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Iñaki Echavarne, bar Giardinetto, calle Granada del Penedés, Barcelona, julio de 1994. Durante un tiempo la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto. Luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura. Luego la Crítica muere otra vez y los Lectores mueren otra vez y sobre esa huella de huesos sigue la Obra su viaje hacia la soledad. Acercarse a ella, navegar a su estela es señal inequívoca de muerte segura, pero otra Crítica y otros Lectores se le acercan incansables e implacables y el tiempo y la velocidad los devoran. Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres. Todo lo que empieza como comedia acaba como tragedia.

Aurelio Baca, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994. No solo ante mí mismo ni solo ante los espejos ni en la hora de la muerte que espero tarde en llegar, sino ante mis hijos y mi mujer y ante la vida serena que construyo, debo reconocer: 1) Que en época de Stalin yo no hubiera malgastado mi juventud en el Gulag ni hubiera acabado con un tiro en la nuca. 2) Que en época de McCarthy yo no hubiera perdido mi empleo ni hubiera tenido que despachar gasolina en una gasolinera. 3) Que en época de Hitler, sin embargo, yo habría sido uno de los que tomaron el camino del exilio y que en época de Franco no habría compuesto sonetos al Caudillo ni a la Virgen Bendita como tantos demócratas de toda la vida. Y una cosa va por otra. Mi valor es limitado, bien cierto, mis tragaderas también. Todo lo que empieza como comedia acaba como tragicomedia.

Pere Ordóñez, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994. Antaño los escritores de España (y de Hispanoamérica) entraban en el ruedo público para transgredirlo, para reformarlo, para quemarlo, para revolucionarlo. Los escritores de España (y de Hispanoamérica) procedían generalmente de familias acomodadas, familias asentadas o de una cierta posición, y al tomar ellos la pluma se volvían o se revolvían contra esa posición: escribir era renunciar, era renegar, a veces era suicidarse. Era ir contra la familia. Hoy los escritores de España (y de Hispanoamérica) proceden en número cada vez más alarmante de familias de clase baja, del proletariado y del lumpenproletariado, y su ejercicio más usual de la escritura es una forma de escalar posiciones en la pirámide social, una forma de asentarse cuidándose mucho de no transgredir nada. No digo que no sean cultos. Son tan cultos como los de antes. O casi. No digo que no sean trabajadores. ¡Son mucho más trabajadores que los de antes! Pero son, también, mucho más vulgares. Y se comportan como empresarios o como gángsters. Y no reniegan de nada o sólo reniegan de lo que se puede renegar y se cuidan mucho de no crearse enemigos o de escoger a éstos entre los más inermes. No se suicidan por una idea sino por locura y rabia. Las puertas, implacablemente, se les abren de par en par. Y así la literatura va como va. Todo lo que empieza como comedia acaba indefectiblemente como comedia.

Julio Martínez Morales, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994. Voy a contarles algo acerca del honor de los poetas, ahora que paseo por la Feria del Libro. Yo soy poeta. Yo soy escritor. He ganado una cierta nombradía como crítico. 7 × 3 = 22 casetas a ojo de buen cubero, pero son, en realidad, muchas más. Limitada es nuestra visión. He conseguido, sin embargo, hacerme un lugar bajo el sol de esta Feria. Atrás quedan los coches estrellados, los límites de la escritura, el 3 × 3 = 9. Me ha costado. Atrás queda la A y la E que se desangran colgadas de un balcón al que a veces vuelvo en sueños. Soy un hombre educado: sólo conozco las cárceles sutiles. Poesía y cárcel, por otra parte, siempre han estado cerca. No obstante, mi fuente de atracción es la melancolía. ¿Estoy en el séptimo sueño o he escuchado de verdad cantar a los gallos en el otro extremo de la Feria? Puede ser una cosa o puede ser otra. Los gallos cantan al alba, sin embargo, y ahora, según mi reloj, son las doce del mediodía. Deambulo por la Feria y saludo a los colegas que deambulan tan idos como yo. Ido × ido = una cárcel en el cielo de la literatura. Deambulo. Deambulo. El honor de los poetas: el canto que escuchamos como pálida condena. Veo rostros juveniles que miran los libros expuestos y buscan sus monedas en el fondo de unos bolsillos oscuros como la esperanza. 7 × 1 = 8, me digo mientras miro con el rabillo del ojo a estos jóvenes lectores y una imagen informe y lenta como un iceberg se superpone a sus caritas ajenas y sonrientes. Todos pasamos bajo el balcón donde cuelgan las letras A y E y su sangre nos chorrea y nos ensucia para siempre. Pero el balcón es pálido como nosotros y la palidez jamás ataca a la palidez. Por otro lado, y esto lo digo en mi descargo, el balcón también deambula con nosotros. En otras latitudes a esto se le llama mafia. Veo una oficina, veo un ordenador encendido, veo un pasillo solitario. Palidez × iceberg = un pasillo solitario que nuestro miedo va llenando de gente, personas que deambulan por la Feria del Pasillo buscando no un libro sino una certeza que apuntale el vacío de nuestras certezas. Así interpretamos la vida en los momentos de máxima desesperación. Gregarios. Bederres. El bisturí corta los cuerpos. A y E × Feria del Libro = otros cuerpos; leves, incandescentes, como si anoche mi editor me hubiera dado por el culo. Morir puede parecer una buena respuesta, diría Blanchot. 