En la primera planta se cerró una ventana. Levanté la cabeza y pensé si habría sido la habitación de Johann Thiess. ¿Estaría sentado junto a la ventana esperando a su caracola? Me controlé y decidí ducharme primero y después comprarme una gorra.
Cuando me ponía crema después de la ducha, vi que el poco sol que había tomado ese primer día había bastado para quemarme. Y que no llegaba al espacio que quedaba entre los omóplatos, que era donde más me tiraba la piel. Aliviada, oí la llave en la puerta.
—Papá, ¿eres tú? Me he quemado la espalda.
Dorothea entró en el cuarto de baño.
—Y ¿crees que Heinz tiene la solución? Cremita, amiga mía, a tu edad no se puede quemar una.
Le di la hidratante.
—Tú sólo tienes cuatro años menos y, en cambio, la piel mucho más sensible. Así que no presumas tanto, en toda la espalda, anda. Y no tan fuerte, que me escuece.
Dorothea me untó a discreción, y vi el resultado en el espejo: roja y pringosa. Sólo me había traído un vestido, y era rojo y con mucho escote. Por el momento sería mejor no sacarlo del armario.
Me senté junto a Dorothea, que se había acomodado en el borde de la bañera con cara de felicidad.
—Ay, Christine, menudo día. Emden tiene mucha vida. Hemos estado en el museo de arte, en el puerto, hemos comido y nos hemos besuqueado un poco.
—Creía que ibais… ¿Que os habéis qué?
—Christine, ese tío es increíble. Por cierto, vive en Oldenburgo. ¿A cuánto está Hamburgo de Oldenburgo?
—A dos horas en coche, creo. Pero creía que sólo querías una aventurilla de verano. Bueno, tú por lo menos no pierdes el tiempo. ¿Y? ¿Ha estado bien?
Dorothea estiró las piernas y a punto estuvo de caer de espaldas en la bañera. La sujeté por un brazo.
—¿Cómo bien? ¡Nils es sensacional! Creo que éste va a ser el mejor verano de mi vida.
Me levanté y fui al armario de la habitación de Dorothea, donde había colgado mis cosas. Ella vino bailoteando detrás y se dejó caer en la cama. Mientras me hablaba entusiasmada de Nils, interiorista independiente, hoyuelos, surfista, sin pareja desde hacía un año, ojos azules, sus escritores favoritos Boyle y Murakami, horóscopo virgo, ingenioso, etcétera, etcétera, etcétera, yo revolvía mi ropa cada vez más desesperada. Sólo había cosas prácticas: vaqueros, jerséis, vaqueros, camisetas, vaqueros, chaqueta de punto. Y el vestido rojo. Cuando lancé un «ay» atormentado, Dorothea interrumpió su himno.
—¿Qué buscas?
—Algo bonito que ponerme. Pero sólo he metido ropa vieja porque mi padre me aturulló.
Dorothea me miró abriendo mucho los ojos, a la espera de una explicación.
—Esta mañana ha llegado un huésped, Johann Thiess. Yo estaba en recepción. Y llevaba puesta esta camiseta de rayas. Y los pantalones cortos rojos.
Dorothea cada vez entendía menos.
—Sí, ¿y?
—Dorothea, Johann Thiess es el tío más bueno que he visto en mi vida.
—Ah.
—Pero la cosa no ha ido demasiado bien. Bueno, es que creo que he estado bastante rara.
—¿Cómo de rara?
—Eso ahora da lo mismo. Probablemente piense que me gusta llamar la atención. Pero no quiero hablar más del tema. Dorothea, la he fastidiado. No contaba con encontrarme delante de un hombre así, Dios mío, me he comportado como si tuviera catorce años.
Me dejé caer en el borde de la cama. Dorothea me dio unas palmaditas de consuelo en la espalda y me estremecí: me ardía.
—Eso puede que también tenga que ver con Heinz: los padres siempre te hacen sentir que eres mucho más joven.
—Heinz no sabe nada de esto.
—Y está claro que es mejor así. —Dorothea se rió—. Imagina que hubiera metido baza. ¿Cómo reaccionaba tu padre antes cuando te llevabas a casa a alguien?
Hice memoria.
—Muy normal. A Holger le dijo que tenía una mirada violenta; Jörg le parecía demasiado blando; Peter, demasiado tonto, y cuando anuncié que iba a casarme con Bernd, mi padre me aconsejó que firmara un contrato matrimonial. Cuando nos divorciamos, me miró con aire triunfal y me invitó a comer. Él es así.
Dorothea se levantó y se acercó al armario.
—Sólo lo hace con buena intención. A ver, yo tengo tres vestidos sexys, y te sirven. Sería una pena que éste no fuera el mejor verano de nuestra vida para las dos. —Me enseñó un vestido negro sin mangas, escotado por delante y con bastante tela detrás—. Toma, póntelo. Pero será mejor que Heinz no se entere de tu campaña de conquista. Tengo un presentimiento raro.
Nos miramos un buen rato. Yo asentí: tenía ese mismo presentimiento.
Una hora después estaba sentada en el sofá de mimbre del jardín leyendo el periódico. Dorothea quería meterse en la cama, lo de levantarse a las cinco de la mañana no era lo suyo. Marleen había ido a comprar, Kalli al puerto a recoger a la familia de cuatro miembros y mi padre se estaba duchando. Leí por encima un artículo en la sección regional: «La invasión de los visitantes de un día o ¿por dónde se va a la playa?». Estaba casi segura de que se trataba de una parodia, así no podía escribir ningún adulto. No pude evitar reírme con la prolijidad y el talento para chafar todos los chistes. El artículo lo firmaba una abreviatura: «GvM», alguien rarito, pensé, y acto seguido oí pasos a mis espaldas.
