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Susana Puig, calle Josep Tarradellas, Calella de Mar, Cataluña, junio de 1994. Me telefoneó. Hacía mucho que no hablaba con él. Me dijo tienes que ir a tal playa, tal día y a tal hora. ¿Qué dices?, dije yo. Tienes que ir, tienes que ir, dijo él. ¿Estás loco? ¿Estás borracho?, dije yo. Por favor, te espero, dijo él, y me volvió a decir el nombre de la playa y el día y la hora a la que me esperaba. ¿No puedes venir a mi casa?, dije yo. Aquí podemos hablar con tranquilidad si eso es lo que quieres. No quiero hablar, dijo él, ya no quiero hablar, todo se acabó, hablar es inútil, dijo. Me dieron ganas de colgar, pero no lo hice. Acababa de cenar y estaba viendo una película en la tele, era una película francesa, no recuerdo cómo se llamaba ni el nombre del director o de los actores, sólo recuerdo que iba de una cantante, una chica un poco histérica, creo, y de un tío miserable del que ella, inexplicablemente, se enamora. Como siempre, tenía el volumen muy bajo y mientras hablaba con él no quitaba la vista de la tele: habitaciones, ventanas, rostros de personas que no sabía muy bien qué hacían en aquella película. La mesa estaba recogida y en el sofá había un libro, una novela que pensaba empezar a leer aquella misma noche, cuando me cansara de la película y me fuera a la cama. ¿Vendrás?, dijo él. ¿Para qué?, dije yo, pero en realidad estaba pensando en otra cosa, en la obstinación de la cantante, en sus lágrimas que fluían incontenibles y con odio, aunque esto último no sé si se puede decir, es difícil llorar con odio, es difícil que de tanto odiar a alguien te pongas a llorar como una Magdalena. Para que me veas, dijo él. Por última vez, por última vez, insistió. ¿Todavía estás allí?, dije yo. Por un momento pensé que había colgado, no sería la primera vez, me llamaba, seguro, desde un teléfono público, lo pude imaginar sin ningún problema, un teléfono del Paseo Marítimo de su pueblo distante del mío a tan sólo veinte minutos en tren y quince en coche, no sé por qué aquella noche me puse a pensar en las distancias, pero no podía haber colgado, sentía el ruido de los coches, a menos que yo no hubiera cerrado bien mis ventanas y lo que estaba escuchando proviniera de mi propia calle. ¿Estás ahí?, dije. Sí, dijo él, ¿vendrás? ¡Qué pesado! ¿Para qué quieres que vaya si no vamos a hablar? ¿Para qué quieres que vaya si no tenemos nada más que decirnos? La verdad es que no lo sé, dijo él. Me debo estar volviendo loco. Yo también pensaba lo mismo, pero no se lo dije. ¿Has visto a tu hijo? Sí, dijo él. ¿Cómo está? Muy bien, dijo él, muy guapo, cada día más grande. ¿Y tu ex mujer? Muy bien, dijo él. ¿Por qué no vuelves con ella? No hagas preguntas imbéciles, dijo él. Quiero decir en plan amistoso, dije yo, para que te cuide un poco. Esto último parece que le hizo gracia, lo oí reírse, luego dijo que su mujer (no dijo su ex mujer, dijo su mujer) estaba muy bien tal como estaba y que no sería él quien se lo estropeara. Eres demasiado delicado, dije yo. No es ella quien me ha roto el corazón, dijo él. ¡Qué cursi! ¡Qué sentimental! La historia, por supuesto, yo me la sabía de memoria.

Me la contó a la tercera noche, mientras me suplicaba que le pusiera una dosis de Nolotil en vena, tal cual, decía «en vena», no intravenoso, que viene a ser lo mismo, pero diferente, y yo por descontado se la ponía, hale, ahora a dormir, pero siempre hablábamos, y cada noche un poco más, hasta que me contó la historia entera. Entonces me pareció una historia triste, no por la historia en sí misma sino por la forma en que él la contaba. No recuerdo ahora cuánto tiempo permaneció en el hospital, puede que diez o doce días, sí, recuerdo que no pasó nada entre nosotros, a veces tal vez nos mirábamos con más intensidad de la que es usual entre un enfermo y una enfermera, nada más, yo hacía poco que había roto mi relación (no me atrevo a llamarlo noviazgo) con un interno, digamos que el ambiente era propicio, pero no pasó nada. Quince días después de que lo dieran de alta, durante una guardia, entré en una habitación y allí me lo encontré otra vez. ¡Pensé que estaba alucinando! Me acerqué a la cama sin hacer ruido y me puse a mirarlo de cerca, era él. Busqué su historial clínico: tenía una pancreatitis, aunque no le habían puesto sonda nasogástrica. Cuando volví a la habitación (su compañero se estaba muriendo de cirrosis, necesitaba atención constante), él abrió los ojos y me saludó. Qué tal, Susana, dijo. Me tendió una mano. No sé por qué no me bastó con estrecharle la mano sino que me incliné y le di un beso en la mejilla. A la mañana siguiente murió su compañero y cuando volví tenía toda la habitación para él solo. Esa noche hicimos el amor. Él estaba un poco débil todavía, se alimentaba sólo con suero y aún le dolía el páncreas, pero lo hicimos y aunque después me puse a pensar que había sido una imprudencia por mi parte, una imprudencia que lindaba con lo criminal, la verdad es que nunca antes me había sentido tan feliz en el hospital, tal vez sólo cuando obtuve la plaza, pero era una felicidad de otro signo, incomparable a la que sentí cuando hice el amor con él. Por supuesto, yo ya sabía (él mismo me lo contó en su primera hospitalización) que había estado casado y que tenía un hijo, aunque nunca supe que su mujer lo visitara en el hospital, pero sobre todo me había contado la otra historia, la que le «rompió el corazón», una historia vulgar, por lo demás, aunque él no se daba cuenta de nada.

Cualquier otra (una más experimentada, una más práctica) hubiera sabido que lo nuestro no podía durar mucho, a lo sumo el tiempo que estuviera internado, pero yo me hice ilusiones y no tomé en consideración ninguno de los obstáculos que teníamos en contra. Era la primera vez (y la única) que me iba a la cama con alguien tan mayor (dieciséis años) y no me importó nada, al contrario, me gustó. En la cama era delicado, refinado y a veces muy bestia, no me da vergüenza decirlo. Aunque a medida que pasaron los días, a medida que el hospital se fue diluyendo en su memoria, su aire ausente comenzó a hacerse más marcado y las visitas que me hacía se fueron espaciando cada vez más. Él vivía, como ya he dicho, en un pueblo de la costa semejante al mío, a sólo veinte minutos en tren, quince en coche, y algunas noches aparecía por mi casa y no se iba hasta la mañana siguiente y otras noches era yo la que en vez de detenerme en mi pueblo seguía conduciendo hasta el suyo, que era como ir a meterse en la boca del lobo porque a él, nunca me lo dijo pero yo lo sabía, no le gustaban las visitas. Vivía en un edificio del centro, pegado por la parte de atrás al cine del pueblo, así que si la película era de terror o la banda sonora era muy fuerte, desde la cocina una podía escuchar los gritos o las notas más altas y más o menos saber, sobre todo si previamente habías visto la película, en qué parte iba, si habían encontrado o no al asesino, cuánto faltaba para que acabara.

