Listos para la isla

Una media hora larga después cruzábamos los puentes del Elba. Mi padre no levantaba la vista del mapa de carreteras que tenía en el regazo. Por una parte, porque no se fiaba del navegador de Dorothea ni de mi sentido de la orientación, y por otra, porque quería castigarme no abriendo la boca por fumar. Por el momento yo podía vivir perfectamente con ello, miraba el Elba por la ventanilla y tenía ganas de ver el mar del Norte. Dorothea tarareaba en voz baja una canción pop que sonaba en la radio, Heinz seguía callado. Aparté un poco la bolsa y me incliné hacia delante.

—Dorothea, ¿te quedan caramelos de menta en la guantera?

—Creo que sí. Heinz, ¿te importa echar un vistazo?

—Ah, no, ¿es que te duele la garganta? ¿Por qué será? Y la menta no hace nada contra los daños que provoca el tabaco. Se necesitan cosas más fuertes. Y…

—Heinz.

—Papá.

—Sí, sí, ya veréis, ya. Seguid envenenándoos tranquilamente, adelante, pero luego no digáis que no os lo advertí.

Abrió la guantera, que con el impulso le dio en la rodilla. Mi padre profirió un grito en el acto, y Dorothea se asustó.

—Por Dios, Heinz, casi me doy contra la mediana. ¿Qué ha pasado?

—Nada, la guantera ésta. Me ha dado en toda la rodilla. Me duele, y todo por fumar.

Echó mano del retrovisor y lo movió de forma que pudiera dirigirme una mirada de reproche por el espejo.

—A ver —Dorothea colocó el espejo en la posición adecuada—, vuélvete tú, no puedes moverme el espejo sin más.

Heinz la miró.

—Casi no puedo moverme. Habéis echado el asiento demasiado hacia adelante, y todo porque a Christine ya no le cabía la bolsa en el maletero.

—Papá, puedes sentarte atrás si quieres.

—Imposible, atrás me mareo. ¿Cuánto falta?

Revolví los ojos, aunque él no me vio.

—Dos horas y media aproximadamente.

—¿Tanto? Por el amor de Dios, no me va a venir nada bien para la cadera. Tendré que estirar las piernas en algún momento. —Se echó hacia adelante para ver mejor la radio del coche—. ¿Qué emisora es ésta?

Sonaba una vieja canción de Fleetwood Mac.

—Este chunda-chunda me está volviendo loco. ¿Dónde está la NDR 1?

Sin preguntar, se puso a darle con el dedo al botón. Me temí lo peor. Y pasó: Steig in das Traumboot heute Nacht, Anna Lena, «Súbete al barco de los sueños esta noche, Anna Lena», a todo volumen.

—No pega ni con cola, ¿eh? —Mi padre le dio un empujoncito a Dorothea y se puso a cantar con efusividad.

Ella, horrorizada, me miró por el retrovisor.

—¿Qué es esto?

—El barco de los sueños esta noche, lalalalá. Es Costa Cordalis. Una bonita canción. Y viene como anillo al dedo. Aunque nosotros no vayamos a subir esta noche y ese ferry no sea ningún barco de los sueños. ¿Qué, Christine?, por lo menos esto es música, ¿eh?

Mi padre llevaba el ritmo con las piernas, yo apoyé la cabeza en el cristal y cerré los ojos.

Una hora después, y prácticamente atontada debido a frases como «No me vuelvo a ir de pingo un domingo», «Una medalla de oro para esa cinturita que adoro» o «Seguro que te las apañas con esas pestañas», Dorothea, agotada, entró en una área de servicio. Paró junto a un surtidor de gasolina y apagó el motor. Silencio. La radio dejó de sonar, sólo oíamos a Heinz, que terminaba la letra con los ojos cerrados y absoluta entrega. Dorothea y yo nos miramos y luego lo miramos a él sin decir nada. Mi padre abrió los ojos y sonrió.