—Hola.
La voz me sobresaltó. Antes de que pudiera responder vi a Johann Thiess.
—Perdone, no quería asustarla. Esto es agradable. —Señaló el sofá—. ¿Puedo?
Él sonrió, yo tragué saliva.
—Claro… ¿Café?
—Con mucho gusto. Pero sólo si no es molestia.
Me levanté de un salto y casi entré en la casa corriendo. No era molestia. Me salvó la vida. Mientras ponía la cafetera hice ejercicios respiratorios. Pedí que fuera capaz de construir frases enteras y que mi padre se tomara todo el tiempo del mundo en la ducha. Un tanto más tranquila, llevé en equilibrio dos tazas al jardín. Johann Thiess había cogido el periódico y leía el artículo de la invasión. Me sonrió y cerró el periódico.
—¿Ha leído el artículo sobre los visitantes de un día? Es tan malo que hasta resulta gracioso.
Una señal, pensé, y deseché la idea en el acto. Tú sólo sé encantadora y sexy.
Johann Thiess le echó leche al café y lo removió.
—¿Vive usted en la isla?
Su mirada era intensa; me acaloré.
—No, vivo en Hamburgo. Marleen está reformando el bar y le estoy echando una mano.
—Y ¿cuánto tiempo se va a quedar?
—Sólo llevamos aquí dos días, así que casi dos semanas.
—Qué bien.
Su mirada me acertó en pleno corazón. Sus ojos eran realmente color miel.
—Y usted, ¿de dónde es?
Se paró a pensar.
—Soy… de Bremen.
—Ajá. Bonita ciudad. —Otra vez diciendo tonterías. Por suerte, él no ahondó en el tema.
—Por cierto, ni siquiera sé cómo se llama.
Pocas veces había visto a un hombre tan guapo.
—Christine. Christine Schmidt.
—Christine.
Y pocas veces había sonado tan bien mi nombre. Se me puso la carne de gallina.
—Bonito nombre.
—Johann tampoco está mal.
Nos miramos en silencio y después empezamos a hablar a la vez.
—¿Y si…?
—¿Te apetece…?
—Tú primero.
No podía tratar de usted a un hombre que me miraba al corazón. Johann sonrió.
—¿Te apetece cenar conmigo esta noche?
—¡Christiiiiine!
Por lo que a mí respectaba, mi padre podría haberme echado un cubo de agua fría por la cabeza. Me puse en pie agitada. En ese momento, presentar a ambos hombres se me antojaba demasiado prematuro.
—Lo siento, tengo que ir a echar un vistazo. Es mi padre. ¿Vas a estar aquí?
Johann consultó el reloj.
—Tengo que hacer algunas cosas. Pero nos vemos después, seguro. Gracias por el café.
—¡Christiiiiine!
—¡¡Ya voy!!
Johann se estremeció, yo había soltado un chillido sin transición. Se levantó, alzó la mano y la dejó caer.
—Será mejor que vayas. Hasta luego.
Fue despacio a la casa, y yo hice un esfuerzo para no salir corriendo tras él. Después respiré profundamente y me dirigí al lugar desde donde mi padre acababa de fastidiarme la que seguramente habría sido la mejor tarde de mi vida.
Enfundado en un albornoz, estaba asomado a la ventana de la cocina de nuestra casa, mirándome risueño. Yo estaba que me subía por las paredes.
—¿Por qué gritas como un loco? ¿Qué es lo que pasa?
—Tu hermana está al teléfono. Mamá se encuentra bien. ¿Quieres hablar con Ines?
Me contuve para no lanzarle una mirada furibunda. Mi padre me pasó el teléfono.
—Toma, anda, habla con tu hermana, yo aún no estoy listo. —Cerró la ventana.
Cogí aire y después me llevé el teléfono a la oreja.
—Hola, Ines.
—Parece que estás de los nervios. ¿Está acabando contigo papá?
Me vino a la cabeza la sonrisa radiante de mi padre a mediodía en el agua y me tranquilicé.
—Resulta un poco agotador. En algunas situaciones no tiene tacto ninguno. —Ojos color miel—. Pero no pasa nada. ¿Y mamá?
—Pues el hospital le gusta, le han dado una habitación para ella sola y la operan mañana a las ocho de la mañana. La analítica es buena y ella está muy tranquila, y yo ahora también. Tú calma a papá. Te llamo mañana, cuando haya pasado todo. Y no os preocupéis.
—Ya conoces a papá. Esta mañana ya estaba de mal humor. Tendremos que distraerlo. Bueno, pues entonces hasta mañana. Y dale recuerdos a mamá.
Dejé el teléfono en la repisa de la ventana y volví al jardín. Me senté en el sofá de mimbre en el que poco antes la vida aún era de color de rosa y clavé la vista en el asiento vacío. ¿No podía haber chillado mi padre diez minutos después? Así, ahora yo tendría una cita. De este modo no la tenía. Muy oportuno. Al rato levanté la cabeza, eché una ojeada y me encendí un cigarrillo.
Ven ahora, papá, pensé, y que se te ocurra prohibirme esto.
Me quedé media hora en el sofá, esperando una segunda oportunidad con el corazón desbocado. No pasó nada. Por lo visto, los aullidos de mi padre me habían chafado el plan. Cuando me puse en pie, frustrada, llegó Kalli. Ya que en mi vida no tenía cabida el amor, al menos podía echar una mano un rato.