Caminaba descalza por una duna, el sol dándome en la cara y el mar delante. Abajo, en la playa, me esperaba alguien, yo estaba nerviosa y tenía el corazón acelerado. La hierba de la duna me hacía cosquillas en la pantorrilla izquierda. De pronto me llamó la atención que los escaramujos, que crecían silvestres por todas partes, tenían un olor muy distinto del olor al que yo estaba acostumbrada. La hierba cada vez me hacía más cosquillas, el olor se intensificaba y el mar se volvió borroso.
Abrí los ojos. Mi padre estaba sentado en el borde de la cama, envuelto en una nube de Davidoff y pasándome un bolígrafo por la pantorrilla. Encogí la pierna e intenté decir algo. Mi padre se me adelantó.
—Buenos días. ¿Qué? ¿Has dormido bien? Espero que se cumplan los sueños de la primera noche, vale la pena. ¿Tú qué has soñado?
—Papá, por favor. —Me di la vuelta y me tapé con la manta.
—Vamos, dímelo. Y te cuento lo que he soñado yo.
—Escaramujos que huelen a Davidoff —murmuré en la almohada.
—¿Qué has dicho? Tampoco hace falta que lo cuentes. Mejor guárdatelo para ti. ¿Cuándo vamos a desayunar? Tengo hambre. Y sed.
Me incorporé a duras penas y me senté en el borde de la cama. Me miré la pierna: estaba llena de rayas azules.
—¡Papá! Mira cómo me has puesto la pierna.
Él miró perplejo el bolígrafo que tenía en la mano.
—Entonces es que está mal, le metí la mina. Pero se quita con piedra pómez. ¿Te vas a levantar?
No fui capaz de oponer resistencia, me fui al cuarto de baño, en silencio y adormilada. En la consola tenía el reloj: las seis. El día empezaba una hora antes de lo que debía.
Estupendo, pensé mirándome los cansados ojos en el espejo, mamá, esto lo hago sólo por ti. Y por tu puñetera rodilla.
A la media hora caminaba junto a mi padre hacia Haus Theda. A la alborozada exclamación de mi padre: «Hace sol, ¡vamos, arriba!», Dorothea respondió con un tiro certero de almohada y un «Vosotros no estáis bien de la cabeza». Mi padre dejó la almohada en una silla, salió de puntillas de la habitación, cerró la puerta sin hacer ruido y me lanzó una mirada de advertencia mientras se llevaba el índice a los labios.
—Chsss. Dorothea aún está cansada, vamos a dejarla dormir un poco más, está de vacaciones.
Me alegré de tener el cepillo de dientes en la boca, era demasiado temprano para cometer un parricidio.
Cuando entramos a la pensión por la puerta de atrás, Marleen salió a nuestro encuentro con una bandeja. Se sobresaltó.
—¿Qué hacéis aquí tan pronto? Sólo son las seis y media.
—Al que madruga Dios le ayuda. —Mi padre le cogió la bandeja a Marleen y la miró sin saber qué hacer—. ¿Adónde la llevo?
—A la cocina.
Él se paró a pensar un instante y después me la dio.
—Tú que ya has estado aquí sabrás dónde es. Seguro que yo no la dejo en su sitio. Dime, Marleen, ¿podemos desayunar ya?
Me fui con la bandeja a la cocina, Marleen me seguía y mi padre la seguía a ella. En la pequeña cocina nos estorbábamos los tres. Marleen cogió la bandeja y la dejó detrás de mi padre. Al hacerlo cayeron al suelo dos cestos del pan.
—¡Cuidado! —Heinz se agachó arrastrando consigo la lata del café—. Qué estrecho es esto.
Marleen y yo nos pusimos en cuclillas a la vez y nos dimos un cabezazo, y al levantarse mi padre me clavó la rodilla en la cadera. Y todo ello antes de las siete. Lancé un «ay», mi padre sacudió la cabeza y Marleen nos echó a los dos de la cocina.
—Me ponéis nerviosa. Id a desayunar, la mesa del fondo, junto a la ventana, es la vuestra. Yo voy ahora mismo.
