Sálvame

—No te has intoxicado.

La voz de Dorothea me despertó a la mañana siguiente. Mantuve los ojos cerrados e intenté pasar por alto las señales de alarma. No se refería a mí; por una parte su voz sonaba demasiado baja a través de la puerta cerrada, por otra no había ningún motivo por el que tuviera que sentirme intoxicada. Luego reconocí la voz de mi padre, que respondió algo que no entendí.

—Heinz, no me marees, anda. Dentro de media hora tenemos que ponernos a pintar el bar… ¿Qué? No, eso me da lo mismo. Tú mira a ver si vas arrancando.

Se oyó un portazo, y me cubrí la cabeza con la colcha. Dorothea y yo éramos amigas desde hacía mucho, compartíamos infinidad de cosas, ¿por qué no iba a ser así con mi padre? En mi opinión, ahora le tocaba a ella. Mi puerta se abrió de sopetón.

—¿Estás despierta? Heinz se está haciendo el muerto. No sé qué dice de intoxicación y de que se está muriendo. ¿Te importaría ir a verlo?

Dorothea se sentó en el borde de mi cama.

—No, quiero recordarlo tal y como era. Y ¿quién lo ha envenenado?

—En caso de duda, tú. —Dorothea profirió un suspiro—. Con el arroz con leche. Lo que pasa es que no tiene ganas de ayudarme a pintar, pero me da lo mismo. Todavía hay que tapar con cinta carrocera las ventanas y el suelo. Primero despide a los muchachos y luego se queda en la cama. No me lo puedo creer. —Se levantó y abrió la puerta—. ¡Heinz! Nos vamos dentro de diez minutos. Aunque tengas que ir sin duchar y sin afeitar. ¡Date prisa! —Volvió a sentarse—. No sé cómo puedes quedarte ahí tan tranquila. Hoy es que me está sacando de quicio.

Le sonreí, la entendía.

—Cariño, a mí me lleva sacando de quicio desde el sábado. Ahora que lo pienso, la verdad es que me lleva sacando de quicio desde hace cuarenta años. Pero se aprende a vivir con ello.

Mi padre salió al pasillo en pijama. Hizo como que tosía y entró en la habitación con las dos manos en el estómago y cara de sufrimiento.

—Hola —saludó en un susurro apenas inteligible—. ¿Y si vuelvo a vomitar? Quizá después me sienta un poco mejor.

—Claro. —Dorothea le dirigió una mirada penetrante—. Todas las veces que quieras, pero espabila.

Él soltó un «ay» y se fue al baño arrastrando los pies. Yo me incorporé y me froté los ojos.

—Espero que no esté mal de verdad.

—Qué va. —Dorothea se puso en pie de nuevo y fue a la terraza—. Y no se te ocurra ir detrás a ponerle la mano en la frente. ¿Qué está haciendo ahí?

—¿Qué? ¿Ha tenido que…? —Salí de la cama de un salto.

—No, no Heinz, el huésped ese de Marleen. Está fotografiando la pensión. Y eso que en la isla hay cosas más interesantes. En fin. ¿Cuándo vas a ir para allá?

Me había unido a ella, y vi que Johann Thiess se dirigía al paseo marítimo. Se metió la cámara en el bolsillo de la chaqueta. Dorothea me observaba.

—Parece un buen tío.

—A Marleen le resulta raro. Porque escribió mal su nombre dos veces en el registro.

—Bah, Marleen… Trabaja demasiado y se divierte demasiado poco. No, seguro que no hay nada raro, tú sigue a lo tuyo. Hay pasatiempos más perversos que fotografiar pensiones. Lo haga por lo que lo haga. Pregúntale cuando cenes con él.

—Eso ha estado a punto de pasar. —Le hice un resumen del café que tomamos el día anterior en el jardín. Dorothea estaba entusiasmada.

—¿Lo ves? Es el vestido negro. Nunca falla. Pues a moverte, Christine. Yo te quito de encima a Heinz y a Marleen y tú entras en acción. Haremos que sea un verano estupendo para las dos.

—Está nublado —anunció mi padre aún en voz queda, aunque ya se había vestido—. Y todavía me siento mal, por si le interesa a alguien.

