Daniel Grossman, sentado en un banco de la Alameda, México DF, febrero de 1993. Hacía muchos años que no lo veía y cuando volví a México lo primero que hice fue preguntar por él, por Norman Bolzman, dónde estaba, qué hacía. Sus padres me dijeron que daba clases en la UNAM y que pasaba largas temporadas en una casa que había alquilado cerca de Puerto Ángel, una casa sin teléfono en la que Norman se recluía para escribir y pensar. Después llamé a otros amigos. Hice preguntas. Salí a cenar. Así supe que con Claudia todo había terminado y que Norman ahora vivía solo. Un día vi a Claudia en casa de un pintor que los tres, Claudia, Norman y yo, habíamos conocido cuando ninguno de nosotros tenía veinte años. Por aquella época el pintor en cuestión no debía tener ni diecisiete, calculo, y todos decíamos que iba a ser verdaderamente bueno. La cena fue deliciosa, comida muy mexicana, supongo que en honor mío, que volvía a México después de una ausencia más bien prolongada, y después Claudia y yo salimos a la terraza y estuvimos criticando a nuestro anfitrión, Claudia estaba preciosa, se reía del pintor, ¿recuerdas, me dijo, que este buey prometía que iba a ser mejor que Paalen? ¡Pues se ha quedado peor que Cuevas! No sé si lo decía en serio, a Claudia nunca le gustó Cuevas, pero con el pintor, con Abraham Manzur, se veía a menudo, Abraham se había hecho un nombre en el mundo artístico mexicano, sus obras se vendían en los Estados Unidos, en cualquier caso ya no era ciertamente el joven aquel que prometía tanto, el que Claudia y Norman y yo habíamos conocido en el DF de los años setenta y que un poco condescendientemente, el pintor era dos o tres años menor que nosotros, en esa edad unos pocos años de diferencia cuentan, veíamos como la encarnación del artista o de la voluntad del artista. En cualquier caso Claudia ya no lo veía así. Ni yo tampoco. Quiero decir: no esperábamos nada de él. Sólo era un judío-mexicano chaparro, más bien grueso, con muchas amistades y mucho dinero. Como yo, sin ir más lejos: un judío-mexicano alto y delgado y sin trabajo, y como Claudia, una judía-argentina-mexicana guapísima, relaciones públicas de una de las galerías más importantes del DF. Todos con los ojos abiertos, encerrados en un pasillo oscuro, inmóviles, esperando. Pero no enfaticemos.
Aquella noche, al menos, yo no enfaticé ni critiqué a nadie ni me burlé del pintor que tan amablemente me había invitado a cenar, aunque sólo fuera para presumir, para hablar de exposiciones en Dallas o en San Diego, ciudades que por lo que me cuentan ya son casi parte de la República. Y luego me fui con Claudia y el acompañante de Claudia, un licenciado unos diez años mayor que ella, tal vez quince años mayor que ella, un tipo divorciado y con hijos universitarios, director de la filial de una empresa alemana en México, preocupado por todo y del que ya no recuerdo ni el diminutivo con el que Claudia lo llamaba de vez en cuando, poco después terminaron, así era Claudia, así es, ningún novio le duraba más de un año. La verdad es que no pudimos hablar demasiado, explayarnos, hacernos las preguntas que hubiéramos debido hacernos. De aquella noche recuerdo la cena, que comí con placer, los cuadros del pintor y de algunos amigos del pintor repartidos por la sala demasiado grande de su casa, el rostro de Claudia sonriendo, las calles nocturnas del DF y el trayecto, menos breve de lo que esperaba, hasta la casa de mis padres, en donde me alojaba hasta aclarar un poco mi situación.