—Es Renate Kern. Una mujer increíble. No es que sea guapa, pero sí muy elegante. Cantaba unas canciones preciosas. Antes. —Se quitó el cinturón y abrió la puerta—. Bueno, señoritas, permitid que el caballero se encargue de echar gasolina, vosotras podéis quedaros sentadas un momento y después nos tomaremos una buena taza de café. Pero no os vayáis. —Se bajó y cerró la portezuela.

Dorothea se volvió hacia mí.

—Esto tendrías que habérmelo dicho. Habría quitado la radio. Se sabe todas las canciones. ¿Desde cuándo es tu padre el rey de la canción popular?

—Siempre lo ha sido. —Lo que no le dije es que yo también me las sabía todas. Ya fuera Monica Morell o Bernd Clüver, las conocía todas. De los diez a los dieciséis años, un período crucial, me pasé todos los domingos grabando el hit parade de la canción alemana con un casete Grundig. A mis padres les gustaban las celebraciones, el menor motivo daba pie a que el aparador del comedor se transformara en un bufet, las alfombras se enrollaran y se recogieran las lámparas. Se bebía ponche de fresa y cerveza, se comía ensalada de pasta con guisantes y después se bailaba. Toda la noche. Las cintas eran de sesenta minutos, y tenía que haber al menos cinco cintas distintas, de las cuales yo era la responsable. Durante esos años acabé grabando casi todas las canciones de moda alemanas. De Renate y Werner Leismann a rarezas como Andrea Andergast o Hoffmann & Hoffmann pasando por Christian Anders y Dorthe Kollo. Todo. El mérito estaba en ponerlas en distinto orden una y otra vez y, en el momento adecuado, es decir, antes de que dieran el parte del tráfico, darle al botón de pausa. A lo largo de esos seis años desarrollé una técnica de lo más depurada. Mis empalmes eran perfectos. Volumen, pausas, transiciones, todo redondo. Sólo había una cinta grabada por mi hermana. Yo estaba de viaje con mi clase y ella tuvo que sustituirme dos domingos. En la fiesta que se celebró con motivo de la nueva bicicleta de mi madre, mi padre observó por primera vez que en la NDR 2 daban noticias cada media hora. A ninguno de los invitados le molestaba que el baile se interrumpiera, pero se bebía mucho más. Y esos domingos pasaron muchas cosas en las autopistas.

Hace unos años mi padre estuvo ordenando esas viejas grabaciones. Después me llamó para contarme que le habría parecido muy interesante volver a escuchar las noticias de antaño y que, en cierto modo, era una pena que por aquel entonces a mí sólo me interesara la música.

—Christine, ¿qué es eso que tarareas?

La voz de Dorothea me sacó de mis cavilaciones. Du entschuldige, i kenn’ di, «Perdona, yo te conozco», de Peter Cornelius; intenté sacudirme la melodía.

—Nada, ¿dónde anda el rey de la canción?

Peter seguía cantando en mi cabeza, y sólo consiguió ahogarlo Heinz, que silbaba Immer wieder Sonntag, «Siempre domingo», mientras ocupaba de nuevo el asiento del acompañante.

—Bien, señoritas, el coche tiene gasolina, la cuenta está pagada. Ahora necesito un descanso.

Indicó a Dorothea que se dirigiera al aparcamiento del área de servicio. Después de bajar del coche, me escudriñó.

—¿Qué pasa? Estás muy pálida.

Los demonios alborotaban en mi cabeza, me asaltaban nombres y letras que había olvidado hacía tiempo, grandes éxitos, discos, casetes Grundig, me pondría a cantar de inmediato todas las canciones de Howard Carpendale, y yo que pensaba que las había olvidado. La princesa de la canción popular.

—Papá, después pondremos otra música, ¿vale? O sin música. Pero no más cancioncitas tontas.

