Ay, mi padre

En una ocasión, mi hermano describió a nuestro padre con estas palabras: «Tiene los ojos de Terence Hill y es igual de cagueta que Rantamplán». Este último es el perro miedoso de Lucky Luke, un chucho flaco que con cualquier ruido, cualquier desconocido y cualquier cambio se sube asustado al regazo de su amo. Desde luego mi padre no se sube al regazo de nadie, está demasiado bien educado para hacer eso, y además tampoco es tan bobo como ese animal, pero los ojos sí los tiene muy azules. La descripción no es tan mala.

Mientras subía a casa de Dorothea por la escalera pensaba en la mejor forma de contarle lo de nuestro compañero de viaje. Dorothea y yo nos conocemos desde hace quince años, ella conoce a toda mi familia, así que la frase «Heinz se viene a Norderney» lo diría todo. Debía quitarle hierro a esa frase; al fin y al cabo, teníamos muchas ganas de que llegaran esas dos semanas y no quería que mi padre le diera guerra a nadie, lo que, por desgracia, hacía. Articulé la frase mentalmente: «Dorothea, adivina qué. Heinz se viene con nosotras, qué bien, ¿no?». Así no. «Hola, Dorothea, a mi madre por fin la han llamado para la prótesis de rodilla, ¿te importa que Heinz se venga a Norderney con nosotras? Por desgracia, la cocina no es lo suyo». Así tampoco. «Dorothea, ya conoces a mi padre, y te cae bien. ¿Qué te parece si nos lo llevamos a Norderney para que no saque de quicio a mi madre en el hospital?». Genial. «Dorothea, he estado pensando que Heinz podría echarnos una mano con lo de la pensión de Marleen, me gustaría que se viniera». Eso no se lo creería. «Dorothea, ¿qué te…?».

La puerta se abrió y allí estaba Dorothea, con la cesta de la compra en la mano.

—Hola, Christine, iba a…

—Heinz se viene.

La frase no era muy afortunada. Dorothea frunció el ceño.

—¿A hacer la compra?

—A Norderney.

—¿Qué Heinz? ¿Tu…?

—Sí, ése.

—¿Con nosotras? ¿A casa de Marleen? ¿El sábado?

—Sí.

Esperaba un colapso, una mirada de desconcierto o un grito histérico, pero no sucedió nada. Impasible, Dorothea dejó la cesta en el suelo y entró en casa. Yo la seguí hasta la cocina y vi que se ponía a hacer té. Silbaba. Reconocí la canción: O mein Papa, y traté de explicarme.

—Mi madre me ha llamado hace un rato. Le van a poner la prótesis de la rodilla y le han dado fecha para la operación de repente, probablemente haya fallado alguien. Mi tía está de vacaciones, mi hermana navegando por Dinamarca, y mi hermano de viaje de negocios, así que soy la única con la que ha podido dar. Ya conoces a mi padre, no puede quedarse solo en casa dos semanas. Ni siquiera sabe hacer café. Y menos aún pelar una patata. O freír un huevo. Además, es daltónico, y si nadie lo ve se viste en consecuencia.

Me paré a pensar qué más podía decir sin herir su dignidad. Era difícil, no quería que Dorothea pensara mal de él pero, por otra parte, mi padre tenía algunos hábitos que, por decirlo de algún modo, eran más bien poco habituales.

—Tu padre me parece gracioso.

Tragué saliva. No era ésa la palabra que yo habría escogido. Dorothea vertió agua hirviendo en la tetera y se volvió hacia mí.

—Heinz aún está en plena forma. Y si quiere echarnos una mano me parece estupendo. Si no es demasiado esfuerzo para él.

¿Si no es demasiado esfuerzo para él?

Dorothea dejó la tetera en la mesa y sacó unas tazas del armario.

—No pongas esa cara de preocupación. Podemos vigilarlo para que no se agote.

—Dorothea, no me has entendido. Lo que me preocupa es que me agote a mí. Puede ser un poco cargante. No es capaz de hacer nada solo, tiene que estar entretenido, se entromete en todo, lo sabe todo, le tiene miedo a cualquier cosa nueva, le…

Me mordí la lengua, no hacía falta contarlo todo. Quiero a mi padre. A ser posible, con tres horas de distancia de por medio. O con mi madre delante. O para tomar un café. Pero dos semanas de vacaciones juntos en una casa, a tres horas de distancia de mi madre, que estaría recuperándose en un hospital de Hamburgo, podían generar turbulencias insospechadas. Sin embargo, eso era algo que Dorothea no entendería. Tendría que vivirlo. Le añadí azúcar al té y miré fijamente a Dorothea.

