Sale un tren a ninguna parte

Una semana después me encontraba en la estación principal de Hamburgo mirando el andén 12 A, en el que cuarenta minutos más tarde estaba prevista la entrada del Intercity procedente de Westerland. Me había situado a la izquierda de la escalera mecánica que bajaba al andén, tal y como le había explicado a mi padre cuando hablamos por teléfono.

—Cuando bajes del tren, ve a la derecha, en dirección al vestíbulo. Sólo hay una escalera mecánica, sube y, arriba, a tu derecha, te estaré esperando.

—Ya, ya, cómo no te voy a encontrar, que no estoy senil. Lo que no entiendo es que por el mismo trayecto, es decir, Westerland-Hamburgo, nunca pague lo mismo. El regional me habría salido mucho más barato.

—¡Papá! No querías cambiar de tren en Elmshorn, y te quejas de que la Nord-Ostsee-Bahn siempre se retrasa.

—Y así es. Si se retrasa mucho, te dan un vale. Y ya me dirás qué hago yo con un vale. Menuda tontería.

—Por eso vienes en el Intercity. Así que buen viaje y hasta mañana.

—Sé puntual, no me gusta nada tener que esperar. Con lo abusivo que es el precio, no creo que el tren se retrase.

Por si acaso, salí una hora antes, cuando en realidad sólo tardaba diez minutos en efectuar el recorrido. Pero tenía miedo de que un accidente, un atasco, un control policial o que no encontrara aparcamiento desatara el caos nada más empezar, algo que sin duda no tardaría mucho en llegar. Después de dar siete vueltas a la plaza de la estación encontré aparcamiento en el primer hueco, justo a la entrada. La suerte estaba de mi parte, a mi padre no le gustaba tener que andar mucho.

Faltaban treinta y cinco minutos.

A mi padre no le gusta viajar. Eso era quedarse corto. No le gustan los sitios desconocidos. Eso también era quedarse corto. Odia dejar Sylt. No sólo la isla, sino su cama, su sitio en la mesa, su paseo matutino al puerto para comprar los periódicos, sus vecinos, su jardín, su sofá. No le gustan las camisas dobladas en la maleta, ni las toallas y la ropa de cama que unos desconocidos han utilizado antes que él, sólo come lo que conoce y se niega a cambiar su rutina diaria. Yo no sabía cómo mi madre lograba que saliera de la isla al menos una vez al año, sobre todo no sabía qué le había prometido y contado para que ahora estuviese sentado en el tren. Y la verdad era que tampoco quería saberlo.

Faltaban veinticinco minutos.

Notaba la garganta seca. Cuando estoy nerviosa siempre me entra una sed acuciante. Detrás de mí había un puesto de salchichas y bebidas. Me compré una lata de cola, no porque me guste, sino porque antes mi padre nos la tenía prohibida. De pequeña me demostró que la cola era perjudicial para la salud dejando un osito de goma en ella durante la noche. A la mañana siguiente, en el vaso se balanceaba un trozo de goma color vino deforme que él me enseñó con aire triunfal. «Así es como se te queda la barriga por dentro después. Además, la cola entontece». Lo creí durante mucho tiempo. Cuando me la hube terminado estrujé la lata con rebeldía y la tiré a la papelera. Naturalmente, no a la que tenía al lado. Uno nunca sabía.

Faltaban diez minutos.

De nuevo en mi sitio, noté la vejiga hinchada. Había sido una estupidez beber cola, mi cuerpo condicionado quería deshacerse de ella en el acto. El servicio estaba al fondo del andén. Tendría que ir corriendo, posiblemente todos los baños estuvieran ocupados, tendría que esperar y luego volver, podía andar justa de tiempo. Me aguanté.

Faltaban tres minutos.

Mientras cambiaba el peso de un pie al otro oí por megafonía: «Atención, vía 12 A. El Intercity 373 Theodor Storm procedente de Westerland con destino a Bremen, cuya salida estaba prevista para las 13 horas 42 minutos, llegará con diez minutos de retraso».

Me lo olía. La vejiga me apremiaba. Imaginé que, tras comprobar un instante que no me veía, mi padre se subía al siguiente tren de vuelta al norte, oí la frase «Christine no estaba» y vi la mirada de mi madre. Me seguí aguantando.