Me froté la cadera y fui cojeando por el pasillo seguida de mi padre, que decía:
—Por la mañana Christine es como su madre. Las dos tardan una eternidad en ser persona, y así todo sale mal, claro.
Me estiré y aceleré el paso. En el salón donde se servían los desayunos me paré a esperar a mi padre. Él le echó un vistazo al bufet y yo me temí el siguiente comentario, pero se limitó a mirarlo todo y sonreír.
—Mira cuántas cosas hay. Cinco clases de embutido y fruta, e incluso salmón. Así cada cual puede coger lo que más le guste. Qué bien.
Marleen llegó con una cafetera justo cuando yo bostezaba sin taparme la boca con la mano.
—Pero ¿por qué no te has quedado durmiendo un rato más? Habíamos quedado a las ocho. Y ¿dónde está Dorothea?
—A ella la deja dormir. —Me restregué los ojos; había olvidado maquillarme, daba lo mismo. Marleen me miró y luego miró a Heinz, que en ese preciso instante abría el tarro de la mermelada.
—Pues tómate un café para despertar. Antes de las ocho no baja nadie.
—Mi padre toma descafeinado, el normal le sienta mal.
—No hay ningún problema. Por cierto, ¿qué tienes en la pierna?
Llevaba pantalones cortos, al fin y al cabo era verano. Me miré la pantorrilla.
—Es boli. Pero se quita con piedra pómez, según Heinz.
Mi padre, que hacía como si no se hubiera enterado, se sentó a nuestra mesa con el plato hasta arriba. Después de tomar asiento miró el desayuno y luego nos miró a nosotras con una sonrisa radiante.
—Esto tiene muy buena pinta, Marleen. Come algo, Christine, ya sabes que el desayuno es la comida más importante del día. Así que, a desayunar.
Marleen parecía confusa. Le cogí la cafetera.
—Así es como habría que comer. ¡Y engorda! ¿Es café normal?
Ella asintió.
—Ahora preparo el otro. —Se fue a la cocina.
La siguiente media hora transcurrió apaciblemente. No conozco a muchas personas capaces de comer con tanta pasión y al mismo tiempo de forma tan sistemática como mi padre. En el plato había dispuesto con precisión todo lo que quería comer. Nada podía tocarse, el fiambre, el pan y la mermelada debían estar lo suficientemente separados.
Mi padre empezó por una rebanada de pan de centeno que untó con mantequilla, pero no de cualquier manera, sino con movimientos precisos. La mantequilla debía tener el mismo grosor por todas partes, no se podía ver nada de pan. Sólo el borde. Después dejó la huevera justo delante del centro del plato y golpeó con la cucharilla la cáscara, cuyo tercio superior fue retirado con sumo cuidado; todo el borde debía quedar a la misma distancia. El huevo fue levantado brevemente de la huevera, la cáscara retirada fue a parar al fondo, encima volvió a colocarse el huevo. A continuación le echó sal y se lo comió. Lo siguiente era un panecillo, sin cereales, sin harina integral, sin semillas de amapola. Panecillos a secas. La parte de abajo la comió con jamón, con el que previamente se entretuvo unos diez minutos quitándole cualquier hebra de grasa, que acto seguido echó en la cáscara de huevo ya vacía. A la mitad de arriba le puso mermelada, siempre de fresa. Yo lo miraba fascinada mientras masticaba un bollo con pasas a secas. Mi padre estaba absolutamente concentrado, no levantaba la vista, no hablaba, no reparaba más que en sus cubiertos. De algún modo, me sentí tranquila. Eso lo conocía. Lo llevaba viendo toda la vida. Y no había cambiado nada.
Tras esa apacible media hora, mi padre se limpió la yema de huevo de la boca con la servilleta, tan sólo se le quedó una pizca en la comisura, apartó el plato y me sonrió satisfecho.
—Qué desayuno tan bueno, ¿no?
Me señalé con un dedo la comisura de la boca, pero antes de que pudiera mencionar restos de huevo oí un ruido en el pasillo y vi que mi padre se levantaba.
