Un nuevo amor es como una vida nueva

Cuando llegué al Surfcafé, sentía punzadas en el costado. Me detuve un instante para coger aliento y olisquearme el antebrazo. Olía levemente a aguarrás, pero a cambio yo volvía a respirar con normalidad, al corazón me costó más mantenerlo a raya. Eché un vistazo a la terraza del local y de pronto lo vi. Por regla general, no me gustaba nada el color rosa. Johann Thiess llevaba unos vaqueros y una camisa rosa, ocupaba la tercera mesa por la izquierda y estaba sencillamente divino.

Las piernas me temblaban; me dirigí a su mesa con paso inseguro.

—Hola. Lo siento, no he podido venir antes.

Las cuerdas vocales tampoco me respondían. Johann se levantó despacio, me agarró el codo, se inclinó y me besó en la mejilla.

—Me alegro de que hayas venido.

Me acomodé en la silla de enfrente sin terminar de creer que lo hubiera conseguido. Christine Schmidt estaba en Norderney, en la playa, media hora antes de la puesta de sol, con el hombre más guapo que había visto en los últimos veinte años, sin contar los del cine y la tele. Y ese hombre la miró con sus ojos color miel y dijo con una voz rebosante de erotismo:

—¿Vino tinto?

Asentí, hablar no podía, tal vez debería morderme de nuevo la rodilla. Me controlé.

—¿Y bien? ¿Qué has hecho hoy?

—He dado un paseo en bicicleta para ver un poco la isla. Y a la vuelta me he dado un baño. En la playa nudista. Nunca había visto una playa tan ancha, ha sido estupendo.

—Sí, la verdad es que es bastante ancha.

¡Señor, dame cerebro!

Johann le hizo una seña a la camarera y, cuando ésta se acercó, pidió dos copas de vino tinto. La siguió con la mirada.

—Un buen sitio para trabajar. Ver a diario la puesta de sol y sólo a veraneantes de buen humor. No está mal.

En ese preciso instante la pareja de la mesa de al lado empezó a discutir porque Hans-Günther ya iba por la cuarta cerveza y a Margot no le parecía bien.

—¿Sólo a veraneantes de buen humor? Ya ves. ¿Es la primera vez que vienes a Norderney?

Johann asintió y esperó hasta que la camarera nos hubo dejado las copas.

—Sí. Y me gusta, la isla es bonita.

—Y ¿cómo se te ocurrió venir?

Él se encogió de hombros, con la mirada perdida.

—La verdad es que ni lo sé, creo que me lo recomendó un compañero del trabajo. ¿Tú vienes a menudo?

—Estos últimos años, sí, pero suelo ir a Sylt. Mis padres viven allí. Hablando de compañeros de trabajo, ¿a qué te dedicas?

—A algo muy aburrido, trabajo en un banco. ¿Y tú?

—En una editorial.

Johann se sacó una cajetilla de tabaco del bolsillo de la camisa. Fumaba lo mismo que yo.

—Suena más emocionante que un banco. ¿Fumas?

—Sólo cuando no está mi padre delante. Gracias. —Cogí un cigarrillo, y él me dio fuego y se rió.

—Ah, sí, que estás con tu padre. Parece muy simpático, antes les ha dado calabazas a esas dos señoras tan cargantes con la mayor elegancia, me ha dejado impresionado.

—¿Dónde se las ha encontrado?

—Volvía de llamar por teléfono y ellas andaban al acecho. Él las ha hecho a un lado con gravedad y ha dicho: «Señoras, tengo pendientes cosas importantes que reclaman mi atención, pero no me olvido de ustedes». Ellas lo han dejado pasar y han sonreído.

Estaba impresionada. Ni siquiera le habían tomado a mal lo del sitio de contactos.

Johann se levantó y se sentó junto a mí.

—Desde aquí se ve mejor la puesta de sol. —Su pierna rozaba la mía—. Es bonita, ¿no?

Asentí, y casi se me hizo un nudo en la garganta de la emoción.

