
—¿Se ha propasado con ustedes? —Mi padre parecía preocupado.
Ella asintió con aire triunfal.
—Prácticamente.
Yo no estaba en la mejor forma, pero aún sabía leer entre líneas.
—¿Qué significa «prácticamente»?
Hannelore Klüppersberg no ahondó en el tema.
—Hemos estado toda la tarde en el Georgshöhe. Primero hemos andado de acá para allá y después nos hemos sentado a una mesa junto al señor Thiess a tomar café.
—Yo estaba una mesa más allá —apuntó Carsten.
—¿Con mis gafas de sol? ¿Mirando?
—Dorothea, déjalos hablar. —Mi padre se impacientaba.
—Miraba a otro lado descaradamente, con método —continuó Mechthild.
Ahora era yo quien quería saber.
—¿Estaba solo?
Gisbert se alisó el cabello antes de contestar:
—Desde luego. Se ha dado cuenta de que lo habíamos cercado. Por eso no corre ningún riesgo.
—Entonces no intentó ligar con las señoras ni vosotros habéis demostrado su culpabilidad, ¿no?
—Vamos, Christine —dijo Gisbert en tono paternal—. Su comportamiento ha sido más que claro, despierta de una vez. Te has equivocado con ese hombre: es un delincuente.
—Ya basta. —Marleen dio un manotazo en la mesa que tenía más cerca.
—Exacto. —Estaba más que harta de todo aquello, y me dirigí hacia la puerta—. Y ahora me voy a fumar un cigarrillo.
—¿Christine?
—¿Qué? —Me volví hacia mi padre.
—Nada. Bueno…, que si necesitas fuego… yo tengo cerillas.
Me las tiró. Poco a poco empezaba a ser adulta.
Dos cigarrillos después volvía a reinar la calma en el bar. Kalli y Hubert limpiaban las mesas, Marleen y Dorothea colocaban los últimos vasos en las vitrinas, Onno y mi padre miraban a las gemelas, que seguían pintando. El cuarteto del detective jefe se había esfumado.
—¿Y bien? —Acerqué una silla—. ¿Los señuelos han vuelto a entrar en acción?
Mi padre señaló a las niñas, que se inclinaban concentradas sobre los dibujos.
—Delante de las niñas no. Luego dormirán mal.
Emily levantó la cabeza.
—Son señoras, no señuelos. Y aún no tengo que irme a la cama, todavía hay mucha luz fuera.
—Cierto. —Mi padre dio unos golpecitos en el dibujo—. El pico tiene que ser más largo. ¿Sabes qué? Christine no sabe tanto de gaviotas como nosotros.
—Pues pregúntale a Hubert —explicó Lena al tiempo que lo señalaba con el dedo—. Hubert es igualito que el rey de las gaviotas. Porque también las conoce todas, a las gaviotas reidoras y a las gaviotas canas y a las gaviotas argénteas y…
La frente se le arrugó de tanto pensar. Por suerte, su hermana acudió en su ayuda.
—A las gaviotas sombrías. Y no siempre se pueden coger los huevos y los papás de los huevos atacan a los que los cogen. Las mamás no.
—Muy bien, Emily. —Mi padre asintió orgulloso—. Es como en la vida, donde los padres también protegen a los hijos. Las mujeres sólo los crían.
—Ajá. —Dejé ver que estaba impresionada—. Cuando no llegan tarde.
—Exacto. —Lena daba los últimos toques al pico del pájaro en la hoja—. Oye, Christine…
—¿Sí?
—Hubert es como Lille Peer. Igualito. Pero es un secreto. —Se mordió el labio inferior y me miró con seriedad. Yo resistí la mirada.
—Sí, conoce a las gaviotas. Lo sé.
—No, si lo digo por…
—Ahí viene mamá. —Emily se bajó de la silla y corrió hacia Anna Berg—. Mamá, hemos estado en la playa con el rey de las gaviotas y hemos…
—Un momento, Emily, primero déjame entrar. —Cogió a su hija en brazos y vino hacia nosotros—. Hola. Ya casi han terminado, está fenomenal.
—Sí. —Mi padre se levantó y echó un vistazo—. Demasiadas mesas, quizá.
—Espero que siempre estén ocupadas. ¿Les han dado mucho la lata las niñas?
—Claro que no. Las dos son muy eficientes. Han cuidado muy bien de Hubert y de mí, ¿a que sí? Y ¿qué tal ha ido la vela?
—De maravilla. Les doy las gracias de nuevo. Mi marido y yo no sabemos cómo pagarles lo que han hecho, de veras. Como canguros no tienen precio.
Mi padre, halagado, le restó importancia con un gesto.
—Nada, nada. Y a mi hija la puedo dejar sola.
—Ya se nos ocurrirá algo. Vosotras dos, coged vuestras cosas y dad las gracias. Bueno, pues que lo pasen bien, hasta luego.