31 × 31 = 962 buenas razones. Ayer sacrificamos a un joven escritor sudamericano en el altar de los sacrificios de nuestra villa. Mientras su sangre goteaba por el bajorrelieve de nuestras ambiciones pensé en mis libros y en el olvido, y eso, por fin, tenía sentido. Un escritor, hemos establecido, no debe parecer un escritor. Debe parecer un banquero, un hijo de papá que envejece sin demasiados temblores, un profesor de matemáticas, un funcionario de prisiones. Dendriformes. Así, paradójicamente, deambulamos. Nuestra arborescencia × palidez del balcón = el pasillo de nuestro triunfo. ¿Cómo no se dan cuenta los jóvenes, los lectores por antonomasia, de que somos unos mentirosos? ¡Si basta con mirarnos! ¡En nuestras jetas está marcada a fuego nuestra impostura! Sin embargo, no se dan cuenta y nosotros podemos recitar con total impunidad: 8, 5, 9, 8, 4, 15, 7. Y podemos deambular y saludarnos (yo, al menos, saludo a todo el mundo, a los jurados y a los verdugos, a los patrones y a los estudiantes), y podemos alabar al maricón por su irrestricta heterosexualidad y al impotente por su virilidad y al cornudo por su honra inmaculada. Y nadie gime: no hay desgarro. Sólo nuestro silencio nocturno cuando a cuatro patas nos dirigimos hacia las hogueras que alguien a una hora misteriosa y con una finalidad incomprensible ha encendido para nosotros. El azar nos guía aunque nada hemos dejado al azar. Un escritor debe parecer un censor, nos dijeron nuestros mayores y hemos seguido esa flor de pensamiento hasta su penúltima consecuencia. Un escritor debe parecer un articulista de periódico. Un escritor debe parecer un enano y DEBE sobrevivir. Si no tuviéramos, encima, que leer, nuestro trabajo sería un punto suspendido en la nada, un mandala reducido a su mínima expresión, nuestro silencio, nuestra certeza de tener un pie cristalizado en el otro lado de la muerte. Fantasías. Fantasías. Quisimos, en algún pliegue perdido del pasado, ser leones y sólo somos gatos capados. Gatos capados casados con gatas degolladas. Todo lo que empieza como comedia acaba como ejercicio criptográfico.

Pablo del Valle, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994. Voy a contarles algo acerca del honor de los poetas. Hubo una época en que yo no tenía dinero ni tenía el nombre que ahora tengo: estaba en el paro y me llamaba Pedro García Fernández. Pero tenía talento y era amable. Conocí a una mujer. Conocí a muchas mujeres, pero sobre todo conocí a una mujer. Esta mujer, cuyo nombre es preferible dejar en el anonimato, se enamoró de mí. Ella trabajaba en Correos. Era funcionaria de Correos, decía yo cuando los amigos me preguntaban qué hacía mi mujer. En realidad eso era un eufemismo para no decir que ella era cartera. Vivimos juntos durante un tiempo. Por las mañanas mi mujer salía a trabajar y no regresaba hasta las cinco de la tarde. Yo me levantaba cuando oía el leve ruido que hacía la puerta al cerrarse (ella era delicada con mi descanso) y me ponía a escribir. Escribía sobre cosas elevadas. Jardines, castillos perdidos, cosas así. Después, cuando me cansaba, leía. Pío Baroja, Unamuno, Antonio y Manuel Machado, Azorín. A la hora de comer, salía a la calle, a un restaurante en donde me conocían. Por la tarde, corregía. Cuando ella regresaba del trabajo solíamos hablar durante un rato, ¿pero de qué podía hablar un literato con una cartera? Yo hablaba de lo que había escrito, de lo que planeaba escribir: una glosa sobre Manuel Machado, un poema sobre el Espíritu Santo, un ensayo cuya primera frase era: a mí también me duele España. Ella hablaba de las calles que había recorrido y de las cartas que había repartido. Hablaba de los sellos, algunos rarísimos, y de las caras que había entrevisto en su larga mañana de repartidora de cartas. Después, cuando ya no aguantaba más, le decía adiós y me iba a vagabundear por los bares de Madrid. A veces acudía a presentaciones de libros. Más que nada por las copas gratis y por los canapés. Iba a la Casa de América y escuchaba a los orondos escritores hispanoamericanos. Iba al Ateneo y escuchaba a los satisfechos escritores españoles. Más tarde me reunía con amigos y hablábamos de nuestras obras o nos íbamos todos juntos a visitar al Maestro. Pero por sobre la cháchara literaria yo seguía escuchando el ruido de los zapatos sin tacones de mi mujer que recorría su zona de reparto una y otra vez, silenciosa, arrastrando su bolsón amarillo o su carrito amarillo, eso dependía del grueso de la correspondencia a entregar, y entonces me