Después de la última función, la casa se sumía en un silencio profundo, como si el edificio cayera de pronto en el pozo de una mina, sólo que el pozo tenía algo de líquido, de mundo subacuático, porque poco después yo me ponía a imaginar peces, esos peces planos y ciegos de las profundidades marinas. Por lo demás, todo en su casa era un desastre: el suelo estaba sucio, la sala estaba ocupada por una mesa enorme y llena de papeles y sólo había sitio para un par de sillas, el baño era horrible (¿todos los tíos solteros tienen el lavabo en esas condiciones?, espero que no), no tenía lavadora y las sábanas dejaban mucho que desear, también las toallas, el paño de la cocina, su ropa, en fin, todo, una ruina, y eso que cuando empezamos a salir juntos, si es que alguna vez eso sucedió realmente, le dije que trajera la ropa sucia a mi casa y que yo la metería en la lavadora, tengo una muy buena, pero él como si oyera caer la lluvia, decía que lavaba a mano, una vez subimos al terrado, en el edificio sólo vivía la casera en el primero y él en el segundo, en el tercero no vivía nadie aunque alguna noche, mientras me hacía el amor (o mientras me follaba, esto último es más ajustado a la realidad) oí ruidos, como si alguien en el tercero moviera una silla o moviera una cama, como si alguien caminara desde la puerta a la ventana o como si alguien se levantara de la cama y se dirigiera a la ventana, que no abría, seguramente era el viento, las casas viejas, todo el mundo lo sabe, tienen ruidos extraños, crujen en las noches de invierno, en fin, que subimos al terrado y me mostró el lavadero, un lavadero de cemento descascarado como si alguien, un anterior inquilino, la hubiera emprendido a martillazos una tarde de desesperación, y me dijo que allí lavaba, a mano, claro, que no necesitaba lavadora, y después nos pusimos a mirar el panorama de las azoteas del pueblo, los terrados de la parte vieja siempre tienen algo impreciso y bonito, el mar, las gaviotas, el campanario de la iglesia, todo de un color marrón claro, amarillo, como de tierra brillante o de arena brillante. Más tarde, como era inevitable, abrí los ojos y me di cuenta que aquello no tenía sentido. No puedes amar a quien no te ama, no puedes mantener una relación sólo por el sexo. Le dije que lo nuestro se había acabado y él no puso ningún reparo, como si lo hubiera sabido desde el principio. Pero seguimos siendo amigos y de vez en cuando, aquellas noches en que me sentía muy sola o deprimida, cogía el coche y lo iba a buscar. Cenábamos juntos y luego hacíamos el amor, pero yo ya no me quedaba a dormir en su casa. Después conocí a otra persona, nada serio, y ya ni siquiera eso.

Una vez discutimos. ¿El motivo? Lo he olvidado. No fue un asunto de celos, eso sí lo recuerdo, él no era nada celoso. Estuvimos varios días sin que me llamara, sin que yo lo fuera a visitar. Le escribí una carta. Le decía que debía madurar, que debía cuidarse, que su salud era frágil (tenía el colédoco esclerosado, los marcadores del hígado por las nubes, pancolitis ulcerosa, acababa de salir de un hipertiroidismo, ¡le dolían de tanto en tanto las muelas!), que encausara su vida puesto que aún era joven, que olvidara a aquella que le había «roto el corazón», que se comprara una lavadora. Estuve toda una tarde escribiéndola y después la rompí y me puse a llorar. Hasta que recibí su última llamada telefónica.

¿Quieres verme pero no vamos a hablar?, le dije. Eso es, dijo él, eso es, no vamos a hablar, sólo quiero saber que estás cerca, pero tampoco vamos a vernos. ¿Te has vuelto loco? No, no, no, dijo él. Es muy sencillo. Pero no era muy sencillo. Lo que quería, en resumidas cuentas, era que yo lo viera. ¿Tú no me verás a mí?, dije yo. No, yo no tendré la más mínima posibilidad de verte, tengo muy estudiado el escenario, tú tienes que estacionar el coche en la curva de la gasolinera, tienes que aparcar en el arcén y desde allí podrás verme, ni siquiera es necesario que salgas del coche. ¿Te piensas suicidar, Arturo?, dije yo. Lo oí cómo se reía. De suicidio nada, al menos por ahora, dijo apenas con un hilo de voz. Tengo un billete para África, salgo de viaje dentro de unos días. ¿Para África, para qué parte de África?, dije yo. Para Tanzania, dijo él, ya me he puesto todas las vacunas del mundo. ¿Irás?, me preguntó. No entiendo nada, dije yo, no le veo ningún sentido. ¡Lo tiene!, dijo él. Pero no para mí, cabrón, dije yo. Contigo tiene sentido, dijo él. ¿Y qué tengo que hacer?, dije yo. Sólo tienes que aparcar tu coche en la primera curva después de la gasolinera y esperar. ¿Cuánto rato? No lo sé, cinco minutos, dijo él, si llegas a la hora que te digo sólo cinco minutos. ¿Y después qué?, dije yo. Después esperas otros diez minutos y te vas. Y eso es todo. ¿Y África qué?, dije yo. África viene después, dijo él (su voz era la de siempre, un pelín irónica, pero en modo alguno la voz de un loco), es el futuro. ¿El futuro? Vaya futuro. ¿Y qué piensas hacer allí?, dije yo. Su respuesta, como siempre, fue vaga, creo que dijo: cosas, trabajos, lo de siempre, algo así. Cuando colgué no supe si me causaba más perplejidad su invitación o su anuncio de que se marchaba de España.