Poco después partí hacia Puerto Ángel. El viaje lo hice en camión, desde el DF a Oaxaca y desde Oaxaca, en otra línea, hasta Puerto Ángel y cuando por fin llegué estaba cansado, con el cuerpo adolorido y con ganas únicamente de tirarme en una cama y dormir. La casa de Norman estaba en las afueras, en un barrio llamado La Loma, un chalet de dos plantas, la primera de cemento y la segunda de madera, con tejado acanalado y un jardín pequeño y agreste en donde abundaban las buganvillas. Norman, por supuesto, no me esperaba, sin embargo cuando nos vimos tuve la sensación de que él era la única persona que se alegraba de que hubiera regresado. La sensación de extrañeza, que no me abandonaba desde que pisé el aeropuerto del DF, comenzó a diluirse imperceptiblemente a medida que el camión se internaba por las carreteras de Oaxaca y yo me abandonaba a la certeza de que estaba otra vez en México y de que las cosas podían cambiar, aunque en el fondo no sabía si los cambios, de realizarse, serían para mejor o peor, como casi siempre pasa con los cambios, como casi siempre ocurre en México. El recibimiento de Norman, sin embargo, fue magnífico y durante cinco días nos dedicamos a bañarnos en la playa, a leer a la sombra del porche en sendas hamacas colgadas de unos clavos y que poco a poco fueron cediendo hasta dar con nuestros traseros en el suelo, a beber cerveza y a dar largos paseos por una zona de La Loma en donde abundaban los despeñaderos y, junto a la playa, en el límite mismo del bosque, las casetas cerradas de los pescadores a las que un ladrón, por ejemplo, hubiera podido acceder por el expeditivo método de la patada en la pared, patada que no dudábamos hubiera abierto un boquete o derrumbado la construcción entera.
La fragilidad de aquellas cabañas, pero esto lo pienso ahora, no entonces, en más de una oportunidad me provocaron una sensación extraña, no de precariedad ni de pobreza sino más bien de turbia ternura y de destino, seguramente no me sé explicar. Aquel lugar Norman lo llamaba «el balneario», aunque durante mi estancia allí no vi a nadie bañándose en las playas más bien broncas de esa parte de Puerto Ángel. El resto del día lo pasábamos hablando, sobre todo de política, de la situación del país, que veíamos desde ópticas distintas pero que a ambos nos parecía igual de grave, y luego Norman se encerraba en su estudio y preparaba un ensayo sobre Nietzsche que pensaba publicar en la Revista del Colegio de México. Pensándolo desde mi óptica actual, creo que no hablamos mucho. Es decir: no hablamos mucho de nosotros. Tal vez yo hablé de mí alguna noche. Le conté seguramente todas mis aventuras, mi vida en Israel y en Europa, pero hablar, lo que se dice hablar, no lo hicimos.
Al sexto día de estar allí, un domingo por la mañana, volvimos al DF. El lunes, Norman tenía que dar clases en la universidad y yo ponerme a buscar trabajo. Salimos de Puerto Ángel en el Renault de color blanco de Norman, que sólo utilizaba cuando venía a Oaxaca pues en el DF prefería moverse utilizando el transporte público. Al principio supongo que hablamos de lo mismo que habíamos hablado durante aquellos seis días, de La genealogía de la moral, de Nietzsche, en donde Norman a cada nueva lectura encontraba más puntos de unión (y eso le pesaba) entre el filósofo y el nazismo que poco después se enseñorearía de Alemania, del tiempo, de las estaciones del año, que yo opinaba que iba a echar en falta y que Norman aseguraba que no tardaría en olvidar, de la gente que yo había dejado atrás pero a la que pensaba mandar de vez en cuando y sin falta algunas postales. No sé en qué momento empezó a hablar de Claudia. Sólo sé que de alguna manera lo supe pues a partir de entonces inmediatamente me callé y me puse a escucharlo. Dijo que la relación se había terminado poco después de que él se pusiera a trabajar en la universidad, algo que yo ya sabía, y que la ruptura no fue, como pensaron muchos, dolorosa. Ya sabes cómo es ella, dijo, y yo dije sí, ya lo sé. Luego dijo que a partir de entonces sus relaciones con las mujeres se habían enfriado. Después se rio. Recuerdo su risa con total claridad. No se veía ningún automóvil en la carretera, sólo árboles, montañas y cielo, y el ruido del Renault desplazando el viento. Dijo que se acostaba con mujeres, es decir, que todavía le gustaba acostarse con mujeres, pero que de alguna manera que no conseguía comprender cada vez tenía más problemas en este aspecto. ¿Qué clase de problemas?, le pregunté. Problemas, problemas, dijo Norman. ¿No se te levanta?, dije. Norman se rio. ¿Es eso, no te empalmas?, dije. Eso es un síntoma, dijo, no un problema. Ya me has contestado, le dije, no se te levanta. Norman volvió a reírse. Llevaba la ventana bajada y el aire le revolvía el pelo. Su piel estaba muy bronceada. Parecía feliz. Los dos nos reímos. A veces no se me empalma, dijo, ¿pero qué palabra es ésa: empalmar? No, a veces no se me pone dura, pero eso sólo es un síntoma y en ocasiones ni siquiera un síntoma. En ocasiones es sólo una broma, dijo. Le pregunté si no había encontrado a nadie en todo este tiempo, una pregunta cuya respuesta parecía obvia, y Norman dijo que sí, que de alguna forma sí había encontrado a alguien, pero que tanto él como ella, una profesora de filosofía divorciada y con dos hijos que no sé por qué imaginé fea, en cualquier caso menos hermosa que Claudia, preferían esperar, no adelantar acontecimientos, una relación en el frigorífico.