—Bueno, puede que la cosa no vaya tan mal y a Marleen le venga bien su ayuda.

No creía una sola palabra. Dorothea asintió.

—Pues claro. En cualquier caso, tengo muchas ganas de que lleguen esas dos semanas, con o sin Heinz. Seguro que pasa algo emocionante, ¿no?

Asentí. De eso podíamos estar seguras.

Mi amiga Marleen se había hecho cargo de una vieja pensión con un bar en Norderney. Una tía suya la había llevado durante décadas, y hacía un año, con casi setenta, había decidido que tenía que vivir la vida de una vez. La fuerza motriz de dichos planes era Hubert, un viudo de setenta y cuatro años oriundo de Essen que había sido su huésped durante veinte años, dieciocho con su mujer, luego sin ella. La tía Theda le había contado a su sobrina Marleen que de repente Hubert era otro, «ni te imaginas lo aventurero que es», y le había hecho una apasionada declaración de amor a la que durante tantos años había sido su patrona. Aunque no quería volver a casarse, le dijo, eso era una tontería, quería recorrer el mundo con Theda; primero ir a Sylt, luego a Mallorca y después quizá a América. Theda se sintió halagada, pero tenía sus reservas. En la misma conversación Marleen le contó a su tía que se había separado de su novio, con el que llevaba un bar. A su tía no le dio mucha pena, recibió la noticia diciendo: «Vaya, es estupendo, así podrás venirte unos meses a Norderney a ocuparte de la pensión, yo probaré suerte con Hubert y tú no tendrás que volver a ver en casa a ese idiota. Y un bar es un bar, también puedes trabajar aquí».

Todo fue como la seda: Theda y Hubert quedaron entusiasmados el uno con el otro, Marleen con Norderney y los huéspedes con Marleen. Hubert propuso que Theda se instalara en la planta de arriba de la pensión y le traspasara a Marleen el resto del edificio y el bar. El exnovio de Marleen saldó con ella las cuentas que tenía pendientes y Marleen destinó el dinero a reformar el bar. Éste estaba prácticamente listo, el nuevo establecimiento abriría sus puertas al cabo de tres semanas.

Dorothea y yo habíamos cogido vacaciones para hacerlas coincidir con ese momento, Marleen nos había alquilado una casa, y teníamos pensado echarle una mano con la reforma o en la pensión por la mañana, por la tarde ir a la playa y por la noche tomar vino blanco bien frío en el Milchbar o en la Weisse Düne. Hasta ahora.

Marqué el número de teléfono de Marleen.

—Haus Theda, soy De Vries, buenos días.

—Hola, Marleen, soy Christine.

—No me digas que no podéis venir. La pensión está llena, los obreros van a paso de tortuga y una de las chicas que me ayudan ha pisado una caracola. Ahora sólo tengo a Gesa para echarme una mano. Estoy atacada. Y Theda y Hubert vienen el fin de semana pero sólo para mirar, no para ayudar; al fin y al cabo, los dos son jubilados. Así que di lo que tengas que decir, pero recuerda que estoy al borde de un ataque de nervios.

De no haberse reído, lo habría creído. Y eso que fue una transición estupenda. Hice un esfuerzo por mantener un tono de voz neutro.

—Bueno, pues en ese caso tengo la solución: me llevaré a Heinz. Sólo necesita una cama. Y amigos. Y una comida caliente al día. Y algo que hacer. Y de vez en cuando, una cerveza de trigo. ¿Qué te parece?

—¿Qué te traes a tu padre? ¿En serio? ¿Cómo se te ha ocurrido esa idea?

