Ahí está otra vez

Un cuarto de hora después estaba recogiendo el lavavajillas con Gesa cuando Marleen se nos acercó con cuatro tazas de café.

—Es que es increíble. —Dejó las tazas en la mesa—. No vayáis a pensar que nuestro equipo de jubilados se ha molestado en quitar sus cosas. Hasta han dejado la mesa allí plantada.

Miré por la ventana.

—¿Ya se han marchado? Mi padre ni siquiera se ha despedido.

Gesa sonrió.

—Ha salido ganando con el cambio: una hija mayor a cambio de dos pequeñas.

—¿Se han ido los tres con las niñas? ¿Carsten también?

—No —Marleen negó con la cabeza—, Carsten se ha ido a tomar café con Nils y Dorothea. Quiere someter al tercer grado a Dorothea. Heinz y Carsten aún no están muy seguros de si consentir esa relación.

Gesa me dirigió una mirada compasiva.

—¿Cómo lo aguantas? Dorothea se besuquea un poco y a Heinz le falta tiempo para avisar al padre; tú hablas dos veces con el señor Thiess y éste pasa a ser un cazafortunas de inmediato. La verdad, no es de extrañar que viváis solas.

—Bueno, tan malo…

—No es necesario que lo defiendas, mujer. —Gesa cogió su mochila—. Heinz me parece entrañable, pero no me gustaría tenerlo de padre. Bueno, me voy, nos vemos mañana, que paséis un buen día.

Marleen profirió un leve suspiro.

—Estas chicas jóvenes dicen lo que piensan sin más. Y nosotras las arpías siempre tan diplomáticas. No es justo.

—Cierto. Quizá tuviéramos que ser más decididas de vez en cuando.

En ese momento se oyó un petardeo escandaloso, supimos que era un ciclomotor y las dos nos agachamos al mismo tiempo.

—Vamos, Christine, es tu oportunidad. Decídete y lánzate sobre él.

Procuré asomarme por la ventana de forma que el motorista no me viera. Gisbert von Meyer se dirigió a la pensión sin quitarse el casco.

—Míralo. —Sólo me salió un graznido—. Esos bracitos, esas piernecitas y ese pedazo de casco en la cabecita. Como no se lo quite, me da algo.

—Hola, ¿no hay nadie? —La voz sonaba hueca, al parecer ni siquiera se había levantado la visera.

Marleen se dominó.

—Al fin y al cabo, es de la prensa.

Cogió aire y chilló:

—¡A la derecha, en la cocina!

Gisbert se sobresaltó, pues ya estaba en la puerta, con el casco bajo el brazo.

—Buenos días, señoras, espero no molestar.

Intenté esbozar una sonrisa diplomática.

—Claro que no, aquí nunca hay nada que hacer. Nos dedicamos a dar vueltas y mirar por la ventana. ¿Qué tal?

Él, radiante, se alisó el ralo cabello pelirrojo.

—Estupendamente, gracias. Quería invitarte a hacer una pequeña excursión por la isla, Christine, he traído otro casco.

Miré la moto. En efecto, del manillar colgaba una monstruosidad rojo chillón. Marleen tosió, no me fue difícil leerle el pensamiento. Gisbert movió la mano a modo de invitación.

—Entonces, ¿vienes?

—No, gracias. —No quise mirar a Marleen—. Lo siento mucho, pero aún tenemos que ocuparnos de algunas cosas, preparativos y demás, no puedo irme ahora.

Desilusionado, se dirigió a Marleen.

—Pero en el bar andan con lo del suelo y aquí todo está listo. —Gisbert señaló la ordenada cocina.

Marleen reparó en mi mirada de desesperación.

—Servilletas —repuso con gravedad—. Aún tenemos que doblar servilletas. Para la inauguración.

—Ah —contestó él, y comenzó a tamborilear con los finos dedos en el casco—. Pero eso no puede llevar mucho tiempo.

