Les rompo el corazón a las mujeres más orgullosas

Regresó al cabo de una media hora, seguido de Marleen, que traía una bandeja con bocadillos. Mi padre, que incluso le abrió la puerta, nos dirigió a todos una sonrisa radiante y anunció:

—Saludos de mi mujer. Vamos, Kalli, junta unas mesas y comamos algo. Gesa también viene, trae café. Christine, Onno, Dorothea, a descansar. Ah, Nils, tú también, claro. No sólo hay que dar el callo, también podemos divertirnos un poco. —Batió palmas—. Onno, escucha, es Marianne Rosenberg, súbelo un poco.

Acerqué sillas a la improvisada mesa comunitaria, y mi padre se sentó a mi lado y me acarició la rodilla.

—Una taza de café nos vendrá bien, ¿no?

—La has llamado acto seguido.

—Claro. —Cogió un bocadillo y se lo puso a Nils en el plato—. Toma, muchacho, come…

—Seguro que estaba completamente dormida.

—Conozco a tu madre desde hace cuarenta y ocho años, y todas las mañanas está completamente dormida, así que no me importa. —Levantó la taza de café y miró a todo el mundo—. Salud, amigos míos, por mi mujer, su médico, la prótesis y que sigamos trabajando juntos en amor y compañía. —Sonrió satisfecho—. Y esta noche convido a una cerveza. Estáis todos invitados.

Dorothea me guiñó un ojo y yo le devolví el guiño. Por el momento, las vacaciones se habían salvado.

Mi padre describió animadamente la operación y después añadió otras historias de enfermedades familiares. Yo hice un esfuerzo para no interrumpirlo ni corregirlo, sentía un gran alivio por estar sentada junto a ojos como Terence Hill en lugar de con humor Rantamplán. Sin embargo, cuando empezó a situar mi rotura de ligamentos en el circuito de Nürburgring en lugar de en el pabellón de deportes, decidí intervenir. La llegada de un hombre menudo y pelirrojo hizo que no fuera preciso. Llevaba unas bermudas de cuadros, un polo amarillo y un suéter a juego sobre los hombros.

—He llamado, pero nadie me ha oído. —Tenía voz de pito.

Dorothea tosió, Marleen y mi padre se levantaron y Onno tragó el último bocado y dijo:

—Buenos días, está cerrado, por reformas.

El de las bermudas pasó por alto la observación.

—Me llamo Gisbert von Meyer y trabajo en el Norderneyer Inselkurier. Muy buenos días.

La voz de pito se volvió más aguda incluso al subir el volumen.

Dorothea se atragantó, y Kalli le dio unos golpecitos en la espalda sin perder de vista al hombre. A mí los hombrecillos así siempre me daban pena. Era demasiado bajo, demasiado delgado, demasiado pálido, demasiado pelirrojo. Probablemente aún viviera con su mamá, aunque ya debía de tener cuarenta y tantos años. Aunque yo también los tenía, y estaba de vacaciones con mi padre. Eso era ver la paja en el ojo ajeno, pensé, y entonces me di cuenta de que me sonaba el nombre. Lo solté sin más, con voz mucho más alta de lo que pretendía.

—¿Gisbert von Meyer? ¿Es usted el que escribió el artículo de «La invasión de los visitantes de un día»? El autor firmó como «GvM».

Me sonrió de tal modo que se le vieron los dientecillos de ratón.

—El mismo, en efecto. Pertenezco al gremio de los escritores, ésa es mi pasión. Y por eso estoy aquí hoy. ¿Es usted Marleen de Vries?

Negué con la cabeza y señalé a Marleen, que se acercó a él y le tendió la mano.

—Soy Marleen de Vries. ¿Qué puedo hacer por usted?

GvM le dio la mano y la estrechó unos segundos sin dejar de mirarme a mí.

—¿Qué puede hacer por mí? Error, soy yo quien puede hacer algo por usted. —Finalmente miró a Marleen—. Soy periodista y trabajo durante unos meses en el diario de la isla. Busco temas que despierten mi pasión y mi curiosidad. —Dorothea hacía ruiditos extraños, y yo evité mirarla—. He oído que en nuestra fantástica isla están convirtiendo una vieja tasca en un fantástico bar o lounge, y me gustaría escribir un artículo al respecto.