desconcentraba, mi lengua, segundos antes ingeniosa, punzante, se volvía de trapo y me sumía en un hosco e involuntario silencio que los demás, incluido nuestro Maestro, solían interpretar, por suerte para mí, como una muestra de mi talante reflexivo, reconcentrado, filosófico. A veces, cuando volvía a casa a las tantas de la madrugada, me detenía en el barrio en el que ella solía trabajar y remedaba, simulaba, imitaba con gestos entre militares y fantasmales, su rutina diaria. Al final terminaba vomitando y llorando apoyado en un árbol, preguntándome a mí mismo cómo era posible que yo pudiera convivir con esa mujer. Nunca encontré respuestas o las que encontré no resultaban plausibles, pero lo cierto es que no la dejé. Vivimos juntos durante mucho tiempo. A veces, en un alto en la escritura y para consolarme, me decía que peor hubiera sido que fuera carnicera. Yo hubiera preferido, más que nada por seguir la moda, que fuera policía. Policía era mejor que cartera. Cartera, sin embargo, era mejor que carnicera. Después seguía escribiendo y escribiendo, enrabietado o al borde del desmayo, y cada vez dominaba más los rudimentos del oficio. Así fueron pasando los años y durante todo ese tiempo yo chuleé a mi mujer. Finalmente me gané el premio Nuevas Voces del Ayuntamiento de Madrid y de la noche a la mañana me vi en posesión de tres millones de pesetas y de una oferta para trabajar en uno de los más conspicuos periódicos de la capital. Hernando García León escribió una reseña elogiosísima de mi libro. La primera y la segunda edición se agotaron en menos de tres meses. He aparecido en dos programas de televisión, si bien en uno de ellos tengo la impresión de que me llevaron para que hiciera el payaso. Estoy escribiendo mi segunda novela. Y dejé a mi mujer. Le dije que nuestros caracteres eran incompatibles y que no le quería hacer daño y que esperaba que todo le fuera bien y que ella sabía que podía contar conmigo en cualquier momento, para lo que fuera. Después metí mis libros en cajas de cartón, mi ropa en una maleta y me marché. El amor, no recuerdo qué clásico lo dijo, sonríe a los que triunfan. No tardé en ponerme a vivir con otra mujer. He alquilado un piso en Lavapiés, un piso que pago yo, y en donde soy feliz y productivo. Mi actual mujer estudia filología inglesa y escribe poesía. Solemos hablar de libros. Y a veces se le ocurren ideas muy buenas. Creo que hacemos una estupenda pareja: la gente nos mira y asiente, de alguna manera personificamos el futuro y el optimismo no reñido con la sensatez y la reflexión. Algunas noches, sin embargo, cuando estoy en mi estudio dando los últimos toques a mi crónica semanal o revisando algunas páginas de mi novela, escucho pasos en la calle y tengo la impresión, casi la certeza, de que se trata de la cartera que ha salido a repartir la correspondencia a una hora inoportuna. Me asomo al balcón y no veo a nadie o tal vez veo al borrachín de turno de vuelta a casa, perdiéndose por una esquina. No pasa nada. No hay nadie. Cuando vuelvo a mi escritorio, no obstante, los pasos se repiten y entonces sé que la cartera está trabajando, que aunque no la vea la cartera está recorriendo su zona en la peor hora para mí. Y entonces dejo mi crónica semanal y dejo el capítulo de mi novela y trato de escribir un poema o dedicarle el resto de la noche a mi dietario, pero no puedo. El ruido de sus zapatos sin tacones resuena en el interior de mi cabeza. Un sonido apenas perceptible y que yo sé cómo exorcizar: me levanto, camino hasta el dormitorio, me desnudo, me meto en la cama en donde encuentro el cuerpo perfumado de mi mujer, le hago el amor, a veces con mucha dulzura, a veces de forma violenta, y después me duermo y sueño que ingreso en la Academia. O no. Es un decir. A veces, en realidad, sueño que ingreso en el Infierno. O no sueño nada. O sueño que me han castrado y que con el paso del tiempo unos testículos muy pequeñitos, como dos olivas incoloras, me vuelven a brotar de la entrepierna, y que yo los acaricio con una mezcla de amor y temor y que los mantengo en secreto. El día ahuyenta a los fantasmas. Por supuesto, de esto no hablo con nadie. Hay que mostrarse fuerte. El mundo de la literatura es una jungla. Yo pago mi relación con la cartera con unas cuantas pesadillas, con unos cuantos fenómenos auditivos. No está mal, lo acepto. Si tuviera menos sensibilidad, seguramente ya ni siquiera me acordaría de ella. A veces incluso tengo ganas de llamarla por teléfono, de seguirla en su reparto diario y verla, por primera vez, trabajar. A veces tengo ganas de quedar con ella en algún bar de su barrio que ya no es el mío y preguntarle por su vida: si ya tiene un nuevo amante, si ha repartido alguna carta proveniente de Malasia o Tanzania, si aún recibe, por Navidad, el aguinaldo del cartero. Pero no lo hago. Me conformo con oír sus pasos, cada vez más débiles. Me conformo con pensar en la inmensidad del Universo. Todo lo que empieza como comedia termina como película de terror.