Cuando el último objeto estuvo en su sitio, el último centímetro limpio y todo según el plano de Nils, recordé que Marleen quería contarme algo. Me acerqué a la pensión, estaba hablando por teléfono con la floristería.
—Pues entonces sobre las seis y media, así tendremos tiempo para decorarlo todo. Hasta mañana, gracias. —Colgó y respiró profundamente—. Bueno, pues ya está todo. Gesa acaba de ir a ver a los del catering para darles la lista definitiva. Con esto está todo organizado.
—Por cierto, querías contarme algo, ¿no?
Marleen se cercioró de que nadie nos oía.
—Sí. Pero no quería que Heinz o Gisbert se enteraran, se habría armado una buena.
—¿Qué ha pasado?
—Gerd ha estado antes aquí, el policía.
—El hermano de Onno.
—Sí. Ha venido a darme esto. —Metió la mano tras el mostrador y sacó una cartera negra que me entregó—. Se la encontraron unos huéspedes en la playa y se la llevaron a él.
La abrí y lo primero que vi fue una tarjeta de visita: «Su hogar en Norderney. Haus Theda».
—¿Y?
—Mira bien.
Detrás de la tarjeta había un carnet de identidad. Lo saqué y me quedé mirando una foto de ¡Johann! Y salía muy favorecido, la verdad. Pero debajo figuraba un nombre distinto: Johannes Sander.
—Nacido en Colonia, 1,86 metros, ojos marrones. —Leí a media voz—. No puede ser. ¿Sander? Entonces, ¿por qué se hace llamar Thiess?
Marleen miró por encima de mi hombro.
—Sigue leyendo, también está la dirección, y coincide: Bremen.
—Pero el nombre no. ¿Qué significa esto? ¿No te enseñó el carnet?
—Con el jaleo que había, no. Y tampoco les pido el carnet a todos los huéspedes, ya no hace falta. Mira, también estaba su móvil, le he dejado un mensaje en el buzón de voz diciendo que tiene aquí sus papeles. Por cierto, hay más tarjetas, los que se encontraron la cartera eran muy honrados. En cualquier caso, le he dicho que se pase mañana antes de la inauguración a recoger la cartera; lo del nombre distinto no lo mencioné.
—Yo también tengo su móvil.
—Pues llámalo. O proponle quedar en algún sitio y se la llevas.
Me paré a pensar un instante antes de marcar el número. El corazón me latía cuatro veces por cada señal.
«Buzón de voz T-Mobile. El teléfono móvil 0171…».
Colgué. Probaría más tarde. Sin embargo, la decisión estaba tomada: llamaría a Johannes Sander. Y que fuera lo que Dios quisiera.
Marleen había propuesto que nos reuniéramos todos en el bar a las ocho.
«Celebraremos que hemos terminado con una cerveza y Hubert hará una parrillada de salchichas».
Entretanto, yo ya había pulsado el botón de rellamada unas diez veces, ya me sabía el texto de memoria. Johann/Johannes no me había devuelto la llamada, de manera que seguía en las mismas.
Mi padre, enfundado en su colorista camisa de Norderney, Dorothea y yo fuimos juntos al local, que ahora sí podía llamarse bar. En la entrada, Dorothea dijo lo que yo pensaba:
—Es el bar más bonito de todos los que conozco.
En la parte de delante se veía el lounge, los sillones blancos en torno a la chimenea, entre ellos candeleros y mesitas; la parte posterior la ocupaba el restaurante.
—Es muy bonito. —Mi padre echó una ojeada satisfecho—. A mi juicio, ningún interiorista lo podría haber hecho mejor.
—Hemos tenido un interiorista.
—Ya, bueno, nuestro Nils. Pero con las buenas ideas que dimos nosotros. Hola, Kalli, ya has venido. Hemos hecho un gran trabajo, ¿no?
Los dos fueron primero a la parte de atrás, hasta la gran mesa que Marleen y Gesa estaban poniendo, y se sentaron juntos.
—¿Qué hay? ¿Todavía no podemos pasar? —preguntó Carsten detrás de nosotras.
—Sí. —Me hice a un lado—. Es que ha quedado tan bien que estamos entusiasmadas.
—Hombre —Carsten le dio una palmada en la espalda a Nils—, bien que me tocó aflojar la mosca por su carrera. Algo tenía que salir de ahí.
Fuimos viendo tranquilamente el fruto de nuestro trabajo de los últimos días. Había merecido la pena. Hubert cruzó la entrada lateral con un delantal y una fuente en la mano.
—Las primeras salchichas acaban de salir, ¿estamos todos?
—Sí. —Onno nos adelantó por la derecha, se sentó junto a Kalli y le tendió su plato a Hubert—. Dame una, anda.
—Eres el electricista más comilón que he visto en mi vida. —Mi padre le pasó la ensaladera—. ¿Qué vas a hacer cuando dejes de comer aquí a diario?
Onno ya masticaba.
—Otra obra. Eso haré.
