Diez minutos después pasábamos por el sanatorio en dirección a la playa del este. Íbamos callados, yo pensaba tan pronto en el descalabro de recepción como en mi madre, y mi padre tampoco decía nada.
Al cabo de media hora larga llegamos al camino que conducía hasta la Weisse Düne. Dejamos juntas las bicicletas de Marleen y de Kalli y les pusimos el candado. Cuando ya veíamos la playa desde la duna, caímos en la cuenta. Mi padre me miró.
—¿Me metiste el bañador en la maleta?
—No. ¿Y tú el mío?
Él sacudió la cabeza y suspiró.
—Y en Norderney. Aquí todo el mundo lo lleva. Dios mío, qué reprimidos. Y ahora, ¿qué hacemos?
Volví a las bicicletas.
—O nos hacemos dos kilómetros más y nos vamos a la playa nudista o nos quedamos aquí y nos arriesgamos a que nos denuncien por escándalo público.
—¿Cómo que escándalo? Yo todavía estoy en muy buena forma. Incluso diría que ciertas señoras de la pensión se alegrarían de ver mi estampa. —Soltó una risita y se tapó la boca con la mano en el acto—. Espero que no haya sido un comentario sexista.
La palabra clave fue «pensión»: recordé nuevamente aquellos ojos marrones y el corazón se me aceleró. De todas formas, lo más probable era que Johann Thiess estuviera casado o fuera gay. Los hombres así nunca andan sueltos. Respiré profundamente. Mi padre me miró de reojo y me apretó el brazo.
—Sé que tú también estás preocupada por mamá. Lo de las señoras sólo era una broma, yo nunca haría una cosa así. Me refiero a dejar que me vean desnudo, ya sabes. Nunca, de veras. Puedes estar tranquila.
Preferí no sacarlo de su error.
—Lo sé, papá. Y mañana la operación irá bien. Después llamamos a mamá. Bueno, y ahora salgamos de esta playa de reprimidos y vayamos a darnos un baño.
La playa nudista casi era más bonita incluso que la otra y, sobre todo, estaba menos concurrida.
Mi padre, que tardó como mucho tres minutos en quitarse la ropa, echó a correr hacia el agua como un niño pequeño y se metió de cabeza en una ola que llegaba. De la cadera mala, ni rastro. Se dejó llevar por las olas y me dirigió una sonrisa radiante.
—¡Está buenísima! —Tuvo que gritar para hacerse oír con el oleaje—. Como en casa.
Tenía los ojos de Terence Hill.
Nos envolvimos en las toallas y fuimos dando un paseo por la playa con el sol de frente. De vez en cuando, mi padre se agachaba para coger una piedra o una concha, que a continuación lanzaba al mar. En un momento dado se detuvo y me enseñó una concha rosada.
—Mira, una caracola perfecta. Además, es una de mis palabras preferidas: caracola. Suena muy bien, ¿no? —La lavó con cuidado—. Ésta me la llevo. Para mamá. ¿Damos media vuelta?
Con el sol en la espalda, regresamos a donde teníamos las cosas. Había pasado casi todos los veranos de mi infancia en las playas de Sylt. La sal seca en la piel, el sonido de las olas, los pies en el agua, la presencia de mi padre y el hecho de que empezara a quemarme me hicieron sentir que tenía otra vez diez años.
—Oye, Christine, ¿por qué no nos hacemos mañana con unas palas o un balón de fútbol? Y podemos pedir una nevera y un cortaviento y traernos algo de comer y beber. Y unos periódicos, y crema. Y pasar todo el día en la playa. Como antes. Y que se vengan Kalli y Dorothea y Gesa.
Por lo visto, mi padre se sentía como si volviera a tener treinta años. Incluso pensaba en jugar con los niños y se aceleraba.
—Sí, el fútbol es una buena idea. Dos contra dos y Gesa de árbitro.
—Y por la noche no podremos ni subir la escalera.
Me miró compasivo.
—Dorothea y tú no hacéis mucho deporte, ¿no? Pero no es necesario que Kalli y yo juguemos juntos. Tú y yo contra Kalli y Dorothea, de lo contrario no tendréis nada que hacer, claro. No estaría mal. Le preguntaré a Kalli dónde hay buenos balones. Aunque, ¿tendremos tiempo?
Tuvimos que pararnos a buscar nuestras cosas un momento, mi padre había memorizado el sitio en que nos habíamos desvestido. Estaba tan seguro que yo ni me fijé. En el lugar al que fue no había nada.
—No me lo puedo creer. Nos han robado las cosas. —Clavó la vista en la arena, desconcertado, y sacudió la cabeza—. No es posible. Mis mejores pantalones cortos. En Sylt nadie se atrevería a hacer esto. Y, ahora, ¿qué hacemos? No puedo montar en bicicleta con una toalla. Así, sin pantalones.
Me mordí el labio inferior para que no me diera algo sólo de imaginar a mi padre y a mí pasando alegremente por delante del sanatorio con sendas toallas ondeando al viento.
—No creo que nos hayan robado la ropa.
—¿No? —Mi padre me miró con impaciencia—. ¿Acaso crees que la he enterrado?
—No, papá. —Hice visera con la mano y recorrí la playa con la vista—. Probablemente hayamos pasado por al lado sin verla.