El día de la cita seguí al pie de la letra todas sus instrucciones. Desde lo alto de la carretera, con el coche estacionado en el arcén, se dominaba la casi totalidad de la cala, una playa pequeña que en verano acoge a los nudistas de los alrededores. A mi izquierda tenía una sucesión de colinas y riscos en donde asomaba de vez en cuando un chalet, a mi derecha la línea férrea, una zona de matorrales y luego, tras una hondonada, la playa. El día era gris y al llegar no vi a nadie. En un extremo de la cala estaba el bar Los Calamares Felices, una destartalada construcción de madera pintada de azul, sin un alma a la vista. En el otro extremo había unas rocas que ocultaban calas más pequeñas, más recogidas de las miradas públicas y que en verano eran las que congregaban al grueso de los nudistas. Llegué media hora antes de la hora indicada. No quise bajar del coche, pero tras esperar diez minutos y fumarme dos cigarrillos el ambiente allí dentro se hizo en todos los sentidos irrespirable. Cuando abría la portezuela para salir, un coche se estacionó enfrente de Los Calamares Felices. Lo observé con atención: de su interior bajó un hombre, un tipo de pelo largo y lacio, presumiblemente joven, y tras mirar hacia todas partes (menos hacia arriba, hacia donde estaba yo) dio la vuelta al bar y desapareció de mi vista. No sé por qué empecé a ponerme cada vez más nerviosa. Volví al interior de mi coche y cerré las puertas con seguro. Pensaba seriamente en marcharme cuando un segundo coche aparcó en la entrada de Los Calamares Felices. De él descendieron un hombre y una mujer. Tras contemplar el primer coche el hombre se llevó las manos a la boca y dio un grito o un silbido, no lo sé porque en ese momento pasó un camión a mi lado y no pude oír nada. Durante un momento el hombre y la mujer esperaron y luego avanzaron hacia la playa por un caminito de tierra. Al cabo de un rato, desde la parte no visible de Los Calamares Felices, salió el primer hombre y se dirigió hacia ellos. Evidentemente se conocían pues se dieron la mano y la mujer lo besó. Después, con un ademán que me pareció excesivamente lento, la mano del segundo hombre indicó un punto en la playa. Surgiendo de las rocas, dos hombres avanzaban en dirección al bar, caminando por la arena, justo en el borde mismo donde las olas desaparecían. Aunque estaban muy lejos, en uno de ellos reconocí a Arturo. Salí del coche a toda prisa, no sé por qué, tal vez pensando en bajar a la playa, aunque de inmediato me di cuenta que para llegar a ésta hubiera tenido que dar un rodeo enorme, atravesar un túnel peatonal, y que para cuando hubiera llegado posiblemente ya todos se habrían marchado. Así que me quedé quieta junto a mi coche y miré. Arturo y su acompañante se detuvieron en el centro de la playa. Los dos hombres de los coches avanzaron en dirección a ellos, la mujer se sentó en la arena y esperó. Cuando estuvieron los cuatro juntos uno de los hombres, el acompañante de Arturo, puso un paquete en el suelo y lo desenvolvió. Luego se levantó y retrocedió. El primero de los hombres se acercó al paquete, cogió algo de éste y también retrocedió. Después Arturo se acercó al paquete, cogió a su vez algo e hizo lo mismo que el anterior. Ahora Arturo y el primer hombre sostenían algo alargado en las manos. El segundo hombre se acercó al primero y le dijo algo. El primero asintió con la cabeza y el segundo se retiró, pero debía de estar un poco confuso porque lo hizo en dirección al mar y una ola le mojó los zapatos, lo que provocó que el segundo hombre diera un salto, como si lo hubiera mordido una piraña y se retirara rápidamente en dirección contraria. El primer hombre ni siquiera lo miró: conversaba, aparentemente de forma amigable, con Arturo y éste movía el pie izquierdo como si mientras lo escuchaba se entretuviera dibujando algo, una cara, unos números, con la punta de la bota en la arena húmeda. El acompañante de Arturo se retiró unos metros en dirección a las rocas. La mujer se levantó y se acercó al segundo hombre, que sentado en la arena limpiaba sus zapatos. En el centro de la playa sólo quedaba Arturo y el primer hombre. Entonces levantaron aquello que sostenían en las manos y lo entrechocaron. A primera vista me parecieron unos bastones y me reí, pues comprendí que lo que Arturo quería que yo viera era eso, una payasada, una payasada con un aire extraño, pero definitivamente una payasada. Pero luego una duda se abrió paso en mi cabeza. ¿Y si no fueran bastones? ¿Y si fueran espadas?

Guillem Piña, calle Gaspar Pujol, Andratx, Mallorca, junio de 1994. Nos conocimos en 1977. Ha pasado mucho tiempo, han pasado muchas cosas. Yo entonces compraba dos periódicos cada mañana y varias revistas. Lo leía todo, estaba al tanto de todo. Nos veíamos a menudo, siempre en mi territorio, creo que sólo una vez fui a su casa. Salíamos a comer juntos. Pagaba yo. Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Barcelona ha cambiado. Los arquitectos barceloneses no han cambiado, pero Barcelona sí. Pintaba todos los días, no como ahora, todos los días, pero había demasiadas fiestas, demasiadas reuniones, demasiados amigos. La vida era emocionante. En aquellos años tenía una revista y me gustaba. Hice una exposición en París, una en Nueva York, una en Viena, una en Londres. Arturo desaparecía por temporadas. Le gustaba mi revista. Yo le regalaba números atrasados y también le regalé un dibujo. Se lo regalé enmarcado porque sabía que él no tenía dinero para enmarcar nada. ¿Qué dibujo era? Un boceto para un cuadro que nunca hice: Las otras señoritas de Aviñón. Conocí a marchantes interesados por mi obra. Pero yo no estaba demasiado interesado por mi obra. En aquellos años hice tres falsificaciones de Picabia. Perfectas. Vendí dos y me quedé una. En la falsificación vi una luz muy tenue, pero luz al fin y al cabo. Con el dinero que gané compré un grabado de Kandinsky y un lote de arte povera posiblemente falsificados también. A veces cogía el avión y volvía a Mallorca. Iba a ver a mis padres a Andratx y daba largas caminatas por el campo. En ocasiones me quedaba mirando a mi padre, que también pintaba, cuando se iba al campo con sus telas y su caballete y me pasaban ideas raras por la cabeza. Ideas que parecían peces muertos o a punto de morir en las profundidades marinas. Pero luego pensaba en otras cosas. En aquella época yo tenía un estudio en Palma. Trasegaba cuadros. Los llevaba de casa de mis padres al estudio y del estudio a casa de mis padres. Luego me aburría y cogía el avión de vuelta a Barcelona. Arturo iba a mi casa a ducharse. No tenía ducha en su casa, obviamente, y venía a la mía en Moliner, junto a la plaza Cardona.