Marco Antonio Palacios, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994. He aquí algo sobre el honor de los poetas. Yo tenía diecisiete años y unos deseos irrefrenables de ser escritor. Me preparé. Pero no me quedé quieto mientras me preparaba, pues comprendí que si así lo hacía no triunfaría jamás. Disciplina y un cierto encanto dúctil, ésas son las claves para llegar a donde uno se proponga. Disciplina: escribir cada mañana no menos de seis horas. Escribir cada mañana y corregir por las tardes y leer como un poseso por las noches. Encanto, o encanto dúctil: visitar a los escritores en sus residencias o abordarlos en las presentaciones de libros y decirles a cada uno justo aquello que quiere oír. Aquello que quiere oír desesperadamente. Y tener paciencia, pues no siempre funciona. Hay cabrones que te dan una palmadita en la espalda y luego si te he visto no me acuerdo. Hay cabrones duros y crueles y mezquinos. Pero no todos son así. Es necesario tener paciencia y buscar. Los mejores son los homosexuales, pero, ojo, es necesario saber en qué momento detenerse, es necesario saber con precisión qué es lo que uno quiere, de lo contrario puedes acabar enculado de balde por cualquier viejo maricón de izquierda. Con las mujeres ocurre tres cuartas partes de lo mismo: las escritoras españolas que pueden echarte un cable suelen ser mayores y feas y el sacrificio a veces no vale la pena. Los mejores son los heterosexuales ya entrados en la cincuentena o en el umbral de la ancianidad. En cualquier caso: es ineludible acercarse a ellos. Es ineludible cultivar un huerto a la sombra de sus rencores y resentimientos. Por supuesto, hay que empollar sus obras completas. Hay que citarlos dos o tres veces en cada conversación. ¡Hay que citarlos sin descanso! Un consejo: no criticar nunca a los amigos del maestro. Los amigos del maestro son sagrados y una observación a destiempo puede torcer el rumbo del destino. Un consejo: es preceptivo abominar y despacharse a gusto contra los novelistas extranjeros, sobre todo si son norteamericanos, franceses o ingleses. Los escritores españoles odian a sus contemporáneos de otras lenguas y publicar una reseña negativa de uno de ellos será siempre bien recibida. Y callar y estar al acecho. Y delimitar las áreas de trabajo. Por la mañana escribir, por la tarde corregir, por las noches leer y en las horas muertas ejercer la diplomacia, el disimulo, el encanto dúctil. A los diecisiete años quería ser escritor. A los veinte publiqué mi primer libro. Ahora tengo veinticuatro y en ocasiones, cuando miro hacia atrás, algo semejante al vértigo se instala en mi cerebro. He recorrido un largo camino, he publicado cuatro libros y vivo holgadamente de la literatura (aunque si he de ser sincero, nunca necesité mucho para vivir, sólo una mesa, un ordenador y libros). Tengo una colaboración semanal con un periódico de derechas de Madrid. Ahora pontifico y suelto tacos y le enmiendo la plana (pero sin pasarme) a algunos políticos. Los jóvenes que quieren hacer una carrera como escritor ven en mí un ejemplo a seguir. Algunos dicen que soy la versión mejorada de Aurelio Baca. No lo sé. (A los dos nos duele España, aunque creo que por el momento a él le duele más que a mí.) Puede que lo digan sinceramente, pero puede que lo digan para que me confíe y afloje. Si es por esto último no les voy a dar el gusto: sigo trabajando con el mismo tesón que antes, sigo produciendo, sigo cuidando con mimo mis amistades. Aún no he cumplido los treinta y el futuro se abre como una rosa, una rosa perfecta, perfumada, única. Lo que empieza como comedia acaba como marcha triunfal, ¿no?

Hernando García León, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994. Todo empezó, como todo lo grande, con un sueño. Hace un tiempo, menos de un año, me di un garbeo por uno de los cafés de mayor raigambre literaria y conversé con diversos autores de nuestra España doliente. Entre el guirigay de costumbre todos aquellos con quienes dialogué afirmaron (y aquí la unanimidad no es sospechosa) que mi último libro era, si no uno de los más vendidos, sí uno de los más leídos. Puede ser, de mercadeos yo no me ocupo. Tras la cortina de elogios, sin embargo, entreví una sombra. Mis pares me elogiaban, los más jóvenes veían en mí —y se ufanaban de ello— a un maestro, pero tras la cortina de halagos yo presentí la respiración, la inminencia de algo desconocido. ¿Qué era aquello? Lo ignoraba. Un mes después, hallándome en una de las salas de embarque del aeropuerto, dispuesto a ausentarme por unos días de nuestra España maldiciente, se me acercaron tres jóvenes, espigados y cerúleos, y me dijeron en buen romance que mi último libro les había cambiado la vida. Curioso, aunque ciertamente no eran, ni mucho menos, los primeros en interpelarme de esta guisa. Proseguí mi viaje. Hice una escala en Roma. En el duty free shop se me quedó mirando fijamente un hombre de aspecto interesante. Era un austríaco en viaje de negocios (no le pregunté a qué se dedicaba), de nombre Hermann Künst, y que seducido por mi anterior libro, que había leído en español pues que yo sepa aún no se ha traducido al alemán, deseaba conseguir de mí un autógrafo. Sus alabanzas me dejaron anonadado. Al llegar a Nepal, en el hotel, un muchacho de no más de quince años me preguntó si yo era Hernando García León. Le dije que sí y ya me disponía a darle una propina cuando el mozalbete se declaró ferviente admirador de mi obra y poco después, casi sin darme cuenta, me vi estampando mi firma sobre