Joaquín Font, calle Colima, colonia Condesa, México DF, agosto de 1987. La libertad es como un número primo. Cuando volví a casa todo había cambiado. Mi mujer ya no vivía allí y en mi habitación ahora dormía mi hija Angélica, junto con su compañero, un director de teatro un poco mayor que yo. Mi hijo menor, por el contrario, se había apropiado de la casita del jardín que compartía con una muchacha de rasgos aindiados. Tanto él como Angélica trabajaban todo el día, aunque no ganaban demasiado. Mi hija María vivía en un hotel cerca del Monumento a la Revolución y casi no veía a sus hermanos. Mi esposa, al parecer, se había vuelto a casar. El director de teatro resultó una persona bastante considerada. Había sido compañero de correrías de la Vieja Segura, o discípulo suyo, no lo podría precisar, y no tenía mucho dinero ni mucha suerte, pero esperaba montar algún día una obra que lo catapultara a la fama y a la fortuna. Por las noches, mientras cenábamos, le gustaba hablar de eso. La compañera de mi hijo, por el contrario, apenas decía una palabra. Me cayó simpática.
La primera noche dormí en la sala. Puse una manta sobre el sofá, me extendí y cerré los ojos. Los ruidos eran los mismos de siempre. Pero me equivocaba. Algo había que los hacía distintos, aunque al principio no supe colegir qué era. Pero eran distintos y no me dejaban dormir, así que me pasaba las noches sentado en el sofá, con la tele encendida y con los ojos entrecerrados. Después me trasladé a la antigua habitación de mi hijo y eso me subió los ánimos. Supongo que porque la habitación aún conservaba una cierta atmósfera de adolescente despreocupado y feliz. No lo sé. En cualquier caso, al cabo de tres días la habitación olía enteramente a mí, es decir olía a viejo, olía a loco, y todo volvió a ser como antes. Me deprimía y no sabía qué hacer. Me quedaba quieto y dejaba que pasaran las horas en aquella casa vacía hasta que volvía alguno de mis hijos del trabajo y cruzábamos unas palabras. A veces llamaban por teléfono y yo contestaba. ¿Bueno? ¿Quién habla? Nadie me conocía y yo a nadie conocía.
A la semana de volver a casa comencé a dar paseos por el barrio. Los primeros fueron breves, una vuelta a la manzana y asunto concluido. Poco a poco, sin embargo, empecé a animarme y mis caminatas, al principio inseguras, me fueron llevando cada vez más lejos. El barrio había cambiado. Me asaltaron dos veces. La primera, unos niños armados con cuchillos de cocina. La segunda, unos tipos mayores quienes al no encontrar dinero en mis bolsillos procedieron a darme una madriza. Pero yo ya no siento dolor y no me importó. Ésa es una de las cosas que aprendí en La Fortaleza. Por la noche, Lola, la compañera de mi hijo, me puso mertiolate en las heridas y me aconsejó que según dónde más valía no meterse. Yo le dije que no me importaba que me pegaran de vez en cuando. ¿Te gusta?, dijo ella. No me gusta, dije yo, si me pegaran todos los días no me gustaría.
Una noche el director de teatro dijo que el INBA le iba a conceder una beca. Lo celebramos. Mi hijo y su compañera salieron a comprar una botella de tequila y mi hija y el director hicieron una comida de gala, aunque la verdad es que ninguno de los dos sabía cocinar. No recuerdo qué hicieron. Comida. Yo me lo comí todo. Pero no era muy bueno. La que hacía bien estas cosas era mi mujer, pero ella ahora vivía en otro lugar y no estaba dispuesta para esta clase de cenas improvisadas. Yo me senté a la mesa y me puse a temblar. Recuerdo que mi hija me miró y me preguntó si me sentía mal. Sólo tengo frío, dije, y era la verdad, con los años me he convertido en una persona friolera. Una copita de tequila hubiera ayudado, pero no puedo beber tequila ni ningún otro tipo de alcohol. Así que temblé de frío y comí y escuché lo que decían. Hablaban de un futuro mejor. Hablaban de fruslerías, pero en realidad hablaban de un futuro mejor, y aunque ese futuro no comprendía a mi hijo ni a su compañera ni a mí nosotros también sonreíamos y hablábamos y hacíamos planes.
Una semana después el departamento que tenía que conceder la beca fue cerrado por recorte presupuestario y el director de teatro se quedó sin nada.
Comprendí que había llegado la hora de que me empezara a mover. Me empecé a mover. Telefoneé a algunos viejos amigos. Al principio nadie se acordaba de mí. ¿Dónde has estado?, decían. ¿De dónde sales? ¿Qué ha sido de tu vida? Yo les decía que acababa de llegar del extranjero. He estado dando vueltas por el Mediterráneo, he vivido en Italia y en Estambul. He estado mirando edificios en El Cairo, una arquitectura que promete. ¿Promete? Sí, el infierno. Como los edificios de Tlatelolco, pero sin tantos espacios verdes. Como Ciudad Satélite, pero sin agua corriente. Como Netzahualcóyotl. Deberían matarnos a todos los arquitectos. He estado en Túnez y en Marraquech. En Marsella. En Venecia. En Florencia. En Nápoles. Feliz tú, Quim, ¿pero por qué has vuelto? México se va al carajo sin remedio. Supongo que estarás al tanto. Sí, estoy al tanto, les decía, los informes no han escaseado, mis hijas me enviaban periódicos mexicanos a los hoteles donde vivía. Pero México es mi patria y lo echaba de menos. En ninguna otra parte se está tan bien como aquí. No me alburees, Quim, ¿no lo dirás en serio? Completamente en serio. ¿Completamente en serio? Te lo juro, completamente en serio, algunas mañanas, mientras me desayunaba contemplando el Mediterráneo y esos veleritos a los que los europeos son tan aficionados, a veces me ponía a llorar pensando en Ciudad de México, en los desayunos de Ciudad de México, y sabía que tarde o temprano debía regresar. Y alguno decía: oye, ¿pero tú no habías estado ingresado en un psiquiátrico? Y yo decía sí, de eso hace muchos años, precisamente al salir del psiquiátrico me marché al extranjero. Prescripción médica. Y mis amigos solían reírse con esta salida o con otras, pues yo siempre adornaba la historia con anécdotas diferentes y decían ah, qué Quim, y entonces yo aprovechaba y les preguntaba si no sabían de alguna chamba para mí, algún puestecito en algún bufete de arquitectos, lo que fuera, un trabajito eventual, para irme haciendo a la idea de que tenía que buscar algo fijo, y entonces ellos acostumbraban a responderme que la cuestión laboral estaba muy mala, que los bufetes de arquitectura estaban cerrando uno detrás de otro, que Andrés del Toro se había largado a Miami y que Refugio Ortiz de Montesinos había instalado su taller en Houston, así que ya me podía hacer una idea, decían, y yo me hacía una idea, y más de una idea, pero seguía llamando y jodiéndoles la paciencia y contándoles mis aventuras en la parte feliz del mundo.
