Horas después, amanecía, me vi de nuevo ante la puerta de casa y metí la llave conteniendo la respiración. Luego abrí la puerta con cuidado, milímetro a milímetro. No se oía nada. A los cinco minutos estaba descalza en el pasillo y repitiendo el procedimiento al cerrar. De la habitación de mi padre, que dormía con la puerta abierta, salían leves ronquidos, y recé para que no se produjera ningún cambio. Con los zapatos en la mano, me detuve un instante y acto seguido fui de puntillas al salón. Por el camino me entró hipo, inesperada y ruidosamente, y me tapé la boca con la mano y me paré de nuevo. El ronquido no cesó, y me invadió una oleada de sentimientos hacia mi padre y sus ronquidos. Sonreí tan conmovida que me dije que era tonta. Aliviada, me dejé caer a oscuras en la cama, metí debajo el bolso y los zapatos, me desvestí y me metí bajo las mantas. Pronto llegó el desahogo y después una irrefrenable sensación de dicha: ¡qué noche! Intenté ver la hora en el despertador: las 5.20. Dentro de una hora tenía que levantarme, y estaba completamente despierta. Aún recordaba el olor de Johann, su voz y sus manos en mi piel. Y mi padre, dos puertas más allá.
Vi la camisa verde de Johann nada más llegar al Surfcafé, con cada metro mi pulso acelerándose. Estaba imponente. Le eché el candado a la bicicleta con parsimonia, me hacía falta cada segundo para recuperar el control, al fin y al cabo no quería abalanzarme sobre él como una quinceañera enamorada. En ese momento, Johann aún no debía saber que podía abalanzarme sobre él. Antes tenía que aclararme algunas cosas. Se levantó risueño cuando fui a su encuentro.
Me tumbé boca arriba y suspiré. No quería dormirme, prefería revivir la noche, escena a escena, como en el cine, la cámara enfocando a Johann, todo en primer plano.
Johann tenía delante una botella de vino blanco en la cubitera, al lado una de agua y cuatro copas, dos de ellas sin utilizar.
—¿O prefieres otra cosa?
Negué con la cabeza y él cogió la botella y sirvió vino. Sus manos me gustaban.
—¿Y bien? —Él esperó a que yo reaccionara, con la copa en alto. Dejé de mirarle las manos y clavé la vista en él. Tenía la garganta seca.
»¿Christine? ¿Pasa algo?
¿Qué le decía? ¿Y si me dejaba de rodeos y le hablaba de Cuqui? ¿De su interés por Marleen? ¿De la dirección falsa de Bremen? ¿O de las fotos que había sacado de la pensión? Me tomaría por una histérica, yo lo echaría todo a perder, tenía que parecer dueña de mí, la primera pregunta debía estar bien pensada. Interesante, pero no suspicaz, inteligente, pero no curiosa, cercana, pero no íntima. El cerebro me iba a mil por hora y tardó un instante en darse cuenta de que Johann me estaba hablando.
—¿Christine? Hola, ¿estás ahí, Christine? ¿Se te ha comido la lengua el gato?
Cogí aire.
—Mi padre cree que eres un cazafortunas.
¡Zas! Mi cerebro probablemente siguiera en otra parte. Inteligente y madura, cercana e interesante. Genial. Y ni siquiera había sido una pregunta. Christine S., reina de la retórica. Me di de tortas mentalmente.
Johann me miró primero perplejo, luego sin dar crédito. Tenía las pestañas muy largas. Unas pestañas envidiables. Me habría gustado tocarlas. ¿Qué acababa de decir? Y ¿por qué no reaccionaba él? De pronto volvía a ser yo. Me senté tiesa. Los ojos de Johann brillaban. A continuación se tapó la boca con la mano y se echó a reír. Primero bajo, luego cada vez con más fuerza, hasta que todo su ser vibraba. Durante minutos. Finalmente se secó las lágrimas con las manos, buscó un pañuelo en el bolsillo del pantalón, se sonó con ceremonia, me miró un instante y rompió de nuevo a reír.