Mi padre se situó junto a Marleen.

—¿Tiene carnet de prensa?

GvM pareció confuso.

—¿Cómo dice?

—El carnet. Me gustaría ver su carnet de prensa. Podría ser un espía de la competencia. Pero en ese caso nos ha subestimado, no nos pilla desprevenidos.

—Sin embargo, la señora ha leído algo mío. —Con los nervios, la voz de pito se tornó quebradiza.

Mi padre me miró y meneó la cabeza, impacientándose.

—Bah, ésa es mi hija, lee demasiado. Ya era así de pequeña. Y luego va contando cosas raras. No, no, el carnet, por favor.

Nils intervino:

—Heinz, perdona, pero conozco al señor Von Meyer. Vive a tres casas de la nuestra, y es cierto que trabaja en el periódico.

Mi padre primero miró a Nils con escepticismo y luego a GvM con interés.

—Y ¿disfruta usted de algún privilegio? Mi hijo también fue periodista y tenía descuentos en Volkswagen y Toyota. Y en el cine.

El periodista isleño menudo se quedó perplejo.

—A mí esas cosas no me preocupan, no necesito coche, y no me gusta mucho ir al cine. Pero a veces sí voy a Hamburgo.

Onno se echó hacia adelante.

—¿A la Reeperbahn, a la milla del pecado? ¿Les sale más barato?

Al sonrojarse, a Gisbert von Meyer también se le vieron las pecas. Negó con vehemencia.

—Por Dios, no, a veces voy a ver al HSV. Las entradas me salen algo más baratas. —Estaba abochornado; mi padre, atónito. Pero no tardó en recuperarse.

—¿Va a ver al HSV? ¿Al estadio de fútbol? Y ¿le dan entradas? ¿Para el partido que sea?

Ahora mi padre también estaba rojo como un tomate. GvM se disculpó.

—Lo sé, el fútbol no le gusta a todo el mundo, pero a mí me apasiona ese deporte. Es mi único vicio: el hombre no puede dedicarse únicamente a trabajar.

Mi padre lo arrastró hasta la mesa.

—Eso es lo que yo siempre digo. Bueno, soy Heinz, tú eras Gisbert, ¿no? Por cierto, bonitos pantalones. Siéntate con nosotros y tómate un café. ¿Te apetece un bocadillo? Marleen, ¿te importaría ir por otra taza?

Marleen seguía en la puerta, observando lo que pasaba.

—Ahora mismo voy. Señor Meyer…

Mi padre la interrumpió:

—Von Meyer, Marleen.

—Sí. Señor Von Meyer, entonces, ¿qué es lo que quiere?

—Pues…

Heinz volvió a interrumpir:

—Está escribiendo un bonito artículo sobre nosotros, ¿no es así, Gisbert? Publicidad para ti, Marleen. Bueno, y ahora dime, ¿para qué partidos tienes entradas?

Dorothea y yo fuimos con Marleen a buscar la taza.

Al parecer, Gisbert von Meyer disfrutaba de lo lindo en nuestra compañía, al menos no hizo ademán de volver a la redacción o irse a su casa. Ni siquiera se levantó del sitio, aunque asintió en señal de aprobación, cuando Onno consultó descaradamente su reloj de bolsillo y observó: «Como no nos pongamos manos a la obra, se nos va el día entero». Marleen colocó la vajilla en la bandeja y miró a Heinz con aire interrogativo. Él le pasó la fuente vacía.

—Puedes recoger tranquilamente, no queremos más café, ¿o tú sí, Gisbert? También tenemos bebidas frías. Di, ¿te acuerdas del sensacional cinco a uno contra el Real Madrid? El Hamburgo iba perdiendo cero a uno, ¿cómo se llamaba el que metió el gol? ¿Cunnilan o Cummiman?

—Cunningham. —El señor Von Meyer estaba radiante—. Cierto. El HSV había perdido en el partido de ida, cero a dos, tenía que meter cuatro goles, nadie lo creía posible.

Mi padre le dio unas palmaditas al polo amarillo.

—Y Cunningham puso por delante a los españoles. Pensé que me daba algo. Pero vaya cómo atacó mi HSV. Y los muchachos le metieron cinco goles al Real Madrid. Y ganaron. Fue estupendo.

Me estiré.