El tren hizo su entrada. Se detuvo chirriando y silbando, las puertas se abrieron, los primeros pasajeros bajaron. Lo vi en mitad del andén. Llevaba el anorak rojo, unos pantalones vaqueros y una gorra de visera azul. Vi cómo sacaba a duras penas del tren su enorme maleta y la dejaba a un metro del borde del andén. Empecé a agitar los brazos, en vano. Mi padre no se molestó en echar un vistazo a su alrededor. Se colocó la mochila en el pecho y se sentó en la maleta, mirando justo en la dirección opuesta a mí. Me abrí paso entre los que venían en sentido contrario y me planté ante él sin aliento. Levantó la cabeza hacia mí.

Tiene los ojos de Terence Hill, pensé.

—¿Cómo va a encontrarse uno con este jaleo? —Su voz sonaba ofendida.

Y se comporta como Rantamplán.

—Hola, papá, te dije que fueras a la derecha, en dirección a la Wandelhalle, subieras por la escalera mecánica y yo estaría arriba, a tu derecha.

—Es la primera noticia que tengo. —Se levantó y se sacudió el pantalón—. ¿Te has enterado? El tren ha vuelto a llegar con retraso. ¿Sabes a partir de cuándo te dan esos vales?

Quise cogerle la mochila, pero la agarró con fuerza.

—Ya la llevo yo, gracias. ¿De cuánto es necesario que sea ahora el retraso para que te den el vale?

—No creo que baste con diez minutos. Dame la mochila, por favor, que algo puedo llevar.

Echó a andar hacia la escalera mecánica.

—Sí, coge la maleta. Con la cadera así no puedo levantar nada.

Al levantar la maleta casi me quedé sin aire. La dejé donde estaba e intenté llevarla a rastras.

—Papá, espera, ¿qué ha sido de la de ruedas?

Mi padre se detuvo y me miró con impaciencia.

—Las ruedas se rompieron, pero para las pocas veces que salimos de viaje ésta basta y sobra. Y ahora, vamos.

Fui arrastrando la maleta tras él con el cuerpo completamente inclinado, procurando controlar la respiración.

—Y… ¿la lleva… mamá?

—No digas tonterías.

Sin más explicaciones, se dirigió a la escalera mecánica con pasos largos. Hablar me costaba.

—Di, ¿qué… llevas dentro…?, ¿la casa entera?

Apenas pude entender la respuesta, ya que iba delante de mí y no se volvió.

—El taladro, el destornillador eléctrico y alguna que otra cosa más, no puedo trabajar con las herramientas de otro.

Una vez arriba, hube de soltar la maleta, no podía más. Conseguí coger por la manga a mi padre.

—Para un momento… Tengo que ir urgentemente… al servicio. Quédate junto a… la maleta…, no tardo.

—Ya podrías haber ido antes. Eso es lo que pasa cuando se dejan siempre las cosas para el último momento.

—Sí, sí…

Me daba todo lo mismo, salí corriendo.

Aunque primero tuve que cambiar dinero y después dejar pasar a las tres señoras que tenía delante en la cola, la operación entera no pudo durar más de quince minutos. Cuando volví, la maleta estaba en su sitio, abandonada, y junto a ella dos policías de uniforme negro azulado. Uno de ellos hablaba acalorado por una radio, yo sólo entendí «desatendida…, que vengan los perros…, acordonar» y rompí a sudar. Entonces vi a mi padre. Se hallaba a cinco metros de distancia, comiendo un perrito caliente y observando con interés lo que sucedía. Al igual que un grupo de personas que poco a poco se iban parando. El policía sobre el que me abalancé levantó un brazo en ademán defensivo; yo le dirigí unas palabras tranquilizadoras.

—Con la maleta no pasa nada. Es nuestra, sólo he ido al servicio.

Lancé a mi padre una mirada furiosa pero él dio media vuelta. El otro uniformado soltó la radio y me miró con aire amenazador.

—¿Cómo dice? ¿Deja una maleta desatendida y se va al servicio? ¿De dónde es usted? ¿Acaso no ha oído hablar de las medidas de seguridad? ¿Ni de las maletas bomba?

Su compañero dio un paso hacia mí. No parecía de mejor humor.

—No me lo puedo creer. ¿Está a punto de provocar el cierre de la estación central y vuelve como si no hubiera pasado nada? Me parece que no lo entiendo.

Las expresiones entre maliciosas y curiosas de los que miraban me dieron el golpe de gracia.

—¡Papaaá!

Mi voz sonó estridente y un tanto llorosa. Los policías se dirigieron sendas miradas significativas, y algunos mirones sacudieron la cabeza compasivamente. Yo procuré mantener la compostura, señalé con el dedo a mi padre, que me miró imperturbable mientras se chupaba de los dedos la mayonesa danesa.