—Buenos días, papá.

—Aún no te has duchado. Creía que querías pintar.

Puse voz melosa.

—Papá, no quiero pintar, tengo que hacerlo, que es muy diferente. Porque echaste a esos dos chicos…

—Santo cielo, otra vez con lo mismo, Dorothea. ¿Qué? ¿Nos vamos? Yo estoy listo.

Por lo visto estaba de pésimo humor. Además de intoxicado.

Cuando llegué a la pensión media hora después, Heinz y Dorothea ya se habían ido al bar. Marleen, que se encontraba en la cocina, me ofreció una taza de café.

—Buenos días. ¿Habéis tenido bronca?

—No. —Removí el café—. Es sólo que Dorothea estaba mosqueada por lo de los chicos a los que echó Heinz, y Heinz está convencido de que lo han envenenado. Probablemente pensara que los enfermos y los niños se librarían, pero le ha salido el tiro por la culata. Y la culpa de todo la tengo yo. Además, hoy operan a mi madre, y eso lo tiene preocupado.

—Podría decirlo.

—Marleen, mi padre es un hombre: prefiere fingirse envenenado a mostrar sus sentimientos. —Apuré el café y dejé la taza en el fregadero—. ¿Te hago falta aquí o me voy a pintar?

—Se van cuatro huéspedes, ocúpate de los desayunos. En el bar aún están poniendo cinta, que es un buen tostón.

—Vale. —Recordé los ojos marrones y se me aceleró el corazón. Ojalá Johann Thiess pudiera cenar al día siguiente—. Después iré a ver lo que hay que hacer.

—¡Yuju! —La señora Weidemann-Zapek llevaba un chaleco de plumas que la hacía parecer un muñeco Michelin—. Ahí está la hija.

Me dirigió una sonrisa radiante mientras llevaba el plato en equilibrio hasta la mesa. La señora Klüppersberg, en esa ocasión vestida con prendas de punto azul, asintió, masticó y tragó.

—¿Qué?, ¿cómo va eso?, como dicen por aquí.

—Bien, gracias. —Sonreí educadamente y retiré aliviada una fuente de queso medio vacía del bufet—. Hay que reponer, y de prisa.

Los tres cuartos de hora siguientes los pasé preparando café, té y cacao, y cada vez que entraba en el comedor miraba la mesa solitaria que había junto a la ventana. Ni rastro de Johann Thiess. Y en breve estaría horas dando una primera mano de pintura a las paredes. Cuando le llevé la tercera tetera a la señora Klüppersberg, su amiga me cogió por el brazo.

—Su padre nos tiene preocupadas, no hemos vuelto a verlo. No pasará nada, ¿verdad?

—Claro que no. Lo he enterrado bajo el cemento, mi infancia no fue muy buena.

Por su reacción me di cuenta de que en lugar de pensar había hablado en voz alta. Las dos mujeres me miraron horrorizadas, y yo me puse a buscar desesperadamente algo que decir. El timbre de la bicicleta de Kalli me salvó.

—Ah, ahí viene Kalli, el amigo de mi padre, pueden preguntarle a él.

Aún desconcertada, la señora Klüppersberg apartó la cortina y vio a Kalli, que bajaba ceremoniosamente de la bici y le ponía el candado.

—Ah. —Frunció la boca y recuperó la compostura—. Mira, Mechthild, si es el señor con el que nos cruzamos ayer por la tarde. El que nos saludó tan amablemente.

Mechthild Weidemann-Zapek se inclinó sobre la mesa, el pecho rozando un instante el atestado plato.

—Sí, es él. Muy simpático. —Se enderezó y me dirigió una mirada reprobadora—. Ya nos presentamos nosotras. Gracias, no necesitamos nada más.

Del chaleco se le cayó un trocito de embutido.

Cuando Gesa entró en la cocina para decirme que podía ocuparse del comedor y yo podía irme a pintar cuando quisiera, Johann Thiess aún no se había presentado. Y eso que yo contaba con que lo hiciera.

—Vete tranquilamente. —Gesa se sirvió un café y se apoyó en la nevera—. Casi todos los huéspedes han terminado, del resto me encargo yo.