Hablábamos, nunca discutíamos. Le enseñaba mis cuadros y él decía fantástico, me encantan, frases de ese estilo que siempre me han resultado abrumadoras. Sé que las decía de corazón, pero igual me abrumaban. Luego se quedaba callado, fumando, y yo preparaba té o café o sacaba una botella de whisky. No sé, no sé, pensaba, puede que esté haciendo algo bueno, puede que esté en el camino correcto. Las artes plásticas son, en el fondo, incomprensibles. O son tan comprensibles que nadie, yo el primero, acepta la lectura más obvia. Arturo, por aquel entonces, se acostaba ocasionalmente con mi amiga. Él no sabía que era mi amiga. Es decir, él sabía que era mi amiga, cómo no lo iba a saber si fui yo quien se la presenté, lo que no sabía es que era mi amiga. Se acostaban de vez en cuando, una vez al mes, digamos. A mí me hacía gracia. En ciertos aspectos él podía llegar a ser muy ingenuo. Mi amiga vivía en la calle Denia, a pocos pasos de mi casa, y yo tenía llave de su casa y a veces me presentaba allí a las ocho de la mañana, a buscar algo que había olvidado para una de mis clases, y encontraba a Arturo en la cama o preparando el desayuno y éste me miraba como preguntándose ¿es su amiga o su amiga? A mí me hacía gracia. Buenos días, Arturo, le decía y a veces tenía que hacer un esfuerzo para no reírme. También yo me acostaba con otra amiga, sólo que me acostaba mucho más a menudo con ésta que lo que se acostaba mi amiga con Arturo. Problemas. La vida está llena de problemas, aunque en Barcelona, en aquellos años, la vida era maravillosa y a los problemas los llamábamos sorpresas.

Luego vino el desencanto, yo daba clases en la universidad y no estaba a gusto. No quería explicar con mi obra mis planteamientos teóricos. Daba clases y veía a mis compañeros en dos grupos claramente diferenciados: los que eran un fraude (los mediocres y los canallas), y los que tenían detrás del pupitre una obra plástica que caminaba, bien o mal, junto al trabajo docente. Y de pronto me di cuenta que no quería estar en ninguno de los dos grupos y renuncié. Me puse a dar clases en un instituto. Qué descanso. ¿Fue como ser degradado de teniente a sargento? Posiblemente. Tal vez a cabo. Aunque yo no me sentía ni teniente ni sargento ni cabo, sino pocero, trabajador de limpieza de cloacas, peón caminero perdido o marginado de su tropilla. Naturalmente, pese a que en el recuerdo el paso de un estado a otro adquiere los tintes bruscos, brutales, de lo irremediable y repentino, el ritmo de estos acontecimientos fue mucho más moderado. Conocí a un millonario que compraba mi obra, mi revista murió de inanición y falta de ganas, inicié otras revistas, hice exposiciones. Pero todo eso ahora no existe: es más una certeza verbal que vital. Lo cierto es que un día todo se acabó y me quedé solo con mi Picabia falsificado como único mapa, como único asidero legítimo. Un desempleado podría echarme en cara que a pesar de tenerlo todo no fui capaz de ser feliz. Yo podría echarle en cara al asesino el acto de matar y éste al suicida su último gesto desesperado o enigmático. Lo cierto es que un día se acabó todo y me puse a mirar a mi alrededor. Dejé de comprar tantas revistas y periódicos. Dejé de exponer. Empecé a dar mis clases de dibujo en el instituto con humildad y seriedad e incluso (aunque no me ufano de ello) con cierto sentido del humor. Arturo hacía mucho que había desaparecido de nuestras vidas.

Los motivos de su desaparición los ignoro. Un día se disgustó con mi amiga porque supo que era mi amiga o tal vez se acostó con mi otra amiga y ésta le dijo so tonto ¿no te has dado cuenta que la amiga de Guillem es su amiga?, o algo parecido, las conversaciones en la cama oscilan entre el enigma y la transparencia. No lo sé, tampoco importa. Sólo sé que se marchó y dejé de verlo durante mucho tiempo. Yo, ciertamente, no lo quise así. Intento conservar a mis amigos. Intento ser agradable y sociable, no forzar el paso de la comedia a la tragedia, de eso ya se encarga la vida. En fin, un día Arturo desapareció. Pasaron los años y no lo volví a ver. Hasta que un día mi amiga me dijo: adivina quién me llamó por teléfono esta noche. Me hubiera gustado decirle: Arturo Belano, hubiera sido divertido que lo adivinara a la primera, pero dije otros nombres y luego me rendí. Sin embargo, cuando ella dijo Arturo yo me alegré. ¿Cuántos años hacía que no lo veíamos? Muchos, tantos que más valía no enumerarlos, no recordarlos, aunque yo los recordaba todos, uno por uno. Así que un día Arturo apareció por casa de mi amiga y ésta me llamó por teléfono y yo salí de mi casa y fui a verlo. Fui a buen paso, fui corriendo. No sé por qué me puse a correr, pero lo cierto es que lo hice. Eran cerca de las once de la noche y hacía frío y cuando llegué vi a un tipo que ya tenía más de cuarenta años, igual que yo, y me sentí, mientras avanzaba hacia él, como el Desnudo bajando una escalera, aunque yo no bajaba ninguna escalera, creo.

Después nos encontramos varias veces. Un día apareció por mi estudio. Yo estaba sentado contemplando una tela muy pequeña dispuesta al lado de una tela de más de tres metros por dos. Arturo miró la pintura pequeña y la pintura grande y me preguntó qué eran. ¿Qué crees tú?, dije. Osarios, dijo él. Efectivamente, eran osarios. Por entonces yo apenas pintaba y no exponía nada. Aquellos que habían sido tenientes conmigo, ahora eran capitanes, coroneles e incluso uno había llegado al grado de general o mariscal, mi querido Miguelito. Otros habían muerto de sida o de sobredosis o de cirrosis hepática o simplemente fueron dados por desaparecidos. Yo seguía siendo pocero. Sé que esta situación se presta a interpretaciones diversas, la mayoría conducentes a un territorio donde todo es sombrío. Y mi situación no era sombría en lo más mínimo. Me sentía razonablemente bien, investigaba, miraba, me miraba mirar, leía, vivía tranquilo. Producía poco. Esto tal vez sea importante. Arturo, por el contrario, producía mucho. Una vez, al salir de la lavandería, me lo encontré. Iba a mi casa. ¿Qué haces?, me dijo. Ya ves, le contesté, salgo con la ropa limpia. ¿Pero es que no tienes lavadora en tu casa?, me dijo. Se me estropeó hace unos cinco años, le dije. Esa tarde Arturo salió a la galería del patio de luces y estuvo mirando mi lavadora. Yo me preparé un té (por entonces ya no bebía casi nada) y lo estuve mirando mientras él miraba la lavadora. Por un instante pensé que la iba a arreglar. No me hubiera parecido nada del otro mundo, pero sí que me hubiera alegrado. Al final la lavadora seguía tan muerta como siempre. Otra vez le conté de un accidente que tuve. Creo que se lo conté porque me di cuenta que miraba de soslayo mis cicatrices. El accidente fue en Mallorca. Un accidente de coche. Estuve a punto de perder los dos brazos y la quijada. En el resto del cuerpo apenas tenía unos cuantos arañazos. Extraño accidente, ¿verdad? Muy extraño, dijo Arturo. Él también me contó que había estado hospitalizado en seis ocasiones en el lapso de dos años. ¿En qué país?, le pregunté. Aquí, dijo, en el Valle Hebrón y antes en el Josep Trueta de Girona. ¿Y por qué no nos avisaste?, te hubiéramos ido a ver. Bueno, no tiene importancia. Una vez me preguntó si no me sentía deprimido. No, le dije, a veces me siento como el Desnudo bajando una escalera, lo que resulta incluso agradable si estás en una reunión con amigos, y no tan agradable si vas por el Paseo de Gracia, por ejemplo, pero en general me siento bien.

