Tango criminal

Me miré las arrugadas manos mientras esperaba al resto en el sofá de mimbre. Casi eran las ocho, acabábamos de terminar y, a diferencia de Marleen, Dorothea y Gesa, a mí no me apetecía nada cambiarme de ropa. Había sido un día demencial. Por la mañana aún creía que la vida era maravillosa, a mediodía llegó Gisbert el Destructor, y ahora todo se había roto en mil pedazos. Johann se había ido, yo era infeliz, las chicas me compadecían y la pandilla de jubilados planeaban el acoso y derribo de Johann. Por lo que a mí respectaba, podía quedarme con la ropa de limpiar. De todas formas, todo me daba lo mismo.

Marleen, con unos vaqueros limpios y una camiseta blanca, y el pelo aún mojado de la ducha, se sentó frente a mí.

—Cómo me alegro de que hayamos terminado. Los muebles llegan mañana a eso de las ocho, pero aún tengo que ir al banco, no hubo manera de cambiar la fecha, aunque estaréis vosotros. Volveré sobre las ocho y media. ¿Me estás escuchando?

—¿Qué? —Al oír la palabra «banco» me acordé otra vez de Johann. Eso si de verdad trabajaba en un banco, que también podía ser mentira—. Pues claro. Mañana tenemos que ir al banco.

—¡Christine!

Pero ¿me había mentido en realidad? Lo cierto era que siempre se había andado con evasivas. En cualquier caso, ningún hombre enamorado se comportaba así.

—¿Sí?

Marleen me dirigió una mirada penetrante.

—No me estás escuchando, estás en otra parte, y ya me imagino dónde. Bueno, pues te diré algo antes de que lleguen los muchachos. No me creo una sola palabra de esas tonterías. Johann Thiess es un buen tío, quizá esté resolviendo algún problema, pero seguro que no tiene nada que ver con viejas ricas. Al fin y al cabo, conozco un poco a las personas. Párate a pensar: está aquí de vacaciones, de pronto sospechan de él y para colmo empiezan a seguirlo unos ancianos como si fuera una película de serie B; por favor. Y luego empiezas tú también a hacer cosas raras. Creo que de verdad está colado por ti y…

—¿Quién está colado? —La voz de mi padre sonó alarmantemente amable. Marleen sonrió.

—Hombre, Heinz. Creo que Gisbert está colado por Christine. Siempre está aquí metido…

Mi padre se sentó a mi lado y se frotó las manos satisfecho.

—Sí, ahí puede que tengas razón. Y eso que también anda metido en otras cosas. Pero yo también creo que mi hija le hace tilín. Por eso quiere protegerla de ese delincuente.

A modo de apoyo, me pasó un brazo por los hombros y me apretó un instante.

—Oye, Heinz —dijo Marleen, zalamera—, y ¿no podría ser que Gisbert diga que el hombre que le gusta a Christine es un delincuente sencillamente por eso?

—Bah, bobadas. —Mi padre retiró el brazo bruscamente—. Gisbert no tiene ninguna necesidad de hacer eso.

Tosí antes de que me diera una risita desesperada. Marleen sacudió la cabeza con resignación y vio que en ese momento Gisbert entraba en el patio. Llevaba un pequeño remolque en la moto en el que traía una caja de cervezas.

—Por lo menos esta vez trae algo. Siempre ha estado bebiendo aquí gratis.

—Marleen —silbó mi padre en voz baja—. Si hay algo que no soporto es a las mujeres tacañas. Le estarás agradecida por sus servicios.

Se levantó y fue a su encuentro. Marleen se echó hacia adelante.

—El pequeño Gisbert no saca la caja del remolque y Heinz anda mal de la cadera. A ver qué pasa ahora.

Kalli apareció en la entrada, nos saludó y se bajó de la bicicleta. Mi padre le cogió la bici y la dejó debidamente apoyada contra la pared.

—Kalli, coge la caja del remolque, yo iré por vasos. Gisbert, ven a sentarte.

Cuando se quitó el casco, Gisbert tenía el pelo electrizado, que ondeó al viento. El periodista sacó pecho y vino radiante hacia mí.

—Christine, estás estupenda. ¿Puedo?

—Heinz está sentado al lado de Christine. —Marleen reaccionó antes que yo—. Ve por una silla plegable al garaje, anda.

Torció el gesto, pero se trajo en el acto dos sillas. Kalli, que arrastraba la caja de cervezas, le dio las gracias.

Mi padre llegó acompañado de Gesa, que llevaba la bandeja con los vasos, y Hubert, que se hacía cargo de las botellas de agua. Se sentó junto a mí en el sofá de mimbre y dirigió a Gesa una mirada dubitativa.