A mí se me ocurrió algo mejor.

—Y estoy esperando a que me llame mi novio.

Gisbert ladeó la cabeza y esbozó una sonrisilla.

—No tienes novio, me lo ha dicho Heinz. O… —Algo se le pasó por la cabeza, se le veía el cerebro en ebullición. Se irguió—. Si no es hoy, otro día será. Seguro. Por cierto, ¿dónde está Heinz?

—Se ha ido. Kalli y él están haciendo de niñeras.

Gisbert von Meyer se limpió unas pequeñas perlas de sudor de la enrojecida frente.

—¿Se le puede llamar a algún número si surge alguna emergencia?

Marleen se sacó un móvil del bolsillo de los vaqueros.

—Se dejó el teléfono fuera junto con las tazas de café y las cartas. Así que no hay forma de avisarlo.

—¿Y Kalli?

Yo me iba impacientando.

—Gisbert von Meyer, no hay ninguna emergencia, y Kalli no tiene móvil.

Pasé por delante de él poniendo buen cuidado en mantener la suficiente distancia. En el pasillo, oí su voz de pito agitada:

—Marleen, que no se ponga al teléfono, por favor. Es cuestión de vida o muerte. Necesito hablar con Heinz.

Sus pasos en el patio recordaban a John Wayne de joven.

Esperé a oír la moto antes de volver con Marleen, que miraba a Gisbert cabeceando.

—El señor Von Meyer está como un cencerro, ¿no?

—Marleen, no olvides que es de la prensa.

—Y ¿por eso espera que vuelva el cazafortunas?

—Eso me figuro. Nunca ha tenido entre manos un reportaje así. ¿De verdad tenemos que doblar servilletas?

—Claro que no, sólo era para echarte un capote. Voy a ver a los currantes, tú puedes irte a la playa.

La perspectiva de pasar unas horas con un libro en la arena era excelente.

—Genial. Te cojo la bici. Nos vemos esta noche en la cena, hasta luego.

Poco después iba por el paseo marítimo con el sol dándome en la cara y el viento en la espalda. Mis pensamientos volvieron a la noche anterior en el Haifischbar, a la historia que había contado Gisbert. Me sacudí la vaga sensación que me invadió y pensé en el mensaje que me había mandado Johann: «… para que volvamos a vernos pronto». Volvería, yo no era tan ingenua como la camarera esa de Emden. A fin de cuentas, a mis cuarenta y cinco años tenía un matrimonio y varios amantes a mis espaldas y sabía algunas cosas de los hombres. Por lo menos, eso esperaba y, a decir verdad, con una vehemencia que me hacía pedalear cada vez más de prisa.

Después de bañarme dos veces y leer cuarenta páginas de una novela policíaca me cansé de estar en la playa. Sacudí la arena de la toalla, recogí las cosas y decidí ir al centro a comprarme un vestido. Antes de que le hubiera quitado el candado a la bicicleta oí un silbido. Los tiempos en los que aún reaccionaba al oír algo así habían terminado, razón por la cual también pasé por alto el segundo silbido. Sin embargo, después oí algo que ya no pude ignorar.

—Christine, ¿estás sorda?

El corazón se me desbocó. Me volví de prisa y lo vi. Johann llevaba vaqueros, una camisa y una americana. Vino hacia mí, y yo sólo veía esos ojos color miel y esa sonrisa; ese hombre no era ningún delincuente. Cuando lo tuve delante, cerré los ojos… y me besó.

—Ya he vuelto. No ha podido ser antes.

—Creímos…, bueno, yo no, pero ahora da lo mismo, me… —balbucía de la emoción.

Él me miró desconcertado.

—¿Has tomado demasiado el sol? ¿Te encuentras bien?

Dejé de pensar en lo que estaba pensando.

—Sí. ¿Cómo has sabido que estaba aquí?

—Primero fui a la pensión. Y le pregunté a Marleen por ti.