—Ése de ahí es mi padre. La maleta es suya. Se suponía que tenía que ocuparse de ella y se ha puesto a comer perritos calientes. ¿Qué culpa tengo yo?

Una mujer me miró primero a mí, luego miró a mi padre y después a su acompañante y dijo en voz alta:

—O está de atar o borracha. Qué vergüenza, vámonos.

Mi padre y yo estuvimos unos diez minutos en la comisaría de la estación. Tuvimos que abrir la maleta, volver a explicarlo todo y donar cincuenta euros a la Bahnhofsmission, la fundación benéfica de la estación, antes de que nos dejaran marchar de bastante mala gana.

Yo estaba que trinaba. Mi padre había hecho su numerito de: «No oigo bien, soy un inválido y un isleño ingenuo», no sabía nada, todo aquello le resultaba muy desagradable. Y su hija había desaparecido de pronto, no era la primera vez que pasaba. Fui arrastrando la maleta como si tuviera ruedas, haciendo un ruido infernal. Él me miró circunspecto.

—Así no…

—¡Papá! Si dices una sola palabra más te dejo aquí mismo con el maletón.

En efecto, mi padre no dijo nada en los minutos que siguieron a excepción de la frase: «Qué lejos está aquí el aparcamiento», que yo pasé por alto, ya que entretanto metí como pude la maleta en el maletero y cerré haciendo más ruido del que era necesario. Mi padre se estremeció, lo que me sentó bien.

Subimos al coche. Mientras arrancaba, dije sin mirarlo:

—Vamos a casa de Dorothea.

Por lo visto, no se atrevió a responder.

El termómetro marcaba una temperatura exterior de 25° C, el cielo era de un azul radiante, hacía el tiempo que debía hacer en vacaciones. Y padre e hija, enfadados, guardaban silencio. Miré a mi padre de reojo con cautela. Nunca había visto a nadie tan compungido. Allí estaba, dándole vueltas a la gorra entre las manos, la cremallera del anorak rojo subida hasta arriba, gotas de sudor perlando su frente. Y me dio pena. Como me pasaba siempre. Se comportaba de un modo inadmisible, yo me enfadaba con él y después me remordía la conciencia. Y, como siempre, fui yo quien rompió el hielo.

—Hace calor, ¿no? ¿Por qué no te has quitado el anorak?

Me dirigió una mirada ingenua.

—No teníamos mucho tiempo. Pero puedo aguantar así.

Unos metros más adelante había un aparcamiento libre en el arcén. Me metí en él y apagué el motor. Mi padre echó un vistazo a su alrededor.

—¿Aquí vive Dorothea? No es una zona muy bonita, que digamos.

—Pues claro que no vive aquí. He parado para que te quites el anorak.

Me miró radiante.

—Qué detalle.

Mientras se desabrochaba el cinturón, bajaba con parsimonia, se quitaba el anorak, que dejaba cuidadosamente en el asiento trasero, se sentaba de nuevo y se ponía el cinturón, decidí no volver a mencionar la escena de la maleta.

Mi padre, aliviado, se pasó una mano por la frente.

—Sí, así está mejor. Pero sigue haciendo calor. Creo que es por los gases de escape de la ciudad. Este calor… En Sylt los policías no visten de negro. Esos uniformes no me gustan nada, me parecen demasiado amenazadores.

Busqué una emisora en la radio del coche y subí el volumen.

Dorothea cerraba su coche justo cuando nosotros aparcábamos delante de su casa. Vino hacia nosotros sonriendo.

—Por fin. Os esperaba hace media hora. ¿Tanto se ha retrasado el tren?

Primero le dio un abrazo a Heinz, luego a mí. Por encima de su hombro lancé una mirada admonitoria a mi padre, que asintió para tranquilizarme.

—Sí que vino con retraso, pero no lo suficiente como para que me dieran un vale, aunque de todas formas no me sirve para nada, y luego nos…

Lo interrumpí:

—Bueno, vayamos a tomar un café primero y luego metemos el equipaje en el coche. Iremos en el coche de Dorothea, papá, el maletero es más grande. Y deberíamos salir pronto, para no perder el ferry.

Dorothea nos miraba a uno y a otro.

—El café está hecho. Dime, Heinz, ¿necesitas comer algo caliente o te basta con un trozo de bizcocho?