—Hacen falta unas sillas plegables. ¿Dónde está Carsten? ¿Otra vez de cháchara con Dorothea?

—Ahora vienen. —Gesa repartió los vasos y después fue por las sillas.

—Los he visto en el malecón. Mira, ya están ahí.

—Buenas tardes. —Carsten dio unos golpecitos en la mesa y se sentó—. Nils, ve por el banco del bar, no me gustan nada esas sillas plegables. Y tú también eres muy tuyo con los muebles. Dorothea, tú puedes sentarte a mi lado. Que ayude Kalli a Nils.

Yo sentía la necesidad de estar sola. Sentarme en la playa a fumarme un cigarrillo, mirar el mar y pensar en amores frustrados.

En ese momento mi padre se levantó y desestabilizó el sofá.

—¿Podemos empezar? Esto no es ninguna parrillada festiva.

—Exacto. —Gisbert miró a mi padre—. Tenemos una misión.

Kalli abrió los botellines de cerveza y los fue pasando.

—Y ¿dónde están la señora Klüppersberg y la señora Weidemann-Zapek?

—Kalli. —Dorothea seguía sin ver la gravedad de la situación—. Ya lo has oído, esto no es ninguna parrillada festiva.

El aludido enrojeció.

—No quería…, es que ellas… ¿Alguien más quiere una cerveza?

Gisbert von Meyer se aclaró la garganta y se puso en pie. Acto seguido alisó una hoja de papel y miró a los presentes.

—Bueno, ya estamos todos. Me gustaría…

Ahora estamos todos. —Onno apareció de pronto y miró a Gisbert enfadado antes de coger una silla y sentarse junto al sofá de mimbre. Se inclinó hacia mí—. Este listillo me saca de quicio. Siempre se olvida de mí.

Me quedé pasmada: Onno el tranquilo rebelándose.

Gisbert pasó por alto a Onno y empezó.

—Amigos. En primer lugar me gustaría leeros el artículo que he escrito y que aparecerá mañana en el Inselkurier. Allá va: «Fuentes fidedignas nos han dado conocimiento de que se ha conjurado un gran peligro para los habitantes de la isla y sus visitantes, en particular para los femeninos. Una movilización nunca vista hizo posible que un valeroso grupo de arrostrados hombres detuviera a un cazafortunas buscado por la Interpol. Días de investigación y arriesgadas labores de vigilancia propiciaron que los héroes acorralaran a un delincuente que se las sabía todas. A día de hoy, el sujeto abandonará Norderney. La policía, que parece tener bastante que hacer con los delitos cotidianos que asolan nuestra isla vacacional, celebrará el dinamismo de esta resuelta milicia popular tan altruistamente fundada. Mañana y en este mismo sitio dispondrán de información adicional sobre la detención y los detalles de las pesquisas. GvM». —Dobló el papel y a sus labios asomó una sonrisa triunfal—. ¿Y bien?

—¿La Interpol? —Marleen contuvo la risa.

—¿Milicia popular? —Nils sonrió abiertamente.

Dorothea añadió leña al fuego:

—¿Arriesgadas labores de vigilancia?

Hubert no entendía nada. Miraba a uno y a otro y finalmente preguntó:

—¿Alguien puede explicarme esto? Creía que aún lo buscaban. Y ¿cómo es que no se ha avisado a la policía?

—¡La policía! Ésos siempre quieren pruebas. —Gisbert se volvió hacia él—. Esto es periodismo de investigación. De esta forma, el lector toma parte en lo que acontece. Y se aumenta la tirada de pasado mañana.

—Pero, entonces, ¿dónde está ahora el delincuente?

—En el Georgshöhe. A la caza de víctimas. —Gisbert empezaba a impacientarse—. Mañana lo pillaremos. Con ayuda de Mechthild y Hannelore.

Mi padre hizo una señal para que Gisbert se sentara. Y funcionó.

—Gisbert, no sabes explicarte. A ver, Hubert, la cosa está así: aquí se hospeda un huésped que a mí me pareció raro en seguida. No sé por qué, pero miraba mal. Después abordó a mi hija y…

—Papá, eso no es así, no…

Él me interrumpió.

—Christine, calla. Hubert, es que aún está en estado de shock. Bueno, pues luego el tipo importunó a Marleen…

—Heinz, por favor, deja de decir tonterías.