—¿Te ha visto alguien más?

—No, ¿por qué?

Dejé el bolso en el portabultos y evité el contacto visual para disimular el alivio que sentía.

—No, por nada. ¿Qué ibas a hacer?

—No lo sé. Primero quería verte. Podríamos ir al centro a tomar café o a comer algo. O de compras. Ah, por cierto —se metió la mano en el bolsillo interior de la americana y sacó un sobre—, tu dinero. Y gracias otra vez por prestármelo.

Cogí el sobre y lo metí en el bolsillo lateral del bolso. Por un instante oí una voz interior que sonaba como la de mi padre: «Cuéntalo». No le hice caso.

—¿Y bien? —Johann me observaba—. ¿Qué hacemos?

Podría haber hecho cualquier cosa con él, aunque me horrorizaba la idea de pasearme por la ciudad cogida de su mano y que de repente nos viéramos rodeados por mi padre, Kalli y dos niñas pequeñas con sendas gorras. Era demasiado arriesgado.

—Hoy lo tengo un poco complicado. Mi padre y su amigo Kalli están cuidando de las gemelas de los Berg, y creo que debería echarles un cable. Precisamente iba a buscarlos.

—Si quieres te acompaño.

Me puse a inventar una excusa como una loca.

—No es muy buena idea. Me…, mi padre… Johann, no me malinterpretes, pero mi padre se comporta de forma un tanto… rarita con los hombres que tienen algo que ver conmigo.

Vi claramente que no creía una sola palabra. Parecía dolido.

—Bueno, tampoco tenemos por qué hacer nada. Probablemente me haya equivocado.

Dejé caer la bicicleta y le pasé el brazo por la cintura.

—No, no te has equivocado. Es sólo que mi padre se ha emperrado con una cosa y no me gustaría que me viera contigo. ¿Quedamos esta noche? ¿Tarde?

No me apetecía contarle la historia para no dormir del cazafortunas cercado, pero tampoco quería que pensara que mi padre estaba loco.

—Bien. —Se agachó y se subió la pernera de los vaqueros—. Entonces no haré más preguntas, iré a correr a la playa para que se me pase la frustración. Llámame cuando te hayas librado del clan.

Me sentí aliviada al ver que no quería saber con qué se había emperrado mi padre.

—Luego te llamo. Hasta esta noche, entonces.

Él esbozó una sonrisa torcida y me dio un beso fugaz.

—Eso espero.

Mientras me dirigía al centro por el paseo marítimo, me abandoné a la alegría de saberlo de vuelta. Sin embargo, después me paré a pensar que no me había contado nada. Por otro lado, yo tampoco le había preguntado. Consideré una buena señal que sólo hubiera ido por el dinero y sus papeles. Ya podían ir buscándose a otro cazafortunas, mi padre y Gisbert.

Cuando estaba dejando la bicicleta delante de la oficina postal, volví a oír un silbido. Esta vez levanté sin más la cabeza: Dorothea y Nils venían hacia mí. Dorothea me sujetó la bici para que yo cogiera el bolso del portabultos con más facilidad.

—Vaya una pinta que traes. ¿Qué te ha pasado en el pelo? Y tienes arena en la barbilla.

Me toqué la cara y, en efecto, la tenía llena de arena. Y, pese a todo, él me había besado.

—He estado en la playa. —Me notaba el pelo estropajoso—. Y no me he peinado.

—¿A qué viene esa sonrisa tan tonta? —Dorothea me escrutaba con curiosidad—. No me digas que Jo…

—Chsss. —Me volví instintivamente y busqué el rostro de mi padre entre los transeúntes. Empezaba a sufrir manía persecutoria—. Sí, ha vuelto, pero no quiero que se enteren ni Heinz ni GvM.

Nils nos miraba ora a una, ora a la otra.

—¿Estáis hablando del cazafortunas? ¿El tipo de la pensión que no vive en Bremen?

