El Haifischbar era por dentro como su propio nombre sugería: del techo colgaban redes de pesca; en los rincones, mascarones de proa. El sitio estaba repleto de objetos relacionados con el mar, tras la barra el dueño probablemente estuviera pluriempleado de pirata, y de pequeña yo habría tomado a la camarera rubia por una sirena.
Mi padre estaba entusiasmado.
—Menudo establecimiento, mira, mira. Y no es autoservicio. Estupendo. Se ve que Kalli tiene buen gusto cuando se trata de salir. —Fue directo a la camarera con una sonrisa radiante—. Hemos llegado. Mi amigo Kalli ha reservado mesa. Una grande.
Mientras Howard Carpendale cantaba Ob-la-di, ob-la-da.… nos condujeron a la mesa que se hallaba bajo el mascarón que tenía el pecho más voluminoso. Mi padre lo miró con aprobación y después me miró a mí satisfecho.
—Y qué mesa tan buena. Y música alegre. ¿Tú también quieres una cerveza?
Asentí, resignada, y me pregunté cuándo podría largarme sin llamar la atención. Mientras esperábamos a que nos trajeran la cerveza y al resto, mi padre escudriñó el mobiliario con interés.
—Dorothea debería tomar nota, esto podría darnos algunas ideas, me gusta muchísimo.
—Papá, creo que sería mejor que no te metieras en lo que Marleen tiene pensado para su bar.
—¿Por qué? —Estaba asombrado—. Hija, yo soy uno de los posibles clientes, estoy de visita en Norderney. Y me gustan las redes de pesca. —Miró hacia arriba—. ¿De dónde habrán sacado esos mascarones?
—El De Vries va a ser un bar con lounge, no una taberna de puerto.
—¡Lounge! Vosotras siempre dándooslas de finolis. Creía que queríamos ganar dinero.
—Marleen quiere ganar dinero, papá, no nosotros. Así que no te metas. Ahí viene.
Marleen se detuvo en la puerta hasta que nos vio y después se acercó a la mesa.
—Hola —se sentó a mi lado en el banco—, Onno y Kalli vienen ahora mismo, yo he llegado antes porque he venido en bici.
—Dime, Marleen —mi padre se inclinó sobre la mesa—, ¿qué opinas de esas redes del techo?
Ella levantó la cabeza y lo miró con recelo.
—¿Por qué? ¿Ya has pedido unas cuantas?
Mi padre se retrepó en su asiento, indignado.
—Como si me inmiscuyera yo en tus planes. Pues claro que no. Sólo quería saber qué te parecen. Me interesa.
Ella clavó la vista en el techo.
—No me gustan.
—Lástima. —Mi padre se puso a repartir posavasos—. Le habría dado un toque al conjunto, a mí… —Vio mi mirada amenazadora—. Bueno, vale. Hombre, ahí viene nuestro flamante abuelo con el ayudante. —Se levantó y les hizo una seña—. Kalli, Onno, estamos aquí.
Onno se había vestido para la ocasión, llevaba una chaqueta azul marino, una camisa roja y una corbata azul. Kalli también se había puesto de punta en blanco, con un traje marrón y una camisa blanca.
—Pues tenías razón, la chaqueta de punto habría estado fuera de tono —me susurró mi padre.
Sobre todo porque la chaqueta en cuestión era verde y azul y mi padre pensaba lucirla con una camiseta amarilla de propaganda en la que se leía «Amigos del deporte». Lo impedí en el último momento. Mi madre se habría sentido satisfecha. Cuando los dos llegaron a la mesa, mi padre se sentó de nuevo.
—Amigos, ya veo que también os habéis emperejilado. Muy elegantes. —Se quitó una mota invisible de su americana gris y se alisó la camisa de rayas—. A mi juicio, hay que vestir acorde a la ocasión. Y un nuevo nieto es algo muy especial. ¿Dónde están las bebidas? Escuchad: Daliah Lavi, siempre me ha gustado mucho.