De tanto insistir, acabé obteniendo el puesto de delineante en el taller de un arquitecto que no conocía. Era un chavo que acababa de empezar y que cuando supo que yo no era delineante sino arquitecto me tomó cariño. Por las noches, cuando cerrábamos el changarro, nos íbamos a un bar que está en la Ampliación Popocatépetl, por el rumbo de la calle Cabrera. El bar se llamaba El Destino y allí nos quedábamos hablando de arquitectura y de política (el chavito era trotskista) y de viajes y de mujeres. Se llamaba Juan Arenas. Tenía un socio, al que yo apenas veía, un tipo gordo de unos cuarenta años, que también era arquitecto pero que más bien parecía un agente de la secreta y que pocas veces aparecía por el estudio. Así que el bufete lo constituíamos básicamente Juan Arenas y yo, y como casi no teníamos nada que hacer y nos gustaba hablar, pues nos pasábamos buena parte del día hablando. Por la noche me daba un aventón hasta mi casa y mientras cruzábamos un DF de pesadilla, de pesadilla desfalleciente, yo a veces pensaba que Juan Arenas era mi reencarnación feliz.
Un día lo invité a comer. Era un domingo. No había nadie en la casa y yo le preparé una sopa y una tortilla francesa. Comimos en la cocina. Era agradable estar allí, escuchando a los pájaros que venían a picotear en el jardín y mirando a Juan Arenas, que era un muchacho sencillo y que comía con apetito. Él vivía solo. No era del DF sino de Ciudad Madero y a veces se sentía desorientado en una ciudad tan grande. Más tarde llegó mi hija con su compañero y nos encontraron viendo la televisión y jugando a las cartas. Creo que desde el primer momento mi hija le gustó a Juanito Arenas y a partir de entonces sus visitas menudearon. A veces yo me ponía a soñar y nos veía a todos viviendo juntos en mi casa de la calle Colima, a mis dos hijas, a mi hijo, al director de teatro, a Lola y a Juan Arenas. A mi mujer no, a ella no la veía viviendo con nosotros. Pero las cosas nunca salen como uno las ve y las vive en sueños y un buen día Juan Arenas y su socio cerraron el bufete y se largaron sin decir adónde iban.
Una vez más me tuve que dedicar a telefonear a mis antiguos amigos y a pedir favores. La experiencia me había enseñado que era mejor buscar chamba de delineante que de arquitecto y así no tardé en verme una vez más trabajando duro. Esta vez fue en un bufete de Coyoacán. Una noche, mis jefes me invitaron a una fiesta. La alternativa era ir caminando hasta la parada de metro más cercana y volver a casa en donde seguramente no iba a encontrar a nadie, así que acepté y fui. La fiesta era en una casa que estaba relativamente cerca de la mía. Durante unos momentos la casa me resultó familiar. Pensé que yo antes había estado allí, pero luego me di cuenta que no, que lo que pasaba era que todas las casas de determinada época y de determinado barrio se parecían como una gota de agua a otra gota de agua y entonces me tranquilicé y me fui directo a la cocina a buscar algo que comer porque no probaba bocado desde el desayuno. No sé qué me pasó, pero de repente me sentí con mucha hambre, algo no muy usual en mí. Con mucha hambre y con muchas ganas de llorar y con mucha alegría.
Y entonces llegué como volando a la cocina y en la cocina encontré a dos hombres y a una mujer, que hablaban animadamente de un muerto. Y yo cogí un sándwich de jamón y me lo comí y después me tomé dos sorbos de coca-cola para que me pasara el sándwich por la garganta. El pan estaba como reseco. Pero era rico, así que cogí otro sándwich, ahora uno de queso, y me lo comí, pero no de golpe, esta vez poco a poco, masticando a conciencia y sonriendo tal como solía sonreír yo hace tantos años. Y el trío que hablaba, los dos hombres y la mujer, me miraron y vieron mi sonrisa y me sonrieron, y entonces yo me acerqué un poco más a ellos y oí lo que decían: hablaban de un cadáver y de un entierro, hablaban de un amigo mío, un arquitecto que había muerto, y en ese momento a mí me pareció apropiado decir que lo conocía. Eso fue todo. Hablaban de un muerto que yo había conocido y después se pusieron a hablar de otras cosas, supongo, porque yo no permanecí allí sino que salí al jardín, un jardín de rosales y abetos, y me acerqué a la verja de hierro y me puse a mirar el tráfico. Y entonces vi pasar a mi viejo Impala del 74, gastado por los años, con abolladuras en los guardabarros y en las puertas, con la pintura descascarada, muy lentamente, a vuelta de rueda, como si me anduviera buscando por las calles nocturnas del DF, y el efecto que me produjo fue tal que entonces sí que me puse a temblar, agarrado con las dos manos a los barrotes de la verja para no caerme, y no me caí, bien cierto, pero se me cayeron las gafas, mis gafas se deslizaron nariz abajo hasta un matorral o una planta o un retoño de rosal, no lo sé, sólo oí el ruido y supe que no se habían roto, y entonces pensé que si me agachaba a recogerlas para cuando me levantara el Impala habría desaparecido, pero que si no lo hacía no iba a poder ver quién conducía aquel coche fantasma, mi coche perdido en las últimas horas de 1975, en las primeras horas de 1976. Y si no veía quién lo conducía, ¿de qué me iba a servir haberlo visto? Y entonces me ocurrió algo aún más sorprendente. Pensé: se me han caído las gafas. Pensé: hasta hace un momento yo no sabía que utilizaba gafas. Pensé: ahora percibo los cambios. Y eso, saber que ahora sabía que necesitaba gafas para ver, me hizo temerario y me agaché y encontré mis lentes (¡qué diferencia entre tenerlos puestos y no tenerlos!) y me erguí y el Impala aún seguía allí, por lo que deduzco que actué con una velocidad sólo concedida a ciertos locos, y vi el Impala y con mis gafas, esas gafas que hasta ese momento no sabía que poseía, taladré la oscuridad y busqué el perfil del conductor, entre atemorizado y ansioso, pues supuse que al volante de mi Impala perdido iba a ver a Cesárea Tinajero, la poeta perdida, que se abría paso desde el tiempo perdido para devolverme el automóvil que yo más había querido en mi vida, el que más había significado y el que menos había gozado. Pero no era Cesárea la que conducía. ¡De hecho, no era nadie el que conducía mi Impala fantasma! Eso creí. Pero luego pensé que los coches no andan solos y que probablemente aquel Impala desvencijado lo conducía algún compatriota chaparrito y desafortunado y gravemente deprimido, y regresé, con un peso enorme sobre mis espaldas, a la fiesta.