—Buenos días, señoras. Espero que hayan pasado una buena noche.
—Hombre, el héroe de los mares, o del ferry, en realidad, lo mismo da. Buenos días.
La señora Weidemann-Zapek se había dejado el plumífero en la habitación y llevaba un traje pantalón de lana blanca, de invierno, y unas veinte horquillas blancas en los rizos, que lucía en un artístico recogido.
—Una mañana estupenda y un día magnífico que empieza divinamente. ¿Hay dos sitios libres en su mesa?
Ya había agarrado el respaldo de la silla que había junto a mi padre. La señora Klüppersberg, vestida toda de punto en cinco tonos de verde distintos, se detuvo en el extremo de la mesa y le tendió a mi padre la mano con benevolencia, pero él no lo vio, ya que en ese instante apareció Marleen.
—Buenos días. Espero que hayan dormido bien. Les he puesto esta mesa de aquí. ¿Café o té?
La señora Klüppersberg retiró la mano desconcertada.
—Para mí té. Pero aquí hay dos sitios libres.
—No —dije alzando la voz más de lo que pretendía. La bajé—. Va a venir mi amiga Dorothea. Lo siento, tendrán que sentarse a la mesa de al lado.
Mi padre asintió a modo de disculpa.
—Es verdad. Pero estarán a nuestro lado. —Se sentó de nuevo—. Marleen, la señora tomará té.
—¿Las dos? —Marleen guardaba la compostura, y aunque yo sospechaba lo que estaba pensando, no se le notaba.
—Sí. —La señora Weidemann-Zapek dejó el bolso junto a la silla y tomó asiento—. Pero, por favor, que sea Ostfriesentee, infusionado no más de cuatro minutos y con crema crema, no leche condensada.
—Claro. Ahora mismo se lo traigo.
Marleen me miró un instante y desapareció en la cocina. Mi padre se dirigió a las dos mujeres.
—El desayuno es muy bueno. Pueden coger lo que quieran, es estupendo.
Ambas sonrieron a mi padre embelesadas y se pusieron en pie para ir a servirse.
Él las siguió con la mirada.
—Son simpáticas —afirmó en voz baja.
Yo no dije nada. Me tendió su taza y le serví café de la cafetera que él tenía delante. La señora Klüppersberg fue la primera en volver. Me quedé impresionada con la velocidad a la que había conseguido llenar de tal modo el plato. Había amontonado pan, queso y fiambre, que mantenía en su sitio con el dedo gordo. Mi padre se fijó en la rodaja de fiambre de arriba, en la que aún se veía la huella del dedo. Enarcó las cejas. La señora Weidemann-Zapek llevaba dos platos en la mano. Cuatro rebanadas de pan, dos panecillos, el segundo lleno de fiambre, ensalada de arenques y rodajas de tomate. Mi padre tragó saliva. Las señoras dejaron los platos y fueron de nuevo al bufet por huevos y zumo. Una de ellas tropezó con la mesa, de forma que una raja de tomate de uno de los atestados platos fue a parar al mantel. Dejó una mancha, roja del tomate y violeta de la ensalada de arenques. Ambos fuimos viendo cómo se formaba, y al cabo mi padre preguntó en voz queda:
—¿Se van a comer todo eso?
En ese instante volvió Marleen con dos teteras, que dejó en la mesa contigua, y se sentó un momento con nosotros.
—¿Qué, Heinz?, ¿te apetece alguna cosa más?
—No, gracias. Con el café está bien.
—¿Y tú, Christine?
A mí lo que más me apetecía era fumar, mi mirada ansiosa vagó hasta el jardín, donde había dos sofás de mimbre alrededor de una mesita en la que descansaba un cenicero. Marleen debió de leerme el pensamiento.
—Dentro de diez minutos llega Gesa, la chica que me echa una mano. Christine, podrías ayudarla con las mesas, así yo puedo acompañar a Heinz al bar. ¿Os parece bien?