—Bueno, a trabajar se ha dicho. ¿Quién se apunta?

Dorothea y Nils ya se habían levantado, y Kalli y Onno se pusieron en pie despacio. Heinz los miró y miró a GvM.

—Y después el uno a cero de Magath contra la Juventus. Me caía bien hasta que se pasó al puñetero Bayern. Hay quien sólo se mueve por dinero. Es asqueroso.

—Ah, sí, Ernst Happel. Por aquel entonces estaba Ernst Happel. —Gisbert me miró con ojos soñadores, y yo me pregunté si pensaba en mí o en el antiguo entrenador austríaco. Me daba lo mismo, volví con mi pintura. De camino, subí la radio. Katja Ebstein, Wunder gibt es immer, «Siempre hay milagros». Mi padre no tardó en corearla: «Tal vez hoy o mañaaaanaaa». Gisbert le sonrió y se puso cómodo.

Naturalmente, mi padre se quedó sentado con Gisbert. Mientras Kalli y yo pintábamos, Dorothea y Nils mezclaban colores y Onno afianzaba listones con el destornillador eléctrico de Heinz, un periodista bajo y un listillo alto se abandonaban a viejos recuerdos de su equipo de fútbol. Nosotros nos veíamos obligados a escuchar. Mi padre hablaba maravillas de Rudi Gutendorf y Horst Hrubesch; Gisbert von Meyer, de tipos como Dietmar Jakobs y, cómo no, Uwe Seeler.

Onno me dio unos golpecitos en el hombro y musitó:

—La voz de pito del gacetillero me pone malo. Estoy de una mala leche… ¿Te importa si subo la radio?

Negué con la cabeza y seguí pintando. Hay cosas que no se pueden evitar.

Cuando Howard Carpendale cantaba Deine Spuren im Sand, «Tus huellas en la arena», nuestro Gisbert alzó la vocecilla hasta niveles insospechados y exclamó rebosante de admiración:

—Y no hay que olvidar a Peter Krohn. ¡Qué hombre, qué mánager!

—¡Vamos, hombre!

Kalli bajó el volumen de la radio. Nosotros nos sobresaltamos y nos volvimos hacia él estupefactos; nunca lo habíamos oído hablar tan alto. Miró hacia la mesa con desaprobación.

—No me haga reír. ¡Krohn! ¡Vamos, hombre!

GvM sacudió la cabeza sin dar crédito.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Por su culpa, el HSV tuvo que jugar toda una temporada con una camiseta rosa. Fue vergonzoso. Me hice del Werder Bremen en señal de protesta. Me costó lo mío.

—Bobadas. No hay camisetas rosa. ¿De dónde has sacado ese disparate?

Mi padre hizo un movimiento despectivo con la mano, pero esa vez Kalli no se dejó impresionar.

—No es ningún disparate.

Nils acudió en su ayuda.

—Es verdad, yo me acuerdo. Fue un contrato publicitario con Campari, las camisetas eran rosa.

Kalli estaba exultante.

—Lo que yo te diga, hombre. Heinz, no olvides que eres daltónico. Las camisetas eran de color rosa chillón. —Sonrió y hundió la brocha en la pintura.

Heinz se levantó, se acercó a la radio y volvió a subir el volumen.

—Gisbert, ¿te apetece una cervecita?

El señor Von Meyer rehusó.

—No, no, tal vez un zumo de manzana. —Reparó en la mirada de Dorothea y miró el reloj—. O, mejor, ¿qué tal si te invito a tomar algo en el paseo marítimo? Con tanto ruido aquí no hay quien hable.

—Tienes razón. —Heinz nos miró y anunció—: Me voy a tomar algo con el señor Von Meyer. Todo el mundo sabe lo que tiene que hacer, supongo que podéis estar un rato sin mí. Nos vemos a las siete en el Milchbar, sed puntuales. Que os vaya bien.

—¿Heinz?

—¿Papá?

—A ver, hijas, alguien tiene que ocuparse de la prensa y la publicidad, también yo preferiría descansar, creedme. Así que nada de quejas, hasta luego.

Mi padre saludó breve y enérgicamente llevándose el índice a la gorra y Gisbert von Meyer se volvió en la puerta y me guiñó un ojo. La puerta se cerró y nosotros nos quedamos mirando embobados.