Un día, poco antes de desaparecer por última vez, llegó a mi casa y me dijo: me van a hacer una mala crítica. Le preparé una infusión de manzanilla y me quedé callado, que es lo que se hace, creo, cuando uno tiene que escuchar una historia, ya sea triste o alegre. Pero él también se quedó callado y durante un rato estuvimos así, él mirando su infusión o la rodajita de limón que flotaba en su infusión y yo fumando un Ducados, creo que soy de los pocos que sigue fumando Ducados, digo, de los pocos de mi generación, incluso el mismo Arturo ahora fuma rubios ultra lights. Al cabo de un rato, por decir algo, dije: ¿te vas a quedar a dormir en Barcelona? y él negó con la cabeza, cuando se quedaba a dormir en Barcelona lo hacía en casa de mi amiga (en habitaciones separadas, aunque esta precisión lo enturbia todo), no en mi casa, cenábamos juntos, eso sí, y a veces salíamos los tres a dar vueltas en el coche de mi amiga. En fin, le pregunté si se iba a quedar a dormir y él dijo que no podía, que tenía que volver al pueblo en donde residía, un pueblo de la costa a poco más de una hora en tren. Y entonces otra vez nos volvimos a quedar callados los dos, y yo me puse a pensar en lo que había dicho acerca de una mala crítica, y por más que pensé no entendí nada, así que dejé de pensar y me puse a esperar, que es lo que hace, contra todo pronóstico, el Desnudo bajando una escalera, y precisamente en eso consiste su extraña crítica.

Durante un rato lo único que escuché fue el ruido que hacía Arturo al beber su infusión, sonidos apagados provenientes de la calle, el ascensor que subió y bajó un par de veces. Y de repente, cuando ya no pensaba ni escuchaba nada, lo oí que repetía que un crítico lo iba a vapulear. Eso no tiene demasiada importancia, le dije. Son gajes del oficio. Sí que tiene importancia, dijo él. A ti nunca te ha importado, dije yo. Ahora me importa, debo de estar aburguesándome, dijo él. A continuación me explicó que su penúltimo libro y su último libro tenían unas semejanzas que entraban en el territorio de los juegos imposibles de descifrar. Yo había leído su penúltimo libro y me había gustado y no tenía idea de qué iba su último libro así que no le pude decir nada al respecto. Sólo preguntarle: qué clase de semejanzas. Juegos, Guillem, dijo. Juegos. El jodido Desnudo bajando una escalera, tus jodidas falsificaciones de Picabia, juegos. ¿Pero dónde está el problema?, dije. El problema, dijo él, es que el crítico, un tal Iñaki Echavarne, es un tiburón. ¿Es un mal crítico?, dije yo. No, es un buen crítico, dijo él, al menos no es un mal crítico, pero es un jodido tiburón. ¿Y cómo sabes que te va a hacer la reseña de tu último libro si todavía no está ni siquiera en las librerías? Porque el otro día, dijo él, mientras estaba en la editorial, llamó a la jefa de prensa y le pidió mi anterior novela. ¿Y qué?, dije yo. Que yo estaba allí, delante de la jefa de prensa, y ésta le dijo hola, Iñaki, qué casualidad, Arturo Belano está aquí mismo, delante de mí, y el cabrón del Echavarne no dijo nada. ¿Qué tenía que haber dicho? Hola, al menos, dijo Arturo. ¿Y cómo no dijo nada, tú sacas la conclusión de que te va a destrozar?, dije. ¿Y qué si te destroza? ¡Es igual! Mira, dijo Arturo, Echavarne se peleó hace poco con el Catón de las letras españolas, Aurelio Baca, ¿lo conoces? No lo he leído, pero sé quién es, dije. Todo se debió a una crítica que hizo Echavarne sobre el libro de un amigo de Baca, no sé si la crítica estaba justificada o no, yo no he leído el libro. Lo único cierto es que aquel novelista tenía a Baca para defenderlo. Y la crítica que Baca le dedicó al crítico fue de esas que hacen llorar. Ahora bien, yo no tengo a ningún meapilas que me defienda, absolutamente a nadie, así que Echavarne se puede ensañar conmigo con toda tranquilidad. Ni siquiera Aurelio Baca podría defenderme pues en mi libro, no en el que va a salir, en el penúltimo, me burlo de él, aunque dudo mucho que me haya leído. ¿Tú te burlas de Baca? Me río un poco, dijo Arturo, aunque no creo que ni él ni nadie se percatara. Eso descarta a Baca como defensor, admití, mientras pensaba que yo tampoco me había percatado de aquella burla que ahora parecía preocupar a mi amigo. Así es, dijo Arturo. Pues que Echavarne se ensañe, dije yo, qué más da, todo eso no son más que nimiedades, deberías ser el primero en saberlo. Todos nos vamos a morir, piensa en la eternidad. Pero es que Echavarne debe tener ganas de desquitarse con alguien, dijo Arturo. ¿Tan malo es?, dije yo. No, no, es muy bueno, dijo Arturo. ¿Entonces? No se trata de eso, se trata de ejercitar los músculos, dijo Arturo. ¿Los músculos del cerebro?, dije yo. Los músculos de alguna parte, y yo voy a ser el sparring de Echavarne para su segundo round o su octavo round con Baca, dijo Arturo. Ya veo, la disputa viene de lejos, dije yo. ¿Y tú qué tienes que ver en todo esto? Nada, yo sólo voy a ser el sparring, dijo Arturo. Durante un rato estuvimos sin hablar, pensando, mientras el ascensor bajaba y subía y el ruido que hacía era como el ruido de los años en que no nos habíamos visto. Lo voy a desafiar a duelo, dijo Arturo finalmente. ¿Quieres ser mi padrino? Eso fue lo que dijo. Sentí como si me clavaran una inyección. Primero el pinchazo, luego el líquido que entraba no en mis venas sino en mis músculos, un líquido helado que provocaba escalofríos. La proposición me pareció descabellada y gratuita. Nadie desafía a nadie por algo que aún no ha hecho, pensé. Pero luego pensé que la vida (o su espejismo) nos desafía constantemente por actos que nunca hemos realizado, en ocasiones por actos que ni siquiera se nos ha pasado por la cabeza realizar. Mi respuesta fue afirmativa y acto seguido pensé que tal vez en la eternidad sí que existe o existirá el Desnudo bajando la escalera o tal vez El gran vidrio. Y luego pensé: ¿y si la reseña es buena? ¿Y si a Echavarne le gusta la novela de Arturo? ¿No sería entonces, además de un acto gratuito, una injusticia desafiarlo a duelo?

