Los últimos huéspedes acababan de salir del comedor cuando llegó Johann. Echó una ojeada y me sonrió.
—¿Qué? ¿Tengo vía libre?
—Sólo es por tu bien. Los caballeros están en el bar. Después hablaré con mi padre para que acabe este lío.
Johann me besó en la nuca antes de sentarse.
—La verdad es que un romance secreto me resulta de lo más excitante. Por mí no hace falta que te descubras.
Lo de desconfiar lo había heredado de mi padre.
—¿Por qué? ¿Quieres que no sepa lo nuestro?
Traté de no reírme, era una pregunta de chica de lo más estúpido.
Johann me miró perplejo.
—Christine, fuiste tú quien me pidió que me quedase en la habitación hasta que no hubiera moros en la costa. Por lo que a mí respecta puedes contarle a todo el mundo dónde dormiste anoche.
—Perdona, es que estoy hecha un lío, iré a buscarte café.
En la cocina, le di una patada a la pared, y el dedo gordo estuvo doliéndome hasta que volví. Nos sentamos el uno frente al otro, yo mirando mientras él desayunaba y sintiéndome aliviada y a gusto. Johann me frotaba el pie con los suyos, y cuando me tocaba el dedo gordo yo veía las estrellas.
—Buenos días, señor Thiess. Christine, me han pedido que te dé esto.
De pronto, Gesa apareció en la mesa, me asusté y clavé la vista en la cajita que me ofrecía: colirio.
—¿De dónde ha salido?
Retiré el pie discretamente y me levanté.
—He ido en un momento a la consulta de mi madre. Heinz ha dicho que era una emergencia, que si no te echabas gotas antes de media hora, te quedarías ciega. Mi madre ha dicho que lo suyo sería que fueras a verla. ¿Qué te pasa en los ojos? Yo sólo los veo algo abotargados.
Rehuí la mirada de asombro de Johann y cogí las gotas que me daba Gesa.
—Hinchados, Gesa, los ojos están hinchados, no abotargados. Y no pasa nada, a Heinz le va el teatro. De todas formas, gracias.
—No son los ojos los que se hinchan, sino los párpados. —Johann apuró el café y apartó el plato—. O, al menos, eso creo.
Gesa lo miró con interés.
—Pero los tiene abotargados, ¿no?
Él ladeó la cabeza y me observó.
—Tal vez cansados. ¿Qué haces ahora? ¿Te vienes conmigo a la playa?
Gesa abrió los ojos de par en par. Yo los pasé por alto.
—Me gustaría, pero tengo que ir enfrente. Mañana llegan los muebles y todavía no hemos terminado.
—Qué pena. —Johann se levantó y se estiró—. Pues entonces cogeré una bici e iré yo solo. Que lo pases bien.
Se dirigió a la puerta y me lanzó un beso sin que Gesa lo viera.
—Oye, Christine, ¿me he perdido algo? Creía que pensabas que era un cazafortunas.
—Son Heinz y Gisbert los que lo piensan, no yo.
—Pues entonces tendrás que decirles que se equivocan. Acabo de estar en el bar y están todos sentados a una mesa: Heinz los está dividiendo para que lo sigan.
Amontoné la vajilla en una bandeja.
—Más tarde hablaré con mi padre tranquilamente. Por lo que a mí respecta, Gisbert von Meyer puede sentarse en una duna al sol a vigilar a Johann con unos gemelos. Así por lo menos no nos sacará de quicio aquí.
Gesa me siguió hasta la cocina.
—Pero ¿entre vosotros hay algo?
—No seas tan curiosa, Gesa.
—¿Por qué no? Sólo es una pregunta…
Metí las cosas en el lavavajillas y lo puse en marcha.
—… Que yo no tengo por qué responder, cariño. Y ahora me voy con la tercera edad a barnizar los rodapiés.
La tercera edad acababa de disolver la reunión cuando abrí la puerta del bar y la sujeté con el gancho.
—¿Por qué habéis cerrado la puerta? Tiene que irse el olor a pintura.
Gisbert von Meyer se metió una libreta en la mochilita y me miró dándose tono.
—Hemos celebrado un debate que no podía oír todo el mundo.
—Don Importante.
Aunque sólo fue un susurro, Kalli lo oyó y me miró con aire de reproche, sacudiendo la cabeza. Mi padre se percató y se situó a mi lado.