—Vaya. —Onno se rascó la cabeza—. Yo diría que Christine ha hecho una conquista.

—¿Qué? —Me quedé absolutamente horrorizada—. ¿Por qué piensas eso?

—Se arrima a tu padre. Y no ha parado de mirarte.

—Yo también lo he visto. —Kalli asintió con vehemencia—. ¿Quieres que haga algunas averiguaciones?

—Ni se te ocurra. —Cada vez estaba más convencida de que relacionarme con demasiados setentones no me iba nada bien—. Dorothea, di algo.

—Bueno, es demasiado bajo, demasiado flaco, demasiado pelirrojo, y viste fatal, pero seguro que es buena persona. Y, si ya se entiende así de bien con Heinz, éste podría ser el principio de una bonita historia.

Lo dijo poniendo una cara tan inocente que Kalli entró al trapo.

—Pero muy educado no es que sea. Sentarse sin más y ni siquiera dar la mano. Eso no se hace. Y, además, me parece un poco listillo.

Dorothea se echó a reír.

—No te preocupes, Kalli, GvM no es de los que le ponen a Christine. Y él no tardará en notarlo, descuida.

Kalli se estremeció.

—¿De los que le ponen? Madre mía, cómo habláis a veces. Da lo mismo, Christine, si te acosa o te da algún problema, me lo dices. Heinz no es nada crítico en lo tocante al HSV. Y ahora voy a terminar de pintar esta pared y listo.

Jürgen Markus cantaba Eine neue Liebe ist wie ein neues Leben, «Un nuevo amor es como una vida nueva», y Kalli y Onno me miraron con cautela pero no se atrevieron a corearla, de modo que sólo Nils y yo la cantamos, nos la sabíamos entera. Dorothea, impresionada con nuestro conmovedor dueto, miró a Nils con ojos de enamorada. Yo cantaba para Johann Thiess.

Más tarde, después de ducharme, estaba sentada en el borde de la bañera, quitándome la pintura de las manos con aguarrás, mientras Dorothea se maquillaba. Tosió y dejó el rímel.

—Madre mía, qué peste. ¿Por qué tienes pintura por todas partes?

Yo me frotaba el antebrazo con el trapo.

—Ni idea. Cuando pinto siempre me pongo perdida. Por eso no me gusta hacerlo.

—Dale las gracias a tu padre. Imagínate que esta noche conoces al amor de tu vida y hueles a aguarrás. Adiós muy buenas.

—Gracias, tú siempre dando ánimos. Bueno, listo, prácticamente está. —Me miré las manos y los brazos y cerré el bote.

—Pero si tienes manchas por todas partes.

—No salen. Pero ya no tengo la pantorrilla manchada de boli. No se puede tener todo.

Oí algo en el pasillo y supe que era mi móvil, que dio tres pitidos y vibró. Un mensaje. Me levanté de un salto y Dorothea sonrió.

—Hueles a aguarrás.

—Puede que sea Ines.

No era.

«Estaré a partir de las nueve en el Surfcafé, en la playa del norte. Me gustaría tomarme una copa de vino tinto contigo mirando el mar. Hasta luego, espero. Un saludo, Johann».

—A juzgar por esa sonrisa tan tonta, no era Ines.

Dorothea pasó por delante de mí camino de su habitación.

—No, era Johann Thiess, quiere verme a las nueve. En el Surfcafé. ¿Qué hago con Heinz?

La voz de Dorothea sonó a hueco: le hablaba al armario.

—Podrías emborracharlo. O, mejor, darles el soplo a las señoras Weidemann-Zapek y Klüppersberg, decirles que esta noche está a su entera disposición.

Me mostré escéptica. Luego se me pasó por la cabeza otra cosa.

—¿Qué me pongo?

Dorothea me pasó una falda corta de flores.

—Esto. Con una camiseta blanca.

Me puse ambas cosas, Dorothea asintió en señal de aprobación y acto seguido me maquillé con sumo cuidado y me perfumé el doble de lo que solía.

Dorothea cruzó los dedos.

—¡Suerte!

A mí me pareció un tanto exagerado, al fin y al cabo sólo había quedado para tomar una copa de vino con uno de los huéspedes de Marleen. Pese a todo, me sentía bien.