—Vamos, Nils. —Dorothea desechó la idea con un gesto—. Heinz y Gisbert von Meyer se dan demasiada importancia. El tío se llama Johann Thiess, y seguro que no es ningún cazafortunas.

—¿Lo conocéis? ¿Por qué no lo habíais dicho?

—Eso, ¿por qué? —Reflexioné mientras miraba a Nils—. Los dos estaban tan seguros… Mi padre y el doctor Watson no nos habrían escuchado.

Dorothea opinaba lo mismo.

—Además, hay algunas cosas que no están claras. El resto te lo cuento en el ferry.

—¿Por qué vais a coger el ferry?

Nils le pasó a Dorothea un brazo por los hombros.

—Nos largamos. Después de que Heinz me examinara con lupa y mi padre acribillara a Dorothea a preguntas sobre sus artes culinarias, posibles alergias y su peso, por lo visto ahora también quiere meter baza mi madre. Pretende prepararnos una parrillada esta noche, así que he decidido que ya basta. Nos vamos a Juist, volveremos mañana.

—¿Y el bar?

Dorothea repuso:

—Prácticamente he terminado de pintar, no queda mucho. —Nils asintió—. Nosotros hemos hecho lo nuestro. Ahora tenemos que irnos, el ferry sale dentro de veinte minutos.

Los miré con envidia; habría dado cualquier cosa por estar en su lugar con Johann: dos días en una isla solitaria con el hombre de mis sueños.

—¡Christine! Hola, Christiiiiine.

Hablando de «isla solitaria». Me volví hacia el lugar de donde venía la voz de mi padre y me quedé sin aliento.

—¿Qué? ¿Qué te parece?

Se refería a unos pantalones cortos de un material similar a una lona de camuflaje. Los llevaba con una camisa amarilla estampada con caramelos de colores chillones. La gorra nueva era azul clara y en ella se leía «Por fin 18».

Cogí aire a duras penas.

—¿De dónde lo has sacado?

Mi padre movió una mano en el aire.

—De aquí, de allá. Hemos quemado las tiendas. Kalli y las niñas están ahí sentados, en la heladería. Te he visto por la ventana, ¿te apetece un helado?

Mi padre ya había echado a andar, lo seguí despacio. Si miraba fijamente los caramelos, me mareaba.

En la gorra de Emily, de color amarillo, ponía «Superratón»; en la de Lena, que era rosa, se leía «Mujer ideal».

—Qué gorras tan bonitas habéis elegido.

Me esforcé por usar un tono de voz neutro. Las dos niñas estaban radiantes.

—Heinz nos ha ayudado.

Mi padre asintió orgulloso.

—Nos lo hemos tomado muy en serio, no las hemos comprado en la primera tienda que hemos visto.

Emily negó con la cabeza.

—No, antes hemos entrado en cinco.

—Así es. —Mi padre le hizo una seña al camarero—. ¿Qué quieres, Christine?

—Un café, por favor.

Esperé hasta que el camarero se hubo ido.

—Y a ti, ¿quién te aconsejó, papá?

Se miró satisfecho.

—La camisa la eligieron las niñas. Es la más bonita que he tenido en mi vida. Me la pondré en la inauguración.

Lena puso el índice en un caramelo rojo.

—Tiene caramelos. Era la camisa más bonita que había.

El camarero me sirvió el café. No sé cómo fui capaz de controlarme.

—Muy bonita, sí. ¿Y la gorra?

—Pega, ¿eh? La gorra la escogí yo.

—Pone «Por fin 18».

—¿De veras? —Se la quitó y le dio la vuelta para leerlo—. Ah, pues sí. Ni siquiera lo he visto. Bueno, qué más da.

Kalli le acercó a Lena un tanto la copa de helado.

—Heinz ya ha cumplido los dieciocho. Es de calidad, me refiero a la gorra. Y de un bonito color.

—Vamos a ir al cine con Heinz y con Kalli. —Emily estaba entusiasmada—. A ver una película de pingüinos.