—Sí, Kalli, tú sacude la cabeza, pero ella tiene una conjuntivitis de cuidado, por eso tiene esa pinta tan rara. Hija, si estás enferma no tienes por qué trabajar. ¿No ha ido a verte la madre de Gesa?
Kalli dio un paso adelante.
—¿Por qué? Yo la veo igual que siempre.
—Bobadas. —Mi padre se inclinó hacia delante y me miró con fijeza—. Tiene los ojos abotargados.
—¿Qué le pasa en los ojos? —Onno apartó a Kalli—. Tampoco parece tan grave. Puede que el derecho, ése sí está abotargado, pero nada más.
Carsten me apoyó la mano en el hombro y me obligó a volverme.
—A ver. Bah, eso no es nada. Ponte unas gafas de sol, así no se verá.
—No me pasa nada.
—No grites así. —Mi padre me volvió hacia él—. ¿Qué ha dicho la madre de Gesa?
—Nada, papá, no la he visto. Gesa me ha traído un colirio, ya casi están bien.
—Antes Nils tenía la fiebre del heno y siempre se le ponían los ojos así de pachuchos.
—Carsten, yo no tengo los ojos pachuchos, así que basta. ¿Podemos empezar a trabajar? Mañana llegan los muebles.
Kalli me miró compasivo.
—Dejadla en paz, uno no se siente bien cuando está tan hinchado.
—Pero si acabas de decir que me ves como siempre. ¿Por qué estoy ahora tan hinchada?
—Quién mejor para juzgarlo que tu padre, que se sabe tu cara de memoria.
—Ahí lo tienes —señaló Heinz profundamente satisfecho—. Y hoy tienes los ojos raros. Échate esas gotas y verás como se te pasa. Bueno, y ahora voy a colgar las lámparas. Vamos, Onno, deja de mirar a mi hija, que no le va a servir de nada. Vamos, muchachos, a trabajar.
Me puse a barnizar los rodapiés al compás de Schau in meine Augen, que Margot Hielscher cantaba en la radio y mi padre a todo volumen en la escalera. Cuando se volvió hacia mí para chillarme alegremente: «Mírame a los ojos, pega, ¿eh?», la escalera se tambaleó.
—¡Heinz! Al final te vas a partir la crisma. —Marleen, que había entrado en el bar sin que la viéramos, tuvo buenos reflejos y sujetó la escalera—. Hazme el favor de no hacerlo en mi bar.
—Si no se la cargará Marleen, por meter a trabajadores ilegales. —Onno se puso a hurgar en su caja de herramientas en busca de unas piezas y levantó la cabeza un instante—. Aunque podríamos decir que se cayó de la bicicleta. Así paga su seguro y nosotros nos libramos.
—Hay que ver lo insensibles que sois todos. —Mi padre se bajó de la escalera con cuidado—. En la vida hay cosas como la compasión, el amor, la humanidad. Pero eso vosotros no lo conocéis, ya os arrepentiréis, recordaréis mis palabras y…
Marleen lo interrumpió:
—Yo te he sujetado la escalera, amigo mío. Y, a propósito de humanidad, puedes hacer una buena obra.
Mi padre le sonrió dulcemente.
—Pues claro que te voy a ayudar. ¿Se trata de las niñas? ¿O eres tú quién necesita un hombro fuerte?
—Ni lo uno ni lo otro. Alguien tiene que ir a buscar a Hubert al ferry, trae mucho equipaje.
Mi padre dejó de sonreír dulcemente y volvió a subirse a la escalera.
—Pues que coja un taxi. No tenemos tiempo para ir de excursión.
—¡Papá!
—Heinz…
—Es la verdad. —Mi padre se puso a toquetear el cable de la lámpara—. ¡Ay!
La escalera se movió de nuevo, y en esa ocasión la agarraron Marleen y Kalli a la vez.
—Me ha dado un calambrazo. ¿Por qué no habéis cortado la corriente? ¿Es que queréis matarme? —Miró a Marleen enfadado—. Le ha andado cerca.
Marleen no rehuyó su mirada.
—Yo no tengo nada que ver con la corriente.
—Pero es tu bar.
—Papá, ya basta. —Me pareció un buen momento para intervenir—. Iré a buscarlo yo. ¿Cómo es Hubert?
Marleen se volvió hacia Kalli
—Tú lo conoces, será mejor que vayas con ella al puerto. Seguro que Hubert se alegra de verte.