Sin embargo, a mí ese resto me acelera el corazón, pensé, y tiré la bayeta a la pila con frustración. Gesa lo entendió mal.

—A mí tampoco me haría gracia pintar. Lo que te pasa es que no sabes manejar a tu padre. —Se rió—. Marleen me lo ha contado. Así que Heinz es rarito.

—Muy graciosa, Gesa, espero que tu padre te pille fumando. Me voy. Por cierto, las dos Gracias han vuelto a poner la mesa perdida. Que te diviertas. Y no me pongas esa sonrisa tan tonta, tú ocúpate de tus padres.

Salí de la cocina con la espalda bien recta y soltando tacos por dentro y, ya en el patio, vi que Kalli corría peligro. Se encontraba entre la señora Weidemann-Zapek y la señora Klüppersberg con cara de desesperación, las dos hablándole a voz en grito. Yo ni siquiera aminoré la marcha, a fin de cuentas era un hombre hecho y derecho. Su voz sonó lastimera.

—Christine, hola. Espera, voy contigo.

Kalli dejó allí plantadas a las dos mujeres y se acercó a mí.

—Socorro. ¿Qué ha sido eso? —musitó, y me cogió del brazo en busca de protección.

Echamos a andar despacio, y yo sentí unas miradas que me atravesaban la espalda.

—Eso, Kalli, han sido las mayores fans de mi padre. El muñeco Michelin se llama Mechthild Weidemann-Zapek, y la visión azul es la señora Klüppersberg, por desgracia no sé su nombre de pila.

—Hannelore. Se llama Hannelore Klüppersberg, pero quiere que la llame Hanne. ¿Desde cuándo las conoce Heinz? ¿Sabe algo de esto tu madre? Y ¿qué es esa historia del cemento?

—Conocieron a Heinz en el ferry, todo esto es muy reciente. No hace falta que preocupemos a mi madre. Lo del cemento ya te lo contaré tranquilamente, puede que necesite tu ayuda.

Inquieto, Kalli sacudió la cabeza.

—Cuenta con ella. Este Heinz sigue teniendo tirón con las mujeres. Como antes. Pero cuando la cosa se complicaba, él siempre escurría el bulto. Y yo tenía que llevar a las señoras a casa, no estaba bien. Y eso sí que ahora ya no me apetece, soy demasiado viejo.

—Pues dile algo. —Abrí la puerta y vi a mi padre sentado en una caja puesta del revés con cara de pena—. Ahí está el valiente. Déjaselo bien claro.

Nos detuvimos ante la caja y lo miramos. Heinz levantó la cabeza, y Kalli se arrodilló.

—¿Qué?

—¿Qué? —Mi padre movía la mano, en la que aún tenía restos de cinta—. Odio que se me quede pegada en los dedos. —La sacudió con más fuerza—. Es asqueroso.

—Heinz, acabo de conocer a dos señoras en el patio que…

—Kalli, por favor. Tienes setenta y cuatro años y estás casado. Además, ahora no tengo tiempo de escuchar tu vida amorosa. Y no quiero hablar de esas cosas delante de las chicas.

Kalli se puso rojo.

—Pero Heinz…

Mi padre le dirigió una mirada de reproche.

—Kalli, ahora no. Ya hablaremos más tarde.

Dorothea se había acercado, muerta de curiosidad.

—¿Qué es eso de la vida amorosa de Kalli?

—¡Lo ves! —Mi padre estaba tan indignado que se levantó de un salto—. Digo yo que se puede ser más discreto. Nada, Dorothea, Kalli no tiene vida amorosa, tiene setenta y cuatro años. ¿Qué?, ¿seguimos?

Dorothea echó un vistazo a la habitación.

—Eso espero. Todavía no has terminado con la cinta, aún falta ese rincón de ahí delante. Kalli y Christine, podéis empezar por el fondo, allí tenéis la pintura.

Mi padre se sentó de nuevo y siguió quitándose la cinta de los dedos.

—Es que no hay quien la despegue. Ya no tengo ganas de nada. Pero vosotros podríais hacer un esfuerzo: si pintáis como es debido, no hará falta taparlo todo.

