Otra vez en Agua Prieta. Salimos a las ocho de la mañana de Bahía Kino. La ruta seguida ha sido de Bahía Kino a Punta Chueca, de Punta Chueca a El Dólar, de El Dólar a Desemboque, de Desemboque a Las Estrellas y de Las Estrellas a Trincheras. Unos 250 kilómetros por caminos en pésimo estado. Si hubiéramos cogido la ruta Bahía Kino-El Triunfo-Hermosillo, y de Hermosillo la federal hasta San Ignacio y desde allí la carretera que conduce hasta Cananea y Agua Prieta, sin duda hubiéramos hecho un viaje más cómodo y hubiéramos llegado antes. Todos decidimos, sin embargo, que era mejor viajar por caminos poco o nada transitados, además de que pasar otra vez por el rancho La Buena Vida nos seducía. Pero en el triángulo que forman El Cuatro, Trincheras y La Ciénega nos perdimos y finalmente decidimos seguir hacia adelante, hacia Trincheras, y posponer nuestra visita al viejo torero.
Cuando estacionamos el Impala en las puertas del cementerio de Agua Prieta había empezado a anochecer. Belano y Lima tocaron la campana del vigilante. Al cabo de un rato se asomó un hombre tan quemado por el sol que parecía negro. Llevaba gafas y tenía una gran cicatriz en el lado izquierdo de la cara. Nos preguntó qué queríamos. Belano dijo que estábamos buscando al sepulturero Andrés González Ahumada. El tipo nos miró y preguntó quiénes y para qué lo querían. Belano dijo que era por la tumba del torero Pepe Avellaneda. Queremos verla, dijimos. Yo soy Andrés González Ahumada, dijo el sepulturero, y éstas no son horas de visitar un camposanto. Ándele, sea comprensivo, dijo Lupe. ¿Y por qué esa curiosidad, si se puede saber?, dijo el sepulturero. Belano se acercó a la reja y conversó con el hombre en voz baja durante unos minutos. El sepulturero asintió varias veces y luego se metió en la garita y volvió a salir con una llave enorme con la que nos franqueó la entrada. Lo seguimos por la avenida principal del cementerio, un paseo bordeado de cipreses y viejos robles. Cuando nos internamos por las calles laterales, en cambio, vi algunos cactus propios de la región: choyas y sahuaros y también algún nopal, como para que los muertos no olvidaran que estaban en Sonora y no en otro lugar.
Ésta es la tumba de Pepe Avellaneda, el torero, nos dijo indicándonos un nicho en un rincón abandonado. Belano y Lima se acercaron y trataron de leer la inscripción, pero el nicho estaba en un cuarto piso y la noche ya descendía por las calles del cementerio. Ninguna tumba tenía flores, salvo una en donde colgaban cuatro claveles de plástico, y la mayoría de las inscripciones estaban cubiertas por el polvo. Belano entonces juntó los dedos de ambas manos formando una sillita o un estribo y Lima se subió hasta pegar la cara al cristal que protegía la foto de Avellaneda. Lo que hizo a continuación fue limpiar con una mano la lápida y leer en voz alta la inscripción: «José Avellaneda Tinajero, matador de toros, Nogales 1903-Agua Prieta 1930». ¿Eso es todo?, oí que decía Belano. Eso es todo, le respondió la voz de Lima, más ronca que nunca. Luego se dejó caer de un salto e hizo lo mismo que antes había hecho Belano: con las manos formó un peldaño por el que Belano trepó. Dame el encendedor, Lupe, lo oí decir. Lupe se acercó a esa figura patética que formaban mis dos amigos y sin decir nada le alcanzó una caja de cerillos. ¿Y mi encendedor?, dijo Belano. Yo no lo tengo, mano, dijo Lupe con una voz muy dulce a la que no terminaba de acostumbrarme. Belano encendió un cerillo y lo acercó al nicho. Cuando se le apagó encendió otro y luego otro. Lupe estaba apoyada en la pared de enfrente y tenía sus largas piernas cruzadas. Miraba el suelo y parecía pensativa. Lima también miraba el suelo pero su rostro sólo expresaba el esfuerzo de mantener a Belano en peso. Después de consumir unos siete cerillos y de haberse quemado un par de veces las puntas de los dedos, Belano desistió de su empeño y bajó. Volvimos sin hablar hasta la puerta de salida del cementerio de Agua Prieta. Allí, junto a la reja, Belano le dio unos billetes al sepulturero y nos marchamos.