Le envié un mensaje: «Intentaré ir. Un saludo, C.» La respuesta llegó justo cuando Dorothea y yo llegábamos a la mesa del Milchbar a la que ya estaban sentados Kalli, mi padre y, por desgracia, también Gisbert von Meyer. Este último se levantó de un salto.

—Heinz, ahí está tu hija. Christine, te he guardado este sitio a mi lado.

Me pregunté si mi padre ya habría hecho algún chanchullo con él usándome a mí como moneda de cambio y por eso él me tuteaba tan alegremente y con tanta soltura. Pero soy una persona educada.

—Se lo agradezco, pero prefiero sentarme de espaldas al mar.

Menuda estupidez, pensé cuando el móvil vibró y dio tres pitidos. Mi padre se volvió hacia mí.

—Hija, no seas siempre tan apocada. Y algo te zumba.

—Gracias. —Me saqué el móvil del bolso y pulsé el icono del sobre. «Faltan dos horas. Tengo ganas de verte, J.»

—¿Buenas noticias? —GvM se inclinó hacia adelante para poder ver la pantalla del teléfono. Yo me guardé el móvil. Cuando miraba con tanta curiosidad parecía un hurón.

—Saludos de Luise.

Me senté al lado de Kalli, y Gisbert se dejó caer en su silla, chasqueado.

—No la conozco.

Dorothea le sonrió.

—Yo sí. ¿Nils todavía no ha llegado?

—Sí. —Mi padre señaló el interior—. Se me había olvidado por completo que esto es autoservicio. Nils ha ido por las bebidas. Si queréis tomar algo, tenéis que ir a buscarlo. Espera. —Se sacó el monedero del bolsillo del pantalón y me lo pasó por debajo de la mesa—. Toma, Christine, hoy pago yo. Pedid algo bueno.

Gisbert von Meyer se puso en pie.

—Espera, yo te ayudo.

—Gracias. —Dorothea y yo nos levantamos a la vez—. Ya vamos nosotras dos.

En el autoservicio vimos a Nils, que llevaba una bandeja con cuatro vasos de cerveza y un zumo de manzana. Besó a Dorothea y a mí me sonrió.

—Así que tu padre confía en mí para que pida las bebidas. Creo que estoy avanzando.

—Que te devuelva el dinero, a ésta quería invitar él.

Nils me miró con cara de susto.

—Por el amor de Dios, ahora que acabo de apuntarme un tanto. No estoy tan loco.

Dorothea asintió con gravedad.

—Christine, ¿no ves que entonces se gastará el dinero en drogas?

Nils se quedó perplejo.

—¿Qué? ¿Cómo que en drogas?

Le di unas palmaditas tranquilizadoras en la espalda.

—Después te lo explicamos. Hablando de drogas, no llevarás encima ninguna pastilla que podamos echar en el zumo de manzana y que deje grogui a ése, ¿no?

Nils, que no entendía nada, se fue con su bandeja a la mesa.

Cuando volvimos, Kalli, Onno, mi padre y su nuevo amigote se habían enzarzado en una discusión sobre si el HSV era una cantera de futbolistas.

—Y ¿dónde jugó Franz Beckenbauer? —Interpelaba mi padre.

—Pero eso fue hacia el final de su carrera.

—¿Y Günther Netzer?

—Heinz, ése nunca jugó en el Hamburgo.

GvM movió el índice ante las narices de Kalli.

—Pero fue mánager.

Kalli se retrepó en su asiento.

—¿Qué tiene eso que ver con la cantera? Ése fue un campo de refugiados para profesionales venidos a menos.

Mi padre esbozó una leve sonrisa.

—No tienes ni idea, Kalli. A ésos los pulieron en el Hamburgo, y luego llevaron el mundial a Alemania.

Nils miró primero a mi padre, luego a mí y rompió a reír.

—Eso sí que no tiene ni pies ni cabeza.

Mi padre lo fulminó con la mirada y se dirigió a Gisbert.

—No se puede hablar seriamente de fútbol cuando hay delante gente que se piensa que sabe algo y cree que debe meter baza en la conversación aunque no tenga ni idea. Dicho sea de paso, mi hija Christine sabe mucho de fútbol, se separó hace tres años y vive sola en Hamburgo.

Gisbert me miró con interés. Yo eludí su mirada y empecé a sudar. Mi padre volvió a sacar dinero.