—Y ¿cómo acaba en Norderney una oriunda de Sylt afincada en Hamburgo? —Se detuvo y comenzó a olfatear—. Oye, me huele como a aguarrás, ¿vendrá del mar?

Su rodilla aumentó la presión, que yo aguanté.

—Puede. ¿Que cómo acabé en Norderney? Por Marleen. Nos conocemos desde hace mucho, y vengo cuando necesita ayuda y yo tengo tiempo.

Johann apoyó el brazo en el respaldo de mi silla, con la mano rozándome el hombro. No estaba segura de si era sin querer. Esperaba que no.

—Me alegro de haberte conocido. El consejo de que viniera a Norderney ha valido la pena. ¿Crees que podríamos vernos más a menudo?

Ahora me acariciaba el hombro con el pulgar. Se me puso la carne de gallina.

—Me gustaría verte más a menudo, pero aún tenemos bastante que hacer. El fin de semana se inaugura el local. Me gusta, será un bar en toda regla, con lounge y demás pijadas. Y mi padre despidió a dos muchachos, por eso ahora tenemos que arrimar el hombro todos y a mí, bueno, a veces a mi padre se le olvida la edad que tengo y le da por aleccionarme, así que nada de cigarrillos, nada de alcohol, nada de chicos…

Cuando me enamoro, tiendo a decir estupideces. Johann me interrumpió antes de que mi verborrea se saliera de madre.

—Christine, ¿puedo hacerte una pregunta?

Lo que quieras, la respuesta es sí.

—Marleen de Vries, ¿es una empleada de la pensión?

La pregunta me pilló desprevenida.

—¿Por qué?

—Sólo quería saber qué hace allí. ¿Quién es su jefa?

Lo miré fijamente y me paré a pensar si me había perdido algo. ¿Qué quería de repente de Marleen? Respondí vacilante.

—Ella es la jefa, la pensión es suya.

Por un momento pareció asustado. Después me sonrió.

—Ah. Y ¿cuántos años tiene?

La puesta de sol comenzó sin mí.

—Tiene cincuenta y uno. ¿Hay más preguntas?

Ahora sí que parecía asustado.

—No me malinterpretes. —Me cogió la mano—. ¿Sabes si tiene algún socio?

Retiré la mano.

—Pregúntaselo tú. Si se lo pides amablemente, seguro que te lo cuenta todo con detalle.

Johann volvió a cogerme la mano.

—Te equivocas, Christine, no me interesa Marleen de Vries. Quería saberlo un amigo mío. Durmió allí una vez y probablemente se encaprichara con ella. No tiene nada que ver conmigo. De lo contrario, no estaría aquí contigo, tan nervioso.

Sonrió, me derretí y contemplé lo bajo que estaba ya el sol. Johann apretó el muslo contra el mío y me acarició la nuca con un dedo. Durante unos minutos estuve concentrada en sus caricias y me enamoré perdidamente. Él se acercó más a mí y me preguntó:

—Por cierto, ¿vives sola?

Asentí, la cosa se ponía más seria.

—Sí, desde hace tres años. ¿Y tú?

—Yo también. Bueno, en realidad estoy buscando piso en Bremen. Por el momento vivo con…

El móvil impidió que la información fuera completa. Me sobresalté y Johann se sobresaltó pero cogió el teléfono.

—¿Sí?

Odio a la gente que no responde diciendo quién es. Parecía cansado. Mientras escuchaba, se sentó muy erguido y quitó el brazo de mi silla.

—Escucha, ya te lo dije: te llamo cuando sepa algo más. Todavía no puedo decir nada, dame un poco más de tiempo. Al fin y al cabo, no hago esto todos los días.

La que hablaba al otro extremo era una voz de mujer, y tan a voz en grito que me llegaron retazos de la conversación: «confío en ti» y «al fin y al cabo, tienes familia».

Por lo visto, Johann se percató de que me estaba enterando y se puso en pie.