—¡Heinz! Tú despediste a los dos chicos, así que ahora, a poner cinta. No pienso discutir más; además, me voy al ferry ahora mismo a buscar a Nils. Que te diviertas.

Heinz esperó a que se hubiese ido del bar.

—Christine, no me gusta el tono de tu amiga Dorothea. Me habla como si fuera su lacayo.

—Papá, haberlo pensado antes…

—¿Sabéis qué? —Tomó impulso y lanzó la cinta al otro lado de la habitación—. Que os zurzan a todos. Y ahora me voy a comprar el periódico, hombre. Ni se os ocurra impedírmelo.

Salió dando un portazo. Onno, algo inestable en la escalera, se frotó el brazo allí donde le dio el rollo de cinta.

—Madre, ¿qué mosca le ha picado?

—Ni idea. —Kalli parecía desesperado—. Yo no he dicho ni pío. Ni siquiera sabía que estaba de tan mal humor. Y ¿qué hago yo ahora?

—Pintar, Kalli, ya se tranquilizará papá. A mi madre la operan hoy de la rodilla, probablemente por eso esté de tan mal humor.

Onno se bajó de la escalera.

—La gente no se muere de eso. Y, además, lo paga todo el seguro, ¿no? En fin, voy a poner algo de música.

Encendió una radio portátil y buscó una emisora. En cuanto Karel Gott se puso a cantar Babutschka, Onno se subió a la escalera de nuevo, silbando, y se centró en la luz del techo. Kalli se agachó a coger la cinta.

—¿Sabes qué? Creo que terminaré de poner la cinta yo. La verdad es que es una jugarreta tener que andar con esto siendo alérgico.

—Papá no es alérgico, es sólo que no le apetece.

—Da lo mismo. Lo haré en un pispás. Que él se ocupe de otra cosa después, aquí hay trabajo para dar y regalar.

Mi padre se salía con la suya incluso estando de ese humor de perros, yo no podía entenderlo. Me planté delante de la pared y me entraron ganas de darle una patada. Con eso no cambiaría nada, así que destapé la pintura y hundí el rodillo en la pasta roja oscura con resolución.

Yo había pintado ya casi la mitad de la pared y Kalli lo había recubierto todo de cinta y pintado los cantos cuando la puerta se abrió y mi padre anunció con voz de ultratumba:

—Y encima pierde el HSV. Uno a tres, cuatro tarjetas amarillas, una roja y Mehdi ha sufrido un desgarro muscular. Anda, que vaya unas vacaciones.

Kalli lo miró compasivo.

—Lo siento, pero ya vendrán tiempos mejores. ¿Qué tal jugó el Dortmund? ¿Y el Werder?

—Ni idea. —Mi padre se sentó de nuevo en la caja puesta del revés—. Que cada cual se ocupe de su club.

Seguí pintando concentrada, seguro que mi padre se sabía los resultados. El aire fresco no había servido de nada.

—Christine, ¿ha llamado alguien?

—No.

—Pero ya es mediodía.

—Lo sé. Pero no ha llamado nadie.

Miré hacia la ventana y vi que Dorothea estaba aparcando.

—Ha llegado la jefa con el interiorista, así que será mejor que te levantes. No vaya a pensar que te has pasado la mañana entera en esa caja.

—Qué bobada. Y, además, a mí ese hippy no tiene que decirme nada.

Pese a todo, mi padre se levantó de prisa y miró por la ventana justo cuando Nils le daba un beso a Dorothea. Heinz contuvo el aliento.

—¿Qué ha sido eso? ¿Tú lo has visto? Kalli, Onno, el tal Nils anda besuqueando a Dorothea. Qué poca vergüenza, no me lo puedo creer. Christine, ¡haz algo!

—Papá, por favor, no seas desagradable.

—Heinz, son jóvenes. —Otto bajó dos peldaños para echar un vistazo fuera.

Kalli se puso de puntillas.

—Hacen una buena pareja, él tan rubio y ella tan morena.

Mi padre dio un paso atrás y les soltó a ambos en tono imperioso:

—No os quedéis ahí mirando como dos pasmarotes. Vaya dos cotillas, es tremendo. Con lo que hay que hacer aquí. —Le cogió el destornillador eléctrico a Onno y lo puso en marcha un instante—. Bueno, ¿dónde van esos listones?