La idolatrada cantaba con voz aguardentosa «O-ho-ho-ho, wann kommst du», «Ay, ay, ay, cuándo vas a venir», cuando la señora Weidemann-Zapek y la señora Klüppersberg entraron en el Haifischbar. No pude evitar cantar «Ay, ay, ay, ahí están», lo que me granjeó una mirada de desaprobación de mi padre.
—Mira que no tener nada de voz, y eso que la melodía es sencilla. Kalli, han llegado tus invitadas.
Marleen y yo esbozamos una sonrisilla tonta, el ataque de risa estaba al caer.
Hannelore Klüppersberg también se había vestido para la ocasión: llevaba un vestido marinero de rayas azules y blancas con una raja en la rodilla y un cuello enorme. Su amiga Mechthild Weidemann-Zapek vestía de satén azul petróleo con pequeñas mariposas de lentejuelas que revoloteaban en torno al escote. Naturalmente también llevaba mariposas en el pelo.
La camarera rubia se detuvo breve pero respetuosamente ante ellas, Onno se las quedó mirando como si fuesen una aparición, mi padre se mostró imperturbable y Kalli se inclinó hacia mí y observó en voz queda:
—Invitarlas fue un error, ¿sabes? Espero que no se lo cuentes a Hanna. Me resultaría incómodo.
Pese a todo, fue hacia las señoras guardando las formas, las saludó con una reverencia y las condujo hasta nuestra mesa.
Marleen le dio un codazo a Onno.
—Se te van los ojos, amigo mío.
El aludido se sonrojó.
—Perdón, pero ¿qué es eso?
Kalli señaló dos sillas, y la señora Weidemann-Zapek y la señora Klüppersberg se sentaron ceremoniosamente.
—Esto es muy singular. —La señora Klüppersberg apuntó a la red de pesca del techo y, acto seguido, al ver a la señora con los senos al aire sobre su cabeza, lanzó un gritito de júbilo—. Uy, Mechthild, mira.
—Creo que las señoras conocen a todo el mundo, ¿no? —preguntó Kalli—. ¿O hace falta que las presente?
La señora Weidemann-Zapek ladeó la refulgente cabeza.
—Prácticamente vivimos todos juntos, pero todavía no sabemos cómo se llama cada cual. Propongo que nos llamemos por el nombre de pila, así será más íntimo. Yo me llamo Mechthild y mi amiga responde al bonito nombre de Hannelore.
—Eso está bien. —Mi padre levantó su vaso de cerveza—. De todas formas, nunca recuerdo esos absurdos nombres compuestos. Bueno, pues yo soy Heinz y ésta es mi hija Christine.
Mechthild Weidemann-Zapek lo miró fascinada.
—Heinz, preséntenos a sus amigos.
—Claro, a mi lado están Onno, Kalli y Marleen, y dentro de nada vendrán Dorothea y Nils. ¿Y bien?, ¿qué desean beber las señoras?
De fondo Roland Kaiser cantaba con brío su éxito Sieben Fässer Wein, «Siete toneles de vino». Yo tragué saliva, sería una noche dura.
Las señoras se decidieron por una botellita de vino, y justo entonces entraron Dorothea y Nils. Kalli los llamó.
—Ya estáis aquí. Dorothea, ¿te apetece un vino del Mosela?
Ella negó con la cabeza.
—No, nada. Me tomaré una cerveza.
—¿Nils?
—Yo también, gracias.
Mechthild escrutó a Dorothea con escepticismo, y mi padre la tranquilizó:
—Dorothea es artista.
—Ah… —Mechthild no pareció tranquilizarse mucho—. Me resulta un tanto chabacano ver beber cerveza a las mujeres.
Dorothea clavó la vista en ella, estupefacta. Onno asintió, y Marleen le hincó el codo en el costado al tiempo que lo fulminaba con la mirada y le decía a la camarera:
—Yo también tomaré cerveza. ¿Y tú, Christine?
—También. —Sonreí con dulzura a la señora Weidemann-Zapek—. Una grande, por favor.