un ajado ejemplar de Entre toros y ángeles, para ser más concretos en la octava edición española, con fecha de 1986. Lamentablemente en aquel momento ocurrió un percance que no viene a cuento relatar aquí que me privó de interrogar a aquel joven lector por las vicisitudes o vericuetos que habían hecho llegar mi libro hasta sus manos. Esa noche soñé con San Juan Bautista. El descabezado se me acercaba a la cama del hotel y me decía: ve a Nepal, Hernando, y se abrirán para ti las páginas de un libro magnífico. Pero si estoy en Nepal, le contestaba con la media lengua de los durmientes. Pero el Bautista repetía: ve a Nepal, Hernando, etcétera, etcétera, como si se tratara de mi agente literaria. A la mañana siguiente olvidé el sueño. Durante una excursión por las montañas de Katmandú me encontré de sopetón con un grupo de turistas de nuestra España azorada. Fui reconocido (yo estaba solo, demás está precisarlo, meditando tras una roca) y sometido a la usual sesión de preguntas y respuestas, cual si estuviéramos en un programa televisivo. La sed de conocimientos de mis compatriotas era grande, compulsiva, inagotable. Firmé dos ejemplares. De vuelta al hotel, aquella noche volví a soñar con San Juan Bautista, mas con la variante, prestigiosa variante, de que esta vez venía acompañado de una sombra, un ser embozado que permanecía a una cierta distancia mientras el descabezado hablaba. Su alocución, en esencia, venía a ser la misma de la noche anterior. Me urgía a visitar el Nepal y me prometía las mieles de un libro magnífico, digno de la pluma más arriesgada. Estos sueños se repitieron, una noche sí y otra también, prácticamente durante toda mi estancia en Oriente. Regresé a Madrid y tras someterme de mala gana al imperativo de las entrevistas de rigor, me desplacé a Orejuela de Arganda, un pueblito o aldea de la sierra, con la robusta intención de acometer una labor de creación. Volví a soñar con San Juan Bautista. Macho, Hernando, esto es demasiado, me dije en medio del sueño y con un esfuerzo mental que sólo pueden permitirse quienes han ejercitado sus nervios en situaciones limítrofes, conseguí despertar de golpe. La habitación estaba sumida en el silencio feraz de la noche castellana. Abrí las ventanas y respiré el aire puro de la sierra. No eché en falta la época, ya lejana, en que fumaba dos paquetes diarios, aunque por una micro-fracción de segundo pensé que no hubiera estado mal fumarme un pitillo. Como hombre que no tiene tiempo que perder, dediqué mi insomnio a revisar papeles, concluir cartas, preparar borradores de artículos y conferencias, las servidumbres de un autor de éxito, algo que no comprenderán jamás los resentidos y envidiosos que no pasan nunca de los mil ejemplares. Después volví a la cama y como suele ocurrirme me dormí instantáneamente. De una negrura como pintada por Zurbarán resurgió San Juan Bautista y me miró a los ojos. Me hizo un gesto con la cabeza y después dijo: te dejo, Hernando, pero no te quedas solo. Contemplé el paisaje que poco a poco fue aclarándose, como si una brisa o un aliento angélico deshiciera las brumas y las negruras, aunque preservando, digamos, el luto propio de la mañana. Al fondo, a unos tres metros de mi cama, junto a un peñasco, aguardaba paciente la sombra enrebozada. ¿Quién eres?, dije. Mi voz me sonó temblorosa. Estoy a punto de echarme a llorar, pensé, sobrecogido, en medio del sueño y de aquella lóbrega mañana. Sin embargo, haciendo de tripas corazón, pude repetir la pregunta: ¿quién eres? Entonces la sombra tembló o con un movimiento preciso (y de todo el cuerpo) se sacudió el rocío del alba o simplemente mis ojos, descolocados, me hicieron percibir como temblor algo que no lo era, y tras el temblor comenzó a caminar en dirección a mi cama, sus pies que no parecían hollar el suelo, y sin embargo yo escuchaba el ruido de las piedras, el canto de las piedras gozosas al sentir la planta de sus pies en el lomo, crujido y tintineo al mismo tiempo, murmullo y rumor, como si las piedras fueran hierba de los campos y los pies aire o agua, y entonces me levanté, con ímprobos esfuerzos, de la cama, y apoyado sobre un codo le pregunté quién eres, qué quieres de mí, sombra, qué se esconde bajo ese rebozo, y la sombra siguió avanzando por el predio de piedras y guijarros cenicientos hasta llegar junto a mi cama, y entonces se detuvo y las piedras dejaron de cantar o arrullar o zurear, un silencio enorme se instaló en mi habitación y en el valle y en las faldas de las montañas, y yo cerré los ojos y me dije valor, Hernando, que en peores sueños te has visto, y los volví a abrir. Y entonces la sombra se quitó el rebozo o tal vez sólo fuera un capidengue y ante mí apareció la Virgen María y su luz no era cegadora, como dice mi amiga Patricia Fernández-García Errázuriz, que ha tenido varias experiencias de este tipo, sino una luz grata a la pupila, una luz acorde con la luz de la mañana. Y antes de quedarme mudo dije: ¿qué quieres, Señora, de este pobre servidor? Y ella dijo: Hernando, hijo mío, quiero que escribas un libro. El resto de nuestra conversación es algo que no puedo contar. Pero escribí. Me puse a la faena dispuesto a dejar la piel en el empeño y al cabo de tres meses tenía trescientas cincuenta cuartillas que puse en la mesa de mi editor. Su título: La nueva era y la escalera ibérica. Hoy, según me han dicho, se han vendido más de mil ejemplares. Por supuesto, no los he firmado todos pues no soy Supermán. Todo lo que empieza como comedia indefectiblemente acaba como misterio.