Poco a poco empezaron a planteárseme varios interrogantes, pero decidí que no era el momento de mostrarse sensato. Todo tiene su hora. Lo primero que discutimos fue el tipo de armas a utilizar. Yo sugerí globos hinchados de agua con tintura roja. O una pelea a sombrerazos. Arturo se empeñó en que tenía que ser con sables. ¿A primera sangre?, propuse. A regañadientes, aunque en el fondo presumo que aliviado, Arturo aceptó mi sugerencia. Después buscamos los sables.

Mi primer plan fue comprarlos en esas tiendas de turistas que venden desde espadas toledanas hasta sables de samurái, pero, informada de nuestras intenciones, mi amiga dijo que su padre, ya fallecido, había dejado un par de espadas, así que las fuimos a ver y resultaron ser espadas de verdad. Tras limpiarlas a conciencia, decidimos utilizarlas. Después buscamos un lugar idóneo. Yo sugerí el Parque de la Ciudadela, a las doce de la noche, pero Arturo se inclinó por una playa nudista a medio camino entre Barcelona y el pueblo donde residía. Luego conseguimos el teléfono de Iñaki Echavarne y lo llamamos. Nos llevó un tiempo convencerlo de que no se trataba de una broma. En total, Arturo habló tres veces con él. Al final Iñaki Echavarne dijo que estaba de acuerdo y que le comunicáramos el día y la hora. La tarde del duelo comimos en un merendero de Sant Pol de Mar. Chipirones fritos y gambas. Mi amiga (que nos había acompañado hasta allí pero que no pensaba asistir al duelo), Arturo y yo. La comida, lo reconozco, fue un poco fúnebre y durante ésta Arturo sacó un pasaje de avión y nos lo enseñó. Pensé que sería un billete con destino a Chile o a México y que Arturo, de alguna manera, aquella tarde se despedía de Cataluña y de Europa. Pero el billete era el de un vuelo con destino a Dar es-Salam con escala en Roma y El Cairo. Entonces supe que mi amigo se había vuelto completamente loco y que si el crítico Echavarne no lo mataba de un planazo en la cabeza se lo iban a comer las hormigas negras o las hormigas rojas de África.

Jaume Planells, bar Salambó, calle Torrijos, Barcel junio de 1994. Una mañana me llamó mi amigo y colega Iñaki Echavarne y me dijo que necesitaba un padrino para un duelo. Yo estaba un poco resacoso, por lo que al principio no entendí lo que Iñaki me decía, además de que no era usual que me llamara por teléfono y menos a esas horas. Luego, cuando me lo explicó, pensé que me estaba tomando el pelo y le seguí la corriente, a mí me suelen tomar el pelo, no es algo que me moleste, y además Iñaki es una persona un poco rara, rara pero atractiva, el tipo al que las mujeres encuentran muy guapo y los hombres encuentran simpático, tal vez algo temible, y que secretamente admiran. Hacía poco había tenido una polémica con Aurelio Baca, el gran novelista madrileño, y pese a que Baca desencadenó sobre él truenos y rayos, amén de anatemas, Iñaki había salido bien parado, digamos que en tablas del belicoso encuentro.

Lo curioso fue que Iñaki no había criticado a Baca sino a un amigo de éste, así que ya podemos imaginarnos lo que hubiera pasado si llega a meterse directamente con el santo varón madrileño. A mi modesto entender, el problema radicaba en que Baca era el modelo de escritor Unamuno, bastante frecuente en los últimos años, que a las primeras de cambio lanzaba su perorata llena de moralina, la típica perorata española ejemplarizante e iracunda, la perorata del sentido común o la perorata sacrosanta, e Iñaki era el típico crítico provocador, el crítico kamikaze, que gozaba creándose enemigos, y que muy a menudo metía la pata hasta la ingle. A fuerza tenían que chocar en algún momento. O Baca tenía que chocar con Echavarne, llamarlo al orden, darle un tirón de orejas, una colleja, algo por el estilo. En el fondo de la charca, sin embargo, los dos pertenecían a ese abanico cada vez más ambiguo que llamamos izquierda.

Por lo que cuando Iñaki me explicó lo del duelo, yo pensé que estaba bromeando, el fervor desatado por Baca no podía ser tan fuerte como para que ahora los autores se tomaran la justicia por su mano y además de forma tan melodramática. Pero Iñaki me dijo que no se trataba de eso, se embarulló un poco, dijo que esto era otra cuestión y que tenía que aceptar el duelo (o mucho me equivoco o nombró el Desnudo bajando una escalera, ¿pero qué tenía que ver Picasso en este asunto?), que le dijera de una vez si estaba dispuesto a ser su padrino o no, que no tenía tiempo que perder pues el duelo se celebraba aquella misma tarde.

No me quedó más remedio que decirle que sí, claro, en dónde quedamos y a qué hora, aunque luego, cuando Iñaki colgó, me puse a pensar que tal vez me acababa de enmierdar en algo grave, yo que más o menos vivo bien y que como a todo hijo de vecino le gusta una broma bien hecha de vez en cuando, pero sin pasarse, posiblemente me estaba metiendo en uno de esos fregados que siempre acaban mal. Y luego, para colmo, me dio por pensar y reflexionar (algo que en casos como éste nunca, pero nunca, se debe hacer), y llegué a la conclusión de que ya era raro que Iñaki me llamara a mí para apadrinar su duelo siendo que yo no soy precisamente uno de sus amigos más íntimos, somos colegas en el mismo periódico, nos encontramos a veces en el Giardinetto o en el Salambó o en el bar de Laie, pero amigos, lo que se dice amigos, pues no, no lo somos.

Y como ya faltaban pocas horas para el duelo, pues lo llamé a Iñaki, a ver si todavía lo encontraba, y nada, se ve que me había telefoneado a mí y de inmediato había salido, no sé, a escribir su última crónica o a la iglesia más cercana, así que ya puestos llamé a Quima Monistrol, a su móvil, fue como un flash que me pasó por la cabeza, si voy con una mujer las cosas no pueden ser tan sórdidas, aunque por supuesto a Quima no le dije la verdad, le dije Quima te necesito, cariño, Iñaki Echavarne y yo tenemos una reunión y queremos que vengas con nosotros, y Quima me preguntó a qué hora y yo le dije ya mismo, corazón, y Quima dijo vale, pásame a recoger al Corte Inglés o algo así. Cuando colgué intenté ponerme en contacto con dos o tres amigos más, pues de repente me di cuenta que estaba mucho más nervioso de lo usual, pero no encontré a nadie.