Después habló de los niños, los niños en general y los niños de Puerto Ángel en particular, me preguntó qué pensaba de los niños de Puerto Ángel y la verdad es que yo no pensaba nada de los niños de aquel pueblo que dejábamos atrás, ¡es que ni siquiera me había fijado en ellos!, y entonces Norman me miró y dijo: cada vez que pienso en ellos me centro. Tal cual. Me centro. Y yo pensé: mejor sería que mirara a la carretera y no a mí, y también pensé: algo pasa. Pero no dije nada. No le dije: conduce con cuidado, no le dije ¿qué pasa, Norman? En vez de eso me puse a mirar el paisaje, árboles y nubes, montañas, suaves colinas, el trópico, mientras Norman hablaba ya de otra cosa, de un sueño que Claudia había tenido, ¿cuándo?, hacía poco, lo llamó por teléfono una madrugada y se lo contó, muy buenos amigos, evidentemente. ¿Y sabes cuál era ese sueño?, me dijo. ¿Qué pasa, mano, dije yo, quieres que te lo interprete? Un sueño con colores, con una batalla al fondo, una batalla que se aleja y que al alejarse arrastra tras de sí todas las interpretaciones. Pero Norman dijo: soñó con los hijos que no tuvimos. No jodas, le dije. Ése era el significado del sueño. ¿La batalla que se aleja, según tú, eran los hijos que no tuvieron? Más o menos, dijo Norman. Esas sombras que combatían. ¿Y los colores? Lo que queda, dijo Norman, la pinche abstracción de lo que queda.
Y entonces yo pensé en el pintor y en sus cuadros abstractos y no sé por qué se me ocurrió decirle a Norman (con quien seguramente ya lo había comentado mientras estábamos en Puerto Ángel) que el ojete de Abraham Manzur estaba peleando en rings de segunda fila, tal vez para cambiar de tema, tal vez porque eso era lo único que tenía que decir en aquel momento, en donde dijera lo que dijera poco importaba, pues era Norman el que llevaba la batuta y nada de lo que yo añadiera iba a cambiar esa verdad incontrovertible, el Renault lanzado a más de ciento veinte por la carretera desierta. ¿Viste sus cuadros?, dijo Norman. Algunos, dije. ¿Y qué te parecieron?, dijo Norman como si todo lo que habíamos hablado en Puerto Ángel estuviera olvidado. Estaban bien, dije. ¿Y a Claudia qué le parecieron? No me dio su opinión, dije yo. Durante un rato seguimos así. Norman se puso a hablar de pintura mexicana, del estado de las carreteras, de la política universitaria, de la interpretación de los sueños, de los niños de Puerto Ángel, de Nietzsche, y yo intervenía muy de tanto en tanto con algún monosílabo, alguna pregunta que servía sólo para aclarar conceptos aunque la verdad es que a esas alturas los conceptos me valían madre y lo único que quería era llegar cuanto antes al DF y no volver a poner los pies en el estado de Oaxaca nunca más en mi vida.
Y entonces Norman dijo: Ulises Lima. ¿Te acuerdas de Ulises Lima? Claro que me acordaba, cómo iba a haberlo olvidado. Y Norman dijo: últimamente he estado pensando en él, como si Ulises Lima fuera parte de su cotidianidad o hubiera sido parte de su vida, cuando yo sabía fehacientemente que apenas había sido un episodio, un episodio más bien molesto, además. Y luego Norman me miró, como si esperara un guiño o una palabra de complicidad, pero yo sólo le dije cuidado con la carretera, fíjate cómo conduces, pues el Renault se había escorado hacia la derecha y ya estábamos tocando el bordillo, aunque eso a Norman no parecía preocuparle pues con un solo golpe de volante volvió a ponerlo en el medio, en la justa senda, y de nuevo me miró y yo dije ¿qué? Ulises Lima, sí, los días que pasó con nosotros en Tel-Aviv, y Norman: ¿no notaste nada raro, nada que se saliera de lo corriente?, normalísimo Norman. Y entonces yo le dije: ¡todo!, porque así era Ulises y así, secretamente, queríamos que fuera, no él, no Norman, que no era su amigo y que lo conocía mayormente de oídas, las historias que los adolescentes nos contábamos de Ulises, pero sí Claudia y yo que por aquellas fechas aún creíamos que íbamos a ser escritores y que hubiéramos dado todo por pertenecer a ese grupo más bien patético, los real visceralistas, la juventud es una estafa.