Ella, en lugar de decir nada, se volvió hacia mi padre y apoyó la anillada mano en la de él.
—Hoy he visto su foto en el periódico. No sabía que era usted quien se ocupaba de todo.
A Marleen le entró un ataque de tos, y yo observé a mi padre, que se quedó alelado y retiró la mano de prisa para rascarse la barbilla.
—Bueno, ya se sabe que los medios siempre lo exageran todo. Yo sólo soy uno más del equipo. —Esbozó una sonrisa modesta y yo me paré a pensar si a Mechthild le pedirían a menudo la mano.
Cuando llegaron las bebidas, Kalli insistió en abrir él la botella de vino. Hannelore palmoteó cuando le llenó la copa.
—Lo hace estupendamente, Kalli. Brindemos por usted, ¡chinchín!
—Creo que deberíamos brindar por la nieta de Kalli —se oyó decir a Onno.
—Sí. —Kalli miró orgulloso a los presentes—. Brindemos por mi nueva nieta, por Anna-Lena. Salud.
Hannelore Klüppersberg levantó nuevamente la copa.
—Y por su encantador abuelo.
—¿Encantador? En fin. —Onno puso cara de escepticismo, pero aun así bebió.
Mechthild Weidemann-Zapek echó un vistazo a su alrededor con interés.
—Christine, dijo usted que éste era un salón de baile, pero no veo la pista. ¿Es que hay otra sala?
Levanté las manos.
—No conocía el Haifischbar, lo siento. Por lo visto aquí no se baila. Sólo se bebe.
Mi padre asintió.
—La verdad es que no tiene pinta de salón de baile. Pero no importa. Tengo mal la cadera, ¿sabe? Así que de todas formas no puedo bailar.
Por suerte mi padre no supo interpretar la risita y el guiño que me dedicó Mechthild. Decidí pasarlos por alto. Hannelore se dirigió a Onno:
—Usted es de la isla. ¿Adónde suele ir a bailar?
Él se estremeció.
—Yo no bailo, tendrá que buscarse a otro. Yo sólo juego a las cartas.
—Hablando de otro —Mechthild se volvió bruscamente hacia Marleen, haciendo que una de las mariposas del pelo fuera a parar a su copa—, antes he visto a ese atractivo joven con el equipaje, el señor Thiess, ¿ya se ha ido?
Marleen seguía los círculos del animalito de lentejuelas en la copa.
—Sí, ¿por qué?
—¿Ah, sí? —Mi padre me miró. Yo me concentraba en secar las gotas de agua del vaso.
La señora Weidemann-Zapek insistió:
—Pues pensaba quedarse una semana. Nos lo dijo anteayer, estuvimos tomando una tacita de café con él en el centro. ¿Ha pasado algo?
Marleen parecía indiferente.
—No se lo pregunté. Tampoco es asunto de nadie. Puede que no le gustara esto.
Mi padre se indignó en el acto.
—¿¡Cómo!? Pero si Norderney es precioso. Las playas, la ciudad, y este tiempo tan bueno. La verdad, no sé qué más quiere. Menudo mentecato.
Yo estaba a punto de salir en defensa de Johann y explicarlo todo, pero antes de que pudiera abrir la boca se abrió la puerta del local e irrumpió Gisbert von Meyer. Solté un «ay» y mi padre se levantó con una sonrisa radiante.
—Aquí está. Ven a sentarte con nosotros. —Se dirigió a las señoras—: Si me lo permiten, haré las presentaciones: la señora Weidemann-Zapek, la señora Klüppersberg. Las señoras se hospedan en la pensión. El señor Von Meyer, periodista.
GvM les dio la mano e hizo una reverencia briosa.
—Tanto gusto. ¿Me permiten preguntar cuál es su hermoso lugar de procedencia?
—Münster-Hiltrup. —Hannelore añadió una caída de ojos—. Somos empresarias de Münster-Hiltrup.
—¿Empresarias?
Eso era una novedad para mi padre. Y para mí.