Cuando ya llevaba recorrido medio camino, no obstante, se me ocurrió una idea y me volví, pero en la calle ya no estaba el Impala, visto y no visto, ahora está, ahora ya no está, la calle se había transformado en un rompecabezas de penumbra al que le faltaban varias piezas, y una de las piezas que faltaban, curiosamente, era yo mismo. Mi Impala se había ido. Yo, de alguna manera que no terminaba de comprender, también me había ido. Mi Impala había vuelto a mi mente. Yo había vuelto a mi mente.
Supe entonces, con humildad, con perplejidad, en un arranque de mexicanidad absoluta, que estábamos gobernados por el azar y que en esa tormenta todos nos ahogaríamos, y supe que sólo los más astutos, no yo ciertamente, iban a mantenerse a flote un poco más de tiempo.
Andrés Ramírez, bar El Cuerno de Oro, calle Avenir, Barcelona, diciembre de 1988. Mi vida estaba destinada al fracaso, Belano, así como lo oye. Salí de Chile un lejano día de 1975, para más datos el 5 de marzo a las ocho de la noche, escondido en las bodegas del carguero Napoli, es decir como un polizonte cualquiera, y sin saber cuál sería mi destino final. No lo voy a aburrir con los accidentes más o menos desgraciados de mi singladura, sólo le diré que yo era trece años más joven y que en mi barrio de Santiago (La Cisterna, para más señas) me conocían con el cariñoso apelativo de Súper Ratón, en recuerdo de aquel gracioso y justiciero animalito que tantas tardes infantiles nos alegrara. En una palabra, que un servidor estaba preparado, al menos físicamente, como suele decirse, para aguantar todas las vicisitudes de un viaje de tal calibre. Pasemos por alto el hambre, el miedo, el mareo, los contornos ora borrosos ora monstruosos con que el incierto destino se me presentaba. Nunca faltó un alma caritativa que bajara a la sentina y que me tendiera un pedazo de pan, una botella de vino, un platito de macarrones a la boloñesa. Tuve tiempo, por otra parte, para pensar a mis anchas, algo que en mi anterior vida me estaba casi vedado, pues en la ciudad moderna, como todo el mundo sabe, al camarón que se duerme se lo lleva la corriente. Y de esta manera pude examinar mi infancia, pues cuando uno está encerrado en el fondo de un barco lo mejor es proceder ceñido a un cierto orden, hasta el canal de Panamá, aproximadamente, y de allí en adelante, es decir en todo lo que duró la travesía del Atlántico (ay, ya tan lejos de mi patria querida e incluso de mi continente americano, que no conocía pero que igual entonces sentí entrañable), me dediqué a diseccionar lo que había sido mi juventud y llegué a la conclusión y al firme propósito de que todo tenía que cambiar, si bien entonces no se me ocurrió de qué forma hacerlo y hacia cuál dirección encaminar mis pasos. En el fondo, permítame que lo diga, era una forma como cualquier otra de matar el tiempo y no castigar o debilitar mi organismo, ya de por sí enajenado después de tantos días en aquella húmeda oscuridad sonora que no le deseo ni a mi peor enemigo. Una mañana, sin embargo, llegamos al puerto de Lisboa y mis reflexiones variaron sustancialmente de objetivo. Mi primer impulso, como es lógico, fue desembarcar el primer día, pero, como me explicó uno de los marineros italianos que de vez en cuando me alimentaban, el horno en las fronteras de tierra y mar portuguesas no estaba para empanadas. Así que me tuve que aguantar y durante dos días que me parecieron dos semanas me conformé con escuchar las voces que venían de las bodegas del barco, abiertas como las fauces de una ballena, escondido en el interior de un barril vacío, cada minuto que pasaba más enfermo e impaciente, con tercianas que venían a cuento de no sé qué, hasta que una noche, por fin, zarpamos y dejamos atrás la laboriosa capital portuguesa que yo imaginaba, en mis sueños febriles, como una ciudad negra, con gente vestida de negro, con casas hechas de caoba o de mármol negro o de piedra negra, tal vez porque en mi duermevela enfebrecida pensé alguna vez en Eusebio, la pantera negra de aquella selección que tan buen papel hiciera en el Mundial de Inglaterra del 66 y en donde a nosotros, los chilenos, con tanta injusticia nos trataran.
Y volvimos a navegar y dimos la vuelta a la península ibérica y yo seguía enfermo, tanto que una noche un par de italianos me sacaron a cubierta para que me diera el aire y yo vi luces a lo lejos y pregunté qué cosa era eso, a qué parte del mundo (ese mundo que tan duramente me estaba tratando) pertenecían esas luces, y los italianos dijeron África, como quien dice pico, o como quien dice manzana, y yo entonces me puse a temblar mucho más que antes, unas tercianas que más bien parecían un ataque de epilepsia, pero que sólo eran tercianas, y entonces oí que los italianos me dejaban sentado en cubierta y hacían un aparte, como quien se va a fumar un cigarrillo lejos de un enfermo, y un italiano le decía al otro: si se nos muere lo mejor es tirarlo al mar, y el otro italiano le contestaba: de acuerdo, de acuerdo, pero no se nos morirá. Y aunque yo no sabía italiano eso lo oí clarito, total las dos lenguas son romance como diría un académico de la lengua. Yo sé que usted ha pasado por trances similares, Belano, así que no se la voy a hacer larga. El miedo o las ganas de vivir, el instinto de supervivencia me hicieron sacar fuerzas de donde no había y les dije a los italianos estoy bien, no me voy a morir, ¿cuál es el próximo puerto? Después me arrastré de nuevo hasta la bodega, me recogí en mi rincón y dormí.