—¿Por qué estás tan enfadada? Antes te gustaba. Incluso te sabías todas las canciones.

Salí corriendo al ver la cara de desconcierto de Dorothea y fui al servicio.

Cuando volví, mi padre y ella estaban con una bandeja ante el mostrador. Dorothea me miró con gravedad.

—Y ¿tu cantante preferida era Wencke Myhre? Eso demuestra lo poco que sabemos de los demás. —Soltó una risita.

—Tenía once años. —Extendí el brazo por delante de ella para coger una bandeja del estante.

Mi padre negó con la cabeza.

—No, no, le duró mucho más. ¿No tenías ya el carnet de conducir?

—Qué tontería. Como mucho doce. Y todo por culpa de esas fiestecitas vuestras. ¿Ya sabes qué quieres comer?

Una de las empleadas se hallaba frente a nosotros. Mi padre la saludó amablemente con la cabeza.

—Creo que ya tenías el carnet de conducir. Veamos, ¿qué quiero comer? ¿Qué es eso de ahí atrás?

—Embutido, una especialidad de Baviera. Lo servimos con un huevo frito y pan.

—¿Lleva carne en mal estado?

—Papá.

—Heinz.

La mujer rubia con la bata blanca lo miró raro.

—Desde luego que no. Pero no tiene por qué comerlo.

—Ya. Es que hoy en día hay que preguntar. Esa carne estará en alguna parte.

La rubia puso cara de vinagre. Mi padre le sonrió.

—No se lo tome a mal. Y vosotras, ¿qué vais a tomar?

Dorothea lo miró un instante y a continuación pidió tres bocadillos de queso y tres cafés.

Mi padre asintió. Al ver los bocadillos se limitó a decir:

—No sé qué pinta ahí esa lechuga. Si es un bocadillo de queso, ¿a santo de qué viene la hoja?

Cogió su plato, lo colocó en la bandeja y sonrió a la empleada para apaciguarla. Ella le lanzó una mirada glacial.

En la caja, mi padre insistió en pagar. Lo que también le dio derecho a manifestar su opinión con respecto a la política de precios de las áreas de servicio de las autopistas alemanas. Acto seguido, también la cajera le dirigió una mirada glacial.

Nos sentamos a la mesa del fondo. Heinz abrió el bocadillo, quitó la hoja de lechuga y las rodajas de tomate y pepino y empezó a comer. Mientras masticaba nos miraba ora a una, ora a la otra.

—Esa verdura no es fresca. Lo leí una vez. Hay que tener cuidado, por los gérmenes y demás.

Dorothea le echó sal al tomate y se lo metió en la boca.

—Vamos, Heinz.

Él le apretó la mano para darle ánimos.

—La carne en mal estado es peor.

No hubo más incidentes. Renuncié a los cigarrillos, mi padre compró un periódico, Dorothea una revista, yo me puse al volante y me abroché el cinturón. Al arrancar, mi padre se agarró con fuerza al tirador de la puerta y miró al frente, inquieto.

—¿Has visto que el Mercedes que tienes detrás también va a salir?

—Sí, papá.

Me dirigí a la entrada de la autopista, aceleré y metí la siguiente marcha.

—¿No haces el doble embrague?

—Papá, eso se hacía hace treinta años, con las cajas de cambio viejas; hoy es una tontería.

—Es bueno para el motor.

—Bobadas.

—Mmm… ¿Tú nunca pones el intermitente?

Dorothea soltó una risita, pero no dijo nada. Me incorporé al tráfico y ajusté el retrovisor.

—A ver, Christine, eso se hace antes de ponerse en marcha. Tienes que mirar la carretera.

—Papá, tú limítate a leer el periódico.

Él se inclinó hacia mí para ver el taquímetro. Se apoyó con una mano en el salpicadero.

—140. ¿Por qué corres tanto?

Dorothea me puso una mano en el hombro para tranquilizarme.

—Heinz, hemos ido a esa velocidad todo el tiempo.