La media hora siguiente fue apacible, todos comían, casi nadie hablaba, y el aparato de radio con el que nos habían torturado los últimos días había vuelto al sótano de Marleen. En su lugar, del nuevo equipo de música salían suaves acordes de piano.
—Y di —mi padre se quitó las gafas, señal de que había terminado de comer—, mañana, en la inauguración, ¿también vamos a escuchar este sonsonete o va a venir una orquesta?
En ese preciso instante un traqueteo familiar acalló el sonsonete.
—No, por favor, ¿qué quiere ése otra vez? ¿Está pidiendo a gritos que le den o qué?
—¡Dorothea! —Mi padre tapaba la mostaza, que Onno le quitó acto seguido—. Gisbert es de la prensa. No puedes inaugurar un local y desatender a los medios.
Se volvió hacia la puerta, donde Gisbert von Meyer meneaba el casco.
—Gisbert, muchacho, pasa al salón, no seas tan tímido. Ya los conoces a todos.
—Por desgracia. —Onno cogió la quinta salchicha.
—Buenas noches. —Gisbert von Meyer hizo una torpe reverencia antes de sentarse con mi padre—. Marleen, enhorabuena una vez más, las flores llegan mañana. Corren de cuenta del periódico.
Dorothea se metió bajo la mesa para coger la servilleta.
Gisbert se sacó una libreta del bolso y dejó junto a ella un lapicero bien afilado.
—¿Hacemos ahora unas entrevistas o preferís dejarlo para mañana, cuando estén las personalidades, con la fiesta en pleno apogeo? Por cierto, también vendrá el alcalde. O al menos me lo ha prometido, naturalmente también le haré algunas preguntas incómodas.
Dorothea suspiró al asomar la cabeza de nuevo. Onno la miró primero a ella y luego miró a Gisbert.
—La verdad es que estamos descansando y queríamos un poco de tranquilidad.
—Pues entonces, nada. —Libreta y lápiz volvieron al bolso de Gisbert—. Me parece bien. De todas formas ya tengo el artículo en la cabeza. Voy a aglutinar los dos bombazos de Norderney de los últimos días, ¿sabéis?: el cazafortunas y la inauguración de este establecimiento.
—¡Gisbert! —Marleen ya estaba nerviosa—. Ya basta. Estamos hasta las narices de oír eso.
—No podéis mirar siempre hacia otro lado. Tenemos pruebas, mañana le entregaré todo el material a la policía, se postrarán a nuestros pies.
—Mi hermano es policía. —Onno tenía los ojos entornados—. Y no es de los que se postran.
—¿Tú qué sabes? No tienes ni idea de lo explosivos que son mis indicios.
—Indicios. Menuda ridiculez. Pero si las fotos de ese móvil absurdo se han borrado.
Kalli y Heinz intervinieron. A coro.
—Onno. Gisbert.
Los dos adversarios pasaron por alto la interrupción. A Gisbert se le enrojeció el cuello.
—La dirección es falsa, él ha mentido y engañado, miró descaradamente a nuestras informadoras, pero ¿para qué te cuento yo nada? No tiene ningún sentido. Electricista de pacotilla.
—Y ¿qué hay del nombre?
—¿Qué nombre? El tipo se llama Johann Thiess.
—Mal —repuso con aire triunfal Kalli—. Muy mal. Mi hermano y yo hemos puesto a buen recaudo sus papeles. Y no se llama así.
A Hubert se le cayó el tenedor.
—¿Cómo que no se llama así? Entonces, ¿cómo?
Onno se limpió la boca con la servilleta.
—Se me ha olvidado. Empezaba por M o P o algo así; en cualquier caso, Thiess no. Pero vi los papeles. Y Marleen también los ha visto. Chúpate ésa, escritorzuelo de pacotilla.
Todos los ojos se clavaron en Marleen, que preguntó impasible:
—¿Habéis terminado de comer? Pues voy a quitar la mesa.
Mi padre la agarró por el brazo.
—No, ahora no. ¿Cómo se llama? Di. Y ¿cómo es que has visto los papeles? ¿Por qué no nos lo has contado?
Marleen se zafó y empezó a apilar los platos.
—Se me ha olvidado el nombre, era algo complicado. Además, no volveremos a tocar este tema hasta después de la inauguración. Y la inauguración es mañana.
—¿Ruso? ¿O chino?
—¿Qué?
—¿Qué va a ser?, pues el nombre. —Mi padre se estrujaba los dedos—. ¡Haz memoria!
Marleen se inclinó sobre la mesa, con el rostro muy cerca del de mi padre, y habló con suma claridad e inquietantemente despacio.
—Heinz, amigo mío, no me pongas nerviosa. Mañana es la inauguración, después ya veremos. ¿Me has entendido?
Él bajó la cabeza y se retrepó.
—Claro. No pasa nada. Mañana, entonces. ¿Qué, muchachos?, ¿a alguno le apetece una partidita de tresillo?