—Ay, Christine. —Apenas podía hablar, no paraba de pasarse el pañuelo por la cara—. Qué bueno.
Yo no lo entendía, y parecía idiota. Por lo visto, Johann pensaba que yo había hecho un chiste. Aparte del hecho de que no lo era, habría sido lo suficientemente malo como para que yo no entendiera semejante explosión de hilaridad. ¿Qué clase de sentido del humor tenía ese hombre?
—Esto…, ¿Johann?
—¿Sí? —Parecía agotado.
—No era un chiste. Mi padre lo cree de verdad. Y no es el único.
—Ya…, claro. —Cogió aire—. Ya se me pasa. Ponme un poco de agua, por favor. —Me ofreció su copa—. Así que un cazafortunas.
—Sí. Y ¿qué hay de gracioso en eso?
Tuve que esperar a que bebiera para que me contestara. O al menos lo intentó.
—Lo gracioso es que ni te he pedido la mano ni estoy en bancarrota, que es lo que caracteriza, que yo sepa, al cazafortunas. Pero en cierto modo me siento aliviado, porque empezaba a pensar que sufría de manía persecutoria.
No lo entendí, cosa que por lo visto se me notó.
—Desde que he regresado tengo la sensación de que me siguen. Cuando volvía de la playa vi al amigo de tu padre, el rubio, ¿sabes?
—¿Kalli?
—Creo que sí, el que echa una mano en el bar. Bueno, pues primero vino detrás de mí con la bici, luego se puso a mi lado. Durante minutos. No me saludó y se esforzó por desviar la mirada, cuando estaba como mucho a un metro de mí.
—¿No le preguntaste qué quería?
—Pues claro. Le pregunté si podía ayudarlo, pero no contestó. Y, cuando me detuve, él siguió adelante. Silbando.
—¿Y luego?
—Después tenía detrás a un motorista pelirrojo. No hubo manera de quitármelo de encima. Cuando me fui a comer, se sentó en el parapeto de la terraza del restaurante y me estuvo controlando. Con unos gemelos.
Gisbert von Meyer. Agente de Su Majestad.
—¿Por qué no te acercaste sin más y lo abordaste?
Johann se encogió de hombros.
—Bah, ¿para qué? Creí que tal vez sólo fuera un tarado.
No iba tan descaminado, pero ése no era el momento de explicárselo. No quería que pensara que todos estaban locos, así que le conté al detalle lo de la rueda de prensa que había contado Gisbert y la teoría de mi padre. Cuando llegué al amigo que Gisbert tenía en Bremen, Johann sacudió la cabeza con incredulidad.
—Podrías haberme preguntado sin más. Te lo puedo explicar: el año pasado estuve trabajando en Suecia y no volví hasta mediados de mayo. Tenía mis cosas en Colonia, en casa de mi tía, y estuve viviendo allí entretanto porque el piso de Bremen lo había alquilado a partir del 1 de junio. La mayoría de las cosas ya las tengo en Bremen, y el portero me aseguró que pondría mi nombre en la puerta; no sé por qué no está aún.
—¿Viniste a Norderney desde Colonia? Me refiero a la primera vez.
—Sí, ¿por qué?
Eso explicaba la noche de viaje. Claro.
—No, por nada.
Oí un ruido en el pasillo. Unos pasos se acercaban al salón, cerré los ojos y me hice la dormida. Los pasos continuaron hasta el cuarto de baño, la puerta se cerró, poco después sonó la cadena, los pasos volvieron, mi padre tosió levemente, luego reinó de nuevo el silencio. Me tumbé boca abajo y enterré el rostro en el pliegue del brazo. La loción para después del afeitado de Johann me acarició la nariz.
Por un instante me planteé preguntarle directamente por Cuqui, pero no me atreví.
—¿Por qué has venido de vacaciones a Norderney solo?
Johann vaciló un segundo antes de responder.
—Para… relajarme. Acabo de volver de Suecia, luego organicé la mudanza, monté el despacho nuevo, etcétera, etcétera, etcétera. Estaba cansado y quería tranquilidad. Encontré habitación en Norderney.