—¡¿A mí?! La gran idea es cosa de mi madre. La próxima semana la operan en Hamburgo de la rodilla. En un principio estaba previsto para octubre, pero la han llamado y quiere quitárselo de encima cuanto antes. Y la verdad es que lo entiendo. Pero mi tía está de vacaciones, los vecinos amigos en Noruega con la Cruz Roja, y ninguno de mis hermanos puede hacerse cargo, así que he de ocuparme de mi padre. La alternativa sería que me fuera yo a Sylt a hacerle la comida, pero entonces tendría que decirte que no voy a verte, y eso no quiero hacerlo. Así que mi madre le dijo que estaríamos encantadas de que nos echara una mano; además, su viejo amigo vive en Norderney. Mi padre aceptó de mala gana, pero ahora se siente un héroe. Ésa es la versión resumida.

—Bueno, no es para tanto. No conozco mucho a tu padre, pero es muy servicial y da la impresión de ser un manitas.

Se me escapó una risilla nerviosa. Sí, daba esa impresión.

—¿Toses? En cualquier caso, aquí tendrá bastante para distraerse, podrá hacer alguna heroicidad. Bastará con que me quite de encima a Hubert. La verdad es que es un encanto, pero siempre lo sabe todo y se entromete en todo.

—Se van a caer genial.

—Seguro que Heinz no es tan malo como Hubert. Así que le diré a vuestra casera que venís tres. Que Mareike meta una cama supletoria en el salón, porque dormitorios sólo hay dos. Pero no pasa nada. Me alegro de que vengáis, tú puedes echarme una mano en la pensión por la mañana y Dorothea puede engatusar a los obreros.

Colgamos y me vi tumbada en un camastro en el salón mientras mi padre buscaba en el teletexto los resultados del HSV, el equipo de fútbol de Hamburgo.

Genial, pensé, Hubert ya puede ir preparándose.

Sylt, 10 de junio

Querida Christine:

Acabo de hacer la maleta del hospital, me he dado cuenta de que hacen falta un montón de cosas para dos semanas. En un principio me compré seis camisones nuevos, preciosos, de rayas, y uno con corazones, muy mono. Pero a Agnes, ya sabes, la de la calle Süderhörn, la tercera casa por la izquierda, el año pasado también le pusieron una prótesis de rodilla, y dice que de todas formas a partir del tercer día lo que se necesitan son chándales. Bueno, da igual, creo que te valdrán a ti, la verdad es que yo no uso camisón. La próxima vez que vengas a Sylt te los llevas.

Y ahora, al grano: le he dicho a papá que tiene que ayudar a Marleen, no el día entero, pero tal vez una o dos horas. Ya sabes cómo es cuando no tiene nada que hacer. Seguro que algo le encuentra. No olvides que no puede levantar mucho peso, no anda bien de la cadera, y tampoco puede subirse a una escalera, que se marea. Si es necesario que pinte, revisa tú la pintura. Ya sabes que no distingue los colores. La otra semana, sin ir más lejos, pintó de turquesa el aseo de los invitados creyendo que era gris azulado, pero nos acabaremos acostumbrando. O al menos, eso espero. No seas impaciente si se equivoca, lo hace con buena intención y es muy quisquilloso.

Una vez al día tiene que comer caliente, en seguida le entra acidez de estómago, así que nada de picante, poca sal y nada de repollo. Ni de grasas. Y, pase lo que pase, que no tome ni lácteos ni harinas, que luego vomita. Sólo que nunca se atreve a decir nada. Por la tarde le gusta tomar café con bizcochos. Pero nada de tartas ni cosas que lleven cereza. Y el café solo, descafeinado. Si hay té, que sea sin teína, si toma té negro luego duerme mal.

Haz el favor de echarle un vistazo antes de que salga de casa, no ve los colores y tampoco es que tenga mucho gusto, no quiero que vaya por ahí con pintas raras. Que luego acabo cargando yo con la culpa.

Le gusta mucho pasear: si no tenéis tiempo, que se lleve un móvil y lo encienda, que si no conoce el sitio no se orienta muy bien. Y no le gusta preguntar a desconocidos. ¿Me dejo algo?

Creo que es todo. Ha quedado con Kalli, tal vez puedas llevarlo, no sé si tiene su dirección. Al fin y al cabo, tu padre no da mucho trabajo, por lo menos no tiene que tomar medicamentos, a lo sumo una pastilla para la acidez.

Os deseo que paséis unos días estupendos, cuida de tu padre, es la primera vez que va solo de vacaciones. Seguro que todo irá bien.

Un abrazo,

Mamá

Doblé la carta y respiré profundamente. Yo no uso camisón, y empecé a temer por mis vacaciones.