Dorothea le sujetó la puerta a Nils, que iba cargado de cajas y bolsas y no tenía ninguna mano libre.

—Hora de comer. Vaya, ya veo que aquí se trabaja en serio. —Dejó con cuidado las cajas y echó un vistazo—. ¿Y Jan y Lars?

—Ya te lo explico luego, amigo mío. —Dorothea apartó a Nils—. Sí habéis avanzado, sí. Y con todo bien tapadito. ¿Lo ves, Heinz? Esto es otra cosa.

Kalli se miró la punta de los zapatos y mi padre miró a Dorothea.

—A mí no tienes que decirme lo que es o no es. O lo que hay que hacer. Me encargo yo, mi prestigio no se verá menoscabado.

—Papá, por favor.

Dorothea, perpleja, me miró a mí y luego miró a mi padre.

—¿Me he perdido algo?

Mi padre sostenía el destornillador de Onno como si fuera un revólver, lo encendió y lo hizo sonar en el aire.

—Bueno, ¿dónde van esos listones de ahí?

—Papá, apaga ese chisme.

Yo observaba con escepticismo las maniobras de mi malhumorado padre con el destornillador de Onno.

—Déjame —repuso él, enfadado.

Después retrocedió un paso y se dio con la escalera. Onno perdió el equilibrio y se apoyó en el último momento en el hombro de mi padre, la escalera aguantó, el destornillador se cayó y enmudeció en el acto. Y se partió en tres.

Tras un momento de silencio, Kalli dijo en voz queda:

—Probablemente se haya estropeado.

Onno bajó despacio y se agachó delante.

—Ni siquiera tenía seis meses.

Todos miramos a mi padre, que juntó las piezas con cuidado con el pie.

—Eso pasa por estar siempre en medio con la escalera, Onno. Menos mal que me he traído el mío. Está cargado e intacto en la pensión. Christine, ve a buscarlo.

Abrí la boca, y él añadió: «Por favor».

—Y de paso pregunta si ha llamado alguien.

Dorothea recogió las piezas del destornillador.

—¿Quién tiene que llamar?

—Ines. Por lo de mi madre.

—Es verdad, que la operaban hoy. Pero seguro que te llama a ti o llama a tu padre al móvil.

—Ya.

—Imposible. —Mi padre hizo un gesto impaciente—. He apagado los móviles, no quiero exponerme a tanta radiación.

Me quedé estupefacta.

—¿Me has apagado el móvil? ¿Y esperas una llamada? Dime…

—Se ponen malas las orejas, lo he leído en el periódico, y no quiero correr el riesgo. No pienso sentarme en una habitación donde haya móviles encendidos, no estoy tan loco.

Furiosa, buscaba una respuesta cuando la puerta volvió a abrirse. Y pasó justo lo que faltaba.

—Hola, hola, queríamos ver lo que hacen estos trabajadores tan aplicados.

Menos mal que ni la señora Weidemann-Zapek ni la señora Klüppersberg se habían puesto un mono azul. Kalli se quedó horrorizado, y mi padre lo miró en el acto con severidad. El primero en reaccionar fue Onno.

—Buenos días. Está cerrado, por reformas.

Las señoras soltaron una risita y se dieron unos golpecitos mutuos.

—Qué encanto. Pensamos que quizá podríamos secuestrar a uno de los señores para hacer un descansito.

La mirada amenazadora de Dorothea descansó en mi padre, que sacudió la cabeza en señal de desaprobación.

—Ya basta, esto no es un sitio de contactos. Kalli, hay que seguir trabajando, nada de descansos, la faena es la faena, y esto va para todo el mundo. Señoras, estoy seguro de que nos veremos, la isla no es tan grande. Christine, mi destornillador, por favor.

Me ahorré la salida ofendida de las señoras y un ataque de risa, cogí el móvil de la repisa de la ventana y salí antes que ellas.

Encendí el móvil e introduje el PIN mientras me dirigía despacio a casa. Segundos después empezó a sonar, lo cogí y a punto estuve de chocarme con Johann Thiess.

«Buzón de voz T-Mobile. Tiene cinco mensajes nuevos, para escuchar sus mensajes, pulse 1.»