Pelayo Barrendoáin, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994. Primero: aquí estoy yo, dopado, con los antidepresivos saliéndome hasta por las orejas, recorriendo esta Feria aparentemente tan simpática en donde Hernando García León tiene tantos y tantos lectores y en donde Baca, en las antípodas de García León pero tan beato como él, tiene tantos y tantos lectores y en donde hasta mi viejo amigo Pere Ordóñez tiene algunos lectores y en donde hasta yo, para qué seguir, para qué ir más lejos, tengo también mi cupo de lectores, los reventados, los golpeados, los que tienen en la cabeza pequeñas bombas de litio, ríos de Prozac, lagos de Epaminol, mares muertos de Rohipnol, pozos cegados de Tranquimazín, mis hermanos, los que chupan de mi locura para alimentar su locura. Y yo estoy aquí con mi enfermera, aunque puede que no sea una enfermera sino una asistente social, una educadora especial, puede que incluso una abogada, en cualquier caso yo estoy aquí con una mujer que parece ser mi enfermera, al menos eso podría deducirse por la prontitud con que me ofrece las píldoras milagrosas, las bombas que atenazan mi cerebro y me impiden cometer una barbaridad, una mujer que camina a mi lado y cuya sombra, tan grácil, cuando me vuelvo, roza mi sombra, tan pesada, tan voluminosa, mi sombra que parece avergonzarse de fluir junto a su sombra, pero que si uno la observa con más atención, como yo hago, luego parece perfectamente feliz de fluir junto a su sombra. Mi sombra de Oso Yogui del Tercer Milenio y su sombra de discípula de Hipatía. Y es justamente entonces cuando me gusta estar aquí, más que nada porque a mi enfermera le gusta ver tantos libros juntos y caminar junto al loco más célebre de la llamada poesía española o de la llamada literatura española. Y es entonces cuando me da por sonreír misteriosamente o por canturrear misteriosamente y ella me pregunta por qué me río o por qué canturreo y yo le digo que me río porque me parece ridículo todo esto, porque me parece ridículo Hernando García León haciendo de San Juan Bautista o de San Ignacio de Loyola o de beato Escrivá y porque me parece ridículo la gran lucha por el nombre y la gran lucha por el lector de todos estos escritores atrincherados en sus respectivas casetas de amianto. Y ella me mira y pregunta por qué canturreo. Y yo le digo que son poemas, que mis canturreos son poemas que voy pensando e intentando memorizar. Y entonces mi enfermera sonríe y asiente, feliz con mis respuestas, y es en esas ocasiones, cuando el gentío es enorme y la aglomeración adquiere tintes de peligro (en los alrededores de la caseta de Aurelio Baca, según me explica mi enfermera), que su mano busca mi mano, y la encuentra sin ningún problema, y atravesamos lentamente las zonas de sol ardiente y de sombra gélida tomados de la mano, su sombra arrastrando a mi sombra pero sobre todo su cuerpo arrastrando a mi cuerpo. Y aunque la verdad es otra (yo sonrío para no aullar, yo canturreo para no rezar o blasfemar), a mi enfermera le basta y le sobra con mi versión, lo que no dice mucho de sus dotes de psicóloga, pero sí de su proclividad a vivir, o de gozar con el sol que cae sobre El Retiro, o de sus irrefrenables ansias de ser feliz. Y es entonces cuando pienso en cosas poco poéticas, al menos desde cierta perspectiva, como el paro (del que mi enfermera acaba de salir gracias a que yo estoy loco) o como los estudios de Derecho (que mi abogada acaba de cambiar por la lectura de novela española gracias a que yo estoy loco), y tanto el paro como las horas perdidas se alzan delante de mis ojos como un único globo rojo que sube y sube hasta hacerme llorar, Dédalo dolorido por la suerte de Ícaro, Dédalo condenado, y luego bajo otra vez al planeta Tierra, a la Feria del Libro y ensayo una sonrisa de lado, sólo para ella, pero no es ella quien me ve sonreír, son mis lectores, los golpeados, los masacrados, aquellos locos a quienes alimento con mi locura y que terminarán por matarme o por matar mi infinita paciencia, son mis críticos los que me ven, los que quieren sacarse una foto conmigo pero que no soportarían mi presencia más de ocho horas seguidas, son los escritores-presentadores de televisión, los que adoran la locura de Barrendoáin mientras mueven sensatamente la cabeza, y no ella, jamás ella, la tonta, la estúpida, la inocente, la que ha llegado demasiado tarde, la que se interesa por la literatura sin imaginarse los infiernos que se esconden debajo de las podridas o impolutas páginas, la que ama las flores sin saber que en el fondo de los jarrones viven los monstruos, la que pasea por la Feria del Libro y me arrastra, la que sonríe a los fotógrafos que me apuntan, la que arrastra también a mi sombra y a su sombra, la ignorante, la desposeída, la desheredada, la que me sobrevivirá y mi único consuelo. Todo lo que empieza como comedia acaba como un responso en el vacío.