Y entonces Norman dijo: no se trata de los real visceralistas, no has entendido nada, buey. Y yo le dije: ¿de qué se trata, pues? Y Norman, para mi alivio, dejó de mirarme y se concentró durante algunos minutos en la carretera, y después dijo: de la vida, de lo que perdemos sin darnos cuenta y de lo que podemos recobrar. ¿Y qué es lo que podemos recobrar?, dije. Lo que perdimos, podemos recobrarlo intacto, dijo Norman. Hubiera sido fácil rebatirlo, en lugar de eso yo también bajé la ventanilla y dejé que el aire tibio me despeinara, los árboles pasaban a una velocidad pasmosa. ¿Qué podemos recobrar?, pensé sin importarme que la velocidad fuera cada vez mayor y que la carretera ya no presentara tantos tramos en línea recta, tal vez porque Norman siempre había conducido con seguridad y era capaz de hablar, de observarme, de buscar cigarrillos en la guantera, de encenderlos e incluso de mirar de vez en cuando hacia adelante y todo sin quitar el pie del acelerador. Podemos volver a entrar en juego en el momento en que queramos, oí que decía. ¿Te acuerdas de los días que pasó Ulises con nosotros en Tel-Aviv? Claro que me acuerdo, dije. ¿Sabes qué fue a hacer a Tel-Aviv? Claro que lo sé, pinche Ulises, estaba enamorado de Claudia, dije. Estaba locamente enamorado de Claudia, me corrigió Norman, tan locamente que no se daba cuenta de lo que tenía al alcance de la mano. No se daba cuenta de un carajo, dije, la verdad es que no sé cómo no la palmó. Te equivocas, dijo Norman (en realidad, eso lo dijo Norman a gritos), te equivocas, te equivocas, aunque hubiera querido no hubiera podido morirse. Bueno, él fue por Claudia, él fue a buscar a Claudia, dije yo, y nada le salió bien.
Sí, él fue por Claudia, dijo Norman riéndose. Pinche Claudia, qué hermosa era, ¿te acuerdas? Claro que me acuerdo, dije. ¿Y te acuerdas de dónde durmió Ulises mientras estuvo en nuestra casa? En el sofá, dije. ¡En el puto sofá!, dijo Norman. Hipóstasis del amor romántico. Umbral. Tierra de nadie. Y luego murmuró, pero tan bajito que entre el ruido del Renault que avanzaba como una flecha por la carretera y el ruido del viento que subía por mi brazo hasta mi perfil derecho tuve que hacer un esfuerzo enorme para desentrañar sus palabras: algunas noches, dijo, se ponía a llorar. ¿Qué?, dije yo. Algunas noches, cuando me levantaba para ir al baño, lo escuchaba sollozar. ¿A Ulises? Sí, ¿tú nunca lo escuchaste? No, dije, yo duermo de un tirón. Qué suerte tienes, dijo Norman, aunque por la forma en que lo dijo sonó más bien a qué mala suerte tienes, mano. ¿Y por qué lloraba?, dije yo. No lo sé, dijo Norman, nunca se lo pregunté, yo sólo iba al baño y al pasar por la sala lo escuchaba, nada más, puede que ni siquiera estuviera llorando, puede que se estuviera haciendo una paja y esos gemidos que yo escuchaba fueran de placer, ¿me entiendes? Sí, más o menos, dije. Pero también puede que no se estuviera haciendo una paja, dijo Norman. Ni que estuviera llorando. ¿Entonces, qué? Puede que estuviera durmiendo, dijo Norman, puede que los gemidos los produjera el sueño de Ulises. ¿Lloraba en sueños? ¿A ti nunca te ha pasado?, dijo Norman. Pues la verdad es que no, dije. Yo las primeras noches tenía miedo, dijo Norman, miedo a quedarme allí, de pie en la sala, en la penumbra, escuchándolo. Pero una vez me quedé y lo comprendí todo, de un solo golpe. ¿Qué era lo que tenías que entender?, dije. Todo, lo más importante de todo, dijo Norman, y luego se rio. ¿Lo que soñaba Ulises Lima? No, no, dijo Norman, y el Renault dio un salto hacia adelante.