—En la estación me he comido una salchicha en un panecillo, así el espectáculo…

—Vamos, papá. —Lo empujé para que echara a andar—. Primero tomaremos café.

Media hora después, Dorothea se secaba por milésima vez las lágrimas de risa, lo que no servía de mucho, ya que en cuanto me miraba volvía a reírse a carcajadas. Apenas podía articular palabra.

—Ay, Heinz, es que me imagino perfectamente a Christine rodeada de policías vestidos de negro apuntándola con sus armas para mantenerla a raya. Y a un montón de pastores alemanes ruidosos. Y a Christine con cara de tonta. Y a ti comiendo tranquilamente un perrito. ¡Ja, ja, ja, me meo de risa!

Desde luego se estaba desternillando. Y el Judas de Heinz también. La décima vez a mí la historia no me hacía ni pizca de gracia. Aunque tampoco me lo hizo la primera. Así que me levanté.

—No llevaban armas, no había perros, y deberíamos ir saliendo si queremos coger el ferry. Además, aún tenemos que meter el equipaje. Así que mejor dejamos ya el tema.

Dorothea soltó una risita tonta, y mi padre le dijo:

—Es maja, pero a veces un poco aguafiestas.

Tuve que morderme la lengua.

Poco después, en el aparcamiento, abría el maletero del monovolumen de Dorothea. Delante del coche había cuatro bolsas de viaje grandes, tres bolsas de tela, una cesta con comida y el maletón. Junto a todo ello, Dorothea y mi padre, que no daban la impresión de ir a mover un dedo. Los miré a ambos.

—¿Qué? ¿Lo metemos en el maletero?

Mi padre hizo un gesto negativo con la mano.

—Hija, yo no puedo, la cadera. Ya lo sabes. La maleta pesa demasiado.

Dorothea se rió de nuevo.

—Y yo no puedo ni mirarla aún.

Cerré un instante los ojos. No quería enfadarme, estaba de vacaciones. Así que cogí la maleta y la coloqué al fondo del maletero. Dorothea me pasó sus dos bolsas de viaje, que dejé junto a la maleta; la primera de mis bolsas cabía a duras penas, la segunda ya no entraba, y el resto aún estaba delante del coche.

—Acabo de darme cuenta de que tienes que poner la maleta a lo largo, no atravesada.

—Gracias, papá.

Saqué las bolsas, le di la vuelta al maletón y empezó a dolerme el nervio ciático. Solté un «ay». Mi padre alargó el brazo y desplazó la maleta un centímetro.

—Así —dijo con optimismo—. Mucho mejor.

Al lado coloqué tres bolsas, la cuarta fue encima. El maletero no cerraba. Mi padre puso de lado la bolsa de arriba, metió delante dos de las tres bolsas de tela y torció la cabeza.

—¿De verdad necesitáis llevar tantas cosas? En una isla sólo hacen falta unos vaqueros y un impermeable.

No dije nada, saqué las bolsas de viaje de nuevo, puse todas las bolsas de tela encima del maletón, embutí la cesta delante y le pregunté a Dorothea dónde estaban nuestros abrigos. Mientras iba por ellos, me apoyé en la cesta para que el equipaje aguantara en su sitio. Dorothea volvió con dos chubasqueros, dos abrigos y tres botellas de vino.

—Para Marleen.

Fui alternando las botellas y la ropa en los huecos que quedaban y después intenté cerrar con cuidado. Lo conseguí, un trabajo milimétrico. Me volví orgullosa.

—¿Y bien?

—Te has dejado una bolsa de viaje.

—No, papá, no me la he dejado, irá en el asiento trasero.

—Pero yo no me siento atrás.

—No hace falta. Atrás puedo ir yo.

—Claro, y si Dorothea da un frenazo, la bolsa se me clavará en los riñones.

—Heinz, yo no doy frenazos, y podemos poner la maleta en el otro lado del asiento. Así se me clavará a mí en los riñones.

—De acuerdo. —Mi padre pareció tranquilizarse. Consultó el reloj—. Nos hemos pasado de la media hora. Cuando no se está acostumbrado a meter el equipaje en un coche, no se tiene práctica. Yo antes lo hacía en un santiamén, cuando aún tenía la cadera bien y siempre andábamos de acá para allá. Y, ahora, id otra vez al servicio y nos vamos.

Echó a andar hacia la casa, Dorothea lo siguió risueña y yo me apoyé en el coche y me encendí un cigarrillo. Me daba lo mismo que a mi padre le diera un ataque cuando me viera fumando. Ya estaba bastante hecha polvo.