Felipe Müller, bar Céntrico, calle Tallers, Barcelona, septiembre de 1995. Ésta es una historia de aeropuerto. Me la contó Arturo en el aeropuerto de Barcelona. Es la historia de dos escritores. En el fondo, una nebulosa. Las historias que se cuentan en los aeropuertos se olvidan rápido, a menos que sea una historia de amor y ésta no lo es. Creo que conocimos a esos escritores o que al menos él los conoció. ¿En Barcelona, en París, en México? Eso no lo sé. Uno de ellos es peruano y el otro cubano, aunque no sería capaz de asegurarlo al cien por ciento.

Cuando me contó la historia Arturo no sólo estaba seguro de sus nacionalidades sino que también mencionó sus nombres. Pero yo apenas le presté atención. Creo, más bien dicho deduzco, que son de nuestra generación, es decir de los nacidos en la década del cincuenta. Sus destinos, según Arturo, esto sí que lo recuerdo con claridad, fueron ejemplificantes. El peruano era marxista, al menos sus lecturas discurrían por esta senda: conocía a Gramsci, a Lukacs, a Althusser. Pero también había leído a Hegel, a Kant, a algunos griegos. El cubano era un narrador feliz. Esto hay que escribirlo con mayúsculas: un Narrador Feliz. No leía a teóricos sino a literatos, a poetas, a cuentistas. Ambos, peruano y cubano, nacieron en el seno de familias pobres, el primero en una familia proletaria y el segundo en una familia campesina. Los dos crecieron como niños alegres, dispuestos a la alegría, con una gran voluntad de ser felices. Arturo decía que debieron de ser dos niños muy hermosos. Bueno: yo creo que todos los niños son hermosos. Por supuesto, descubrieron su vocación literaria desde muy temprano: el peruano escribía poemas y el cubano cuentos. Los dos creían en la revolución y en la libertad. Más o menos como todos los escritores latinoamericanos nacidos en la década del cincuenta. Luego crecieron: en una primera etapa el peruano y el cubano conocieron el esplendor, sus textos eran publicados, la crítica unánimemente los alababa, se hablaba de ellos como de los mejores escritores jóvenes del continente, uno en el campo de la poesía y el otro en la narrativa, implícitamente comenzó a esperarse de ellos la obra decisiva. Pero entonces ocurrió lo que suele ocurrirles a los mejores escritores de Latinoamérica o a los mejores escritores nacidos en la década del cincuenta: se les reveló, como una epifanía, la trinidad formada por la juventud, el amor y la muerte. ¿Cómo afectó esta aparición a sus obras? Al principio, de forma apenas visible: como si un cristal sobreimpuesto a otro cristal experimentara un ligero movimiento. Sólo unos pocos amigos se dieron cuenta. Después, ineludiblemente, se encaminaron hacia la hecatombe o el abismo. El peruano obtuvo una beca y se marchó de Lima. Durante un tiempo recorrió Latinoamérica, pero no tardó mucho en embarcarse con destino a Barcelona y luego a París. Arturo, según creo, lo conoció en México pero su amistad con él se cimentó en Barcelona. Por aquella época todo parecía indicar que su carrera literaria sería meteórica, sin embargo, vaya uno a saber por qué, los editores y los escritores españoles no se interesaron, salvo contadas excepciones, por su obra. Después se marchó a París y allí entró en contacto con estudiantes peruanos maoístas. Según Arturo, el peruano siempre había sido maoísta, un maoísta lúdico e irresponsable, un maoísta de salón, pero en París, de una manera u otra, lo convencieron, digamos, de que él era la reencarnación de Mariátegui, el martillo o el yunque, no podría precisarlo, con el cual iban a destrozar a los tigres de papel que campeaban a sus anchas en Latinoamérica. ¿Por qué Belano creía que su amigo peruano jugaba? Bueno, no le faltaban motivos: un día podía escribir páginas horribles y panfletarias y al día siguiente un ensayo cuasi ilegible sobre Octavio Paz en donde todo eran zalamerías y alabanzas al poeta mexicano. Para ser maoísta, aquello no era muy serio. No era consecuente. En realidad, como ensayista el peruano resultó siempre un desastre, ya fuera en el papel de portavoz de los campesinos desheredados o en el de adalid de la poesía paciana. Como poeta, en cambio, seguía siendo bueno, en ocasiones incluso muy bueno, arriesgado, innovador. Un día, el peruano decidió regresar al Perú. Tal vez creyó llegado el momento de que el nuevo Mariátegui retornara al suelo patrio, tal vez sólo quiso aprovechar los últimos ahorros de su beca para vivir en un lugar más barato y trabajar en sus nuevas obras con tranquilidad y tesón. Pero tuvo mala suerte. No bien puso un pie en el aeropuerto de Lima cuando Sendero Luminoso, como si lo hubiera estado esperando, se levantó como un desafío tangible, como