Lo que son las cosas: el salto me hizo recordar al gigantón austríaco con el que apareció Ulises al cabo de un mes, y le dije a Norman: ¿te acuerdas de aquel chavo austríaco amigo de Ulises? Y Norman se rio y me dijo claro, cómo no, pero no se trata de eso, cuando Ulises volvió a Tel-Aviv ya no era el mismo, era el mismo pero no era el mismo, ya no sollozaba por las noches, ya no lloraba, yo lo tenía bien vigilado y me di cuenta, o tal vez el pinche Ulises ya ni siquiera se daba ese lujo, o yo qué sé. Y después dijo Norman: fue en los primeros días, cuando estaba solo y dormía en el sillón. Fue allí y no después. Claro, claro, dije yo. Mucho antes de que apareciera con el austríaco. ¿Y nunca dijo nada? ¿Nada de qué?, dijo Norman. Coño, nada de nada, dije yo. Entonces Norman se rio otra vez y dijo: Ulises lloraba porque sabía que nada se había acabado, porque sabía que tendría que volver a Israel otra vez. ¿El eterno retorno? ¡Una mierda para el eterno retorno! ¡Aquí y ahora! Pero Claudia ya no vive en Israel, dije yo. El lugar donde vive Claudia es Israel, dijo Norman, cualquier pinche lugar, ponle el nombre que quieras. México, Israel, Francia, Estados Unidos, el planeta Tierra. A ver si te entiendo, dije, ¿Ulises sabía que la relación entre Claudia y tú se iba a romper? ¿Y que él, entonces, podría intentarlo de nuevo? ¡No has entendido nada!, dijo Norman. En este asunto yo no tengo nada que ver. Claudia no tiene nada que ver. Incluso, en ocasiones, el cabrón de Ulises no tiene nada que ver. Sólo los sollozos tienen algo que ver. Pues no, dije, no te entiendo.
Y entonces Norman me miró y vi en su rostro, lo juro, la misma cara que tenía a los dieciséis o a los quince, la cara que tenía cuando nos conocimos en la prepa, mucho más delgado, una cara de pájaro, con el pelo mucho más largo y los ojos más brillantes y una sonrisa que te hacía quererlo de inmediato, una sonrisa que te decía ahora estamos aquí, ahora ya no estamos aquí. Y fue en ese momento cuando se nos echó encima el camión y Norman maniobró para evitarlo y salimos volando. Norman salió volando, yo salí volando, los cristales salieron volando. Y todos entramos en donde entramos.
Cuando desperté estaba en un hospital de Puebla y mis padres o las sombras de mis padres se movían por las paredes de la habitación. Después vino Claudia y me dio un beso en la frente y, según me dicen, se pasó muchas horas sentada al lado de mi cama. Unos días después me dijeron que Norman había muerto. Al cabo de un mes y medio pude salir del hospital y me instalé en casa de mis padres. De vez en cuando me venían a ver parientes que no conocía y amigos a quienes había olvidado. La situación no era molesta, pero decidí irme a vivir solo. Alquilé una casita en la colonia Anzures, con baño, cocina y una sola habitación y empecé, poco a poco, a dar largos paseos por el DF. Cojeaba, a veces me perdía, pero esos paseos me hacían bien. Una mañana me puse a buscar trabajo. No lo necesitaba, pues mis padres me habían asegurado que podía contar con su ayuda hasta que me sintiera lo suficientemente fuerte. Fui a la universidad y hablé con dos compañeros de Norman. Parecieron extrañados de que yo apareciera por allí, luego dijeron que Norman era una de las personas más íntegras que habían conocido. Los dos eran profesores de filosofía y ambos estaban en la línea de Cuauhtémoc Cárdenas. Les pregunté qué era lo que pensaba Norman de Cárdenas. Estaba con él, dijeron, a su manera, igual que todos nosotros, pero estaba con él. La verdad, lo supe entonces, es que no era la filiación política de Norman lo que andaba buscando sino otra cosa, algo que ni siquiera conseguía formularme a mí mismo con claridad. Con Claudia cené en un par de ocasiones. Quise hablar de Norman, quise contarle a Claudia lo que Norman y yo habíamos hablado mientras volvíamos de Puerto Ángel, pero Claudia dijo que hablar de aquello la ponía triste. Además, añadió, cuando estuviste en el hospital lo único que hacías era repetir tu última conversación con Norman. ¿Y qué fue lo que dije? Lo que dicen todos los que deliran, dijo Claudia, a veces te obsesionabas con un par de frases referidas al paisaje y otras veces cambiabas de tema con tanta rapidez que era imposible seguirte.