—Pero Christine está conduciendo un coche que no es el suyo. Se puede volcar en cuestión de segundos. Tienes que mantenerte a más distancia, creo que el camión va a adelantar.

—Papá, no pasa nada. Conduzco desde hace veintisiete años, nunca he tenido un accidente y, además, suelo coger este coche.

—Pero hiciste muy pocas prácticas entonces, si lo sabré yo.

Me rendí.

Media hora larga antes de que el ferry de la compañía Frisia zarpara del muelle de Norddeich, llegamos al puerto. Antes de ver la maleta de mi padre teníamos pensado dejar el coche en el parking dispuesto a tal efecto e ir a pie hasta el ferry. En Norderney habríamos cogido un taxi para ir a casa de Marleen. La sola idea de que tendría que arrastrar esa maleta hasta el ferry, además de dos bolsas de viaje y varias bolsas de tela para luego volver a subirlo todo a un taxi en la isla como buenamente pudiera me daba tanto pavor que ya había decidido llevar el coche. Dorothea también lo veía así. A mi padre, que se había leído a conciencia el folleto de la compañía Frisia, le parecía un disparate.

—Es una tontería. Aquí pone que no se puede ir en coche a todas partes y, además, el pasaje es muy caro y la isla muy pequeña, ¿para qué queremos el coche?

A esas alturas, Dorothea también estaba demasiado cansada para enzarzarse en una discusión. Dejamos el coche en el carril correspondiente del muelle y fuimos a la taquilla.

—Un coche, tres adultos. La ida para hoy y la vuelta para dentro de dos semanas.

Le sonreí al taquillero e intenté que mi padre, que estaba pegado a mí, no viera la taquilla. No sirvió de nada: la respuesta llegó a través de un micrófono.

—Ciento catorce euros, por favor.

—¿Cuánto? Y ¿qué cuesta sin el coche? —Mi padre me había hecho a un lado.

—Quince euros por persona.

—Y ¿cuesta tanto sólo por cruzar en un coche con el que, de todos modos, no podemos ir a todas partes en la islita? Eso es usura.

—También puede dejar el coche en el parking, es lo que hace la mayoría de la gente.

—Eso mismo digo yo, Christine. ¿Sabe usted?, lo que pasa es que mi hija lleva demasiado equipaje y no quiere cargar con él. Yo soy de Sylt, y allí pasa lo mismo, que…

—Heinz, ven conmigo, anda. —Dorothea cogió a mi padre del codo y lo llevó hasta la entrada—. Nosotros nos quedaremos esperando fuera, al sol.

Los seguí con la mirada y después miré de nuevo al taquillero. Para entonces detrás de mí ya había ocho personas.

—Un coche, tres adultos, la ida hoy y la vuelta dentro de catorce días.

—¿Su padre?

El hombre me dirigió una mirada compasiva mientras me entregaba los billetes a Norderney y los resguardos por la ventanilla. Asentí.

—Pese a todo, le deseo una feliz estancia en Norderney.

Me dio la sensación de que tenía que explicarle algunas cosas, pero no sabía por dónde empezar.

—Gracias, todo irá bien. Quiero decir que seguro que es muy bonito, así que…

El hombre ya atendía al siguiente, de manera que volví al coche, con mi padre.

Casi todos los vehículos que esperaban para embarcar eran microbuses, furgonetas o coches con matrícula de Aurich, es decir, del lugar. Heinz sólo se montó después de recorrer las hileras de vehículos.

—No es de extrañar, con estos precios hay que estar loco para llevarse el coche. Eso es lo que piensan todos, pero nosotros nos creemos más listos. Muy mal.

—Papá, ya basta, no puedo más, tu puñetera maleta ya me ha sacado bastante de quicio, no pienso andar con ella a rastras por ahí.

Mi padre me miró imperturbable.