una fuerza que amenazaba con extenderse por todo el Perú. Evidentemente, el peruano no pudo retirarse a escribir a un pueblito de la sierra. A partir de allí todo le fue mal. Desapareció la joven promesa de las letras nacionales y apareció un tipo cada vez con más miedo, cada vez más enloquecido, un tipo que sufría al pensar que había cambiado Barcelona y París por Lima, en donde los que no despreciaban su poesía lo odiaban a muerte por revisionista o perro traidor y en donde, a los ojos de la policía, había sido, a su manera, es cierto, uno de los ideólogos de la guerrilla milenarista. Es decir, de golpe y porrazo el peruano se encontró varado en un país en donde podía ser asesinado tanto por la policía como por los senderistas. Unos y otros tenían motivos de sobra, unos y otros se sentían afrentados por las páginas que él había escrito. A partir de ese momento todo lo que él hace para salvaguardar su vida lo acerca de forma irremediable a la destrucción. Resumiendo: al peruano se le cruzaron los cables. El que antes fuera un entusiasta del Grupo de los Cuatro y de la Revolución Cultural, se transformó en un seguidor de las teorías de madame Blavatsky. Volvió al redil de la Iglesia Católica. Se hizo ferviente seguidor de Juan Pablo II y enemigo acérrimo de la teología de la liberación. La policía, sin embargo, no creyó en esta metamorfosis y su nombre siguió estando en los archivos de gente potencialmente peligrosa. Sus amigos, en cambio, los poetas, los que esperaban algo de él, sí que creyeron en sus palabras y dejaron de hablarle. Incluso su mujer no tardó en abandonarlo. Pero el peruano perseveró en su locura y se mantuvo en sus trece. En su polo norte final. Por supuesto, no ganaba dinero. Se fue a vivir a casa de su padre, quien lo mantenía. Cuando su padre murió, lo mantuvo su madre. Y por supuesto, no dejó de escribir y de producir libros enormes e irregulares en donde a veces se percibía un humor tembloroso y brillante. En ocasiones llegó a presumir, años después, de que se mantenía casto desde 1985. También: perdió cualquier atisbo de vergüenza, de compostura, de discreción. Se volvió desmesurado (es decir, tratándose de escritores latinoamericanos, más desmesurado de lo habitual) en los elogios y perdió completamente el sentido del ridículo en las autoalabanzas. Sin embargo, de vez en cuando, escribía poemas muy hermosos. Según Arturo, para el peruano los dos más grandes poetas de América eran Whitman y él. Un caso raro. El caso del cubano es distinto. El cubano era feliz y sus textos eran felices y radicales. Pero el cubano era homosexual y las autoridades de la revolución no estaban dispuestas a tolerar a los homosexuales, así que tras un momento brevísimo de esplendor en el cual escribió dos novelas (breves también) de gran calidad, no tardó en verse arrastrado por la mierda y por la locura que se hacía llamar revolución. Poco a poco le empezaron a quitar lo poco que tenía. Perdió el trabajo, dejaron de publicarlo, intentaron que se convirtiera en soplón de la policía, lo persiguieron, interceptaron su correspondencia, finalmente lo metieron preso. Dos eran, aparentemente, los objetivos de los revolucionarios: que el cubano se curara de su homosexualidad y que, ya sano, trabajara por su patria. Ambos objetivos dan risa. El cubano aguantó. Como buen (o mal) latinoamericano, no le daba miedo la policía ni la pobreza ni dejar de publicar. Sus aventuras en la isla fueron innumerables y siempre, pese a todas las presiones, se mantuvo vivo y alerta. Un día se largó. Llegó a los Estados Unidos. Sus obras comenzaron a publicarse. Empezó a trabajar con más ahínco que antes, si cabe, pero Miami y él no estaban hechos para entenderse. Se marchó a Nueva York. Tuvo amantes. Contrajo el sida. En Cuba llegaron a decir: ya ven, si se hubiera quedado aquí no habría muerto. Durante un tiempo estuvo en España. Sus últimos días fueron duros: quería acabar de escribir un libro y apenas tenía fuerza para ponerse a teclear. Sin embargo, lo terminó. A veces se sentaba junto a la ventana de su departamento neoyorquino y pensaba en lo que pudo haber hecho y en lo que finalmente hizo. Sus últimos días fueron de soledad y de dolor y de rabia por todo lo irremediablemente perdido. No quiso agonizar en un hospital. Cuando acabó el último libro se suicidó. Eso me contó Arturo mientras esperábamos el avión que lo iba a sacar de España para siempre. El sueño de la Revolución, una pesadilla caliente. Tú y yo somos chilenos, le dije, y no tenemos culpa de nada. Me miró y no contestó. Luego se rio. Me dio un beso en cada mejilla y se fue. Todo lo que empieza como comedia acaba como monólogo cómico, pero ya no nos reímos.