—Pues sí. —Mechthild Weidemann-Zapek notó el interés que había suscitado—. Regentamos una tienda de labores de punto.
Eso lo explicaba todo. Tuve que ir corriendo al servicio.
Una vez allí, aproveché para echar un vistazo al móvil. Tenía un mensaje: «Ya estoy en casa, espero que todo se aclare de prisa para que volvamos a vernos pronto. Johann».
Me lavé las manos satisfecha.
Cuando volví a la mesa, el nivel de ruido había aumentado. Hannelore Klüppersberg describía sus impresiones de Norderney, Mechthild la interrumpía una y otra vez y Gisbert tomaba notas como un loco en un posavasos. Por lo visto se estaba gestando el artículo del día siguiente de nuestro columnista estrella. Ya podía ver los titulares: «A punto en el litoral» o «Münster se mueve» o «Tendiendo redes».
Gisbert malinterpretó mi risa contenida y me dedicó una sonrisa lánguida. Me apresuré a sentarme de modo que no tuviera que verlo todo el rato, pero él levantó un tanto el pequeño trasero y se echó hacia adelante.
—Christine, ¿ya has estado en el faro? Hannelore y Mechthild se quedaron fascinadas con las vistas. Lo acaban de contar. Merece la pena, de verdad.
Procuré no ser desabrida.
—No.
—¿Cómo dices?
—No —repetí más alto—, no, todavía no he estado en el faro.
Le daría un calambre en el muslo si no cambiaba de postura.
—Estupendo, entonces te paso a buscar mañana por la tarde. El faro se puede visitar de cuatro a cinco. Es muy romántico.
Ahora sí que no podía rehuir su mirada.
—Muchas gracias, es muy amable por tu parte, pero me dan pánico las alturas. Mejor llévate a Heinz.
—¿Desde cuándo te dan…?
Le di un pisotón a mi padre, que me miró enfadado.
—Ay, me has…
Le acaricié la mano para consolarlo.
—Perdona, creía que era la pata de la mesa. Tú aún no has ido al faro, puedes aceptar la invitación, ya que Gisbert se ha ofrecido tan amablemente.
—Claro —asintió mi padre mirando al periodista—. En ese caso subiremos mañana.
Gisbert sonrió débilmente, se sentó de nuevo y torció el morro.
—Y dígame, Gisbert —Mechthild Weidemann-Zapek parecía no haberse enterado del descalabro que acababa de sufrir el periodista—, la suya debe de ser una profesión de lo más emocionante. No sé mucho al respecto. ¿Tiene que escribir sobre toda clase de temas?
GvM volvió a ser el mismo en un santiamén.
—No tengo que hacerlo, señora, sé hacerlo. La mayoría de mis colegas tienen gustos y manías. Algunos artículos les salen bien; otros, fatal. Mis intereses, por el contrario, son muy variados, de manera que nada se me atraviesa, por así decirlo. Turismo, deportes, política, personajes de relieve, trato todos los temas.
Alzó la vista para ver el efecto que habían causado sus palabras: Onno bostezaba, Marleen cuchicheaba con Kalli y, en cambio, Hannelore y Mechthild parecían dos adolescentes a las que se les hubiera dado permiso para ir al concierto de Tokio Hotel.
—¿Personajes de relieve también? Entonces ¡habrá conocido a todo el mundo! —exclamó Hannelore con nerviosismo—. ¿Hay muchas estrellas en la isla?
Gisbert miró descaradamente a su alrededor y bajó la voz de pito:
—Quieren que no las molesten, por eso vienen a Norderney. Compréndanlo, señoras, pero mi ética laboral me exige que salvaguarde la esfera privada de la gente rica y guapa.
La desilusión se reflejó en el rostro de las señoras.
—Y ¿qué hay de los deportes? —A mi padre la gente rica y guapa siempre le había dado igual.
Gisbert parecía desenvuelto.
—Toda clase.
—¿Cómo que toda clase? ¿Qué deportes hay aquí?