—Y ¿no conociste a nadie?
—Sí. A ti.
—Me refiero a antes.
Me dedicó una sonrisa tan irresistible que la cabeza empezó a darme vueltas.
—No. Y, para ser sincero, tampoco tengo necesidad. Quería estar tranquilo y apartarte a ti de vez en cuando de la troupe. Con eso me daba por satisfecho.
Esperé no tener sudada la mano que acababa de cogerme.
Casi eran las seis. Aún disponía de media hora para disfrutar de mi película sobre Johann antes de que sonara el despertador. Los ojos se me caían, poco a poco me iba venciendo el cansancio. Me esforcé por ver su rostro, ya no valía la pena quedarse dormida.
No sé cuándo nos fuimos del Surfcafé y echamos a andar por la playa hacia las dunas. Hacía una noche cálida, la luna rielaba en el mar, sólo se oía el murmullo de las olas. Era uno de esos momentos que uno no acababa de creer que le estuvieran pasando. De esos que desearía que no terminaran nunca. Después nos sentamos mirando el mar y hablamos de nuestra infancia, nuestros sueños y nuestros deseos. Y, entre pensamiento y pensamiento, nos besamos…
El despertador me arrancó de esa ternura efusiva, el sueño había podido más que el enamoramiento. Tal vez tuviera que ver con la edad. Mi mano no dio a la primera con el botón, el estridente pitido me taladraba los oídos.
—¡Por Dios! —La voz de mi padre se impuso al ruido, un golpe certero suyo hizo callar el reloj—. ¿Estás muerta? ¿O paralizada? Esa cosa lleva sonando diez minutos.
Mi padre estaba en pijama ante la cama supletoria, observándome desde las alturas.
—Y mira que te dije que no te entretuvieras. ¿A qué hora volviste?
Enterré la cabeza bajo la almohada y musité algo como:
—No tengo reloj…
—¿Y eso? ¿Dónde lo tienes? No me digas más: lo has perdido. Te lo regalamos cuando cumpliste treinta años, y era caro.
—Eso fue hace quince.
—Sí, ¿y? Entonces, ahora es una antigüedad y es más caro aún. ¿Dónde lo viste por última vez?
—¡Papá!
—Ya hablaremos más tarde. Ahora, levanta, son menos cuarto. Entraré primero en el cuarto de baño.
Me tapé la cabeza con la manta y esperé que no se diera prisa.
—¡Christiiiiine! —En esta ocasión mi padre estaba vestido y olía a loción para después del afeitado—. Son las siete. ¿Tanto bebiste?
Me incorporé de prisa, me dio un vahído. Ahora sí estaba cansada.
—Por el amor de Dios. —Mi padre se puso de rodillas y me escudriñó. Yo apenas lo veía—. ¿Qué te ha pasado en los ojos? Los tienes todos rojos e hinchados. Es como si no hubieras dormido en dos meses.
Exactamente así me sentía. Bajé las piernas despacio y me froté la cara.
—Creo que es conjuntivitis.
Mi padre me acarició la cabeza torpemente.
—Pues ve a lavarte, tal vez después te sientas mejor. Te espero.
Me fui al servicio con remordimientos de conciencia y me propuse hablarle a mi padre de Johann por la noche. Largo y tendido, al final le caería bien.
Marleen me puso una bandeja en las manos nada más entrar en la cocina.
—Me alegro de que hayas llegado, hoy todo el mundo ha bajado a desayunar temprano y Gesa todavía no ha venido. Lleva esto de prisa. Se van dos huéspedes. ¿Qué te pasa en los ojos?
—Conjuntivitis —repuso mi padre de manera ininteligible, pues ya tenía en la boca un pedazo de bollo con pasas—. Por eso no ha dormido bien.
—Ya.
Marleen sonrió y se fue a recepción. Mi padre la miró cabeceando.
—A veces me parece demasiado expeditiva. A ella querría verla yo con conjuntivitis.
—Bueno, igual tampoco es conjuntivitis.