—Te noto muy nerviosa. La verdad es que ya era hora de que te cogieras unas vacaciones, te enfadas por cualquier cosa. Ya verás como después de estas dos semanas te quedas como nueva.

Apoyé la frente en el volante y cerré un instante los ojos.

Había una gran ventaja: con el coche nos evitamos la cola de la pasarela, de modo que fuimos los primeros en entrar en el salón restaurante. Ya estábamos sentados a una mesa junto a la ventana mientras los pasajeros cruzaban la pasarela. Todos ellos llevaban maletas con ruedas o mochilas a la espalda, iban apretujados y se empujaban impacientes.

Dorothea observaba el jaleo.

—Madre mía, no tiene fin. ¿Qué se les ha perdido a todos esos en Norderney?

—Lo mismo que a nosotros —respondió mi padre en el acto—. Y ¿habéis visto? La mayoría de la gente tiene veinte años más que vosotras y todos llevan su equipaje.

—Llevan maletas con ruedas, Heinz, a diferencia del caballero que anda mal de la cadera y está sentado a esta mesa.

Ofendido, Heinz agarró la carta.

—No sé qué mosca os ha picado con mi maleta, la verdad. —Fue pasando páginas—. Salchichas, eso es. En los ferrys siempre como salchichas. No sé por qué me parece que es lo que hay que pedir.

Le quité la carta de la mano.

—Creía que te daba miedo comer carne en mal estado.

Él alzó la vista sorprendido.

—En las salchichas no hay. No lo creo. Además, no me da miedo. Mi madre tampoco es que cocinara tan bien. —Miró a su alrededor con interés—. Bonito barco. Y muy limpio. Y más grande de lo que pensaba. Como un ferry de verdad.

—Papá, es que es un ferry de verdad.

—La línea Rømø-Sylt es mayor.

—Menuda tontería.

Mi padre fue a levantarse, pero Dorothea se lo impidió. Llevaba unos minutos intentando contener la risa.

—Siéntate, ¿adónde quieres ir?

—Al puente, a preguntar al capitán. ¿A qué viene esa risa tan tonta?

Dorothea trató de responder.

—Es por… tu… madre… que… —Soltó una carcajada. Que me contagió.

Mi padre no lo entendió.

—Pero si tú no conociste a mi madre.

Fue interrumpido por un camarero que se plantó de pronto junto a nuestra mesa.

—¿Desean algo?

—Sí, ¿podría darme los datos de este barco?

El camarero era vietnamita. Nos miró con amabilidad.

—Si desean algo de comer o beber…

—Ah. En tal caso, dos salchichas y una coca-cola. Y si vosotras dos os comportarais debidamente y os decidierais, este joven podría atender a otras personas.

Yo ya había recuperado la seriedad.

—¿Desde cuándo bebes coca-cola?

—Desde siempre. Sólo que tu madre opina que engorda, por eso nunca compra.

—De pequeña nunca me dejabais tomar cola.

—Bobadas, lo que pasa es que entonces no había.

A Dorothea no se le pasaba el ataque de risa.

—Heinz, la cola tiene más años que Christine.

—¿De veras? Pues entonces probablemente no le gustara. Pero tómate una ahora, hija.

El camarero esperaba gentilmente.

—Tomaré agua. Y sí me gustaba la cola.

Mi padre frunció el ceño y miró a Dorothea.

—Yo es que a veces no la entiendo. Y tú, ¿te bebes una cola conmigo?

De repente me vino a la cabeza el osito de goma deforme y quise prevenirlos, pero después me acordé de que tenía cuarenta y cinco años y sólo estaba nerviosa.

Entretanto, el ferry había zarpado y puesto rumbo a Norderney. Sorprendentemente, casi todos los pasajeros habían encontrado sitio, y sólo algún que otro rezagado seguía buscando un asiento.