—Mi querido Heinz, escribo artículos sobre surf, sobre los campeonatos de salto de altura, sobre fútbol naturalmente…
—¿Y sobre qué partidos?
—Por ejemplo, siempre escribo con detenimiento sobre los entrenamientos de los equipos de primera en Norderney.
—Y ¿qué equipos entrenan aquí?
Gisbert estiró el cuerpecillo.
—El Werder Bremen.
Mi padre hizo un gesto desdeñoso.
—Bah, el Werder… ¿qué más?
Mechthild Weidemann-Zapek había recobrado la serenidad.
—¿No nos puede dar un nombre, sólo uno? ¿Un actor o un cantante?
Kalli se echó hacia adelante y les indicó que se aproximaran. Las dos señoras estiraron el cuello muertas de curiosidad.
—Per Mertesacker.
Ambas se miraron, y Hannelore contestó en voz queda:
—Ah.
Marleen me dijo al oído:
—Ni idea. ¿Dónde actúa? ¿En qué película sale?
—Es defensa. Del Werder Bremen —repuse entre susurros.
—Gisbert, le aseguro que nosotras nunca somos pesadas —dijo de pronto la cazafamosos Weidemann-Zapek—. Podría habernos dado algunos nombres tranquilamente, al fin y al cabo sabemos de sobra lo importante que es la vida privada de las estrellas. En Münster-Hiltrup nos conoce prácticamente todo el mundo, ¿sabe? Y a veces no es fácil y…
Gisbert se animó y se inclinó.
—Sean Connery —dijo con voz vibrante.
—¿Qué?
—Sean Connery, pero chsss…
Las señoras estaban a punto de desmayarse.
—¿Qué más, aparte del Werder Bremen? —A mi padre los personajes le seguían dando igual.
Kalli intervino:
—Con ése basta.
Heinz lo miró de reojo, enervado, y acto seguido miró a Gisbert von Meyer, que se revolvía en su silla.
—Bueno, el deporte no lo es todo. También escribo sobre criminología, por ejemplo.
—¿Sobre qué?
—Pues delitos, asesinatos y homicidios, estafas y traiciones, extorsionadores, ganchos, timadores. También hay que hablar de eso.
—Sean Bond, eh… ¿Sean Connery? Y ¿dónde vive aquí? —Hannelore tenía el cuello rojo.
Gisbert la miró con severidad.
—Chsss.
—Como si aquí hubiera muchos asesinos. —Onno cogió su vaso de cerveza—. ¿No, Kalli? ¿Tú conoces a alguno?
Kalli cabeceó.
—A ninguno. Esto no es lo que se dice un nido de delincuentes. Con suerte, alguien da un tirón o roba una tienda. Por lo demás, no pasa gran cosa.
Llegó el gran momento de Gisbert von Meyer, que comenzó a agitar las manos con nerviosismo.
—Eso es lo que vosotros os pensáis. ¿Sabéis dónde he estado hoy?
Encogimiento de hombros colectivo.
—En Emden, en una rueda de prensa de la policía.
Kalli todavía no estaba convencido.
—Sí, ¿y? Nosotros no tenemos nada que ver con ese sitio.
—Error. —La respuesta de Gisbert fue demoledora—. En dos palabras: cazafortunas fugitivo. Se le supone en la isla. —Miró a todo el mundo con aire triunfal, si bien fue interrumpido en tan retórico clímax por la llegada de Gesa.
—Buenas noches, siento llegar tarde, pero es que he ido a ver a mi hermana, que tiene el pie malo. ¿Me he perdido algo? Qué caras más raras.
Onno le puso una mano en el hombro.
—¿Te has cruzado con un cazafortunas por el camino?
—Y ¿cómo reconozco yo a un cazafortunas? —replicó Gesa, confusa.
—Te promete que se va a casar contigo y no lo hace —le expliqué yo.
—No. —Gesa se bajó la cremallera de la cazadora—. Hoy nadie ha querido casarse conmigo. A no ser que… Heinz, ¿qué tal si tú y yo…?