Cuando llegamos a Barcelona ya me sentía mejor. A la segunda noche de estar atracados abandoné sigilosamente el barco y salí caminando del puerto como un trabajador del turno de noche. Llevaba lo puesto, más diez dólares que traía desde Santiago y que guardaba en uno de los calcetines. ¡La vida tiene muchos instantes maravillosos, muy variados, además, pero yo no olvidaré nunca las Ramblas de Barcelona y sus calles aledañas que se abrieron para mí aquella noche como los brazos de una mina que uno nunca ha visto y que sin embargo reconoce como la mina de su vida! No tardé, se lo juro, más de tres horas en encontrar trabajo. Un chileno, si tiene buenos brazos y no es flojo, sobrevive en cualquier parte, me dijo mi papá cuando me fui a despedir de él. Yo de buena gana le hubiera aflojado un puñetazo en la cara al viejo conchaesumadre, pero esa historia es otra historia y no viene al caso hacerse mala sangre. Lo cierto es que aquella noche memorable me puse a trabajar lavando platos cuando aún no se me había pasado del todo la sensación de balanceo que proporcionan los cruceros prolongados, en el establecimiento llamado La Tía Joaquina, de la calle Escudillers, y a eso de las cinco de la mañana, cansado pero satisfecho, salí del bar y me dirigí a la pensión Conchi, que como nombre era un plato, recomendada por uno de los camareros de La Tía Joaquina, un muchacho murciano que también paraba en aquel sucucho.
Dos días estuve en la pensión Conchi, de donde tuve que salir por piernas debido a mi empecinamiento en no mostrar papeles para la inscripción en el registro de la policía, y una semana en La Tía Joaquina, lo justo hasta que el lavaplatos titular se repuso de una gripe traicionera. En los días sucesivos conocí otras pensiones, en la calle Hospital, en la calle Pintor Fortuny, en la calle Boquería, hasta que di con una en Junta de Comercio, la pensión Amelia, qué nombre más dulce y bonito, en donde no me exigieron papeles a condición de que compartiera mi cuarto con otros dos y de que cada vez que aparecía la policía me escondiera sin protestar en un ropero de doble fondo.
Mis primeras semanas en Europa, como es fácil suponer, se me fueron en buscar trabajo y trabajar, pues tenía que pagar semanalmente mi alojamiento y además en tierra mi apetito, atemperado o adormecido durante la travesía marítima, había despertado mucho más voraz de lo que yo recordaba. Pero mientras caminaba de un sitio a otro, digamos de la pensión al trabajo o del restaurante a la pensión, comenzó a sucederme algo que hasta entonces nunca antes me había sucedido. No tardé en darme cuenta, porque sin falsa modestia siempre he sido por lo menos despierto y me fijo en lo que me pasa. La cuestión, además, era bien sencilla, aunque al principio no voy a negarle que me preocupó. A usted también lo hubiera preocupado. Resumiendo: yo caminaba, digamos que por las Ramblas, feliz de la vida, con las preocupaciones normales de un hombre normal y de golpe empezaban los números a bailar dentro de mi cabeza. Primero el 1, es un suponer, luego el 0, después el 1, después otra vez el 1, después el 0, después otro 0, después vuelta con el 1, y así. De entrada pensé que la culpa de todo la tenía el tiempo que había pasado encerrado en la guata del Napoli. Pero la verdad es que yo me sentía bien, comía bien, iba de vientre con normalidad, dormía mis seis o siete horas como un lirón, no me dolía ni por asomo la cabeza, así que no podía ser eso. Después pensé en el cambio de paisaje, que en mi caso era un cambio de país, de continente, de hemisferio, de costumbres, de todo. Luego, como no podía faltar, se lo achaqué a los nervios, en mi familia hay algunos casos de locura e incluso de delirium tremens, nadie es perfecto. Pero ninguna de esas explicaciones me convencían y poco a poco me fui adaptando, acostumbrando a los números, que por lo demás, fíjese qué curiosa es la naturaleza, sólo se me venían a la mente cuando caminaba, es decir cuando estaba desocupado, nunca en horas laborables, nunca mientras comía o cuando me metía en la cama de mi cuarto triplemente compartido. En cualquier caso no tuve mucho tiempo para cranear el asunto, porque la solución no tardó en llegar y llegó de golpe. Una tarde, un compañero de la cocina me dio un boleto de quiniela que le sobraba. Yo, no sé por qué, no lo quise llenar allí y me lo llevé a la pensión. Esa noche, cuando volvía por las Ramblas medio vacías, empezaron los números y al tiro los relacioné con la quiniela. Entré en un bar de la Rambla Santa Mónica y pedí un cortado y un lápiz. Pero entonces los números pararon. ¡Tenía la mente en blanco! Cuando salí volvieron a empezar: veía un quiosco abierto, 0, veía un árbol, 1, veía a dos borrachitos, 2, y así hasta completar los catorce resultados. ¡Pero yo en la calle carecía de bolígrafo para anotarlos, así que en vez de dirigirme a mi pensión bajé hasta el final de la Rambla y luego volví a subir, como si me acabara de levantar y tuviera toda la noche para mi esparcimiento! Un quiosquero cerca del mercado de San José me vendió un bolígrafo. Cuando me detuve a comprarlo los números cesaron y me sentí al borde del precipicio. Luego volví a caminar Rambla arriba y tenía la mente en blanco. En momentos así, se sufre, lo puedo asegurar con conocimiento de causa. De repente, los números volvieron y yo saqué mi quiniela y comencé a anotarlos. El 0 era la X, para deducirlo no era necesario ser un genio, el 1 era el 1 y el 2, que por lo demás apenas aparecía o titilaba dentro de mi cabeza, era el 2. ¿Fácil, verdad? Cuando llegué al metro de plaza Cataluña ya tenía mi quiniela terminada. Entonces el diablo me tentó y volví a bajar, como un sonámbulo o como uno tocado del ala, lentamente, otra vez en dirección a la Rambla Santa Mónica, con la quiniela a pocos centímetros de mi cara, comprobando si los números que seguían apareciendo se correspondían con los anotados en mi azaroso papelito. ¡Para nada! Vi, como quien ve la noche, el 0, el 1 y el 2, pero la secuencia era diferente, los guarismos se sucedían con una velocidad mayor e incluso a la altura del Liceo apareció un número que hasta entonces no había visto, el 3, No le di más vueltas al negocio y me marché a dormir. Esa noche, mientras me desvestía en el cuarto oscuro oyendo roncar al par de huevones que tenía por compañeros, pensé que me estaba volviendo loco y me hizo tanta gracia que tuve que sentarme en la cama y taparme la boca para no reírme a grito pelado.