—¿Por qué no vais los dos a pedir una ronda?

Gisbert volvió a levantarse en el acto, y Kalli vio mi cara de espanto.

—No te muevas, Christine, esta ronda es mía. Vamos, Onno, échame una mano.

Me sentí aliviada, y Gisbert von Meyer decepcionado.

Poco después llegaron Marleen y Gesa. Mi padre insistió en acompañarlas a pedir, ya que quería pagar. Cuando volvieron, miré disimuladamente el reloj: eran las ocho y media, y me puse a darle vueltas a cómo evitar esa ronda. Había pensado ausentarme arguyendo que me dolía la cabeza, pero tal y como estaban las cosas gracias a mi padre, era evidente que GvM me acompañaría a casa. Escabullirme era imposible: el hurón con bermudas de cuadros no me perdía de vista.

Dorothea, que me había estado observando, le dijo algo en voz baja a Nils, que asintió y se echó hacia adelante.

—Y dígame, señor Von Meyer, ¿dónde aprendió a escribir así? La verdad es que nos reímos mucho con su columna sobre los visitantes de un día.

Mi padre y GvM miraron asombrados al hippy melenudo. Nils sonrió como si tal cosa.

—Mi padre siempre lee sus artículos, a diario.

Halagado, Gisbert se puso cómodo.

—Bueno, como yo siempre digo, el arte también es un oficio. Veamos, fui al colegio en Emden, corría el año 1968, y después…

Dorothea me tiró de la manga de la camiseta y dijo en voz baja:

—Ven conmigo.

Miré a mi padre, que seguía con interés la detallada carrera del columnista estrella de Norderney mientras Onno y Kalli hablaban de la pesca del bacalao. Yo seguí a Dorothea afuera.

—Presta atención: ve al servicio y cuenta hasta cincuenta. Cuando salgas, procura estar pálida y con mala cara, del resto me encargo yo.

Me dejó allí sin más, y no me quedó más remedio que fiarme de ella. Ya casi eran las nueve.

Cuando salí del cuarto de baño con mala cara, mi padre estaba frente a la puerta. Me pasó el brazo por los hombros, con la preocupación pintada en el rostro.

—¿Tan mal estás? ¿Hay algo que pueda hacer? Ya, lo sé, qué pregunta tan tonta. Como si yo, padre y hombre, supiera algo de vuestras cosas de mujeres. ¿Quieres que Dorothea te lleve a casa? ¿O Gesa? Ellas al menos sabrán lo que hay que hacer. ¿Habrá en la pensión una bolsa de agua caliente? Antes tu madre siempre andaba con bolsas de agua caliente. Decía que iban bien. Así que…

—Heinz.

Dorothea, que se nos había unido, lo interrumpió. Yo intentaba averiguar qué me pasaba. A juzgar por la preocupación de mi padre, debía de tratarse por lo menos de un aborto.

—Heinz, Nils y yo la llevamos. Tú ve con el resto.

—¿Hace falta enredar a Nils? Podéis decir que le duele la cabeza. Bueno, hija, ve a acostarte. De todas formas, yo no puedo hacer nada. Si quieres algo, llama, ¿eh?

Me besó en la frente con ceremonias.

—Cuídate, hija.

Después de empujarme hacia la salida, Dorothea me miró con aire triunfal.

—Ha salido a pedir de boca.

—Y ¿qué es lo que tengo?

—Unos dolores tremendos, la regla. Y te resulta embarazoso porque acabas de conocer a GvM y preferirías no tener que hablar con él de algo así tan pronto. Heinz lo ha entendido perfectamente. Ahí viene Nils.

—¿Qué, Christine?, ¿aún te tienes en pie? —Me miró compasivo—. Nuestro escritorzuelo va por el examen de selectividad, ni se ha enterado de que me he levantado. ¿Nos vamos?

Eran las nueve. Escruté a mis cómplices.

—No pensaréis venir conmigo…

—Pues claro que no. —Dorothea rodeó la cadera de Nils con el brazo—. Nosotros nos vamos a la playa a ponernos románticos. Tal vez coincidamos después. —Lo dijo con una sonrisa lasciva—. Y ahora echa a correr, que llegas tarde.

Respiré profundamente y me puse en marcha.