Gisbert dio un manotazo sobre la mesa.
—No os lo tomáis en serio. La rueda de prensa duró más de dos horas, y eso la policía no lo haría si el tipo no constituyera una amenaza seria.
Kalli se retrepó en su asiento, distendido.
—Bueno, yo no me siento amenazado por los cazafortunas. ¿Qué iban a querer de mí?
Mechthild, por el contrario, se mostró preocupada.
—¿Podría contarnos los pormenores o no le es posible?
—¿Que si puedo? —Ahora GvM era todo un Robin Hood—. Yo diría que debo. Es mi cometido ponerle coto a ese delincuente. Debo advertir a las posibles víctimas, informarlas, protegerlas incluso.
A Marleen y a mí nos dio un ataque de risa. Gisbert se puso en pie de un salto, indignado, me apuntó con un dedo y dijo casi chillando:
—Tú ríete, Christine, pero podrías ser la próxima víctima.
No fui capaz de responder. Gesa, sin inmutarse, se encendió un cigarrillo y dijo:
—No lo creo, siempre buscan a mujeres mayores, desvalidas y solas. Christine es demasiado joven y tiene poca pasta. Y papá no se separa de ella. —Cuando reparó en las miradas de la señora Weidemann-Zapek y de la señora Klüppersberg, esbozó una sonrisa tímida—: Uy, perdonen, no quería decir eso.
Las señoras se quedaron heladas.
Gisbert von Meyer, el Héroe, nos instruyó:
—El proceder de ese sujeto es siempre el mismo. Se registra en un hotel y se lía con una empleada a la que promete amor eterno. Ella, sin sospechar su juego pérfido, le habla de los otros huéspedes. Mientras ella trabaja, él establece contacto con sus víctimas, que siempre son señoras de cierta edad que viajan solas. La información pertinente se la facilita la empleada. A las víctimas él les cuenta que le han robado el dinero, y ellas lo ayudan. Un plan genial. La policía tiene constancia de cuatro perjudicadas, una en Leer, otra en Aurich y dos en Emden. Allí se pierde su pista. Se le supone en las islas. O aquí o en Juist o en Borkum.
Noté que Marleen me miraba de reojo. Veía demasiadas pelis policíacas, probablemente por eso siempre desconfiara de todo. Antes de que se lo preguntara ella, me adelanté:
—Y ¿qué aspecto tiene?
Mi interés enardeció a Gisbert von Meyer. Se sacó una libreta del bolso de caballero que llevaba y comenzó a hojearla.
—Sí, existe una descripción precisa. Cuarenta y tantos años, aproximadamente metro ochenta, complexión normal, ojos marrones, cabello abundante. Y se muestra absolutamente encantador.
—Hay millones de hombres así —me tranquilicé, evitando mirar a Marleen.
Ella quiso saber más:
—Y ¿cómo se dio a la fuga?
GvM pasó más hojas.
—Hace una semana se hospedaba en un hotel de Emden en el que engatusó a una esteticista que trabaja allí. Ella desconfió cuando lo vio dos veces tomando café con señoras mayores en la ciudad. Él le había dicho que era la primera vez que estaba en Emden y que no conocía a nadie. Y, aunque la muchacha estaba muy enamorada, le pidió explicaciones, él lo negó todo y de pronto tenía que marcharse, al parecer por compromisos laborales. Naturalmente no volvió. Luego la esteticista habló con las señoras y lo denunciaron.
De repente me acaloré, el aire era sofocante, me habría gustado fumar.
Onno había estado escuchando con atención.
—Y ¿qué se puede ganar con eso?
Gisbert también lo había anotado.
—A las cuatro señoras que presentaron denuncias les fue estafado un total de cinco mil euros. Pero la policía cree que no son las únicas, lo que ocurre es que a la mayoría les resulta muy embarazoso.
Onno cabeceó, desconcertado.