Kalli asintió y miró a mi padre. Su mirada era vacilante, en la frente tenía escrito: «No creas que soy un traidor». Heinz, que para entonces ya se había apaciguado, también lo entendió así.
—Es absurdo que Kalli vaya con Christine. Los acompañaré. Voy a lavarme un momento las manos.
Carsten contuvo a mi padre.
—Conozco a Hubert de vista, puedo ir en lugar de Christine.
—Tonterías, yo me encargo.
Desapareció y los demás lo seguimos con los ojos hasta que Marleen preguntó:
—¿Qué es lo absurdo?
Me encogí de hombros.
—Ni idea, pero es mejor así. Antes teníamos dos gatos y acabamos con un tercero. El veterinario nos aconsejó que los encerráramos a los tres en una habitación para que se disputaran la jerarquía. Seguro que en el coche es aún mejor.
—Y ¿qué pasó?
—El nuevo perdió. Cuando los dejamos salir, le faltaba un trocito de oreja.
Kalli puso cara de asco.
—Es horrible. Y, además, ¿qué tiene eso que ver con nosotros?
Marleen contuvo la risa, y yo procuré responder con seriedad:
—Nada. Pero es mejor que en el coche Hubert se siente detrás.
Volví con mis rodapiés y dejé al perplejo Kalli sumido en sus pensamientos.
Cuando hube barnizado el último metro de rodapié, consulté el reloj. Mi padre y Kalli ya llevaban más de una hora fuera. ¿Habría desencadenado alguna catástrofe sacando a relucir el episodio de los gatos? Me levanté despacio y me llevé la mano a los riñones; esa postura no estaba hecha para mujeres de mi edad, menos aún después de haber pasado una noche tan corta.
Onno me miró.
—Oye, ¿qué hay de la comida?
—¿Tienes hambre?
—Claro, ya es más de mediodía. ¿Tenemos que esperar hasta que vuelvan Kalli y Heinz? —Estaba junto a la barra, sin saber qué hacer—. Ya he terminado esta hilera, para la otra tengo demasiada hambre.
Carsten se enjugó la frente con el pañuelo.
—Me duele la cabeza si no como. Y tengo una sed que ni os cuento.
—Iré a ver si han llegado. Podéis venir también.
La plaza que solía ocupar el coche de Marleen estaba desierta, pero la moto de Gisbert se hallaba junto a la puerta trasera. Por su parte, él estaba sentado en la cocina hablando con Marleen, que ponía la mesa.
—Y entonces él echó un vistazo alrededor y entró en el Georgshöhe, probablemente pensara que se había librado de mí, pero de eso nada. Cuando Gisbert von Meyer se hace cargo de un trabajo, lo hace a conciencia. Ya puede ir preparándose, ese tipo. En cualquier caso…
—Que aproveche. —Onno se sentó sin inmutarse—. ¿Qué hay?
—El cazafortunas está al acecho en el Georgshöhe. —La voz de pito de Gisbert soltó un gallo.
—Me refería a qué hay de comer.
—Albóndigas. —Marleen puso vasos en la mesa. Gisbert la miró desconcertado y agarró por el brazo a Onno—. ¿Has oído? ¡El cazafortunas!
—Sí, sí. —Onno echó una ojeada—. ¿Con ensalada de patatas?
Marleen dejó una fuente en la mesa.
—Claro. Aquí tenéis, podéis ir empezando. Kalli acaba de llamar: Hubert ha invitado a comer a Heinz y a Kalli por haber ido a recogerlo.
Me atraganté: ojalá no fuera ninguna maniobra de distracción por una oreja mutilada.
Gisbert pugnaba por respirar.
—¿Es que nadie me ha oído? El cazafortunas ha vuelto, casi lo pillé in fraganti, y ¿vosotros habláis de albóndigas?
—Y ¿se puede saber haciendo qué lo pillaste? —pregunté.
—Entró en el hotel en busca de su próxima víctima.
—¿Te lo dijo él?
—Christine, ¿por qué os lo tomáis todo tan a la ligera? El peligro acecha. Onno, di tú algo. O usted, Carsten.
Carsten señaló con pesar su boca llena.
—Marleen, ¿tienes ketchup? ¿Para qué voy a decir nada? —Onno miró a Gisbert con amabilidad.