Asentimos y Marleen volvió a la cocina. Para entonces casi todas las mesas estaban ocupadas. Los huéspedes de Marleen eran cinco matrimonios y un grupo de cuatro señoras entradas en años, todos los cuales saludaron educadamente a todo el mundo antes de ocupar sus respectivas mesas.
Nuestras vecinas habían regresado. La señora Weidemann-Zapek echaba con brío azúcar cande al té, lo que tuvo como consecuencia la subsiguiente mancha. Mi padre miró la mancha y después me miró a mí.
—¿Y bien, Heinz?, porque puedo llamarlo Heinz, ¿no? —La señora Klüppersberg se inclinó hacia él y sonrió. Tenía semillas de amapola entre los incisivos—. ¿Podríamos beneficiarnos esta mañana de sus dotes de guía para conocer la isla?
Me pregunté qué les habría contado mi padre el día anterior en la travesía. No podía ser nada de Norderney, porque no lo conocía, de manera que o les había hablado de Sylt o se había inventado alguna historia. Fuera lo que fuese, me moría de ganas por ver cómo salía de aquélla mi padre, y pasé por alto su mirada suplicante.
—Eso estaría muy bien, sí. —La señora Weidemann-Zapek cogió el cuchillo y la huevera—. Los tres juntos quemaremos la isla.
Soltó una risita mientras hundía brutalmente el cuchillo en mitad del huevo. Mi padre se estremeció. Entretanto la señora Klüppersberg iba preparando un sándwich tras otro, partía el pan en dos, lo doblaba y lo envolvía en servilletas. Mientras iba comiendo su panecillo con semillas de amapola y ensalada de arenques. Entonces reparó en la mirada desconcertada de Heinz.
—Al fin y al cabo, lo hemos pagado. Así, después no hace falta andar gastándose el dinero en bocadillos. Usted también debería hacerlo: el mar da hambre.
Eso era demasiado hasta para mi educado padre, que dejó a un lado la taza de café vacía y se puso de pie.
—Ya va siendo hora de que me levante, señoras. Por desgracia, tendrán que pasar sin mis servicios; al fin y al cabo, he venido a echarle una mano a la señora De Vries. Lo prometido es deuda, la diversión tendrá que esperar. Les deseo que pasen un buen día y se diviertan.
Saludó con una breve inclinación de cabeza, me tiró del brazo y echó a andar. Me quedé impresionada con la elegancia con que podía hacer un desaire. Vi los rostros decepcionados y la mesa hecha un asco y sonreí satisfecha.
—Adiós.
Cuando llegué a la cocina, mi padre estaba con Marleen, hablándole de las manchas y el avituallamiento.
—Todo revuelto. Y ¿cómo se puede ser tan glotón?
Marleen recogía el lavaplatos e intentaba no reírse.
—Déjalas, Heinz, da lo mismo que se lo coman aquí o se lo lleven.
—Pero es muy poco fino. Al fin y al cabo, esto no es un camping.
—Papá, pero si te parecían muy simpáticas. ¿Ya se ha esfumado el encanto?
Me dirigió una mirada de desaprobación.
—Qué encanto. Digo yo que se puede ser amable, pero eso no significa que tenga que salir de paseo con ellas. Y ahora, ¿qué? ¿Nos vamos ya al bar?
En ese preciso instante entró una mujer joven. Tenía el cabello rubio y largo, sonreía alegremente y llevaba unos pantalones vaqueros y una camiseta.
—Hola, Marleen. Ah, buenos días. —Nos tendió la mano—. Soy Gesa, y seguro que usted es Christine. Y usted debe de ser su padre, ¿no? Por desgracia he olvidado su nombre.
Él ladeó la cabeza y le estrechó la mano.
—No pasa nada. Soy Heinz, creo que el personal debería tutearse.
Gesa se rió.
—Con mucho gusto. Pues espero que trabajemos bien juntos, Heinz.
Gesa estudiaba en Oldenburgo. Sus padres vivían a dos casas de la pensión, y desde que iba al colegio había echado una mano en Haus Theda. Ahora había vuelto a casa a pasar las vacaciones y de ese modo se ganaba algo de dinero.