Al día siguiente puse mi quiniela y tres días después yo era uno de los nueve acertantes del pleno al catorce. Lo primero que pensé, esto sólo lo sabe quien lo vive, es que no me darían el dinero porque estaba ilegal en España. Así que ese mismo día me fui a ver a un abogado y le conté todo. El señor Martínez, que así se llamaba el leguleyo y era de Lora del Río, me felicitó por mi buena fortuna y luego procedió a tranquilizarme. En España, dijo, un hijo de las Américas nunca es extranjero, aunque ciertamente mi entrada al país había sido irregular y eso tenía que arreglarse. Después llamó por teléfono a un periodista de La Vanguardia y éste me hizo unas preguntas, unas fotos y al día siguiente yo ya era famoso. Salí en dos o tres periódicos, que yo sepa. El polizonte que gana una quiniela, dijeron. Guardé los recortes y los mandé a Santiago. Me hicieron un par de entrevistas para la radio. En una semana arreglamos mi situación y pasé de ser un indocumentado a tener un permiso de residencia de tres meses, sin derecho a trabajar, mientras Martínez me tramitaba algo mejor. El premio ascendía a la suma de 950.000 pesetas, lo que por entonces era dinero, y aunque el abogado me sangró cerca de 200.000, la verdad es que en aquellos días yo me sentía rico, rico y famoso, además, y libre para hacer lo que quisiera. Los primeros días me rondó la idea de hacer las maletas y volver a Chile, con el dinero que tenía hubiera podido empezar un negocio en Santiago, pero al final decidí cambiar 100.000 pesetas en dólares y mandárselos a mi vieja, y yo seguir en Barcelona, que ahora se me ofrecía, y perdone el símil, como una flor. Corría el año de 1975, además, y en mi patria las cosas estaban más bien de color morado, así que tras las dudas iniciales decidí seguir mi camino. En el consulado, tras alguna renuencia que pude solventar con discreción y dinero, se avinieron a darme un pasaporte. No me cambié de pensión, pero exigí un cuarto propio, más grande y mejor ventilado (y me lo dieron al tiro, qué quiere que le diga, el destino me había convertido en el regalón de casa Amelia), dejé de trabajar de lavaplatos y me dediqué a buscar con todo el tiempo del mundo un curro que se correspondiera con mis inquietudes. Dormía hasta las doce o la una. Después me iba a comer a un restaurante de la calle Fernando o a uno que hay en la calle Joaquín Costa, atendido por un par de gemelos harto simpáticos, y más tarde me dedicaba a vagabundear por Barcelona, desde la plaza Cataluña hasta el Paseo Colón, desde el Paralelo hasta la Vía Layetana, tomando cafés en las terrazas, tapas de calamar y vino en las tabernas, leyendo la prensa deportiva y basculando cuál había de ser mi próximo paso, un paso que en mi fuero interno yo ya conocía, pero que por mi educación de liceano chileno (aunque atorrante y cimarrero) no quería poner de una forma franca sobre el tapete. Y en ésas, le diré, hasta pensaba en el huevón del Descartes, y con eso ya se puede usted hacer una idea. Descartes, Andrés Bello, Arturo Prat, los forjadores de nuestra larga y angosta faja de tierra. Pero no se le pueden poner puertas al campo y una tarde me dejé de cavilaciones y admití que lo que en el fondo quería era ganarme otra quiniela, no buscar trabajo, ganarme otra quiniela de la manera que fuera, pero sobre todo de la manera que yo sabía. Por descontado, no me mire como a un loco, yo me daba cuenta de que aquella esperanza, aquel anhelo, como diría Lucho Gatica, era irracional, incluso tremendamente irracional, porque, vamos a ver, ¿qué motor o qué disfunción era la que hacía aparecer esos guarismos en la parte más clara de mi cabeza?, ¿quién me los dictaba?, ¿creía yo en aparecidos?, ¿era yo un ignorante o un ser supersticioso llegado a esta parte del Mediterráneo de los confines del Tercer Mundo?, ¿o acaso todo lo que me estaba ocurriendo o me había ocurrido no era más que la feliz conjunción del azar y de los delirios de un hombre medio rayado por la experiencia casi inhumana de una singladura que ninguna agencia de viajes se atrevería a ofrecer?
Fueron jornadas de grandes dudas. Por otra parte, lo reconozco, todo me traía sin cuidado (es paradójico, pero es así) y con el paso de los días dejé de buscar y acudir a las ofertas de empleo que tan generosamente ofrecía La Vanguardia y aunque desde el premio (por el shock experimentado, presumo) los números me habían abandonado, tras cranear una salida airosa, un atardecer, mientras le daba de comer a unas palomas en el Parque de la Ciudadela, creí encontrar la solución. Si los números no venían a mí, yo iría hasta la guarida de los números y los sacaría de allí con zalamerías o a patadas.
Empleé varios métodos, que por motivos profesionales creo que es mejor que se los ahorre. ¿Dice usted que no? Pues no se los ahorro, faltaría más. Empecé con la numeración de las casas. Recorría, por ejemplo, la calle Oleguer y la calle Cadena e iba mirando y anotando los números de los portales. Los que estaban a mi derecha eran los 1, los de la izquierda los 2, las X eran las personas con las que me tropezaba y que me miraban a los ojos. No dio resultado. Probé a jugar al cacho, yo solo, en un bar de la calle Princesa llamado La Cruz del Sur, el bar ya no existe, lo regentaba por aquellos días un amigo argentino. Tampoco dio resultado. Otras veces me quedaba tirado en la cama, con la mente en blanco, y en mi desesperación conminaba a los números a que volvieran, pero era incapaz de pensar, de imaginar el 1, al que en mi locura le atribuía las virtudes de la lana y el cobijo. Noventa días después de haber ganado mi quiniela, y cuando ya llevaba gastadas más de cincuenta mil pesetas en soberbias e infructuosas apuestas múltiples, se me ocurrió la solución. Debía cambiar de barrio. Así de simple. Los números del Casco Antiguo estaban agotados, al menos para mí, y yo debía moverme. Comencé a vagabundear por el Ensanche, barrio curioso al que hasta entonces sólo había sapeado desde la plaza Cataluña, sin atreverme a cruzar la frontera que marca la Ronda Universidad, al menos sin atreverme a cruzar esa frontera de forma consciente, es decir abriendo mis sentidos a la magia del barrio, que es lo mismo que decir: caminando sin defensas, todo ojos, vulnerable; en resumen, el hombre antena.
