20 de enero

Esta mañana, mientras desayunábamos en un café de Nogales, vimos a Alberto al volante de su Camaro. Vestía una camisa del mismo color que el coche, amarillo reluciente, y a su lado iba un tipo con chaqueta de cuero y pinta de policía. Lupe lo reconoció enseguida: empalideció y dijo que ahí estaba Alberto. No dejó que el miedo se le trasluciera, pero yo supe que tenía miedo. Lima miró en la dirección que le indicaban los ojos de Lupe y dijo que en efecto, ahí estaba Alberto y uno de sus cuates del alma. Belano vio pasar el coche por delante de los ventanales del café y dijo que estábamos alucinando. Yo vi a Alberto con total claridad. Vámonos de aquí ahora mismo, dije. Belano nos miró y dijo que ni soñarlo. Primero íbamos a ir a la biblioteca de Nogales y luego, tal como lo habíamos planeado, volveríamos a Hermosillo a seguir con nuestra indagación. Lima estuvo de acuerdo. Me gusta tu obstinación, buey, dijo. Así que terminaron de desayunar (ni Lupe ni yo pudimos comer nada más) y luego salimos del café, nos metimos en el Impala y dejamos a Belano en las puertas de la biblioteca. Sean valientes, carajo, no vean fantasmas, dijo antes de desaparecer. Lima contempló durante un rato la puerta de la biblioteca, como si estuviera pensando en qué respuesta darle a Belano, y luego puso el coche en marcha. Tú lo viste, Ulises, dijo Lupe, era él. Creo que sí, dijo Lima. ¿Qué vamos a hacer si me encuentra?, dijo Lupe. Lima no contestó. Estacionamos el coche en una calle desierta, en una colonia de clase media, sin bares ni comercios a la vista salvo un almacén de frutas y Lupe se puso a contarnos episodios de su infancia y luego yo también me puse a contar historias de cuando era niño, para matar el tiempo, nada más, y aunque Ulises no abrió la boca en ningún momento y se puso a leer un libro, sin abandonar su asiento junto al volante, se notaba que nos estaba escuchando porque a veces levantaba la vista y nos miraba y sonreía. Pasadas las doce fuimos a buscar a Belano. Lima estacionó cerca de una plaza cercana y me dijo que fuera a la biblioteca. Él se quedaba con Lupe y el Impala, por si aparecía Alberto y había que salir huyendo. Recorrí aprisa, sin mirar hacia los lados, las cuatro calles que me separaban de la biblioteca. Encontré a Belano sentado en una larga mesa de madera oscurecida por los años, con varios volúmenes encuadernados del periódico local de Nogales. Cuando llegué levantó la cabeza, era el único usuario de la biblioteca, y con un gesto me indicó que me acercara y me sentara a su lado.