—En cualquier caso, ahora no es el momento. Te llamo mañana… y no te vuelvas a picar. Bueno, hasta luego.

Se sentó otra vez mientras yo llamaba a la camarera.

—La cuenta.

—Christine, quédate. Me temo que ha habido un malentendido. Siempre que nos vemos llama mi tía.

Claro, la tía Cuqui, pensé yo, e hice un esfuerzo para no dar rienda suelta a mi irritación.

—Claro, Johann. Lo entiendo, además, puedes hablar por teléfono con quien te dé la gana. Pero yo tengo que irme, mañana he de trabajar y, ya sabes, lidiar con mi padre.

La camarera llegó.

—¿Todo junto?

—Sí. —Johann se sacó la cartera del pantalón vaquero y dejó un billete. Dejé que pagara, la cita ya me había salido bastante cara.

Nos dirigíamos al mismo sitio, habría sido una estupidez ir cada cual por su lado. Caminamos en silencio, yo notaba que me miraba, pero no tenía ganas de hacer unas preguntas cuya respuesta posiblemente no quisiera oír. Poco antes de llegar a la pensión, paró en seco y me agarró del brazo.

—Espera.

—¿Sí?

—Es mejor que no nos tropecemos con tu padre, ¿no?

—¿Tienes miedo?

Él me miró aturdido.

—¿De tu padre? No. Creía que no te apetecía acabar discutiendo con él, por lo del tabaco y… los chicos. —Se rió.

Yo no. Estaba triste. Él lo notó y me pasó un brazo por los hombros.

—Escucha, tengo que arreglar algunas cosas de las que no quiero hablar en este momento. Aparte de todo eso, me he enamorado un poco de ti y me gustaría conocerte mejor. Lo uno no quita lo otro. ¿Lo entiendes?

Desde luego que no lo entendía, pero Johann tenía esos ojos color miel, esa voz erótica, esa boca tan bonita, y olía tan bien. De manera que me apoyé en él.

—No pasa nada. Tal vez podamos ir a darnos un baño mañana por la tarde.

Me besó en la boca, primero con suavidad, después con más detenimiento. Si uno se acercaba lo suficiente, en esos ojos marrones se veían puntitos dorados.

De camino a casa me tranquilizó pensar que el bueno de Nils quizá también guardara un oscuro secreto. Bueno, ¿y? A fin de cuentas, era verano.

Comprobé con alivio que era la primera en llegar. La cita con Johann no había durado mucho, todavía no eran las once. Mientras me cepillaba los dientes intenté no pensar en lo negativo y concentrarme en los puntitos dorados y en el beso. Lo conseguí, estaba lo suficientemente cansada, y me fui a la cama.

Johann y yo caminábamos por la playa cogidos de la mano. El agua relumbraba con el sol poniente, las olas susurraban, nosotros nos planteábamos si vivir en Norderney, en Sylt, en Hamburgo o en las Maldivas. Él se arrodilló para coger una caracola especialmente bonita, yo seguí andando despacio. De pronto oí el timbre de una bicicleta. Cuando me di la vuelta, vi, aterrada, que Gisbert von Meyer atropellaba a mi novio, le quitaba la caracola de la mano, me la ofrecía a mí y decía con su voz de pito: «Has estado a punto de cometer un gran error. Pero yo he venido a salvarte».

Desperté empapada en sudor justo cuando mi padre entraba en casa silbando. Incluso reconocí a Marianne Rosenberg: «Marleen, eine von uns beiden muss jetzt gehen…». «Marleen, uno de los dos tiene que irse…».

Cuando a las siete de la mañana del día siguiente abrí con cuidado la puerta de la habitación de mi padre, éste estaba tumbado boca arriba, con la almohada en la cara, roncando ligeramente. Por la noche había ido al salón. Me hice la dormida y sentí que me acariciaba la mejilla, y me remordió la conciencia. Le había mentido. Por eso lo dejé dormir, no tenía por qué presentarse todos los días a las ocho en el bar, al fin y al cabo también podía disfrutar de sus vacaciones.