Los primeros días sólo anduve por el Paseo de Gracia, de subida, y por Balmes, de bajada, pero en los días siguientes me atreví con las calles laterales, Diputación, Consejo de Ciento, Aragón, Valencia, Mallorca, Provenza, Rosellón y Córcega, calles cuyo secreto está en ser deslumbrantes y al mismo tiempo acogedoras, diríase familiares. Al llegar a la Diagonal, invariablemente, mi paseo, que a veces se estructuraba en líneas rectas y otras veces en incontables zigzagueos, se detenía. Como es lícito imaginar, además de desorientado yo parecía un loco aunque afortunadamente en la Barcelona de aquellos años, como en la actual, faltaría más, la tolerancia era una virtud en la que casi todo el mundo se esmeraba. Por descontado, yo me había comprado pilchas nuevas (porque estaba loco, pero no tanto como para suponer que con mis ropas que olían a pensión del Distrito 5.º iba a pasar desapercibido) y lucía en mis caminatas una camisa blanca, una corbata con el anagrama de la Universidad de Harvard, un suéter celeste de cuello V y unos pantalones de pinza negros. Lo único viejo eran mis mocasines, porque en esto del caminar siempre he preferido la comodidad a la elegancia.
Los tres primeros días no sentí nada. Los números, como quien dice, brillaban por su ausencia. Pero algo en mí se resistía a abandonar la zona que azarosamente había acotado. Al cuarto día, mientras subía por Balmes, levanté la vista al cielo y vi, en la torre de una iglesia, la siguiente inscripción: Ora et labora. No podría decirle qué fue concretamente lo que me atrajo, pero lo cierto es que sentí algo, tuve un presentimiento, supe que estaba cerca de aquello que me seducía y atormentaba, de aquello que deseaba con un vigor enfermizo. Al seguir caminando, en la otra cara de la torre, leí: Tempus breve est. Junto a las inscripciones destacaban varios dibujos que evocaron en mí las matemáticas y la geometría. Como si hubiera visto la cara del ángel. A partir de entonces aquella iglesia se convirtió en el centro de mis andanzas, aunque me prohibí terminantemente penetrar en su interior.
Una mañana, tal como esperaba, volvieron los números. Las secuencias, al principio, eran endemoniadas, pero no tardé en encontrarles su lógica. El secreto consistía en plegarse. Aquella semana hice tres quinielas (con cuatro dobles) y compré dos números de la lotería. Como usted puede apreciar, no estaba muy seguro de mi interpretación. Gané una quiniela de trece aciertos. Con la lotería no pasó nada. A la semana siguiente lo volví a intentar, esta vez sólo con quinielas. Hice un catorce y me llevé quince millones. ¡Cómo cambia la vida! De golpe y porrazo me vi con más dinero del que nunca había soñado. Me compré un bar de la calle del Carmen y mandé a buscar a mi mamá y a mi hermana. Yo no fui personalmente porque de repente me entró el miedo. ¿Y si el avión que me llevaba se caía? ¿Y si en Chile los milicos me mataban? La verdad es que no tuve fuerzas ni para abandonar la pensión Amalia y me pasé una semana sin salir, tratado a cuerpo de rey, pegado al teléfono, hablando poco porque temía que fuera a cometer alguna imprudencia que diera con mis huesos en el manicomio, espantado, en una palabra, ante las potencias que yo mismo había convocado. La llegada de mi mamá contribuyó a serenarme. ¡No hay como la madre de uno para asentar los ánimos! Además mi mamá hizo migas enseguida con la dueña de la pensión y en menos de lo que canta un gallo allí todo el mundo estaba comiendo empanadas de horno y pastel de choclo, que mi vieja hacía para regatonearme a mí y de paso para regatonear a todos los náufragos que allí se escondían, la mayoría buena gente, pero algunos patos malos de verdad, gente torva que se dedicaba a sus labores y que me miraban con codicia. ¡Pero yo a ninguno le regateé mi amistad! Después me puse a hacer negocios. Al bar de la calle del Carmen lo siguió un restaurante en la calle Mallorca, un sitio fino al que acudían a desayunar y a comer los oficinistas de la zona y que al cabo de poco me reportó ingentes beneficios. Con la llegada de mi parentela ya no podía seguir viviendo en la pensión, así que me compré un piso en Sepúlveda con Viladomat y lo inauguré con una fiesta por todo lo alto. Las mujeres de la pensión, que lloraron cuando me fui, volvieron a llorar cuando hice el discurso de bienvenida a mi nueva casa. Mi vieja no se lo podía creer. ¡Tanta fortuna de golpe! Con mi hermana la cosa fue diferente, el dinero le dio unas ínfulas que nunca había tenido o que al menos yo nunca le había conocido. La puse a trabajar de cajera en el restaurante de la calle Mallorca, pero al cabo de unos meses me vi en la tesitura de elegir entre ella, que se había vuelto una siútica insoportable, y la totalidad de mis empleados y, lo que era más importante, buena parte de mis clientes. Así que la saqué de allí y le puse una peluquería en la calle Luna, más o menos cerca de nuestra casa, cruzando la Ronda San Antonio. Por supuesto, durante todo este tiempo yo seguí buscando los números, pero éstos como que se esfumaron no bien me vi en posesión de mi fortuna. Tenía dinero, tenía negocios y sobre todo tenía mucho trabajo, por lo que la pérdida, al menos en el fulgor de los primeros meses, apenas la noté. Después, cuando el ánimo se me fue aposentando, cuando se me pasó la mona y volví a las calles del Distrito 5.º en donde la gente se enfermaba y moría, empecé a pensar otra vez en ellos e incluso llegué a las conclusiones más peregrinas, más desorbitadas, para explicarme a mí mismo el milagro del que yo había sido arte y parte. Pero pensar mucho en ello tampoco era bueno. Lo confieso, alguna noche llegué a sentir miedo de mí mismo, así que ya se puede imaginar lo que quiera que no errará.