Entretanto, su respiración era tan agitada que el reportero insular se puso rojo como un tomate. Yo observaba el cambio de color y pensé en el rostro de Johann, tan conmovedor cuando dormía. Me invadió un sentimiento de ternura y me remordió la conciencia por no haberle dicho aún al resto que él no tenía nada que ver, absolutamente nada, con el cazafortunas de Emden al que buscaban. Casi me dio pena el agitado Gisbert von Meyer.
Él volvía a controlar la respiración.
—¿Qué a quién estuve vigilando? Pues al huésped de aquí, al tal Thiess, Johann Thiess, supuestamente de Bremen, que lo fotografía todo, que os abordó a ti, a Mechthild y a Hannelore y a saber a quién más, y que…
—Gisbert. —Marleen le puso la mano en el hombro—. Tranquilízate, Gisbert. ¿No es posible que os estéis equivocando? Porque creo que el señor Thiess es inofensivo, que todo esto ha sido un malentendido.
La miré con agradecimiento y me asusté cuando de pronto GvM dio un puñetazo en la mesa.
—Os ha engatusado, yo es que no lo entiendo. Ésa es la prueba: se gana a las mujeres, ésa es precisamente la trampa. Y caéis todas.
Su rostro reflejaba auténtica desesperación.
Intenté permanecer seria y miré a los presentes. Durante unos segundos reinó el silencio. Después Onno carraspeó.
—Oye, Gisbert…
—¿Sí?
—Si no vas a comerte las albóndigas, ¿te importa que me las coma yo?
El aludido se levantó despacio y cogió la chaqueta del respaldo de la silla. Mientras arrimaba la silla a la mesa nos miró.
—Si no queréis saber, de acuerdo. Sólo espero que no haya lloros ni tembleques si ese tipo os rompe el corazón y os despluma. Advertidas estáis. Cuando vuelvan Heinz y Kalli, decidles: plan B, punto J, ellos sabrán. Que aproveche.
Salió dando un portazo, Onno se asustó y tragó saliva.
—Madre mía, siempre anda con los nervios de punta. Y ¿a quién le ha roto el corazón?
Marleen y yo nos miramos y le pasamos nuestras albóndigas. Onno sonrió.
Onno, Carsten y yo volvimos al bar después de comer. Ni mi padre ni Kalli habían dado señales de vida. Marleen se había refugiado en su despacho para organizar la llegada de los muebles al día siguiente, Onno encendió la radio y Carsten enderezó la escalera a los acordes de la cantante danesa Gitte Haenning, que quería por marido a un vaquero. Yo me propuse no escuchar una sola canción popular alemana en los dos años siguientes y eché de menos a Johann. De espaldas a los dos hombres, le mandé un mensaje: «¿Dónde estás? Besos nostálgicos, C.»
Mientras esperaba la respuesta me puse a limpiar las ventanas. Cuando iba por la tercera oí que llegaba un coche y, poco después, unas puertas que cerraban y la risa de mi padre. Así no reía nadie que acababa de morderle la oreja a otro. Me sentí un tanto aliviada.
La puerta se abrió y un hombre alto entró en el bar tras mi padre y Kalli.
—Ya hemos vuelto. —Mi padre se detuvo en la barra—. Onno, baja de la escalera, Carsten, Christine, me gustaría presentaros al quinto en discordia. Éste es Hubert, un tipo excelente, y aficionado a la ornitología, por cierto. Se le da bien el bricolaje y también le gusta la cerveza de trigo. Hubert, éste es Carsten, el padre del interiorista. Y ésta es mi hija Christine, suele tener mejor aspecto, pero hoy tiene los ojos mal.
Hubert se acercó a mí con el brazo extendido e hizo una reverencia mientras me estrechaba la mano.
—Encantado, Christine. Incluso hoy tiene unos ojos muy bonitos.
El «sí, claro» de mi padre hizo que mi sonrisa de satisfacción resultara un tanto parca. Hubert me pareció encantador, sería un serio competidor del afamado guía insular. ¿Qué pensarían de él dos empresarias de Münster-Hiltrup? Hubert saludó a Carsten y a Onno y después echó un vistazo a su alrededor.
—Pero si ya está todo listo —afirmó un tanto decepcionado—. ¿Qué es lo que voy a hacer yo?
—Descansar. —Marleen entró con una cesta con termos y tazas que dejó en una mesa—. Hola, Hubert, me alegro de verte. —Le dio un abrazo al novio de su tía y retrocedió un paso—. Cada día estás más joven, se ve que Theda y tanto viajar te sientan bien.