Reparé en dos mujeres que hablaban en voz alta y se reían. Me había fijado en ellas no sólo por lo estridente del volumen, sino también por su increíble aspecto. Tendrían unos sesenta o sesenta y tantos años. La más baja lucía un recogido que yo vi por última vez en una de las legendarias fiestas de mis padres, en la tía Anke. Sacado directamente de los años setenta, con cantidades ingentes de horquillas, laca y caracoles delante de las orejas. Llevaba unas botas de charol rojo y un plumífero hasta los tobillos abotonado. Y hacía 25° C. La otra le sacaba la cabeza, y el pelo, algo menos cardado, le llegaba por la barbilla y era de color zanahoria. Subido. En cuanto a la ropa, habría resultado llamativa incluso en los años setenta: una falda de lana rosa, un jersey de lana rojo, un poncho anaranjado, un echarpe amarillo y unas medias con un estampado vistoso. Todo de punto.

Dorothea reparó en mi mirada de desconcierto y buscó el motivo. Cuando lo hubo encontrado, se atragantó. Intenté no reírme.

—Bueno, Dorothea, ¿qué dice tu ojo de figurinista de semejante estilismo?

Antes de que pudiera responder, también las vio mi padre.

—¿Habéis visto a esas dos señoras?

Dorothea carraspeó.

—El color es divertido, ¿no?

Mi padre miraba embobado la explosión de colorido.

—A mí me gusta. Tu madre también viste bien casi siempre, aunque a veces es un poco tristona.

Me propuse hablarle a Dorothea cuanto antes del daltonismo de mi padre, de lo contrario, los malos entendidos podían ser mayores.

Las salchichas frustraron los planes de mi padre de ir al puente. Yo miraba por la ventana aliviada. Ya se veían los edificios altos de la isla. De pronto, él se levantó.

—Voy al servicio. Hasta ahora.

Echó un vistazo para localizarlo y yo le indiqué la dirección. Él esbozó una breve sonrisa y se fue. Respiré profundamente y le pregunté a Dorothea:

—Ahora ya sabes por qué ponía tantas pegas, ¿no?

Ella se rió.

—Vamos, a mí Heinz me parece divertido. Tiene buena intención, es sólo que de vez en cuando le pasan cosas curiosas.

—Es una forma de verlo.

No quería enfrascarme con Dorothea en la problemática padre e hija, tampoco quería ser desleal, pero con ese hombre las cosas no eran tan sencillas como las veía ella. Sin embargo, ¿para qué asustarla? Dorothea señaló Norderney y el cielo.

—Mira: verano, una isla, el mar. Me alegro mucho de que hayamos aceptado la invitación de Marleen.

En primavera, Marleen me preguntó si podía echarle una mano mientras llevaba a cabo la reforma. Yo no soy muy manitas, pero ayudé durante años en la pensión de mi abuela. Podía limpiar a fondo una habitación en quince minutos; preparar el desayuno para veinte personas era el más sencillo de mis cometidos. Marleen dispondría de tiempo para ocuparse de los obreros. La pensión estaba llena, así que yo tenía las mañanas ocupadas.

Según lo previsto, el bar reabriría el fin de semana siguiente. Marleen quería hacer algo muy especial, cuidar los colores, cuidar la luz, y se había acordado de que Dorothea era figurinista y escenógrafa. Durante una de sus visitas Marleen le enseñó los planos a Dorothea, que se quedó tan entusiasmada que se ofreció a ir conmigo a la isla. Tenía un sexto sentido para los colores, todo lo contrario que mi padre. La pregunta de Dorothea me devolvió al presente.

—Y ¿qué tal le va a Marleen en lo personal? ¿Lleva bien la separación?

—Eso creo. Pero ha estado tan hasta arriba que no ha podido ni pararse a pensar en ese pedazo de idiota.

—Es la primera vez que estamos sin pareja las tres a la vez. Este verano habría que hacer algo al respecto. Christine, no estaría mal vivir un bonito amor de verano.

—¿Con Heinz pegado a nosotras?