Miré a mi padre, que asintió orgulloso.

El viaje del emperador. Es un documental. Para que las niñas aprendan algo.

Kalli se inclinó hacia adelante.

—¿Quieres venir? Si te apetece, te saco la entrada.

—No, muchas gracias. Me voy de compras, necesito un vestido para la inauguración. Podemos vernos después en el Central Café, está aquí al lado.

—Vale. Dentro de dos horas.

Me tomé el café y me levanté.

—Que os divirtáis con los pingüinos.

—Gracias. —Mi padre me guiñó un ojo con desenfado—. Y, Christine…

—¿Sí?

—Cómprate algo bonito, anda. Seguro que algo colorido te queda bien, no deberías ir siempre con esos vestidos aburridos de abuela. Tampoco eres tan mayor. Y, además, estamos en verano.

Esbocé una sonrisa forzada.

—Lo intentaré. Hasta luego.

En la cuarta tienda encontré lo que buscaba. Era un vestido por la rodilla, verde oscuro, con los tirantes estrechos. Me veía bien y, a modo de confirmación, la dependienta asintió en el espejo. De repente, la voz de la señora Weidemann-Zapek inundó el espacio.

—Mira, Hannelore, la del espejo es Christine.

Su voluminosa figura, en esta ocasión enfundada en un traje vaquero con gatos verdes y rojos que retozaban sobre sus abundantes pechos, invadió el espejo.

—Mi querida Christine, el corte no está mal, pero esa tristeza… Di tú algo, Hannelore.

La señora Klüppersberg se quitó el atrevido gorrito de lana, que llevaba, cómo no, a juego con un ceñido vestido color albaricoque. El collar de perlas rojas de siete vueltas se estrellaba ruidosamente contra los botones del vestido.

—Mechthild tiene razón. Yo escogería colores claros, un rojo vivo o un amarillo cálido, tal vez un estampado floral vistoso, pero ese verde es demasiado apagado.

Sonreí cordialmente a las dos expertas de Münster-Hiltrup, susurré un «hola», giré sobre mis talones y le dije a la dependienta:

—Sí, me lo llevo.

Cinco minutos después, cuando salía de la tienda con mi elegante bolsa, las señoras estaban sentadas en un banco desde el que se veía la puerta del establecimiento. Había caído en la trampa. Mechthild escudriñó mi bolsa.

—Le puedo prestar un pañuelo precioso, pero ¿qué digo?, se lo regalaré. Por lo encantadora que ha sido en los desayunos.

—No tiene por…

Hannelore me interrumpió:

—No puede rechazarlo. Esos pañuelos los vendemos en la tienda, nos los quitan de las manos. Necesita ser más osada en materia de moda, amiga mía, déjese aconsejar por las profesionales. Por cierto, ¿dónde está su padre?

Yo estaba allí plantada como un pasmarote, pero no quería sentarme en el estrecho banco. Descargué el peso en la otra pierna.

—Mi padre está con Kalli y…

En ese preciso instante oí un jadeo a mis espaldas y me volví. Gisbert von Meyer, con la cara como un tomate y sin aliento, apareció tan de repente que me sobresalté.

—¿Dónde… está… Heinz? —preguntó con voz sibilante por falta de aire. Se dejó caer en el banco.

Mechthild dio un pequeño bote y lo miró alarmada.

—¿Ha pasado algo?

La respiración de Gisbert von Meyer era entrecortada y sibilante, y eso que yo nunca lo había visto fumar. Quizá fuese alérgico. O no estuviera en forma. O las dos cosas. Miró a su alrededor con aire misterioso.

—Vaya que sí. Tenemos que reunirnos cuanto antes. La consigna: Haifischbar, ¿lo entienden?

Hannelore estuvo a punto de atragantarse.

—¡El cazafortunas! ¿Ha vuelto a verlo?