—Y yo instalo cables por veinte euros la hora. Di, Heinz, ¿tú crees que aún podemos dedicarnos a eso?
Gisbert lo reprendió con la mirada.
—Y a eso hay que añadir que nunca paga las facturas del hotel.
Proferí un suspiro de alivio: Johann había pagado. Aunque fuera con mi dinero.
De pronto, Marleen se levantó.
—Bueno, pues informados estamos. Debo irme, todavía tengo que hacer caja. Gracias por la cerveza, Kalli. Hasta mañana, buenas noches.
Antes de irse, me puso la mano un instante en el hombro.
Mi padre la siguió con la mirada hasta que la puerta se hubo cerrado y después se volvió hacia nosotros, con la voz teñida de nerviosismo.
—No quería decir nada estando ella delante, siempre se porta igual con sus huéspedes, pero ese hombre me dio mala espina en el acto, Kalli, ¿cómo se llama, el que miraba mal?
Kalli no tenía ni idea, pero Weidemann-Zapek y Klüppersberg respondieron a coro:
—Thiess.
Yo cada vez tenía más calor. Mi padre dio un puñetazo en la mesa.
—Thiess, eso. Tenía algo raro. Y se arrimó a Christine de buenas a primeras. Y eso no deja lugar a dudas.
—¿Qué? —Gisbert había vuelto a levantarse y me miraba fijamente.
—Qué va, no se me arrimó. Estuvimos charlando una vez en el jardín. —Lo dije con tan poca voz que ni yo misma me lo habría creído.
Ahora Hannelore Klüppersberg también estaba nerviosa.
—Pero nos invitó a tomar café. En el Marienhöhe. Nos lo encontramos en el paseo marítimo y nos invitó sin pensárselo.
—No te lo he dicho, Hannelore, no quería preocuparte, pero tenía la sensación de que nos observaba —añadió Mechthild.
—No. —Espantada, Hannelore se tapó la boca con la mano—. Mechthild.
Mi padre parecía el detective Derrick.
—Por favor, los indicios son claros.
Gesa apoyó el mentón en el puño.
—Y ¿le han prestado dinero?
Todos esperaban la respuesta con interés. Hannelore negó con la cabeza.
—No lo pidió.
Gisbert estaba decepcionado.
—Mechthild, ¿a usted tampoco?
—No, por desgracia.
Gesa cogió unos cacahuetes de un cuenco y se los metió en la boca.
—Menudos indicios.
—Gesa —replicó mi padre con aire aleccionador—, primero establece contacto. Un delincuente así no entra de rondón. Primero engatusa a su víctima. Se gana su confianza y luego la despluma. Así de sencillo.
—Parece que hablas con conocimiento de causa. —Onno ladeó la cabeza—. ¿Cómo es que sabes eso? ¿No serás tú el tipo? ¿Dónde estuviste la semana pasada?
Mechthild soltó una risita.
—Ay, Heinz, a usted le prestaría yo dinero sin vacilar.
—Responde, Heinz. —A Onno cada vez le gustaba más la historia—. ¿A cuánto te llega la pensión con estos extras?
Mi padre desechó la observación con un gesto impaciente.
—No seáis bobos. Ateneos a los hechos.
Al rostro de Onno asomó una sonrisa torcida.
—Si me estoy ateniendo. —Estaba algo achispado.
Gisbert von Meyer tamborileaba con los dedos en la mesa.
—Heinz, si tienes pruebas, deberíamos seguirlas. ¿Tuviste ocasión de observarlo? Haz memoria, por favor, cualquier cosa puede ser importante.
Mi padre se sintió sumamente importante en el acto, amusgó los ojos y se paró a pensar. La salvación vino de boca de Gesa.
—Estáis equivocados. El señor Thiess no es un cazafortunas. Además, se ha marchado esta mañana. Y lo ha pagado todo. En efectivo, dicho sea de paso.
—Eso no significa nada. Puede que se diera cuenta de que yo empezaba a recelar. —Mi padre no se daba por vencido.
Gesa lo miró con impaciencia.