Entre los muchos temores que nacieron al filo de aquellas reflexiones estaba el de perder, perder jugando, todo lo que había ganado y estabilizado con el sudor de mi frente. Pero mucho más miedo me daba, se lo aseguro, asomar la nariz en la naturaleza de mi suerte. Como buen chileno, las ganas de progresar me corroían los huesos, pero como el Súper Ratón que había sido y que en el fondo sigo siendo la prudencia me refrenaba, una vocecita me decía: no tientes al azar, huevón, confórmate con lo que tienes. Una noche soñé con la iglesia de la calle Balmes y vi, pero esta vez creí comprender, su escueto mensaje: Tempus breve est, Ora et labora. El tiempo que nos dan sobre la Tierra no es muy prolongado. Hay que rezar y trabajar, no andar jodiendo la paciencia con las quinielas. Eso era todo. ¡Me desperté con la certeza de que había aprendido la lección! Después se murió Franco, vino la transición, luego la democracia, este país empezó a cambiar a una velocidad que era cosa de verlo y no dar crédito a lo que tus ojos veían. Qué bonito es vivir en democracia. Pedí y obtuve la nacionalidad española, viajé al extranjero, a París, a Londres, a Roma. Siempre en tren. ¿Ha estado usted en Londres? La travesía del canal es una putada. Qué canal ni que ocho cuartos. Peor, supongo, que el Golfo de Penas. Una mañana me desperté en Atenas y la vista del Partenón me empañó de lágrimas los ojos. No hay nada como viajar para ensanchar la cultura. Pero también para afinar la sensibilidad. Conocí Israel, Egipto, Túnez, Marruecos. Al final de mis viajes volví con un solo convencimiento: no somos nada. Un día llegó una cocinera nueva a mi bar de la calle Mallorca. Era inusualmente joven para el puesto y no demasiado competente, pero la acepté enseguida. Se llamaba Rosa y casi sin darme cuenta me casé con ella. A mi primer hijo yo quise llamarlo Caupolicán, pero finalmente se llamó Jordi. La segunda fue una niña y se llamó Montserrat. Cuando pienso en mis hijos me dan ganas de llorar de felicidad. Hay que ver lo que son las mujeres: mi mamá, que le daba miedo que yo me casara, terminó siendo uña y mugre con Rosita. Mi vida, como quien dice, estaba ya perfectamente encarrilada. ¡Qué lejos quedaba el Napoli y los primeros días en Barcelona, para no hablar de mi juventud descarriada en La Cisterna! Tenía una familia, un par de cabros a los que adoraba, una mujer que me ayudaba en todo (pero a la que retiré de la cocina de mi restaurante a la primera oportunidad, bueno es el cilantro pero no tanto), salud y dinero, en fin, no me faltaba de nada, y sin embargo algunas noches, cuando me quedaba solo en mi negocio haciendo cuentas, acompañado únicamente por algún camarero de confianza o por el lavaplatos a quien no veía pero a quien oía afanado en la cocina delante de su última ruma de platos sucios, me asaltaban unas ideas de lo más extrañas, unas ideas, ¿cómo decirlo?, muy chilenas, y entonces sentía que algo me faltaba y me ponía a pensar qué podía ser y tras mucho pensar y darle vueltas al asunto llegaba siempre a la misma conclusión: me faltaban los números, me faltaba la chispa de los números dentro de mis ojos, que es como decir que me faltaba una finalidad o la finalidad. O lo que es lo mismo, al menos según mi óptica, lo que me faltaba era comprender el fenómeno que había puesto en marcha mi fortuna, los números que ya hacía tanto que no me iluminaban la cabeza, y aceptar esa realidad como un hombre. Y fue entonces cuando tuve un sueño y cuando me puse a leer sin medida ninguna, sin el más leve asomo de piedad para conmigo mismo ni para con mis ojos, como un descosido, todo tipo de libros, desde biografías históricas, mis favoritos, hasta libros de ocultismo o poemas de Neruda. El sueño fue muy simple. En realidad más que un sueño fueron unas palabras, unas palabras que yo escuchaba en el sueño y que no era mi voz quien las dictaba. Las palabras eran éstas: ella pone miles de huevos. ¿Qué le parece? Igual estaba soñando con hormigas o con abejas. Pero yo sé que no eran hormigas ni abejas. ¿Quién, entonces, ponía miles de huevos? No lo sé. Sólo sé que en el acto de poner los huevos estaba sola y que el lugar donde los ponía, perdone si me pongo un poco pedante, era como la caverna de Platón, ese lugar parecido al infierno o al cielo en donde sólo se ven sombras, últimamente me ha dado por los filósofos griegos. Ella pone miles de huevos, decía la voz, y yo sabía que era como si dijera ella pone millones de huevos. Y entonces comprendí que allí estaba mi suerte, anidada en uno de esos huevos abandonados (pero abandonados con toda la esperanza) en la caverna de Platón. Y allí mismo supe que probablemente jamás iba a entender la naturaleza de mi suerte, el dinero que me había llovido del cielo. Pero como buen chileno me resistí a la ignorancia y me puse a leer y a leer y no me importaba pasarme toda la noche leyendo, salía temprano a abrir mis bares, trabajaba sin descanso, sumergido en la auténtica laboriosidad que se respira por las mañanas y por las tardes en Barcelona, esa laboriosidad que a veces parece un poco viciosa, y cerraba mis bares y hacía las cuentas y después de las cuentas me ponía a leer y muchas veces me quedé dormido sentado en una silla (como suelen hacer, por otra parte, todos los chilenos) y despertaba de madrugada, cuando el cielo de Barcelona es de un azul casi morado, casi violeta, un cielo que dan ganas de cantar y de llorar no más de verlo, y yo después de mirar el cielo seguía leyendo, sin darme reposo, como si me fuera a morir y no quisiera hacerlo sin haber comprendido antes lo que pasaba a mi alrededor y encima de mi cabeza y debajo de mis pies.
