En Pitiquito no encontramos nada. Durante un rato estuvimos con el coche detenido en la carretera que va a Caborca y que luego se bifurca hacia El Cubo, pensando si hacerle una nueva visita a la maestra o no. La última palabra la tenía Belano y nosotros esperamos sin impacientarnos, mirando la carretera, los pocos coches que de vez en cuando pasaban, las nubes blanquísimas que el viento arrastraba desde el Pacífico. Hasta que Belano dijo vámonos a Bábaco y Lima sin decir una palabra encendió el motor y giró hacia la derecha y nos alejamos de allí.
El viaje fue largo y por lugares por donde no habíamos estado nunca, aunque, al menos para mí, la sensación de cosa vista persistió todo el tiempo. De Pitiquito fuimos a Santa Ana y enlazamos con la federal. Por la federal fuimos hasta Hermosillo. De Hermosillo cogimos la carretera que lleva hasta Mazatán, hacia el este, y de Mazatán a La Estrella. A partir de allí se acabó la carretera pavimentada y seguimos por caminos de terracería hasta Bacanora, Sahuaripa y Bábaco. Desde la escuela de Bábaco nos mandaron de vuelta a Sahuaripa, que era la cabecera municipal y supuestamente allí podíamos encontrar los registros. Pero era como si la escuela de Bábaco, la escuela del Bábaco de los años treinta, hubiera desaparecido barrida por un huracán. Volvimos a dormir, como en los primeros días, dentro del coche. Ruidos nocturnos: el de la araña lobo, el de los alacranes, el de los ciempiés, el de las tarántulas, el de las viudas negras, el de los sapos bufos. Todos venenosos, todos mortales. La presencia (más bien debería decir la inminencia) de Alberto es por momentos tan real como los ruidos nocturnos. Con las luces del coche encendidas, en las afueras de Bábaco adonde hemos vuelto no sé por qué, antes de dormirnos hablamos de cualquier cosa, menos de Alberto. Hablamos del DF, hablamos de poesía francesa. Luego Lima apaga las luces. Bábaco también está a oscuras.