Hubert, halagado, se pasó una mano por el cabello y sonrió tímidamente.
—Se hace lo que se puede. Pero, escucha, aquí ya no hay nada que hacer. Le prometí a Theda que te ayudaría.
—Todavía no hemos terminado. Aún hay que limpiarlo todo, faltan los enchufes…
—De la electricidad me encargo yo. —Onno defendía su puesto de trabajo—. Espero que quede claro.
Hubert levantó las manos en ademán apaciguador.
—Yo de electricidad no sé nada. ¿Qué hacen esas lonas en las paredes?
Mi padre levantó una lona unos centímetros.
—Son para que no se estropeen los murales de Dorothea. —Asintió orgulloso—. Son obras de arte, hay que defenderlas.
—Protegerlas. —Lo corregí automáticamente y recibí a cambio una mirada reprobatoria.
—Tal y como tú pintas, defenderlas.
Carsten, balanceándose sobre las puntas de los pies, dijo:
—La artista es la novia de mi hijo.
—Y ahora basta. —Mi padre dejó caer la lona—. La trajimos nosotros. Y habrá que ver si la cosa funciona con Nils.
Hubert miraba a uno y a otro sin entender nada, y Marleen lo empujó hasta la mesa.
—Bueno —dijo ella—, ya conocerás a Dorothea y a Nils. Ahora vamos a tomar café y mientras te explico lo que falta por hacer.
—Para Hubert no hay gran cosa. —Mi padre buscó el termo de descafeinado—. No pretenderás poner a limpiar a un antiguo fabricante.
—¿Por qué no? —Onno retiró el papel de una bandeja con bizcochos—. Al fin y al cabo, hay que hacerlo. Yo no tengo tiempo, me basta y me sobra con la parte eléctrica.
Mi padre me sirvió un trozo de bizcocho de cerezas. Era el último que quedaba y mi bizcocho preferido, y quise a mi padre por ello.
—De la limpieza puede encargarse Christine. Con esas manos pequeñas puede llegar mejor a todos los rincones.
Y todo por un ridículo trozo de bizcocho de cerezas. Eché un vistazo al gran espacio cubierto de polvo.
—Y ¿tengo que hacerlo yo sola antes de mañana por la mañana? Por cierto, ¿dónde está Gesa?
—Haciendo deporte. —Marleen me sirvió café—. Pero vuelve luego. Y Dorothea llamó anoche para decir que estarán aquí a las cuatro. Bueno, ¿qué más hay que explicarle a Hubert?
—Nada. —Kalli removía la leche con brío en la taza—. Ya se lo hemos dicho todo mientras comíamos. Heinz incluso le ha dibujado un pequeño plano explicando dónde irán los muebles mañana y demás.
—Marleen, tú por nosotros ni te preocupes. —Mi padre se acercó los bizcochos—. ¿Puedo comerme el de mantequilla? Ya le explicaré yo a Nils después por qué vamos a cambiar algunas cosas.
Marleen se quedó un tanto alelada. Le propiné una patada por debajo de la mesa, y ella respiró profundamente.
—Ah, Hubert, después tenemos que comentar unas cosas en el despacho; vente cuando te hayas terminado el café. Heinz, Kalli y Carsten pueden ocuparse del resto.
—Pero yo quería…
Marleen se puso en pie e interrumpió su protesta.
—Hubert, será mejor que cojas el café y lo hablemos ya mismo. Luego tengo que ir al centro.
Mi padre le dio unas palmaditas en la espalda para consolarlo.
—Ve tranquilamente, de todas formas aquí nunca pasa nada. Pero esta tarde tenemos que hablar, ya sabes…
Dirigió a su nuevo compañero una mirada de complicidad e hizo como si se cortara el cuello. Marleen y yo suspiramos al unísono.
—Por favor, otra vez con la fantasía del cazafortunas, no. No liéis también a Hubert. —Probé con mi mejor mirada de hija, pero por desgracia fue en vano.
—¿Cómo que fantasía? Son hechos puros y duros. Además, tenéis que darnos un mensaje de Gisbert, por suerte nos lo encontramos en el centro. Tiene razón, hay que dejaros fuera. Bueno, Hubert, lo dicho, a las ocho en el jardín.
Decidí salir a fumarme un cigarrillo a escondidas y llamar a mi madre.