Nos vimos frente a frente, los dos con el móvil pegado a la oreja, los dos espantados. Lo oí decir en voz baja:

—Escucha, tengo que dejarte, te llamo más tarde, ¿de acuerdo?

Su voz era dulce, cálida y afectuosa. No creo que hablara con el taller mecánico.

Pulsé 1.

«Hoy ha recibido una llamada sin mensaje. Llamada recibida a las 10 horas, 30 minutos desde el número 0171… Si desea responder con una llamada, pulse 7.»

No lo deseaba. Johann se detuvo y me miró con aire pensativo.

«Hoy ha recibido una llamada sin mensaje. Llamada recibida a las 10 horas, 45 minutos desde el número 0171… Si desea responder con una llamada, pulse 7.»

No. Siguiente. El móvil de Johann sonó.

—¿Sí?… Hola, cuqui.

Tenía unos ojos tan dulces… ¿Cuqui?…

—No, ahora no puedo. … No, todavía no hay nada concreto. … Escucha, te llamo luego. Adiós, adiós.

Por lo visto, lo de la voz sexy por teléfono era algo innato. Yo miraba con indiferencia.

«Tiene un mensaje nuevo. Mensaje recibido a las 11 horas, 10 minutos. (Pitido). “No para de saltarme el puñetero buzón de voz. No lo entiendo”. (Pitido). Si desea responder con una llamada, pulse 7.»

Pulsé 7 esperando oír a mi hermana, pero en su lugar oí de nuevo una voz informatizada: «El teléfono al que llama está ocupado». Colgué.

—Odio el buzón de voz.

Johann Thiess me sonrió y asintió.

—Yo lo he desactivado. O estoy disponible o que me vuelvan a llamar.

Las cuquis de este mundo, me piqué.

El buzón me saltó de nuevo.

«Tiene un mensaje nuevo. Mensaje recibido a las 11 horas, 30 minutos. (Pitido). “Hola, soy Ines, ¿por qué tenéis los móviles apagados? Me estoy volviendo loca llamando. Bueno, da lo mismo. Mamá ha salido bien de la operación, ya está en planta. He hablado con el médico y lo he visto satisfecho. Y no estaría de más que encendierais un teléfono, no tengo ganas de seguir probando. Hasta luego”. (Pitido). Si desea…». Colgué.

—¿Y bien? —Los ojos marrones de Johann se me volvieron a clavar en el corazón—. ¿Problemas?

—A mi cuqui…, a mi madre la han…

Volvió a sonar el teléfono, de nuevo el maldito buzón.

«Tiene un mensaje nuevo. Mensaje recibido a las 11 horas, 40 minutos. (Pitido). “Soy yo otra vez. No me llames hasta dentro de una hora, voy a apagar el móvil porque voy a la habitación con mamá. Aún está bastante cansada, hablamos esta tarde, para que papá pueda hablar también con ella. Hasta luego”. No hay más mensajes. Para salir…».

Me metí el teléfono en el bolsillo del pantalón. Johann seguía mirándome, expectante.

—No, no hay ningún problema, ya ha terminado todo. ¿Qué vas a hacer?

Él se encogió de hombros.

—Pensaba coger una bicicleta e ir a la playa. ¿Quieres venir?

Dos personas con poca ropa, arena caliente, piel suave, mar salado, unas gaviotas, sus ojos marrones… Alejé las imágenes de mi cabeza y busqué algo que decir que, a pesar de lo de «cuqui», sonara amable pero distante. Mi padre dio con ello:

—¡Christiiiiine! —Sacó la cabeza por la ventana del bar—. ¿Por qué tardas tanto? Así no podemos avanzar.

—Ya voy. —Sonreí a Johann—. En fin, lo siento, como ves, tengo que irme. Tal vez en otro momento.

Él revolvió los ojos, pero sonriendo.

—Para quedar contigo probablemente haga falta una acción más enérgica, ¿no? A ver, lo haremos espontáneo. Tú me das tu teléfono y yo te llamo. Hasta que lo consigamos. ¿Qué te parece?

Yo tenía el corazón desbocado.

—¡Christiiiiine!