Por más que insistí no pude sacar nada en limpio. Una noche, mientras dormía, se me apareció Norman y me dijo que me tranquilizara, que él estaba bien. Pensé, no sé si en el sueño o al despertarme gritando, que Norman parecía estar en el cielo de México y no en el cielo de los judíos, menos aún en el cielo de la filosofía o en el cielo de los marxistas. ¿Pero cuál era el pinche cielo de México? La alegría asumida o lo que está detrás de la alegría, los gestos vacíos o lo que se esconde (para sobrevivir) detrás de los gestos vacíos. Poco después empecé a trabajar en una agencia de publicidad. Una noche, borracho, intenté llamar a Arturo Belano a Barcelona. En el número que tenía me dijeron que no vivía allí nadie de ese nombre. Hablé con Müller, su amigo, y éste me dijo que Arturo vivía en Italia. ¿Qué hace en Italia?, pregunté. No lo sé, dijo Müller, supongo que trabajar. Cuando colgué me puse a buscar a Ulises Lima en el DF. Supe que debía encontrarlo y preguntarle qué había querido decir Norman en su última conversación. Pero buscar a alguien en el DF es una empresa difícil.
Durante meses estuve yendo de un lado para otro, viajé en metro y camiones atestados, telefoneé a gente que no conocía ni me interesaba conocer, me asaltaron tres veces, al principio nadie sabía nada o nadie quería saber nada de Ulises Lima. Según algunos se había vuelto alcohólico y drogadicto. Un tipo violento al que rehuían sus amigos más cercanos. Según otros se había casado y se dedicaba a su familia a tiempo completo. Unos decían que su mujer era una descendiente de japoneses o la única heredera de unos chinos que tenían una cadena de cafeterías chinas en el DF. Todo era vago y lamentable.
Un día, en una fiesta, me presentaron a la mujer con la que Ulises había vivido un tiempo, no la china, una anterior.
Era delgada y tenía una mirada dura. Estuvimos hablando un rato, de pie en un rincón, mientras sus amigos esnifaban cocaína. Dijo que tenía un hijo, pero que ese hijo era de otro hombre. Ulises, sin embargo, había sido como un padre para él.
¿Como un padre para tu hijo? Algo así, dijo ella. Como un padre para mi hijo y como un padre para mí. La miré con atención, temiendo que se estuviera burlando. A excepción de sus ojos, todo en ella traslucía desamparo.
Después habló de drogas, creo que el único tema que le merecía la pena tratar, y yo le pregunté si Ulises se drogaba. Al principio no, dijo, sólo vendía, pero conmigo empezó a entrarle a la droga. Le pregunté si escribía. No me oyó o tal vez no quiso contestarme. Le pregunté si sabía en dónde encontrar a Ulises. No tenía idea. Tal vez esté muerto, dijo.
Sólo en ese momento me di cuenta de que aquella mujer estaba enferma, posiblemente muy enferma, y no supe qué más decirle, sólo tenía ganas de dejarla atrás y olvidarme de ella. Sin embargo estuve a su lado (o cerca, pues su presencia por periodos prolongados era insoportable) hasta que la fiesta terminó con el amanecer. Y aún después, salimos juntos y caminamos un tramo en dirección al metro más cercano. Nos subimos en Tacubaya. Todos los usuarios del metro a aquella hora parecían enfermos. Ella se fue en una dirección y yo en otra.
Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. Durante un rato estuvimos en silencio. Los muchachos parecían cansados y yo estaba cansado. ¿Y qué pasó con Encarnación Guzmán?, dijo de pronto uno de ellos. Era la última pregunta que hubiera esperado oír y sin embargo era la única pregunta que nos permitía seguir. Me tomé mi tiempo en contestarle. O tal vez primero le contesté telepáticamente, algo usual en los viejos borrachos, y luego, ante la evidencia, abrí la bocota y le dije: nada, muchachos, les dije, no pasó nada, lo mismo que con Pablito Lezcano y conmigo y si me apuran hasta con Manuel. La vida nos puso a todos en nuestro lugar o en el lugar que a ella le convino y luego nos olvidó, como debe de ser. Encarnación se casó. Era demasiado bonita para quedarse a vestir santos. Para nosotros fue una sorpresa verla aparecer una tarde en la cafetería donde nos reuníamos e invitarnos a todos a la boda. Tal vez la invitación era una broma y en el fondo venía a presumir y nada más. Por supuesto, la felicitamos, le dijimos Encarnación, qué felicidad, qué grata sorpresa, y luego no fuimos a su boda, aunque puede que alguno sí asistiera. ¿Que cómo afectó a Cesárea la boda de Encarnación Guzmán Arredondo? Pues mal, supongo, aunque con Cesárea nunca podía uno saber hasta qué punto lo malo era malo o era aún mucho peor, pero no le supo nada bien, de eso no hay duda. Por aquellos días, sin que nos diéramos cuenta, todo estaba deslizándose irremediablemente por el precipicio. O tal vez la palabra precipicio sea demasiado enfática. Por aquellos días todos estábamos deslizándonos colina abajo. Y nadie iba a intentar la remontada una vez más, tal vez Manuel, a su manera, pero excepto él nadie más. Pinche vida cabrona, ¿verdad, muchachos?, les dije. Y ellos dijeron: así parece, Amadeo. Y entonces yo pensé en Pablito Lezcano, que poco después también se casaría y a cuya boda, por lo civil, sí asistí, y pensé en el banquete que organizó el papá de la novia de Pablito, un bodorrio por todo lo alto en una casona que ya no existe allá por el rumbo de Arcos de Belén, me parece que en la calle Delicias, con mariachi y discursos antes y después del banquete, y vi otra vez a Pablito Lezcano, la frente brillante de sudor, leer un poema dedicado a su novia y a la familia de su novia que a partir de entonces ya era como su propia familia, y antes de empezar a leer el poema me miró y miró a Cesárea que estaba a mi lado, y nos guiñó un ojo, como diciéndonos no se me achicopalen mis amigos, que ustedes siempre serán mi verdadera familia secreta, digo yo, aunque probablemente mi interpretación sea incorrecta. Unos cuantos días después del matrimonio de Pablito Cesárea se marchó para siempre del DF. Nos vimos de casualidad una tarde a la salida del cine, lo que ya es casualidad, ¿verdad? Yo había ido solo y Cesárea también y mientras caminábamos nos fuimos comentando la película. ¿Qué película? No lo recuerdo, muchachos, me gustaría que hubiese sido una de Charles Chaplin, pero la verdad es que no lo recuerdo. Sí recuerdo que nos gustó, eso sí, y recuerdo también que el cine estaba delante de la Alameda y que Cesárea y yo empezamos a caminar primero por la Alameda y luego hacia el centro, y en algún momento recuerdo que le pregunté a Cesárea qué era de su vida y que ella me dijo que se iba del DF. Después comentamos la boda de Pablito y en algún momento de la plática salió a relucir Encarnación Guzmán. Cesárea había estado en su boda. Le pregunté por decir algo, qué tal había sido y ella me dijo que muy bonita y emotiva, ésas fueron sus palabras. Y tristes como todas las bodas, añadí yo. No, me dijo Cesárea, y así se lo conté a los muchachos, las bodas no son tristes, Amadeo, me dijo, son alegres. La verdad es que a mí no me interesaba hablar de Encarnación Guzmán sino de Cesárea. ¿Qué va a ser de tu revista?, le dije. ¿Qué va a ser del realismo visceral? Ella se rio cuando pregunté aquello. Recuerdo su risa, muchachos, les dije, caía la noche sobre el DF y Cesárea se reía como un fantasma, como la mujer invisible en que estaba a punto de convertirse, una risa que me achicó el alma, una risa que me empujaba a salir huyendo de su lado y que al mismo tiempo me proporcionaba la certeza de que no existía ningún lugar adonde pudiera huir. Y entonces se me ocurrió preguntarle hacia dónde se iba. No me lo va a decir, pensé, así es Cesárea, no va a querer que yo lo sepa. Pero me lo dijo: a Sonora, a su tierra, y me lo dijo con la misma naturalidad con que otros dan la hora o los buenos días. ¿Pero por qué, Cesárea, le dije? ¿No te das cuenta que si te marchas ahora vas a tirar por la borda tu carrera literaria? ¿Tienes idea de la clase de páramo cultural que es Sonora? ¿Qué vas a hacer allí? Preguntas de ese tipo. Preguntas que uno hace, muchachos, cuando no sabe realmente qué decir. Y Cesárea me miró mientras caminábamos y dijo que aquí ya no tenía nada. ¿Te has vuelto loca?, le dije. ¿Te has trastornado, Cesárea? Aquí tienes tu trabajo, tienes tus amigos, Manuel te aprecia, yo te aprecio, Germán y Arqueles te aprecian, el general no sabría qué hacer sin ti. Tú eres una estridentista de cuerpo y alma. Tú nos ayudarás a construir Estridentópolis, Cesárea, le dije. Y entonces ella se sonrió, como si le estuviera contando un chiste muy bueno pero que ya conocía y dijo que hacía una semana había dejado el trabajo y que además ella nunca había sido estridentista sino real visceralista. Y yo también, dije o grité, todos los mexicanos somos más real visceralistas que estridentistas, pero qué importa, el estridentismo y el realismo visceral son sólo dos máscaras para llegar a donde de verdad queremos llegar. ¿Y adónde queremos llegar?, dijo ella. A la modernidad, Cesárea, le dije, a la pinche modernidad. Y entonces, sólo entonces, le pregunté si era verdad que había dejado su chamba con mi general. Y ella dijo que por supuesto que era verdad. ¿Y qué dijo él?, pregunté. Se puso hecho una fiera, se rio Cesárea. ¿Y? Nada, no cree que hable en serio, pero si piensa que voy a volver que me espere sentado porque si no se va a cansar.
