No vale la pena llorar por amor

Mi madre lo cogió a la segunda.

—¿Qué? ¿Qué tal vais?

—Terminamos hoy. Sólo faltan algunos detalles y luego hay que limpiar. ¿Y tu rodilla?

Exhaló un suspiro.

—Mejor no preguntes. Me duele. Creí que todo sería más fácil, pero ¿qué se le va a hacer? Hago todo lo que me dicen los médicos y los fisioterapeutas, y tengo ganas de volver a casa. Pero basta de quejas, cuenta: ¿qué hay de nuevo?

—Hoy ha venido Hubert, ya sabes, la pareja de la tía de Marleen. Theda no llega hasta mañana, ha ido a ver a una amiga y ha enviado de avanzadilla a Hubert.

—Así puede echar una mano.

—Eso quería él, pero no creo que los caballeros se pongan a limpiar, lo han dicho bien clarito.

—Bueno, Christine, tampoco es cosa suya.

—Mamá, por favor. ¿Qué hay de malo en ello?

Mi madre soltó una risita.

—Tu padre o Kalli con una fregona, imagínate. Ni siquiera saben qué extremo hay que meter en el cubo.

—A mí no me hace ninguna gracia. Si esos hombres son tan inútiles es porque vosotras siempre se lo habéis dado todo hecho.

—Hija, no empecemos ahora con discusiones feministas, ¿eh? Me duele la rodilla.

—Vale. ¿Has hablado hoy con papá?

—Sí, a mediodía. Oye, ¿qué te pasa en los ojos? ¿Has ido al médico?

—Claro que no. Sólo los tenía hinchados. Por haber dormido poco.

—Pues tu padre no opinaba lo mismo.

—Ya lo conoces. No te habrás preocupado, ¿no?

—No mucho. Si hubieras estado tal y como él te describió, yo tampoco podría haber hecho nada. Y ¿por qué has dormido poco?

Las madres siempre leen entre líneas.

—Quedé con Johann Thiess.

—¿El cazafortunas de papá?

—Ajá.

—¿Y?

—Bien.

—Pues entonces tienes que hablar con tu padre en serio, antes me ha contado que esta tarde hay una reunión de conspiradores. Ese joven, el tal Gilbert o Giselher…

—Gisbert von Meyer.

—Eso, se ve que ahora tiene pruebas, y mañana quieren dar el golpe. Literalmente. Espero que Heinz no meta la pata. Ya sabes cómo se comporta cuando está convencido de algo.

—Sí, lo sabemos.

—Pues habla después con él. Lo mejor será que le presentes sin más a ese joven.

—Le dará un puñetazo.

—Bah, bobadas. Qué exagerada eres, eso no lo has heredado de mí. Bueno, aquí viene mi fisio, es encantador, tengo que ejercitar la rodilla. Que te diviertas con la limpieza, hasta luego.

Antes de volver al bar le eché un vistazo al móvil. Nada. Johann no había respondido a mi mensaje. Tal vez no hubiera cobertura en la playa. Pero, si me echaba de menos, también podría haber salido de él tener un detalle. Era lo suyo, después de la primera noche.

—Christine, espera.

Al volverme vi a Gesa, que se bajaba de la bicicleta y la dejaba caer sin más.

—¿Te fumas un pitillo conmigo?

—La verdad es que tengo que seguir.

—Bah, vamos, luego te ayudo. Lo haremos a nuestro ritmo. ¿Dónde está Heinz?

No acababa de entender qué quería en realidad. Estaba roja y se había hecho una trenza de cualquier manera.

—¿Ha pasado algo?

Gesa rehuyó mi mirada.

—No, no, he estado haciendo deporte. Sólo quería fumarme un cigarrillo y beber algo antes de ponerme a limpiar. Vamos, diez minutos en el jardín.

Miré con cautela por la ventana: Onno estaba en la escalera, Kalli le pasaba tornillos y mi padre y Carsten se hallaban sentados ante la barra, dibujando algo en un papel. Probablemente se tratara de los planos para los de los muebles, que no tendrían nada que ver con los de Nils.

—Vale.

Gesa cogió dos vasos y una botella de agua de la cocina y se sentó a mi lado. Parecía nerviosa, no paraba de mirarme de reojo, pero no decía nada. Acabé perdiendo la paciencia.

—A ver, Gesa, ¿ha pasado algo?

Ella tragó saliva y se encendió un cigarrillo.

—Voy dos veces a la semana al Georgshöhe a hacer deporte, ¿te lo había dicho?

—No, ¿y?

—Tienen un spa enorme, yo soy socia. Primero hago fitness y luego voy a la sauna. Es divertido.

—Sí, mucho.

Se bebió el agua, desenroscó con parsimonia el tapón de la botella y se sirvió más. Después lo cerró y me miró. En silencio.

