Belano y Lima han estado toda la mañana en el Registro Municipal, en la oficina del censo, en algunas iglesias, en la Biblioteca de Santa Teresa, en los archivos de la universidad y del único periódico, El Centinela de Santa Teresa. Nos juntamos para comer en la plaza principal, junto a una curiosa estatua que conmemora el triunfo de los lugareños sobre los franceses. Por la tarde, Belano y Lima reanudan sus investigaciones, han quedado citados, dicen, por el número uno de la Facultad de Filosofía y Letras, un pendejo llamado Horacio Guerra que es, sorpresa, el doble exacto, pero en pequeñito, de Octavio Paz, incluso en el nombre, fíjate bien, García Madero, dijo Belano, ¿el poeta Horacio vivió en época de Octavio Augusto César? Le dije que no lo sabía. Déjame pensar, le dije. Pero ellos no tenían tiempo de nada y se pusieron a hablar de otras cosas y cuando se fueron yo volví a quedarme solo con Lupe, y pensé en invitarla al cine, pero como los que llevaban el dinero eran ellos y a mí se me olvidó pedirles no pude invitar a Lupe al cine, como era mi propósito, y nos tuvimos que conformar con caminar por Santa Teresa y mirar los escaparates de las tiendas del centro y luego volver al hotel y ponernos a ver la televisión en una sala junto a la recepción. Allí encontramos a dos viejitas que después de mirarnos un rato nos preguntaron si éramos marido y mujer. Lupe dijo que sí. Yo no tuve más remedio que seguirle la corriente. Aunque durante todo el rato estuve pensando en lo que me había preguntado Belano o Lima, si Horacio vivió en época de Octavio, y a mí me parecía que sí, en principio yo hubiera dicho que sí, pero también me latía que Horacio no era muy partidario de Octavio que digamos, y Lupe hablaba con las viejitas, unas viejitas muy chismosas, la verdad, y yo no sé por qué seguía pensando en Octavio y en Horacio y escuchando con la oreja izquierda la telenovela que daban en la tele y con la oreja derecha la cháchara de Lupe y las viejitas, y de pronto mi memoria hizo plopf, como una pared blanda que se derrumba, y vi a Horacio luchando contra Octavio u Octaviano y a favor de Bruto y de Casio, que habían asesinado a César y querían reinstaurar la República, carajo, ni que hubiera tomado LSD, vi a Horacio en Filipos, con veinticuatro años, sólo un poco mayor de lo que eran Belano y Lima, sólo siete años mayor que yo, y el cabrón de Horacio, que miraba la lejanía se daba la vuelta, sin avisar, ¡y me miraba a mí! Hola, García Madero, decía en latín, aunque yo entendía de puta madre el latín, soy Horacio, nacido en Venusia el 66 a. C., hijo de un liberto, el padre más cariñoso que nadie podría desear, enrolado como tribuno con las huestes de Bruto, dispuesto a marchar a la batalla, la batalla de Filipos, que perderemos, pero en la que mi destino me impele a luchar, la batalla de Filipos, en donde se juega la suerte de los hombres, y entonces una de las viejitas me tocó el brazo y me preguntó qué era lo que me había traído a la ciudad de Santa Teresa, y vi los ojos sonrientes de Lupe y los ojos de la otra vieja que miraban a Lupe y a mí y echaban chispas y contesté que estábamos de viaje de novios, de luna de miel, señora, dije, y luego me levanté y le dije a Lupe que me siguiera y nos fuimos a su habitación en donde nos dedicamos a coger como locos o como si nos fuéramos a morir mañana, hasta que se hizo de noche y oímos las voces de Lima y Belano que habían vuelto a su habitación y hablaban, hablaban, hablaban.