Dorothea se rió.

—Pues tendremos que quitárnoslo de encima, como antes, cuando nos escapábamos para fumar, beber y besuquearnos.

Me detuve a pensar un momento que las próximas dos semanas probablemente tampoco fuesen a ser muy distintas cuando caí en la cuenta de que mi padre tardaba demasiado. El corazón se me paró un instante.

—A ver, ¿dónde se habrá metido? ¿Se habrá caído por la borda o al final habrá ido al puente?

Cuando me disponía a levantarme para ir en su busca, lo vi. Venía hacia nosotras con una sonrisa en la boca y los ojos a lo Terence Hill resplandecientes; tras él, las dos Gracias. El plumífero iba pegado a él, la madeja de lana de colores a la zaga.

—Dorothea, o te controlas o te da un vahído.

Se volvió cuando el trío ya había llegado a la mesa. Heinz se detuvo y nos señaló con un amplio ademán.

—Señoras, ya hemos llegado. Me encargaré de las presentaciones: mi hija Christine, su amiga Dorothea, y éstas, hijas, son la señora Klüppersberg y la señora Weidemann-Zapek, a las que me gustaría invitar a tomar algo. Así que haced sitio.

No se nos ocurrió nada que decir. Hicimos sitio en silencio. Mi padre se sentó junto a la colorista señora Klüppersberg, lo que le granjeó una mirada maliciosa de la señora Weidemann-Zapek. Dorothea fue la primera en recuperarse.

—Heinz, creo que no podemos pedir nada más, y ya hemos pagado, el barco está a punto de llegar.

Mi padre miró por la ventana, el puerto estaba delante.

—En efecto. Bueno, pues lo dejaremos para más tarde. Hay más días que longanizas.

Esbozó una sonrisa, un tanto audaz, en mi opinión. Klüppersberg y Weidemann-Zapek rieron con afectación. Dorothea parecía concentrada. Estaba a punto de partirse de risa. Para evitarlo, comenzó a hablar.

—¿Es la primera vez que vienen a Norderney?

—La primera, sí —repuso Plumífero Weidemann-Zapek—. Mi amiga y yo viajamos a menudo, nos gusta mucho, ¿sabe? Pero hasta ahora siempre nos ha tirado más el sur. Somos hijas del sol. —Soltó una risa un tanto estridente.

Hijas del sol, pensé, y miré a la señora Klüppersberg. En efecto, todo era de punto. Y de cerca todavía más vistoso. Tomó mi mirada por una invitación a explayarse.

—Pero este verano nos hemos propuesto conquistar el mar del Norte. Y conocer justo el primer día de una manera tan divertida a una persona tan encantadora como su padre es una buena señal.

No quería saber de qué manera divertida había conocido el caballero encantador a tan vitales damas, pero acabé enterándome. Mientras clavaba la vista desesperadamente en Dorothea, que miraba por la ventana y se mordía los nudillos, mi padre dio la explicación pertinente:

—Sí, la verdad es que ha sido muy divertido. Justo cuando yo abría la puerta del cuarto de baño, el barco se ha balanceado. He dado un traspié y he chocado con la señora Weidemann-Zapek. Ella se ha caído y yo me he caído encima, y la señora Klüppersberg me ha ayudado a levantarme.

Dorothea hacía un ruidito raro.

—Así ha sido, sí. —La señora Klüppersberg asintió radiante—. Mechthild no se ha hecho daño, menos mal que lleva puesto el plumífero gordo, que amortigua lo suyo.

A Dorothea le dio un ataque de tos. Yo me di cuenta de que tenía la boca abierta, que cerré de prisa.

Mechthild Weidemann-Zapek dirigió una mirada maliciosa a su amiga. Todo apuntaba a que se vislumbraba una pequeña competición. Cosa que mi padre no veía, naturalmente. Se dirigió a ambas.

—Y ¿dónde se van a hospedar en la isla?