Marleen se secó las manos y dejó el paño en una silla.
—Bien, Gesa, dentro de un rato puedes empezar a recoger el comedor con Christine, hoy no llega ni se va nadie, así que lo normal. Vosotras os encargáis de eso y yo me voy al bar con Heinz. Antes podéis echarle un vistazo al jardín para comprobar que todo está bien.
Me guiñó un ojo y sacó a mi padre de la cocina.
—Hasta luego, volveré dentro de un rato.
Me volví hacia Gesa, que se servía café.
—¿Quieres uno? Antes de empezar a trabajar necesito tomarme un café y fumarme un cigarrillo en el jardín. —Sonrió con timidez—. Mis padres no saben que fumo, qué tontería, ¿no? Y eso que ya tengo veinticuatro años.
Me sentí aliviada.
—Sí, la verdad es que me tomaría otro café. Yo tengo cuarenta y cinco y mi padre no quiere que fume. Y vamos a pasar dos semanas juntos de vacaciones.
—Y ¿por eso has dejado de fumar?
—No, pero lo hago a escondidas. No quiero arriesgarme. Todavía no conoces a mi padre.
Tras un magnífico cuarto de hora al sol matutino con un cigarrillo en el sofá de mimbre, Gesa me enseñó lo que tendría que hacer por la mañana las próximas dos semanas. Yo me ocuparía de los desayunos y ella de las habitaciones.
—Normalmente se encarga Kathi, mi hermana, pero ha pisado una caracola. Mi madre dijo que así no debía trabajar, y Kathi le ha hecho caso. La verdad es que se le ha infectado, está tomando antibióticos y no puede apoyar el pie.
—¿Cómo es que tu hermana no ha ido al médico? A mí me habría dado lo mismo lo que dijera mi madre.
—Mi madre es médica.
—Ah…
—Siempre ha tenido miedo de mimarnos demasiado.
Era un argumento, sin duda. Había un montón de padres raritos.
Ya había recogido tres mesas, preparado cuatro cafeteras, repuesto el embutido y memorizado el nombre de tres huéspedes cuando Dorothea vino a desayunar. Llevaba unos vaqueros cortados y una camiseta de colores y chocó en el pasillo con Gesa, que iba a bajar la colada al sótano. Se cayeron bien en el acto, y Gesa decidió hacer un breve descanso en el jardín.
Mientras Dorothea se sentaba a desayunar en el sofá de mimbre, Gesa nos contó la maravillosa historia de amor de Hubert y Theda.
—Hubert es de Essen, tiene una fábrica grande, no sé de qué, pero da lo mismo, la cosa es que maneja pasta. Lo conozco desde que era pequeña, venía todos los veranos con su mujer. Hace cuatro o cinco años la señora Sander murió, y Hubert no volvió hasta hace dos años. Y empezó a invitar a Theda a comer. Ella en un principio se negó, creo que no había vuelto a salir con un hombre desde que murió el tío Otto, hace veinte años, pero al final dijo que sí. Y así empezó todo.
Dorothea tragó lo que estaba comiendo.
—Y ¿cuántos años tienen?
Gesa se paró a pensar.
—Creo que Theda tiene casi setenta y Hubert setenta y cuatro o setenta y cinco.
—Christine, y nosotras que a los cuarenta pensábamos que el amor se había terminado. Mira por dónde aún hay tiempo de sobra.
La historia me pareció muy romántica.
—Y ¿desde cuándo son pareja?
—Espera a ver… El año pasado, en junio, Marleen llegó a la isla, y desde agosto no han parado de viajar. Así que desde hace un año escaso.
Dorothea suspiró.
—Una bonita historia. Y apacigua mi corazón impaciente. En el momento menos pensado, Christine, seguro que encontramos a nuestro Hubert. Hagamos un brindis.
Levantamos las tazas de café con solemnidad.
La pregunta de Dorothea: «¿Dónde anda Heinz?», borró de un plumazo mi disposición romántica.
—Dios mío, se ha ido al bar con Marleen, pero de eso hace ya una hora. Espero que todo vaya bien.