—Pues claro que lo es, no hay más que verlo. Anoche no tenías esos ojos. Me voy a desayunar, seguro que Kalli está al caer.
Lo seguí despacio con la bandeja.
Cuando en la playa empezó a hacer demasiado frío, volvimos a la pensión. Sin que hiciera falta hablar mucho, acompañé a Johann a su habitación. Me prohibí regodearme con ello, de lo contrario me habrían temblado las piernas. Pese a todo, la imagen se impuso: el rostro de Johann mirándome por la mañana, los ojos marrones bajo el pelo alborotado, esa boca que tan bien besaba, su sonrisa. Me había quedado parada, y Gesa estuvo a punto de llevarme por delante.
—Madre, Christine, ¿qué haces ahí? Me has dado un susto de muerte.
—Buenos días, Gesa, sólo pensaba.
Ella me miró con escepticismo.
—Claro. Es un buen lugar para pensar. De veras. Bien mirado, el mejor. Si no consigues solucionar aquí todos los problemas vitales, no sé dónde va a ser. ¿Sopla levante o se te ha ido la olla? Por lo menos déjame pasar antes de que vuelvas a entrar en trance.
Pasó de prisa y yo sonreí.
En el comedor, mi padre ocupaba su mesa de costumbre. Emily le estaba enseñando el dibujo que acababa de hacer, de una gaviota, y Lena le pelaba el huevo. Dejé en las mesas las cafeteras y apoyé un instante la mano en el hombro de mi padre.
—Aquí tienes el café. Y vosotras, ¿qué?
Lena se soplaba el dedo.
—Este huevo quema. Y tienes los ojos raros.
—Lo sé.
Eché un vistazo a las otras mesas: estaban todos los huéspedes a excepción de Johann y las empresarias de MünsterHiltrup. Miré a ver si faltaba café, té o alguna otra cosa y volví a la cocina. Mientras me afanaba allí oí las voces de las señoras Weidemann-Zapek y Klüppersberg. Cuando entré en el comedor con el té para las señoras, éstas se estaban sentando a su mesa. Lena y Emily seguían donde las había dejado, junto a mi padre. Emily tenía un aire triunfal en la mirada.
—Buenos días, señora Weidemann-Zapek, buenos días, señora Klüppersberg.
La sonrisa se la debía a Johann. Dejé las teteras en la mesa.
—Pero, querida, si ya nos tratábamos por el nombre de pila. —Hannelore sacudió la cabeza con indulgencia—. ¿No es verdad, Mechthild?
Mechthild Weidemann-Zapek se inclinó y me cogió la mano.
—Así es, Christine. Pero por suerte usted aún forma parte de la generación que no es dada a tomarse confianzas en seguida. —Lanzó una mirada maliciosa a las gemelas y a sus padres—. Hoy en día los niños ya no saben lo que son los buenos modales y el tacto.
Me mostré aquiescente y me acerqué a ella.
—¿Y eso? ¿Qué ha pasado?
—Bah —le restó importancia al hecho con naturalidad—, sólo son niños. ¿No se siente bien? Parece algo derrengada.
—No es nada —aseguré asimismo con despreocupación—. Sólo tengo los ojos un poco irritados. ¿Desean alguna cosa?
Ambas negaron con la cabeza y miraron a mi padre, que no reaccionó, sino que se puso a colorear con un rotulador amarillo el pico de la gaviota de Emily. Las señoras se miraron y a continuación se pusieron en pie para ir a llenar los platos al bufet. Mi padre se sobresaltó cuando me senté a su lado.
—Christine, ten cuidado. Me he salido.
—Perdona.
Ladeó la cabeza.
—Mira, Emily, de todas formas el pico era demasiado pequeño, las gaviotas argénteas lo tienen más grande. Así. Pero ahora tengo que ir al bar, ya son las ocho menos cuarto. —Se volvió hacia mí—. ¿Querías algo? Aún tienes los ojos raros.
—¿Qué les pasa a tus señoras?
Emily dobló pulcramente la hoja.
—No son sus señoras. Sólo viven aquí.
