Por la noche sonó el teléfono

—Sólo son dos semanas.

La voz de mi madre sonaba cordial y de lo más decidida. Tuve un mal presentimiento desde el principio de la conversación.

—Y es tu padre. Otros niños se alegrarían.

—Mamá, ¿cómo que otros «niños»? ¡Tengo cuarenta y cinco años!

No debería haber cogido el teléfono. Mi madre pasó por alto mi respuesta.

—Le he dicho que os vendría bien su ayuda, porque en la isla los obreros cobran un dineral. Y además hacen lo que les da la gana si uno no está encima de ellos. Puede echarle un ojo a la obra. Y echar una mano donde haga falta. Lo hará con mucho gusto.

Era el momento de que yo dijera algo.

—Mamá, espera. Voy a Norderney a ayudar a Marleen con la reforma del bar y la pensión, así que no podré ocuparme de papá…

—Bah, tampoco será necesario que lo hagas, él se las arregla bien solo. Y comer tendréis que comer de todas formas, así que podéis preparar comida para uno más. Por la noche se las apaña con cualquier cosa, y los bizcochos para por la tarde los podéis comprar, no hace falta que Marleen los haga.

Me paré a pensar desde cuándo mi padre se las arreglaba bien solo. Había visto por última vez a mis padres hacía seis semanas y la cosa era distinta. Muy distinta. Hice un esfuerzo para que mi creciente pánico no aflorara a mi voz.

—Mamá, no creo que sea buena idea, creo que…

—Christine, nunca te he pedido nada. Es un caso de fuerza mayor. Tengo que pasar dos semanas en el hospital, Heinz no puede quedarse solo en casa.

—Pensaba que podía arreglárselas solo.

—Pero no sabe cocinar, ni lavar ni hacer ese tipo de cosas. Y basta ya. Es tu padre. Y puedes llevártelo perfectamente dos semanas. Al fin y al cabo, no tienes nada que hacer. No me vengas con cuentos. Además, siempre ha querido ir a Norderney.

—Pero no podré ocuparme de él. Y ¿cómo…?

—Vamos, todo irá bien. Y en Norderney vive Kalli, ya sabes, el viejo amigo de papá. También puede ir a verlo.

—Pues que se quede en su casa.

—Christine, por favor. Hanna está en el continente. La hija menor, Kathrina, va a tener a su segundo hijo. Ya podríais aplicaros el cuento tu hermana y tú.

Sólo las madres pueden cambiar así de tema.

—Mamá…

—Bueno, basta. No hay más que hablar. Papá bajará a Hamburgo el sábado que viene, irás a buscarlo a la estación y os marcharéis juntos a Norderney. Ya sabes que no se apaña con el ferry. Será mejor que estés tú. Y yo me iré tranquilamente al hospital para que me operen la rodilla.

Mi última oportunidad:

—Ya hablaremos con calma, no puede ser, no…

—No te preocupes, cariño. Te escribiré todo lo importante y te lo mandaré. Y, ahora, que pases una buena tarde y saludos de papá. Está encantado. Adiós.

Me quedé mirando la pantalla del teléfono. Fin de la llamada. Por lo visto, el asunto estaba concluido. Me iría de vacaciones con mi padre. La primera vez en treinta años. En el último viaje me dejó en una área de servicio de Kassel por motivos pedagógicos. Admito que mi pubertad no fue fácil, pero de todas formas lo de Kassel me pareció demasiado duro. Aunque volviera a recogerme al cabo de media hora y tuviera remordimientos de conciencia durante tres semanas. Y ahora, después de treinta años, vuelta a empezar. Al menos esta vez no pasaríamos por Kassel.