A las cinco y media vi a Quima fumando un cigarrillo en la esquina de plaza Urquinaona con Pau Claris, hice una maniobra un tanto temeraria y un segundo después tenía en el asiento del copiloto a la audaz reportera. Mientras nos tocaban la bocina cientos de automovilistas y por el retrovisor distinguía ya la silueta amenazante de un urbano, pise el acelerador y enfilamos hacia la A-19, en dirección al Maresme. Por supuesto. Quima me preguntó dónde tenía escondido a Iñaki, que con las mujeres tiene un gancho increíble, hay que reconocerlo, así que tuve que decirle que nos esperaba en el bar Los Calamares Felices, sito en las afueras de Sant Pol de Mar, cerca de una cala que en primavera y verano se transmuta en playa nudista. El resto del viaje, no llegó a veinte minutos, mi Peugeot corre como un gamo, lo hice en ascuas, escuchando las historias de Quima y sin encontrar el momento oportuno para confesarle la razón verdadera que nos llevaba al Maresme.

Para colmo de males, en Sant Pol nos perdimos. Según algunos lugareños, teníamos que salir como quien va a Calella, pero a los doscientos metros, pasada una gasolinera, había que torcer a la izquierda, como quien va a la montaña y luego torcer otra vez a la derecha, pasar por un túnel, ¿pero qué túnel?, y salir otra vez a un camino al costado de la playa, en donde se alzaba, único y desolado, el establecimiento conocido como Los Calamares Felices. Durante media hora Quima y yo discutimos, nos peleamos y finalmente encontramos el dichoso bar. Llegábamos con retraso y por un instante creí que Iñaki ya no estaría, pero lo primero que vi fue su Saab rojo, en realidad lo único que vi fue su Saab rojo, estacionado en una franja de arena y matojos, y después el edificio desolado, los ventanales sucios de Los Calamares Felices. Estacioné junto al coche de Iñaki y toqué la bocina. Sin decirnos una palabra Quima y yo decidimos permanecer en el interior del Peugeot. Al poco rato vimos aparecer a Iñaki, que estaba al otro lado del restaurante. Contra lo que yo esperaba no nos reprochó nuestra tardanza ni pareció enfadarse al descubrir a Quima. Le pregunté dónde estaba su adversario e Iñaki sonrió y se encogió de hombros. Después los tres nos pusimos a caminar hacia la playa. Cuando Quima supo el motivo de nuestra presencia allí (fue Iñaki el que se lo contó, de forma objetiva y clara, con pocas palabras, yo no hubiera sabido hacerlo), pareció más excitada que nunca y por un instante tuve la certeza de que todo acabaría bien. Durante un rato los tres nos reímos. En la playa no se veía un alma. No ha venido, oí que decía Quima con un dejo de desencanto.

Del extremo norte de la playa, de entre unas rocas, aparecieron entonces dos figuras. El corazón me dio un vuelco. La última pelea en la que me vi envuelto fue cuando tenía once o doce años y desde entonces siempre he evitado los actos de violencia. Ahí están, dijo Quima. Iñaki me miró y luego miró el mar y sólo entonces comprendí que la escena tenía algo de irremediablemente ridículo y que lo ridículo no era ajeno a mi presencia allí. Las dos figuras que habían salido de entre las rocas seguían avanzando, por la orilla de la playa, y finalmente se detuvieron a unos cien metros de distancia, lo suficiente para ver que una de ellas llevaba entre los brazos un paquete del que sobresalían las puntas de dos espadas. Es mejor que Quima se quede aquí, dijo Iñaki. Tras escuchar y rebatir las protestas de nuestra compañera los dos nos dirigimos lentamente al encuentro de aquel par de locos. ¿Así que esta fantochada va a seguir adelante?, recuerdo que le dije mientras caminábamos por la arena, ¿así que este duelo va a tener lugar en la realidad y no en lo imaginario?, ¿así que me has elegido a mí como testigo de esta locura?, porque precisamente en aquellos momentos intuí o tuve la revelación de que Iñaki me escogió a mí porque sus amigos de verdad (si los tenía, Jordi Llovet tal vez, algún intelectual de ese tipo) se hubieran negado con rotundidad a participar en semejante disparate y él lo sabía y todos lo sabían, menos yo, el gacetillero imbécil, y también pensé: Dios mío, la culpa de todo la tiene el cabrón de Baca, si no hubiera atacado a Iñaki esto no estaría sucediendo, y luego ya no pude pensar más porque habíamos llegado junto a los otros dos y uno de ellos dijo: ¿quién de vosotros es Iñaki Echavarne?, y entonces yo miré a Iñaki a la cara, con un miedo repentino a que éste dijera que era yo (en ese momento, con los nervios, me imaginé a Iñaki capaz de todo), pero Iñaki sonrió, como si estuviera felicísimo, y dijo que él era quien era y entonces el otro me miró a mí y se presentó, dijo: yo soy Guillem Piña, el padrino, y yo me escuché diciendo: hola, soy Jaume Planells, el otro padrino, y francamente ahora que lo recuerdo me dan ganas de vomitar o de tirarme al suelo y reventar de risa, pero entonces más bien lo que sentí fue como un retortijón en el estómago, y frío, porque de hecho hacía frío y ya sólo unos pocos rayos de sol crepuscular iluminaban la playa, esa playa en donde en primavera la gente se desnudaba del todo, calas pequeñas y roqueríos, a la vista sólo de los pasajeros del tren de la costa a quienes el espectáculo traía sin cuidado, lo que es la democracia y la civilidad, en Galicia esos mismos pasajeros hubieran detenido el tren y se hubieran bajado a capar nudistas, en fin, yo pensaba en esas cosas cuando decía hola, soy Jaume Planells, el otro padrino.