Me levanté de pronto, y Gesa me miró desconcertada.
—¿Por qué no iba a ir bien? ¿Qué les pasa?
Dorothea se terminó tranquilamente el café.
—A Marleen nada, pero Christine no tiene mucha mano con su padre. Es…, cómo decirlo, a veces es un tanto espontáneo.
Gesa estaba cada vez más confusa. Traté de explicárselo.
—A mi padre no le gusta salir de viaje, nada, la verdad, por lo menos no sin mi madre. Por eso ahora está un poco alterado. Es su primera vez.
—Alterado es una buena palabra. —Dorothea se rió—. Gesa, no dejes que su hija te asuste, nuestro Heinz es muy divertido. Vamos a ver qué hacen. O Marleen lo ha estrangulado con un cable eléctrico o él ya ha hecho al menos ocho amigos nuevos. Creo que esto último es lo más probable. Por cierto, Christine, tienes algo en la pierna.
—Brindo por ti, Marie. —La voz de mi padre se oía más que la de Frank Zander, cuya canción sonaba en la radio—. Por lo que tuvimoooos…
Lo vi por la ventana, que estaba abierta. Se encontraba subido a una escalera, tapando un agujero en la pared. Cuando nos oyó entrar, se volvió. La escalera se tambaleó y yo contuve el aliento.
—Señor, no me dejes caer.
Un hombretón con barba cerrada enfundado en un mono azul apareció de pronto a su lado y sujetó la escalera. Mi padre le sonrió y se apoyó con una mano justo en el lugar que acababa de tapar.
—Como si me fuera a caer de una escalera. Tengo un sentido del equilibrio estupendo, no te preocupes. —El hombretón lo miró con escepticismo.
—Hola, Christine, hola, Dorothea. Éste es Onno, el electricista. Onno, éstas son mi hija y Dorothea, una trabaja en la tele, la otra pintará después el bar.
Se pasó una mano por la frente, que se embadurnó con la masilla. El color gris claro hacía que sus ojos parecieran muy azules. Dorothea lo miraba fascinada.
—Heinz, tienes algo en la cara.
—Ya. —Mi padre se bajó con cuidado de la escalera—. El trabajo deja huellas. Primero he rellenado los agujeros, para que cuando pintes la superficie esté lisa. No te imaginas cómo estaba la pared, tenía auténticos cráteres, pero todo es cuestión de ponerse, pimpán, pimpán, así no se pierde tiempo con los preparativos. A los obreros eso les da absolutamente lo mismo.
Busqué los rellenos de la pared, pero sólo vi el que tenía su mano estampada. Posiblemente ése fuera el cráter.
Además de nosotros y Onno, en la habitación había otros dos trabajadores: un hombre joven con el mismo logotipo que Onno en el mono y otro algo mayor que estaba con Marleen aparte, en una mesa, hojeando un catálogo de pintura. Mi padre se limpió las manos en los vaqueros y nos cogió a Dorothea y a mí.
—Señoritas, os voy a presentar al equipo para que sepáis con quiénes nos las tendremos que ver. Bueno, a Onno ya lo conocéis, es el jefe de los electricistas, están instalando las lámparas y demás. Es majo, no habla mucho, pero tampoco le pagan por eso. También le gustan las canciones populares. Y conoce a Kalli.
—Jugamos juntos a las cartas, Kalli y yo. —Onno nos dio la mano y se inclinó ligeramente.
Mi padre lo miró con orgullo.
—Y éste es Horst, el compañero de Onno.
—Buenos días.
Horst también nos dio la mano e hizo una reverencia. Mi padre y Onno miraban con aire satisfecho.
—Al que está con Marleen no lo conocemos. Es de tierra firme, dice Onno, probablemente el pintor. —Bajó la voz—. Parece un hippy, no sé…
Si se lo miraba con más atención, el hippy debía tener unos cuarenta años, la espalda ancha, la cadera estrecha y un pelo rubio por los hombros que llevaba recogido con una goma. Los ojos de Dorothea se clavaron en su espalda y después en el trasero.