—Ya os podéis ir buscando a otro sospechoso. Se ha ido porque tenía un compromiso urgente, volverá mañana o pasado. Lo mejor será que le preguntéis si es un delincuente.
—Un compromiso urgente… —Gisbert tomaba notas—. Eso mismo dijo en Emden. Y tal vez vuelva para dar el golpe. Por lo visto, hasta el momento aún no le ha dado el sablazo a ninguna de sus víctimas.
Era tal mi esfuerzo por poner cara de no saber nada que me entró dolor de cabeza. Gisbert no me perdía de vista.
—Christine, estás muy pálida. Espero no haberte metido el miedo en el cuerpo. No tienes por qué preocuparte, haré cuanto esté en mi mano para echarle el guante a ese timador.
—Claro. —Intenté sonreír y pellizqué a Gesa en el muslo—. Sólo me duele un poco la cabeza, probablemente de la pintura, creo que me voy. Tú también te ibas, ¿no, Gesa?
—Sí, sí —se frotó la pierna y se levantó—, podemos irnos juntas. Hasta mañana, y que se dé bien la lucha contra la delincuencia.
—Os acompaño —se ofreció Gisbert al tiempo que hacía ademán de levantarse.
—No te muevas. —Mi padre me pasó el bolso—. Ellas son dos y el delincuente se ha ido hoy. Pensemos en lo que vamos a hacer. Buenas noches, hija, hasta luego. Adiós, Gesa.
Una vez fuera respiré profundamente. Gesa, risueña, me dio un golpecito.
—Ese escritorzuelo está colado por ti.
—Anda, calla, me saca de quicio.
—Bueno, ahora por lo menos estará ocupado con la caza del chulo. —Gesa soltó una risita—. Pobre señor Thiess. Y eso que es supermajo. Y muy guapo.
Ése precisamente era mi problema. Procuré fingir indiferencia.
—Creo que ése es un requisito del cazafortunas. Además, Thiess es demasiado mayor para ti.
—Yo no quiero casarme con él. —Gesa se detuvo y se puso a buscar el tabaco—. Pero Thiess no va en busca de viejas ricas que viajan solas. Me preguntó por Marleen, creo que se interesa por ella.
—Y ¿qué quería saber?
—Cuántos años tiene y si conozco a su novio.
—¿Y?
—¿Cómo que y? Ya sabes cuántos años tiene, cincuenta. Y al novio no lo conozco. Por cierto, ¿tiene? ¿Tú lo conoces?
El alma se me partió.
—No. ¿Tú sabes lo que ha venido a hacer aquí el señor Thiess?
Gesa se encogió de hombros.
—No exactamente. Le pregunté por qué sacaba fotos de todo y me dijo que ése era su trabajo. Puede que sea fotógrafo y el año que viene la pensión salga en un calendario. Sería una publicidad estupenda.
¿Su trabajo? ¡Pero si trabajaba en un banco! No quería preguntar más, continuamos en silencio hasta llegar a casa de Gesa.
—Bueno, pues buenas noches, Christine. Nos vemos mañana en el jardín. Ah, por cierto, si fuese un cazafortunas, no le diría a nadie dónde está, ¿no?
—Probablemente no. ¿Por qué?
Gesa abrió la puerta de su casa.
—Porque en la pensión recibió por lo menos cuatro llamadas de una mujer. Dijo que él tenía el móvil apagado y me pidió que le dijera que la llamara. Una voz muy bonita.
—Ajá.
Con la puerta ya abierta, Gesa se volvió.
—Creo que era su mujer. Dijo que llamara a Cuqui, así no se apellida nadie. Lo que no entiendo es qué quiere de Marleen. Da lo mismo, pero desde luego Thiess no es un cazafortunas. Lo dicho, buenas noches.
—Buenas noches, Gesa.
Fui andando hacia la casa despacio. Sin dar la luz, salí a tientas a la terraza. Me senté en un escalón a contemplar las estrellas y me pregunté en qué lío me había metido.