La cama de Dorothea estaba intacta: o bien había pasado la noche con Nils en la playa o en el cuarto de cuando éste era pequeño. En cualquier caso, posiblemente su noche hubiera sido más emocionante que la mía, y seguro que no había tenido pesadillas con GvM.

En la pensión Marleen se encontraba en la cocina, rellenando cestitos con panecillos. Se volvió hacia mí.

—Buenos días. Ayer te fuiste a la francesa. ¿Estás mejor? Heinz hizo unas insinuaciones de lo más misteriosas.

Me serví un café y me senté en un taburete.

—Dorothea le contó que sentía molestias propias de las mujeres. Era mentira, tenía una cita y no quería que él se enterase.

—¿Con quién? —Marleen dejó la bolsa de panecillos y me miró con curiosidad—. Cuenta.

—Con tu huésped, Johann Thiess.

—Ah… ¿Y?

Estiré las piernas y me apoyé en la pared.

—Marleen, me gusta mucho. Quedamos en el Surfcafé, fue muy bonito. Y creo que la cosa va a seguir.

Su mirada escéptica me recordó las preguntas de Johann sobre ella, la aciaga llamada de Cuqui o quien fuera, las misteriosas alusiones del final. Intenté tranquilizar a Marleen y tranquilizarme yo misma.

—Tiene que arreglar no sé qué asunto laboral; por cierto, trabaja en un banco. Puede que esté sobre la pista de algún caso de corrupción, y me dijo que no podía hablar de ello. También dijo que se ha enamorado un poco de mí. Y besa de miedo. En fin, fue genial…

Me bebí el café, dejé la taza en el fregadero y eché mano de una fuente con embutido.

—Bueno, voy a lo mío, ¿algo especial?

Marleen sacudió la cabeza, y yo me sentí aliviada al ver que no decía nada de mi cita. No quería oír críticas.

Los Berg fueron los primeros que bajaron a desayunar. Las gemelas se sentaron juntas, Emily torció el gesto, Lena me saludó alegremente con la cabeza.

—Hola, Christine, ¿nos haces un cacao?

—Claro. Emily, ¿tú también quieres uno?

—No, hoy no voy a comer ni a beber nada. —Su rostro infantil reflejaba un increíble mal humor.

Lena me lo explicó:

—Emily se ha peleado con papá y ahora no le habla. —Miró a sus padres, que estaban ante el bufet—. Papá ha dicho que Emily tiene la cabeza como una mula.

Emily me dirigió una mirada acusadora.

—Yo no tengo cabeza de mula. Y empezó papá.

La entendía a la perfección.

—Eso me lo conozco. Mi padre también empieza siempre. Pero ¿sabes qué? Ceder es de listos. Eso es lo que siempre dice mi madre. Yo siempre hago como si no me hubiera peleado con mi padre, soy muy simpática con él, y entonces él lo olvida todo. Prueba a hacerlo alguna vez.

Emily se paró a pensar.

—Pero tu papá siempre lleva unas gorras muy divertidas. Seguro que es más simpático que el mío.

—No lo creo, el tuyo también es simpático.

Anna y Dirk Berg se sentaron y me sonrieron. Emily me miró un instante y acto seguido cogió un panecillo del cesto, lo dejó en el plato y miró a su padre.

—Buenos días, papá, ¿has dormido bien?

Dirk Berg miró a su hija estupefacto. Yo volví a la cocina y me felicité por mis estupendas dotes pedagógicas.

Marleen, que en ese momento estaba preparando té, se volvió hacia mí.

—¿Llegaste a casa antes que tu padre?

—Mucho antes. Alargasteis bastante la noche, ¿estuvo bien?

Marleen se rió.

—¿Bien? El señor Von Meyer estaba en su elemento. Heinz y él comparten su pasión no sólo por el HSV, sino también por las canciones populares alemanas. Pensé que le daba algo, con la cara como un tomate cantando su canción preferida de Andrea Berg.