—Gesa, ¿qué?

—Pues que me encontré a Gisbert von Meyer. Estaba sentado en la terraza con una gorra y unas gafas de sol, espiando a Johann Thiess.

Le puse una mano en la pierna.

—¿Y? Sabes de sobra que Gisbert es idiota. —De pronto entendí lo que acababa de decir—. ¿Johann? ¿En el Georgshöhe?

Gesa respondió con voz ahogada:

—Sí. También estaba allí.

Le di unos golpecitos en la pierna.

—Se fue a la playa. Probablemente le entrara sed o hambre e hiciera una parada allí.

Entonces, ¿por qué no había respondido a mi mensaje? En el hotel había cobertura.

—Ay, Christine, yo también creía que Heinz y Gisbert alucinaban, pero vi a Johann Thiess en el restaurante con una señora mayor que parecía bastante rica y colada por él. No paraba de toquetearlo.

No entendía nada.

—¿Cómo toquetearlo?

—Le apretaba la mano, le acariciaba la mejilla, esas cosas, ya sabes. Ay, Christine, lo siento mucho.

—¿Y él?

—¿Cómo que y él?

—¿Qué hacía Johann Thiess?

—Sonreía. Y al marcharse la besó.

—¿Estás segura?

Gesa asintió entristecida.

—Sí. Y Gisbert von Meyer lo fotografió todo con el móvil.

—Seguro que hay una explicación normal.

Tú tranquila, me dije.

—Claro. —Gesa apagó el cigarrillo frustrada—. Lo más seguro. Es que me cae tan bien, Christine, que no me cabe en la cabeza que Heinz y Gisbert tengan razón, pero la cosa era bastante clara.

Su cara reflejaba la misma desesperación que yo sentía.

—Venga, Gesa, vamos a limpiar.

Mi padre me había inculcado la disciplina.

Me abstraje volcándome en la madera del suelo. Ni mi padre ni el resto del equipo se dignaron levantar la cabeza cuando Gesa y yo entramos con nuestro cubo y nuestra fregona en el bar. Tan sólo oímos un satisfecho «Hombre, la brigada de limpieza» de Carsten.

Vi en el acto en qué andaba mi padre tan concentrado. El hombre no tenía el menor sentido del espacio, de manera que dibujaba los muebles en papel milimetrado, los recortaba y los iba moviendo en los planos a escala. Así durante horas. Los muebles de mis padres estaban guardados en una vieja caja de bombones, y antes de que mi madre los cambiara de sitio, Heinz siempre hacía una prueba. Y mi madre cambiaba de sitio los muebles a menudo.

Mientras mi padre movía los grupos de asientos por el plano del bar con los ojos entornados y se ayudaba sacando la lengua, yo escurría la fregona y fregaba los rincones. Gesa me miraba de vez en cuando, tal vez hubiera caído en la cuenta de que antes decapitaban a los portadores de malas noticias. Para colmo, mi móvil había enmudecido. Cuando pasaba por delante de la barra para cambiar el agua, a mis pies cayó un papelito. «Sillón/piel/rojo». Mi padre y yo nos agachamos a la vez y nos dimos un cabezazo.

—¡Ay! Caramba, Christine.

Me froté las sienes con los ojos cerrados y noté el índice de mi padre, que me levantaba la barbilla.

—¿Qué pasa?

Se me saltaron las lágrimas, volví la cabeza.

—Nada, estoy bien. Perdona.

—Algo te pasa.

—¡Las tengo! —Gisbert irrumpió en el bar como un conejo perseguido—. Las fotos, la prueba. Sí, sí, sí.

Se detuvo en mitad de la habitación, echó la cabeza atrás y estiró los bracitos hacia el techo. Probablemente se sintiera como Terminator, y eso que seguía teniendo el mismo aspecto de siempre.

Mi padre apartó la vista de mí de mala gana y se acercó al sabueso jefe.

—A ver.

Gisbert se sacó el móvil del bolsillo de la camisa gesticulando y lo sostuvo en alto como si fuera un trofeo.

—Aquí está el delincuente, pillado in fraganti en el ejercicio de su actividad criminal.

Gesa, que estaba en cuclillas, se levantó despacio y me dirigió una mirada temerosa. Gisbert también me miró, si bien con aire triunfal.

—Toma, Christine, aquí tienes la prueba. Tú y tu buena fe.

Lo cierto era que yo no quería saber nada de aquello, y menos aún ver las pruebas. Pese a ello, me puse a su lado y me mantuve a la espera. GvM pulsó unas teclas del teléfono.

—Un momento, ¿cómo iba esto? Menú, Ajustes, no… —Sus dedos se volvieron febriles—. Primero Servicios, Selecc…, no. Ah, sí, atrás y luego…

El cuello volvió a ponérsele rojo. Kalli, Heinz, Carsten y Gesa formaron un círculo a nuestro alrededor.