Pobre hombre, dije yo. Cesárea se rio. ¿Tienes parientes en Sonora?, le dije. No, creo que no, dijo ella. ¿Y qué harás entonces?, dije yo. Pues buscar un trabajo y un lugar donde vivir, dijo Cesárea. ¿Y eso es todo?, dije yo. ¿Ese es todo el porvenir que te espera, Cesárea, hija mía?, dije yo, aunque probablemente no dijera hija mía, puede que sólo lo pensara. Y Cesárea me miró, una mirada cortita, así como de lado, y dijo que ése era el porvenir común de todos los mortales, buscar un lugar donde vivir y un lugar donde trabajar. En el fondo eres un reaccionario, Amadeo, me dijo (pero me lo dijo con simpatía). Y así seguimos un rato más. Como discutiendo, pero sin discutir. Como recriminándonos cosas, pero sin recriminarnos nada. Y de repente yo traté de imaginarme a Cesárea en Sonora, eso fue poco antes de llegar a la calle en donde nos íbamos a separar para siempre, traté de imaginármela en Sonora y no pude. Vi el desierto o lo que entonces yo me imaginaba que era el desierto, nunca he estado allí, con los años lo he visto en películas o por la televisión, pero nunca he estado allí, muchachos, les dije, Dios me libre, y en el desierto vi una mancha que se movía por una cinta interminable y la mancha era Cesárea y la cinta era la carretera que llevaba a una ciudad o a un pueblo sin nombre y entonces, cual zopilote melancólico, bajé y me posé o posé mi imaginación adolorida sobre una roca y vi a Cesárea caminando, pero ya no era la misma Cesárea que yo conocía sino una mujer diferente, una india gorda y vestida de negro bajo el sol del desierto de Sonora, y le dije o traté de decirle adiós, Cesárea Tinajero, madre de los real visceralistas, pero sólo me salió un graznido lastimoso, saludos cordiales, amiga Cesárea, traté de decirle, saludos de parte de Pablito Lezcano y de Manuel Maples Arce, saludos de Arqueles Vela y del incombustible List Arzubide, saludos de Encarnación Guzmán y de mi general Diego Carvajal, pero sólo me salió un gorgoteo como si estuviera sufriendo un ataque al corazón, toquemos madera, o un ataque de asma, y luego volví a ver a Cesárea caminando a mi lado, tan decidida como ella era, tan resuelta, tan valiente, y le dije: Cesárea, piénsatelo bien, no actúes a tontas y a locas, mide tus pasos, le dije, y ella se rio y me dijo: Amadeo, yo sé lo que hago, y después nos pusimos a hablar de política, que era un tema que a Cesárea le gustaba aunque cada vez menos, como si la política y ella hubieran enloquecido juntas, tenía ideas raras al respecto, decía, por ejemplo, que la Revolución Mexicana iba a llegar en el siglo XXII, un disparate incapaz de proporcionarle consuelo a nadie, ¿verdad?, y hablamos también de literatura, de poesía, de lo último que había pasado en el DF, las comidillas de los salones literarios, las cosas que escribía Salvador Novo, las historias de algunos toreros y de algunos políticos y de algunas vicetiples, temas en los que tácitamente no se profundizaba o no se podía profundizar. Y luego Cesárea se detuvo como si de repente se acordara de algo muy importante y que había olvidado, se quedó quieta, miró el suelo o tal vez miró a los transeúntes de aquella hora, pero sin verlos, arrugando el ceño, muchachos, les dije, y después me miró a mí, primero sin verme, después viéndome, y sonrió y me dijo adiós, Amadeo. Y ésa fue la última vez que la vi con vida. Serenísima. Y ahí se acabó todo.