—Sí, papá, un momento. —Respiré profundamente y le di mi número a Johann. Estaba dispuesta a olvidar a cuqui si al menos podíamos tomarnos una cerveza cuando fuera.

Cuando salí de la casa con el destornillador, lo vi por detrás. Iba en bicicleta en dirección a la playa. Hablando por teléfono.

Mi humor no mejoró cuando mi padre me quitó el destornillador y me dijo:

—¿Con quién andabas cotorreando otra vez?

—No cotorreaba con nadie —respondí, ofendida.

—Sí que lo hacías, lo he visto. Con ese huésped raro que llegó ayer.

Kalli me hizo una seña con la cabeza para tranquilizarme.

—¿Por qué es raro?

—¡Por el amor de Dios! —resopló mi padre—. Como si no conociéramos a los hombres que viajan solos. Ése seguro que quiere pescar a una mujer aquí y en casa tiene a cuatro hijos llorones.

Dorothea lo oyó.

—Y ¿tú cómo sabes que tiene cuatro hijos?

—Puede que sólo sean tres, o dos o uno, o incluso ninguno, lo mismo da. A Marleen tampoco le hace gracia, oí cómo se lo decía a Gesa. Y mira mal.

Era la gota que colmaba el vaso.

—Tú a veces desvarías. Que mira mal, ¿qué se supone que significa eso?

—Que mira mal, con esos ojos marrones ya se sabe. Y, por cierto, jovencita, no me hables en ese tono.

Dorothea soltó una risita, Nils sonrió, Kalli se miró los zapatos, Onno se puso a cantar Rote Rosen, rote Lippen, roter Wein, «Rosas rojas, labios rojos, vino tinto», y ninguno salió en mi ayuda. Yo estaba que trinaba y, pese a todo, no me atreví a cometer parricidio delante de testigos. Preferí lanzarle una mirada larga y ponzoñosa y volví con mi pared.

—Y no creas que no he visto que revolvías los ojos, Christine Schmidt. Ya hablaremos de eso. Ahora voy a ponerme algo más ligero. Tengo calor.

Dio un portazo.

Yo tiré el rodillo en el cubo de la pintura y me volví hacia aquel grupo de cobardes.

—Muchas gracias. Espero que hagáis lo mismo cuando lo estrangule con la cinta de carrocero.

Nils miró la pintura y después me sonrió.

—Te traeré otro rodillo, ése ya no sirve. Tengo otro en el coche.

Dorothea mezclaba colores.

—Yo es que no puedo decir nada de las relaciones padre-hija. Es una cuestión extremadamente compleja, a los terapeutas les lleva años. Señorita. —Se rió tontamente de su propia gracia.

Kalli fue el único que se compadeció.

—Mira, yo creo que los padres a veces son raros. Yo también soy padre. Cuanto mayor seas, más lo entenderás.

—Muchas gracias, Kalli. Y ahora me voy a echar un cigarro. Y me da lo mismo que te chives.

Por si acaso, me fui a la trasera de la casa; tampoco tenía por qué ponerme a tiro. El sol me daba en la cara, me imaginé a Johann Thiess en la playa y me paré a pensar cómo podía encontrármelo. Por más vueltas que le daba no entendía qué le pasaba a Marleen; en el caso de mi padre no eran más que prejuicios. De mi exmarido, que acabó cayéndole bien, le llamaron la atención las manos: «Menudas manazas. Ya puedes tener cuidado. Con esas garras se mata a gente. Para un cuello le basta con una mano».

Mi madre rara vez se tomaba en serio sus historias. Las últimas Navidades que pasamos juntos le regaló a su yerno unos guantes, y eran de la misma talla que los de mi padre.

¡Mi madre! Todavía no le había dicho nada a mi padre, seguro que seguía preocupado. Aunque también podría haberme preguntado amablemente con quién hablaba por teléfono, en lugar de criticarme. La culpa era suya.

Cuando regresé al bar, mi padre volvía a estar en la caja del revés, con el rostro enterrado en las manos. Onno, Kalli, Nils y Dorothea lo rodeaban, con las caras serias. Mi padre levantó la cabeza. Tenía una palidez cadavérica y me miraba con desesperación.

—Ay, Christine. Tenemos que irnos ahora mismo.