—Menuda tontería. Como si no hubiera visto yo mis pantalones rojos. Son mis mejores pantalones cortos.
—Eso ya lo has dicho, sólo que no los llevabas puestos: has venido en vaqueros.
Di media vuelta despacio. Mi padre me siguió.
—Llevaba pantalón corto, hace calor. Créeme, nos han robado.
Ahora estaba segura de ir por el buen camino. A doscientos metros se encontraban nuestras cosas. Le di a mi padre sus vaqueros, que tenían las perneras subidas.
—Toma, anda, tus pantalones.
—Pero tiran a rojo.
Eran unos vaqueros azules normales y corrientes. Abochornado, mi padre se puso la ropa interior y luego el pantalón.
—Y se llevan como si fueran cortos.
—Ya, claro. Probablemente mamá los lavara con unos calcetines rojos. Al sol tienen visos rojizos.
Mi padre asintió satisfecho.
—Sí. Pero has sido una irresponsable no quedándote con el sitio en el que dejamos las cosas. Tienes que prestar más atención. ¿Vamos arriba a tomar algo?
—¿Has traído dinero?
—Claro. Tengo cincuenta euros en el bolsillo del pantalón.
—Papá, ¿y los dejas sin más en la playa?
—Claro, aquí nadie se lleva nada. ¿Quién va a robar dinero en la playa? Y ahora vamos, me muero de sed.
Pedimos dos botellas de agua, nos sentamos en un banco y nos pusimos de cara al sol. Mis pensamientos volvieron a centrarse en Johann Thiess. Sin duda bañarme me había serenado. Seguro que él no me consideraría la mujer más interesante e inteligente del continente, pero al fin y al cabo acababa de llegar. Ahora lo suyo era que yo no volviese a cometer ningún error. Ojalá al menos le gustara un poco, como una caracola. Abrí los ojos y pegué un bote.
—Creo que el sol me atonta.
—Sí. —Mi padre me miró—. Ocurre en un pispás. Tienes que ponerte una gorra. —Se dio unos golpecitos en la suya—. Así no se cuece el cerebro. —Miró de nuevo al mar—. Probablemente mamá ya esté en la clínica. Ines quería llevarla a mediodía. Espero que le hayan dado una buena habitación, no sea que le toque uno al lado que se pase la noche roncando.
—Las habitaciones no son mixtas.
—Ya. Pero ella ronca.
—¿De veras?
Mi padre asintió.
—Sí, tú lo has heredado de ella.
—¿Yo ronco? Y ¿tú cómo lo sabes? Es la primera noticia que tengo.
—Pues sí. Cuando fui a despertarte ayer por la mañana roncabas. Pensé que menos mal que no lo oía alguien de fuera. A mí no me importa, al fin y al cabo soy tu padre.
Pensé en bonitas caracolas y decidí quitarme de la cabeza a Johann Thiess de una vez por todas. Era demasiado arriesgado.
Casi eran las dos cuando volvimos pedaleando despacio a la pensión. Mi padre, que además se tomó un helado y compró el periódico, quería ir dando un paseo.
—Sólo para que me acostumbre a la bicicleta de Kalli.
—Y ¿cuál lleva él ahora?
—La de Hanna. Pero yo no pienso montar en una bici de mujer, todos pensarán que ya no puedo pasar la pierna por la barra.
—Marleen tiene la caseta llena de bicis.
—Les he echado un vistazo y no son nada buenas. Ésta al menos está cuidada. Y aún bastante nueva.
Dejamos las bicicletas delante de la puerta trasera y cogimos las toallas del portabultos. Mi padre me dio la suya.
—Toma, no sé dónde va.
La cogí.
—¿A la lavadora?
—Ya que vas tú, lleva de paso la mía. Yo tengo que pasarme por el bar a ver qué hacen los muchachos.
Me dejó allí plantada y se fue. Llevaba las perneras del vaquero subidas a distinta altura y la camisa por fuera. Lo único en su sitio era la gorra. Así no se le cocía el cerebro.
—Eh, ¿qué tal la playa?
De pronto Gesa apareció a mi lado; yo ni siquiera la había oído.
—Bien. Hemos ido a la nudista.
—¿Heinz es nudista? —Gesa soltó un silbido de aprobación—. ¿Lo hace por convicción?
—No, le dan asco los bañadores mojados, y además tampoco se acordó de meterlo en la maleta. Ni yo tampoco, por cierto. En Sylt casi todo el mundo se baña desnudo.
—Como se enteren la señora Weidemann-Zapek y la señora Klüppersberg… A propósito, han estado esperándolo hasta las diez y media. Entonces les he dicho que tenía que pasar la aspiradora por el comedor. Si no, aún seguirían ahí.
—Es que no se cansan. Aunque la culpa es de él. ¿Ya ha vuelto Dorothea?
Gesa se encogió de hombros.
—Ni idea, yo aún no la he visto. Yo ya he acabado y me voy a la playa. El lavavajillas no ha terminado, si quieres puedes recogerlo más tarde. El resto está.
—Es la mejor noticia que podían darme. Gracias.
Gesa se rió, se echó el bolso al hombro y se subió a su bicicleta de montaña.