Ahora era a mí a quien le faltaba el aire.

—¿Dónde?

—Al parecer, se aloja en el Georgshöhe. Lo he visto en recepción —explicó un triunfal Gisbert.

¿Qué se le había perdido a ese tirillas en un hotelazo como ése? Mientras contemplaba el rostro horrorizado de las señoras, mi cerebro entró en ebullición. Johann estaba en la playa, no en el Georgshöhe, se hospedaba en la pensión y Gisbert todavía no lo había visto. Pensé aliviada en la descripción que le había facilitado mi padre, estatura media, edad media, rubio medio y mal mirar, en la que encajaba una de cada tres personas. Por eso ahora probablemente hubiese otro fulano y yo podía estar tranquila. Y Johann Thiess. Gisbert interpretó mal mi sonrisa y se ufanó.

—Ya, ahora te alegras de que no me diera tan pronto por vencido, ¿eh? De irse, nada. Lo vamos a coger, prometido. Y ¿dónde está Heinz? Aún no sabe nada de la nueva situación.

Hannelore jugueteaba nerviosamente con el collar de perlas.

—¿Sabe qué, Gisbert? No quise contarlo en el Haifischbar delante de todo el mundo, pero ahora que, por así decirlo, el peligro acecha, los sentimientos personales no cuentan.

Mechthild miró a su amiga enarcando una ceja.

—¿De qué estás hablando?

Hannelore apoyó la anillada mano en la rodilla de Gisbert. Tres pares de ojos siguieron la mano: los de Mechthild, enardecidos; los míos, clementes; los de Gisbert, aterrorizados.

—Bueno, para no extenderme mucho, alguna que otra vez el señor Thiess me…, cómo decirlo, me lanzó miradas concupiscentes.

Yo tosí, Gisbert dijo «caramba» y Mechthild se puso en pie con ostensible parsimonia y se echó el bolso al hombro.

—Ay, Hannelore, a veces eres de un ingenuo que da gusto. Solamente te saludaba. A mí, por el contrario, me invitó a comer, pero rechacé la invitación. Yo sé lo que me hago.

¡Tocada! A Hannelore Klüppersberg el rostro dejó de obedecerla. Parecía una carpa rosa, y retiró la mano de la rodilla del periodista.

—Mechthild, eres tan…

No se le ocurrió la expresión adecuada. Cerró la boca. Gisbert miraba fijamente al aire.

—Debemos hacer algo. Mechthild, Hannelore, han estado a punto de ser víctimas de un delito. Tengo una idea. Christine, ¿dónde está tu padre?

Señalé vagamente en dirección al Kurtheater.

—La última vez que lo vi estaba en el ayuntamiento con Kalli y en compañía de dos jovencitas.

—¿Jovencitas? —corearon Mechthild y Hannelore.

Gisbert se volvió hacia ellas.

—En el Kurtheater hoy hay baile. ¿Por qué no vamos? Así podremos avisar a Heinz de inmediato.

—Gisbert… —procuré emplear un tono altanero—. Yo en tu lugar no me atrevería a interrumpir. Las señoritas eran muy guapas y muy jóvenes, y Heinz y Kalli daban la impresión de estar pasándoselo pipa. No les chafes el plan.

—¡Christine! —exclamó escandalizado el trío a coro.

—Avisados estáis, yo no he dicho nada. Suerte.

Lo que tampoco les dije fue que en el Kurtheater había un cine. Pero si Gisbert, la autoridad competente en cultura, no lo sabía, probablemente no pasara nada.

Los dejé a los tres y fui por la playa de prisa con la esperanza de que ni me siguieran ni encontraran a mi padre antes que yo. Todavía tenía media hora antes de ir al café y 800 euros en el bolso, es decir, 710 y un vestido en la bolsa. Me detuve delante de una perfumería. En el último encuentro romántico con Johann yo olía a aguarrás, más me valía mejorar esa tarde o noche. Entré en el establecimiento.