Y entonces el tal Guillem Piña desenvolvió el paquete que llevaba en las manos y las espadas quedaron desnudas, incluso me pareció ver una luz mortecina en las hojas, ¿de acero?, ¿de bronce?, ¿de hierro?, yo no sé nada de espadas, pero sí que sé lo suficiente como para percibir que no eran de plástico, y entonces adelanté una mano y con la yema de los dedos toqué las hojas, metálicas, claro, y cuando retiré la mano volví a ver el brillo, un brillo debilísimo, que despedían como si se estuvieran despertando, al menos eso hubieran dicho los amigos de Iñaki si éste hubiera tenido el valor o la honradez de pedirles que lo acompañaran, y si éstos lo hubieran acompañado, cosa que dudo, y a mí me pareció demasiada coincidencia, o en todo caso una coincidencia demasiado densa: el sol que se ocultaba tras las montañas y el refulgir de las espadas, y sólo entonces, por fin, pude preguntar (¿a quién?, no lo sé, a Piña, más probablemente al mismo Iñaki) si aquello iba en serio, si el duelo iba a ser en serio, y advertir en voz alta, aunque no muy bien timbrada, que yo no quería problemas con la policía, eso de ningún modo. El resto es confuso. Piña dijo algo en mallorquín. Luego dio a escoger a Iñaki una de las espadas. Éste se tomó su tiempo, sopesando ambas, primero una, después otra, después ambas a la vez, como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa que jugar a los mosqueteros. Las espadas ya no brillaban. El otro, el escritor agraviado (¿pero agraviado por quién, por qué, si todavía no había salido la maldita reseña afrentosa?) esperó hasta que Iñaki hubo escogido. El cielo era gris lechoso y desde las colinas y los huertos del interior bajaba una niebla densa. Mis recuerdos son confusos. Creo haber oído gritar a Quima: aúpa, Iñaki, o algo así. Después, de común acuerdo, Piña y yo nos retiramos, reculando. Una ola mansa me mojó las perneras de los pantalones. Recuerdo haber mirado mis mocasines y haber maldecido. También recuerdo la sensación de obscenidad, de ilegalidad, que me produjeron mis calcetines mojados y el ruido que éstos hacían al moverme. Piña se retiró hacia las rocas. Quima se había levantado y acercado un poco hacia los duelistas. Éstos hicieron entrechocar sus espadas. Recuerdo que me senté sobre un montículo y me saqué los zapatos y minuciosamente saqué de éstos, con un pañuelo, la arena mojada. Luego arrojé el pañuelo y me puse a mirar la línea del horizonte, cada vez más oscura, hasta que la mano de Quima se posó en mi hombro y su otra mano puso en mis manos un objeto vivo y húmedo y ríspido que tardé en identificar como mi pañuelo que volvía, que me devolvían como una maldición.

Recuerdo que guardé el pañuelo en un bolsillo de la americana. Más tarde Quima diría que Iñaki manejó la espada como un experto y que en todo momento tuvo la pelea a su favor. Pero yo no aseguraría lo mismo. La pelea empezó igualada. Los mandobles de Iñaki eran más bien tímidos, se contentaba con entrechocar la espada con la espada de su adversario. Y retrocedía, siempre retrocedía, yo no sé si por miedo o porque lo estaba estudiando. Los golpes del otro, en cambio, cada vez eran más resueltos, en un momento le lanzó una estocada, la primera de toda la pelea, sujetó la espada y adelantó la pierna derecha y el brazo derecho y la punta de la espada casi tocó las costuras del pantalón de Iñaki. Fue entonces cuando éste pareció despertar del sueño absurdo en que estaba y meterse de sopetón en otro sueño en donde el peligro era cierto. A partir de ese momento sus pasos se hicieron mucho más ágiles, se movía más rápido, siempre retrocediendo, aunque no en línea recta sino en círculos, de tal manera que a veces yo lo veía de frente, otras veces de perfil y otras de espalda. ¿Qué hacían mientras tanto los otros espectadores? Quima estaba sentada en la arena, a mis espaldas, y en ocasiones daba hurras por Iñaki. Piña, en cambio, estaba de pie, bastante retirado del círculo en donde se movían los espadachines y su cara parecía la de alguien acostumbrado a este tipo de cosas y también la cara de alguien que está durmiendo.

Durante un segundo de lucidez tuve la certeza de que nos habíamos vuelto locos. Pero a ese segundo de lucidez se antepuso un supersegundo de superlucidez (si me permiten la expresión) en donde pensé que aquella escena era el resultado lógico de nuestras vidas absurdas. No era un castigo sino un pliegue que se abría de pronto para que nos viéramos en nuestra humanidad común. No era la constatación de nuestra ociosa culpabilidad sino la marca de nuestra milagrosa e inútil inocencia. Pero no es eso. No es eso. Estábamos detenidos y ellos estaban en movimiento y la arena de la playa se movía, pero no por el viento sino por lo que ellos hacían y por lo que nosotros hacíamos, es decir nada, es decir mirar, y todo junto era el pliegue, el segundo de superlucidez. Después, nada. Mi memoria siempre ha sido mediocre, la justita para ir tirando como periodista. Iñaki atacó a su antagonista, éste atacó a Iñaki, me di cuenta que podían estar así durante horas, hasta que las espadas les pesaran en las manos, saqué un cigarrillo, no tenía fuego, miré en todos los bolsillos, me levanté y me acerqué a Quima sólo para enterarme de que ésta había dejado de fumar desde hacía tiempo, un año o un siglo. Por un momento pensé en ir a pedirle fuego a Piña, pero me pareció excesivo. Me senté junto a Quima y contemplé a los duelistas. Seguían moviéndose en círculos aunque sus desplazamientos cada vez eran más lentos. También tuve la impresión de que hablaban entre sí, pero el ruido de las olas ahogaba sus voces. Le dije a Quima que todo junto me parecía una fantochada. De eso nada, me respondió. Luego añadió que le parecía muy romántico. Extraña mujer esta Quima. Mis ganas de fumar se acrecentaron. A lo lejos, Piña se había sentado, como nosotros, en la arena y de sus labios salía una estela de humo azul cobalto. No aguanté más. Me levanté y me dirigí hacia él dando un rodeo, de modo que en ningún momento pudiera estar cerca de la singladura de los duelistas. Desde una colina una mujer nos observaba. Estaba recostada sobre el capó de un coche y con las manos se hacía visera. Pensé que miraba el mar pero luego comprendí que nos miraba a nosotros, naturalmente.

Piña me ofreció su encendedor sin decir nada. Miré su cara: estaba llorando. Yo tenía ganas de hablar pero al verlo se me quitaron las ganas de golpe. Así que volví junto a Quima y volví a mirar a la mujer que estaba sola en lo alto de la colina y también miré a Iñaki y a su contrincante que ya más que cruzar las espadas lo único que hacían era moverse y estudiarse. Al dejarme caer junto a Quima mi cuerpo hizo un ruido de saco lleno de arena. Entonces vi la espada de Iñaki que se levantaba más alto de lo que aconsejaba la prudencia o las películas de mosqueteros y vi la espada de su contrincante que se estiraba hasta situar la punta de ésta a pocos milímetros del corazón de Iñaki y yo creo, aunque esto no es posible, que vi palidecer a Iñaki y oí que Quima decía Dios mío o algo parecido y vi que Piña arrojaba el cigarrillo lejos, hacia la colina, y vi que en la colina ya no había nadie, ni la mujer ni el coche, y entonces el otro retiró la punta de su espada con un movimiento brusco e Iñaki se adelantó y le descerrajó un planazo en el hombro, yo creo que en venganza por el susto que lo había hecho pasar, y Quima suspiró y yo suspiré y lancé unas volutas de humo al aire viciado de aquella playa espantosa y el viento se llevó mis volutas de inmediato, sin tiempo para nada, e Iñaki y su contrincante siguieron dale que te pego, dale que te pego, como dos niños tontos.