—Mmm…
Los tres la miramos: su cara lo decía todo.
—¡Dorothea! —Procuré sonar crítica, pero no lo conseguí del todo.
Mi padre asintió a modo de confirmación.
—¿Lo ves, Dorothea? Hasta tú le estás mirando los bolsillos del pantalón. Espero que no lleve drogas.
—En cualquier caso, no es de la isla.
Onno se rascó la cabeza y miró fijamente la espalda del hombre, que a esas alturas se había dado cuenta de que tenía clavados cuatro pares de ojos. Le dijo algo a Marleen y se dio la vuelta.
—Anda, pero si estáis aquí. —Marleen vino hacia nosotros—. ¿Va todo bien?
Yo sonreí. Dorothea miró al hippy que no era de la isla, y mi padre y Onno estaban pegados a nosotras con aire resuelto.
—¿Ha pasado algo? —preguntó Marleen vacilante.
—Todavía no…
La voz de Dorothea me pareció lasciva. Mi padre se plantó delante.
—Marleen, debemos saber con quién nos las tenemos que ver.
—¿Qué ha sido ahora? —Sonaba confusa.
Le di un empujón a Dorothea para que apartara los ojos de su víctima.
—Nada, no ha pasado nada. Mi padre y Onno nos querían presentar a todo el mundo, pero no conocen a ese chico.
Entretanto, el chico se había acercado a nosotros. Adiviné lo que pensaba Dorothea: por delante estaba aún mejor que por detrás. Tenía una cara muy expresiva.
—Ah. —Marleen pareció aliviada—. Pensaba que Onno lo conocía. Bueno, éste es Nils Jensen, el interiorista. Nils, ésta es mi amiga Christine; su padre, Heinz; Dorothea, la escenógrafa que trabajará contigo, y Onno Paulsen.
Nils esbozó una sonrisa arrolladora, nos dio a todos la mano, miró a Dorothea un buen rato y le dijo a Onno:
—Ya nos conocemos, antes siempre trabajaba en tu empresa en vacaciones. Mi padre es Carsten Jensen.
Onno le estrechó la mano.
—Eras más pequeño y tenías el pelo corto. Normal que no te haya reconocido. Buenos días.
Mi padre no estaba tan dispuesto a ceder.
—Y ¿sabe su padre que está usted aquí?
—Papá.
—Heinz.
Nils nos miró a Dorothea y a mí y luego miró a mi padre.
—Claro. Me quedo en su casa.
—Ajá. Tal vez podamos conocerlo.
Ahora fue Onno quien también miró desconcertado a su nuevo amigo. Nils ni se inmutó.
—Seguro que mi padre se pasará por aquí, al fin y al cabo querrá saber lo que hago con el bar al que solía venir.
—Hacer tampoco es que haga mucho, usted sólo dibuja.
Marleen tragó saliva, y a mí me pareció que como primera impresión era suficiente.
—Bueno, papá, son casi las doce. ¿Aún tienes que hacer algo aquí o vamos a dar una vuelta y compramos el periódico?
—Pregúntaselo a mi jefa. —Sonrió a Marleen con la cara manchada de masilla—. Si me da permiso, me voy contigo.
Marleen asintió aliviada.
—Id sin más. Onno sabe lo que hace y Nils puede organizarse con Dorothea. No tengáis prisa. Que os divirtáis.
Dorothea dejó de mirar a Nils y se centró en Heinz.
—¿Vas a salir así? Vas lleno de masilla.
Él se frotó las manos en los vaqueros.
—¿Me cambio de ropa? Así no tengo muy buena pinta, ¿no? Christine, ¿me cambio?
Lo empujé hacia la salida.
—Primero iremos a casa. Hasta luego, entonces.
Mientras me dejaba pasar, mi padre susurró:
—Espero que el Nils ese sea decente. Miraba muy raro a Dorothea. Habrá que estar pendientes. ¿Tú crees que tenía las pupilas dilatadas? Debes lavarte la pierna antes de salir. O ponerte pantalones largos.
Me planteé preguntarle a Nils si tenía drogas. Por si acaso.