En una palabra, sudé sangre, aunque la verdad es que yo no me daba cuenta de nada. Poco después lo conocí a usted, Belano, y le di trabajo. El lavaplatos se me había puesto enfermo y tuve que contratar a un sustituto. No me acuerdo ya quién me lo mandó, otro chileno seguramente. Fue por las fechas en que yo me quedaba hasta tarde en el restaurante haciendo como que revisaba los libros de cuentas pero en realidad cazando musarañas sin moverme de mi silla. Una noche lo fui a saludar, ¿se acuerda?, y me impresionó por lo educado que era. Se notaba que había leído mucho, que había viajado mucho y que no estaba pasando por una buena racha. Nos caímos bien y, lo que son las cosas, no tardé ni veinticuatro horas en sincerarme con usted como no lo había hecho con nadie en todos estos años. Le conté lo de mis quinielas (eso era vox populi), pero también le conté lo de los números que me martillaban en la cabeza, mi secreto mejor guardado. También lo invité a mi casa, con mi familia, y le ofrecí un trabajo estable en uno de mis bares. La invitación la aceptó (mi mamá preparó empanadas de horno), pero no quiso ni oír hablar de ponerse a trabajar para mí. Decía que no se veía trabajando en un bar durante mucho tiempo, ya se sabe, el trato con el público suele ser ingrato y quema mucho. De todas maneras, y pese a la aspereza que toda relación entre patrón y empleado genera, creo que nos hicimos amigos. Aunque usted no se diera cuenta, para mí aquélla fue una época decisiva. Nunca como entonces me acerqué tanto a los números, quiero decir, de una manera consciente, yendo yo al encuentro de ellos y no dejando que fueran ellos los que vinieran a mi encuentro. Usted lavaba platos en la cocina del Cuerno de Oro, Belano, y yo me sentaba en una de las mesas cercanas a la puerta de salida, extendía mis libros de contabilidad y mis novelas y cerraba los ojos. Yo creo que saber que usted estaba allí me hacía más temerario. Puede que todo fuera una tontería. ¿Ha oído hablar alguna vez de la teoría de la isla de Pascua? Esa teoría dice que Chile es la verdadera isla de Pascua, ya sabe, al este limitamos con la cordillera de los Andes, al norte con el desierto de Atacama, al sur con la Antártida y al oeste con el océano Pacífico. Nacimos en la isla de Pascua y nuestros moais somos nosotros mismos, los chilenos, que miramos perplejos hacia los cuatro puntos cardinales. Una noche, mientras usted lavaba platos, Belano, pensé que todavía estaba en el carguero Napoli. Usted se debe acordar de esa noche. Yo pensé que estaba muriéndome en el bajo vientre del Napoli, olvidado por los marineros que sabían de mi presencia allí, olvidado por todos, y que en mi delirio final soñaba que llegaba a Barcelona y que cabalgaba en los lomos de los guarismos relucientes, y que hacía dinero, el suficiente como para traer a mi familia y darme algunos lujos, y mi sueño comprendía a mi mujer, Rosa, y a mis hijos y mis bares, y luego pensé que si estaba soñando con tanta intensidad seguramente era porque me iba a morir, porque me estaba muriendo en las sentinas del Napoli, en medio del aire viciado y de los olores nauseabundos, y entonces me dije abre los ojos, Andrés, abre los ojos, Súper Ratón, pero me lo dije con otra voz, una voz que francamente me asustó y no pude abrir los ojos, pero con mis orejas de Súper Ratón lo escuché a usted, Belano, lavando mis platos en la cocina de mi bar, y entonces me dije por la chucha, Andrés, no te puedes volver loco ahora, si estás soñando sigue soñando no más, huevón, y si no estás soñando abre los ojos y no tengas miedo. Y entonces abrí los ojos y estaba en el Cuerno de Oro y los números repiqueteaban por las paredes como radiactividad, como si la bomba atómica por fin hubiera caído sobre Barcelona, un enjambre infinito de números que si lo llego a saber me quedo un rato más con los ojos cerrados, pero yo abrí los ojos, Belano, y me levanté de la silla y fui a la cocina en donde usted estaba trabajando y cuando lo vi me dieron ganas de contarle toda esta historia, ¿se acuerda?, yo estaba medio tembloroso y sudaba como un chancho, nadie hubiera dicho que en aquel momento mi cabeza funcionaba mejor que nunca, mejor que ahora, tal vez por eso no le dije nada, le ofrecí un trabajo mejor, le preparé un cubalibre y se lo traje, le pedí su opinión acerca de unos libros, pero no le conté lo que me había pasado.
A partir de esa noche supe que tal vez, con algo de suerte, podía ganarme la quiniela otra vez, pero no volví a jugar. Ella pone miles de huevos, decía la voz de mi sueño y uno de los huevos había caído hasta donde yo me encontraba. Ya no quiero más quinielas. Los negocios me van bien. Ahora usted se va a marchar y me gustaría que se llevara una buena impresión de mí. Una impresión un poco tristona, tal vez, pero buena. Le he preparado su liquidación y también le he adjuntado un mes de vacaciones pagadas, puede que dos meses. No diga nada, ya está hecho. Usted me dijo una vez que no tenía mucha paciencia pero yo creo que no es verdad.
Abel Romero, café El Alsaciano, rue de Vaugirard, cerca del Jardín de Luxemburgo, París, septiembre de 1989. Fue en el café de Víctor, en la rue St. Sauveur, un 11 de septiembre de 1983. Estábamos un grupo de chilenos masoquistas reunidos para recordar la infausta fecha. Éramos unos veinte o treinta y nos desparramábamos por el interior del establecimiento y por la terraza. De repente alguien, no sé quién, se puso a hablar del mal, del crimen que nos había cubierto con su enorme ala negra. ¡Hágame el favor! ¡Su enorme ala negra! ¡Los chilenos está visto que no aprendemos nunca! Después, como era de esperarse, se desató la discusión y hasta migas de pan volaron de mesa a mesa. Un amigo común nos debió de presentar en medio de aquella batahola. O tal vez nos presentamos solos y él como que tiró a reconocerme. ¿Es usted escritor?, me dijo. No, le dije, yo fui policía en la época del Guatón Hormazábal y ahora trabajo en una cooperativa limpiando suelos de oficinas y ventanas. Debe ser un trabajo peligroso, me dijo. Para los que padecen vértigo, le respondí, para los demás más bien es aburrido. Después nos unimos a la conversación general. Sobre el mal, sobre la malignidad, como ya le dije. El amigo Belano hizo dos o tres observaciones bastante pertinentes. Yo no abrí la boca. Se bebió mucho vino aquella noche y cuando nos fuimos, sin saber cómo, me encontré caminando a su lado algunas cuadras. Entonces le dije lo que me había estado rondando por la cabeza. Belano, le dije, el meollo de la cuestión es saber si el mal (o el delito o el crimen o como usted quiera llamarle) es casual o causal. Si es causal, podemos luchar contra él, es difícil de derrotar pero hay una posibilidad, más o menos como dos boxeadores del mismo peso. Si es casual, por el contrario, estamos jodidos. Que Dios, si existe, nos pille confesados. Y a eso se resume todo.