—¿Qué pasa?

—Yo os llevo. —Dorothea se inclinó y le apretó el brazo con suavidad. Luego se volvió hacia mí—. Tal vez suene peor de lo que es.

Yo no entendía ni papa.

—¿Podrías explicarme qué está pasando aquí?

Kalli y Onno se llevaron el índice a los labios a la vez.

—Su mujer —susurró Onno.

—¿Qué? ¿Qué tal si hacemos frases enteras? Su mujer, dicho sea de paso, es mi madre.

Mi padre sacudió despacio la cabeza gacha.

Yo subí la voz.

—Dorothea, dime ahora mismo qué ha pasado.

—Heinz acaba de llamar al hospital.

Mi padre volvió a alzar la cabeza.

—Debe de haber pasado algo malo. Tan malo que ni siquiera nos lo pueden decir.

Me entró el pánico.

—¿Y eso? ¿Has hablado con Ines?

—¿Con Ines? No, ¿por qué? Con el hospital.

—Ya, ¿y?

Mi padre se restregó los ojos.

—Han dicho que no pueden facilitarme información por teléfono.

Poco a poco lo fui entendiendo todo; me agaché delante de él.

—¿Has llamado a la centralita del hospital y les has preguntado cómo está mamá? Y ¿no te han dicho nada?

—Exactamente.

—Y ¿has pedido que te pasaran con la planta?

—No sé cuál es la planta.

—Y ¿no has llamado a Ines?

—No me sé su número de memoria. Pero los del hospital sonaban muy raro, con eso de que no podían decir nada. Rarísimo.

Me levanté y respiré profundamente, aliviada.

—Papá, no tienes por qué preocuparte, todo ha ido bien. Ha llamado Ines, la operación ha salido bien, pero a las once mamá estaba cansada, aunque ya la habían llevado a la habitación, así que puedes llamarla a eso de las tres.

Mi padre me miró con escepticismo.

—Lo dices para que me tranquilice. ¿Cómo es que Ines está más enterada que la gente del hospital?

—Porque Ines ha hablado con el médico y ha visto a mamá. A ti se te pondría un conserje al teléfono.

—No, ha sido una mujer, seguro que era médica o algo por el estilo. Y, si todo ha ido bien, ¿por qué no ha llamado Ines?

—Sí que ha llamado, te lo acabo de decir. Me dejó varios mensajes en el buzón de voz porque tú apagaste los teléfonos.

Kalli carraspeó.

—Bueno, eso suena bien.

—Sí. —Onno incluso había apagado la música—. En ese caso, se ha librado de ésta, como suele decirse.

Me saqué el móvil del bolsillo y marqué el número de mi hermana. Desde su última llamada habían pasado más de dos horas, tal vez ya estuviera disponible. Tuve suerte, lo cogió a la segunda.

—Ya era hora de que llamaseis. ¿Se os ha olvidado que operaban a mamá hoy? He llamado superpronto para que no os preocuparais y teníais los teléfonos apagados.

—A papá le dan miedo las radiaciones y que se le pongan las orejas malas, así que ha apagado todos los móviles, y yo no me he dado cuenta. Bueno, ¿está ya despierta?

Ines me dio el número de la habitación y repuso:

—Dejadla dormir un poco más, el médico ha dicho que estará más o menos recuperada sobre las tres, dentro de una hora. Yo iré a verla.

—¿Quieres hablar con papá?

—Si él quiere.

Le tendí el móvil a mi padre.

—¿Quieres hablar con Ines?

—No —negó.

—Ines, no quiere.

—Mejor. Tengo que irme. Ya hablamos después, hasta luego.

Mi padre me miró con nerviosismo.

—¿Y bien? ¿Qué ha dicho?

—Papá, podrías habérselo preguntado tú. En fin, que puedes llamar a mamá a eso de las tres, ahora está dormida. Éste es el número de su habitación.

Cogió el papel y se lo guardó con aire satisfecho.

—Voy a la pensión a preguntarle a Marleen si nos prepara algo de comer. Hasta ahora.

—Papá, no llames todavía, ¿me oyes?

—No, no.

Cruzó el patio con pasos rápidos y elásticos.