—La verdad es que debe de tener un registro parecido.

—¿Al de Heinz?

—No, al de Andrea Berg.

—No tengo ni la menor idea de quién es.

—Pues una que canta igual que habla Gisbert von Meyer. ¿Lo pasó muy mal Gesa?

—No mucho. Estaba demasiado concentrada en no reírse. Tampoco estuvimos tanto tiempo allí, nos fuimos una hora después que tú.

—Buenos días. —Onno apareció de repente en la cocina y nos miró desconcertado—. El bar aún no está abierto, ¿llego demasiado pronto?

—Se me olvidó por completo: mi padre todavía está durmiendo. ¿Tiene la llave?

Onno se inquietó de inmediato.

—¿Cómo? ¿Qué aún duerme? ¿Está enfermo?

—No lo creo, pero parecía tan cansado que no lo desperté.

Marleen cogió su manojo de llaves del gancho y sacó una de las llaves.

—Toma, Onno, ya os veréis después, la otra la tiene Heinz. Ya aparecerá. La llave me la puedes devolver luego.

Onno asintió.

—Que venga más tarde, cuando quiera, yo iré empezando solo. Ahí viene Kalli. Bueno, pues hasta luego.

Por la ventana de la cocina vimos a Kalli, que aseguraba la bicicleta con parsimonia mientras Onno lo esperaba. No pudimos advertirlo, y tampoco habría servido de nada: cuando se irguió, se vio de frente a una Hannelore Klüppersberg con un modelo afelpado de rayas amarillas y negras. No pudimos oír lo que le dijo, pero Kalli se puso rojo y, por si acaso, Onno retrocedió un paso, lo que tampoco le valió de mucho, pues su amiga Mechthild llegó por detrás.

—Buenos días. Ahí están, junto a la ventana, cotilleando y mirando con cara de bobas.

Dorothea entró en la cocina y se situó detrás de nosotras.

—Mira, la abeja Maya. Y la señora Weidemann-Zapek lleva felpa, qué mona. ¿Dónde comprarán la ropa?

—Dorothea, sal al patio y dinos de qué hablan. No nos enteramos de nada.

Marleen observaba con fascinación a las señoras, que hablaban con los asustados hombres sin parar de gesticular. Dorothea abrió la ventana de pronto y los cuatro se volvieron hacia nosotras. Sorprendidas, Marleen y yo dimos un paso atrás. Dorothea los saludó alegremente y nos miró.

—Os han visto igual. Y, por cierto, en el comedor hay huéspedes sin bebida. Christine, también está tu preferido. Dicho sea de paso, ¿qué tal te fue?

—Bien. —Cogí las dos cafeteras que me dio Marleen—. Pero no me duró tanto como a ti.

—Yo es que no entiendo nada. —Marleen le ofreció a Dorothea un café y la miró con curiosidad—. ¿Alguien podría explicármelo?

Mientras Dorothea empezaba a describir sus aventuras nocturnas con una sonrisa beatífica, yo me fui con mis cafeteras a ver a mi preferido, con el que tanto me gustaría vivir aventuras similares.

Johann Thiess había vuelto a sentarse a la mesita de la ventana. Me detuve ante él con el pulso acelerado.

—Buenos días, Christine, me gustaría desayunar contigo. ¿Qué tal estás?

—Bien —croé como si tuviera en la garganta una rana, que posiblemente luciera una corona—. ¿Café o té?

—Café, por favor. ¿Te pasa algo?

No tuve ni que volverme, las abejas Maya y Felposa entraron en la habitación dando gritos. Miré a Johann.

—Bueno, ya ves que tengo trabajo. Aquí tienes el café, hasta luego.

Él apoyó su mano un instante en la mía.

—Eso espero.

La señora Weidemann-Zapek y la señora Klüppersberg se quedaron de una pieza cuando les anuncié con una sonrisa radiante que les serviría su té en un momento.