Las dos respondieron al unísono:

—En Haus Theda. En la calle Kaiserstrasse.

Dorothea se puso en pie de repente.

—Disculpad, tengo que ir al servicio, con permiso.

La señora Weidemann-Zapek se levantó y dejó pasar a Dorothea, que casi fue corriendo hacia la salida. Mi padre la siguió con la mirada.

—Esperemos que no se haya mareado, ahora que casi hemos llegado al puerto.

—No te preocupes, papá, seguro que no se ha mareado.

—Será alguna de esas cosas de mujeres. —Lo dijo en voz baja, en tono cómplice—. Bueno, ya se le pasará. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí, la Kaiserstrasse. ¿Dónde exactamente?

—En Haus Theda.

Mi padre se paró a pensar un instante y su rostro se iluminó.

—No, no puede ser. Menuda casualidad. Pero si ésa es la pensión de Marleen. Nosotros también vamos ahí, ¿saben? Tenemos que echarle una mano con la reforma del bar. Somos sus anfitriones, por así decirlo.

Ahora era yo la que tenía que ir al servicio.

En el de baño Dorothea estaba delante del lavabo, echándose agua fría en las muñecas. Cuando me vio en el espejo se echó a reír. Y yo tampoco pude contenerme más. Ya no podíamos hablar, apoyamos la espalda en la pared y nos secamos las lágrimas muertas de risa. Entonces oímos el aviso:

«Señoras y caballeros, les rogamos se dirijan a sus vehículos; dentro de unos minutos atracaremos en Norderney».

Dorothea respiró profundamente.

—Madre mía, esto no se lo cree nadie. Anda, vamos, espero que no tengamos que emplear la fuerza para liberar a Heinz.

Nos abrimos paso a duras penas entre los pasajeros, que esperaban ante la salida. Entre la multitud no se veía ni a Heinz ni a sus admiradoras. Tenía un mal presentimiento; le hice una señal a Dorothea y nos dirigimos a la bodega. Mi intuición no me engañaba: en el coche estaba apoyado Heinz, al lado la señora Weidemann-Zapek, la señora Klüppersberg y sus tres maletas. Al vernos, nos saludó alegremente.

—Ya estáis aquí. ¿Qué, Dorothea?, ¿te encuentras mejor? Escuchad, ya sabéis lo que se complica todo cuando no se tiene coche. Ya les he dicho a las señoras que en la isla hay que moverse en autobús o en taxi, algo inadmisible con tanto equipaje. Además, vamos todos al mismo sitio. Así que las señoras se vienen con nosotros.

Me quedé estupefacta. Dorothea clavó la vista en las maletas.

—Y dime, Heinz, ¿cómo vamos a meter las maletas de las señoras en el coche?

—Abre y verás.

Mi padre, el que anda mal de la cadera, abrió el maletero y las puertas de atrás y se puso a hacer malabares con el equipaje a una velocidad asombrosa. Al poco, el maletero volvía a estar cerrado y medio asiento trasero lleno hasta los topes.

—Listo. —Se frotó las manos—. Ya podemos montar. La señora Weidemann-Zapek atrás, tal vez, y la señora Klüppersberg en el asiento del acompañante.

Mientras las señoras se subían al coche ceremoniosamente entre risitas, mi padre extendió la mano pidiendo la llave. Sólo entonces nos vio la cara.

—¿Qué os pasa? El sitio no está tan lejos, y vosotras no lleváis equipaje. Seguro que después de tanto coche una pequeña caminata os sienta de maravilla.

—A ver, papá, si ni siquiera sabes adónde tienes que ir.

—Claro que lo sé. Para empezar, nuestras huéspedes tienen un plano, y además Dorothea puede poner el navegador. Y no te comportes siempre como si yo fuera un vejestorio al que no se puede dejar solo.

Me callé la respuesta; a fin de cuentas, era mi padre.