—Otra vez a empezar. No… Uy, ahora ha desaparecido todo.

Experimenté una pequeña sensación de esperanza, los otros se acercaron un poco más. El genio de la tecnología miró a su alrededor pidiendo disculpas.

—Es que el teléfono es nuevo y ya no sé…

Mi padre extendió la mano, y mis esperanzas aumentaron. Si a sus manos llegaba el teléfono para probar algo, seguro que las fotos acababan borradas. Acerqué a mi padre a Gisbert.

—No, espera, ya lo tengo. Menú… Galería… Fotos. Menos mal. Aquí están.

Profiriendo un suspiro de alivio, me puso delante de la cara la pantalla, en la que clavé la vista: Johann sonriendo a una señora que sin duda tenía más de setenta años. En la segunda foto ella le tocaba a él el pelo. En la siguiente instantánea aparecía él inclinándose para besarla.

—Sí, bien. La calidad de la imagen es buena. Una cámara estupenda.

Aparté el brazo de Gisbert y me pregunté por qué uno dice estupideces cuando está en estado de shock. Mientras los demás se abalanzaban como buitres sobre el móvil, él siguió a la carga.

—¿Y bien? Porque es él, el señor Thiess, ¿no? Ése que te parecía tan atractivo. Porque no me he confundido, ¿no?

—No, es él. Oye, perdona, pero aún tenemos cosas que hacer.

Hice un esfuerzo por adoptar una actitud digna y volví con mi fregona. Mi padre vino detrás.

—Oye, hija…

—¿Sí? —Nunca en mi vida había escurrido tanto una fregona. Tuve que volver a meterla en el cubo—. ¿Qué?

—Tú no nos creías, ¿no?

—¿Cómo?

—Que ese tipo no era trigo limpio.

—Ahora lo he visto, así que puedes ahorrarte lo del «ya te lo dije».

Estrellé la fregona mojada contra el rodapié, y mi padre se sacó el pañuelo y lo secó.

—No quería decir eso. Te…, bueno, me refiero a que si…, ¿cómo decirlo?

—Papá, no te preocupes, no soy virgen desde hace veintiocho años y tampoco se había comprometido conmigo. Y ahora, ¿qué? ¿Le damos al pico o nos ponemos manos a la obra?

Él me miró entristecido.

—Ay, Tine. —Estiró la espalda—. Pero si se cree que las cosas se van a quedar así conmigo, se equivoca de medio a medio. Ya puede ir preparándose, y bien. ¿Gisbert? Tenemos que hablar. Kalli, Carsten, voy por unas cervezas. Gisbert, ven a ayudarme.

Durante los diez minutos que siguieron estuve pensando febrilmente en las posibles explicaciones inofensivas que podían existir, pero no se me ocurrió ninguna. A pesar de todo, tenía que hablar con Johann; en cuanto pudiera escabullirme iría en su busca. Heinz tenía razón, Norderney no era tan grande.

De pronto se abrió la puerta de par en par. Hannelore y Mechthild, ataviadas con sendos chándales color violeta con la gorra a juego y zapatillas blancas, entraron y se detuvieron al llegar a la barra con nerviosismo.

—Christine —Mechthild siempre pronunciaba mi nombre con «ine»—, es inconcebible, Gisbert nos lo ha contado todo. ¿Qué tiene que decir al respecto?

Me planteé si podía acertarles lanzando la fregona y no dije nada. Quien respondió fue Gisbert, que entró delante de mi padre.

—Ya estáis aquí. Heinz, antes he puesto en conocimiento de las señoras los resultados de mis labores de vigilancia y han tenido una idea estupenda.

Lo dijo radiante de alegría. Hannelore Klüppersberg, presa del nerviosismo, se mecía sobre las puntas de los pies y estaba a punto de reventar.

—Sí. Haremos de señuelo.

Carsten se atragantó, Kalli tosió y yo me levanté bruscamente.

—Papá, tengo que ir a casa por el colirio. Después me gustaría echarme un rato.

—De acuerdo. —Asintió con aire preocupado—. Tómate tu tiempo, nosotros nos encargamos de todo.

Crucé de prisa la habitación, sólo quería salir de allí y no saber más, ni una sola cosa más de las siguientes estrategias. Poco antes de llegar a la puerta de casa me sonó el móvil.

—Soy yo, Johann. No puedo dejar de pensar en ti. ¿Qué estás haciendo?

Noté una sensación extraña en el estómago. Mi voz sonó glacial.

—Tengo que verte ahora mismo. ¿Me oyes? Ahora mismo. Dentro de diez minutos en el banco que hay delante del Milchbar.

Colgué e intenté respirar con normalidad.