—Exacto. —Mi padre le dio el rotulador a la niña—. Querían sentarse con nosotros. Como estoy solo, querían hacerme compañía.
—¿Y luego?
—Luego Lena preguntó si no podían mirar y Emily dijo que la mesa estaba ocupada. Y que se largaran.
—¡Emily!
—¿Qué? —Mi padre le apartaba a Lena un mechón de pelo de la cara—. Podría haber utilizado palabras peores. Largarse no es nada. Pero ahora me tengo que ir, niñas. Sólo faltan dos días para la inauguración.
Se levantó, y las gemelas se apartaron despacio de la mesa. Anna Berg las llamó.
—Lena, Emily, dejad que se vaya. Vamos a alquilar unas bicicletas dentro de nada.
—Sí. Adiós, Heinz, hasta luego.
Las pequeñas volvieron con sus padres y yo seguí al mío fuera del comedor. Antes incluso de llegar a la puerta se nos unió el otro equipo femenino. Hannelore se había levantado de un salto y nos había cortado el paso. De pronto la teníamos delante, ondeando ante la boca una bufanda de angora amarilla.
—Un momento, Heinz. Tenemos que hablar contigo.
Seguimos fascinados los suaves movimientos de la bufanda amarilla. Mi padre amusgó un instante los ojos.
—Claro, pero por desgracia tengo que ir a trabajar.
—El cazafortunas ha vuelto.
Me estremecí, y mi padre se dio cuenta y me apretó el brazo en ademán tranquilizador.
—Hannelore, creo que nuestro amigo Gisbert tiene este asunto completamente bajo control. Nosotros sólo intervendremos si la situación se vuelve peligrosa para nosotros, es decir, para Christine, para vosotras o para Marleen. —Se volvió hacia mí—. Yo todavía no lo he visto, no te preocupes.
Recé lo que me sabía para que Johann se atuviera a lo que le había pedido: que no bajara a desayunar antes de las nueve, aunque la pasión le diera hambre. Para entonces, Mechthild ya estaba junto a Hannelore. Miró enfadada a su amiga, que, decepcionada, guardaba silencio debido a la contención de su héroe. A Mechthild no hubo forma de tranquilizarla tan de prisa.
—¿Cómo que si se vuelve peligrosa? Ya es peligrosa, ese pillo se dirigió a mí ayer por la noche.
—¿Quién? —inquirió mi padre, alarmado.
—¿Quién va a ser? Pues el cazafortunas, el tal señor Thiess.
Pensé en la noche anterior: no podía ser. Sin duda él me habría comentado el encuentro con la valquiria. O Mechthild mentía o tomaba a otro por Johann Thiess.
Mi padre parecía nervioso.
—Di, Christine, ¿ha vuelto a la isla? ¿El tal Thiess?
—Bueno, yo aquí no lo veo. —Crucé los dedos en los zuecos.
Por lo visto Kalli aún no había dado el parte de sus pesquisas, como tampoco lo había hecho GvM. Me paré a pensar cómo saldría del embrollo, y supliqué para que el mejor amante de todos los tiempos no desayunara antes de las nueve. Kalli me salvó. Lo reconocí por sus silbidos en el pasillo. Nos sonrió a todos.
—Buenos días, señoras, hola, Christine. Heinz, ¿dónde te metes? Onno y Carsten ya están en la puerta. Gesa dice que la llave la tienes tú.
—Sí. —Mi padre me miró con cara de preocupación y luego miró a las señoras resuelto—. Nos ocuparemos de ello. Esta tarde, a las ocho, en el jardín. Si se presenta Gisbert, estamos allí. Vamos, Kalli, tenemos cosas que hacer. Que tengan un buen día, señoras.
Echó a andar a buen paso, Kalli nos saludó con la cabeza y se apresuró a ir detrás de Heinz. Mientras Hannelore y Mechthild me miraban con aire pensativo, vi de pronto los pies de Johann aprisionados en el cemento. Me propuse hablar con mi padre urgentemente. Antes de la conspiración. No fuera a ser que ocurriese alguna tontería por error.