Tampoco fue tenida en cuenta la observación de Marleen; mi padre continuó:

—Y fotografió la pensión. Se comportó de un modo muy sospechoso, después desapareció de repente dos días, probablemente se percatara de que no lo perdíamos de vista. Luego volvió de pronto. Nosotros seguimos atentos, pero muy discretamente, y ¡zas! El caballerete comete una imprudencia y lo pillamos in fraganti. Éstas son las pruebas. Gisbert, el móvil.

Mi padre alargó la mano y Gisbert le dio el teléfono como si fuese un testigo. Mi padre se puso a darle a las teclas.

—¿Sabes cómo…? —inquirió Gisbert.

—Claro. De tecnología sé un rato largo.

Heinz sostenía el móvil con el brazo completamente extendido y seguía tocando el teclado. Yo había visto que se había dejado las gafas en casa. Pese a todo, por lo visto controlaba el aparato.

—Uy. —Mi padre me enseñó el móvil—. ¿Qué pone ahí? ¿Christine?

Leí la pantalla: «Borrar carpeta».

—Tú dale a aceptar.

No quería volver a ver esas fotos.

Hubert se llevó una decepción al no poder verle la cara al cazafortunas. Aún seguía perplejo. Por su parte, Gisbert estaba de mala leche, pero no se atrevía a chillarle a mi padre. Como castigo rechazó la cerveza. Hubert apoyó la barbilla en la mano.

—Así que salía en las fotos. Pidiendo la mano a una señora.

—Sí. —Gisbert asintió con vehemencia—. Lo pillé con las manos en la masa.

Marleen repuso, enervada:

—Bah, bobadas. En las fotos se veía a un joven con una señora mayor que lo toca con cierta confianza. No iba a darle en los dedos. Pero Gisbert es muy fantasioso.

Hubert asintió.

—Y ¿qué pasó con la dirección? ¿Cómo sabéis que es falsa?

—Lo comprobamos. Tenemos contactos en Bremen —explicó mi padre, inflado como un pavo—. En la dirección que dio no figuraba su nombre.

—Dijo que acababa de mudarse a Bremen y que el portero aún no había tenido tiempo de poner la placa.

Al menos debía salir un tanto en su defensa.

Mi padre no era de la misma opinión.

—Vaya una excusa, eso no hay quien se lo trague.

—Bremen. —Hubert se paró a pensar, y a mí me dio la sensación de que quería saber más.

—Antes estuvo en Colonia, en casa de una tía suya.

Hubert sacudió la cabeza.

—Esto es muy curioso. Si de verdad es un cazafortunas, no habría que quedarse con los brazos cruzados. ¿Cómo pensáis acorralarlo?

Gisbert, que a esas alturas ya tenía el cuello rojo otra vez, tomó la palabra.

—Mechthild Weidemann-Zapek y Hannelore Klüppersberg, dos señoras que están veraneando aquí, han ido esta tarde al bar del Georgshöhe. Llevaban una grabadora que yo les he facilitado y van a tenderle una trampa a ése gigoló. Mañana por la mañana daré la cinta y las fotos a la policía. Naturalmente estaré presente en la detención para informar en exclusiva.

Hubert asintió.

—Mis respetos.

Dorothea profirió un ruidito raro, Nils miró a Marleen desconcertado y mi padre me apretó el brazo y me dedicó una sonrisa tranquilizadora.

—¿Gisbert? ¿Qué fotos? —Esperé a que el listillo respondiera mi pregunta.

Él se quedó perplejo, su mirada descansó en mí, en mi padre y a continuación en su móvil.

—¿Las fotos? Bueno, da igual. Con la cinta bastará. Aunque… me gustaría pasarme por el hotel. Al fin y al cabo, soy el responsable de las señoras.

Aquello era suficiente; me levanté.

—Me voy a la cama. Que os vaya bien la caza. Y procurad no meter la pata. No me apetece tener que contarle a mi madre que su marido está en chirona por escándalo público o allanamiento de morada.

Mi padre me cogió la mano y la retuvo entre las suyas.

—No te preocupes, hija, nosotros somos los buenos. Que descanses.

Saludé a los otros con la cabeza y me abrí paso entre las distintas rodillas. Marleen se levantó y vino detrás de mí. Cuando nadie podía oírnos, me dijo:

—No sé por qué hacemos esto, pero de todas formas les voy a decir lo que pienso. De lo contrario, Hubert se lo creerá todo. Vamos, arriba esos ánimos, yo sigo creyendo que esto es una solemne tontería. Mañana hablamos tranquilamente, cuando todo haya terminado, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. —Me esforcé por sonreírle a Marleen y me fui a casa.

Mi móvil no había sonado ni una sola vez. Y llamar Cuqui a una mujer mayor era de lo más ridículo.