Jacinto Requena, café Quito, calle Bucareli, México DF, septiembre de 1985. Dos años después de desaparecer en Managua, Ulises Lima volvió a México. A partir de entonces pocas personas lo vieron y quienes lo vieron casi siempre fue por casualidad. Para la mayoría, había muerto como persona y como poeta.
Yo lo vi en un par de ocasiones. La primera vez me lo encontré en Madero y la segunda vez fui a verlo a su casa. Vivía en una vecindad de la colonia Guerrero, adonde sólo iba a dormir, y se ganaba la vida vendiendo marihuana. No tenía mucho dinero y el poco que tenía se lo daba a una mujer que vivía con él, una chava que se llamaba Lola y que tenía un hijo. La tal Lola parecía una tipa de armas tomar, era del sur, de Chiapas, o tal vez guatemalteca, le gustaban los bailes, se vestía como punk y siempre estaba de mal humor. Pero su niño era simpático y al parecer Ulises se encariñó con él.
Un día le pregunté en dónde había estado. Me dijo que recorrió un río que une a México con Centroamérica. Que yo sepa, ese río no existe. Me dijo, sin embargo, que había recorrido ese río y que ahora podía decir que conocía todos sus meandros y afluentes. Un río de árboles o un río de arena o un río de árboles que a trechos se convertía en un río de arena. Un flujo constante de gente sin trabajo, de pobres y muertos de hambre, de droga y de dolor. Un río de nubes en el que había navegado durante doce meses y en cuyo curso encontró innumerables islas y poblaciones, aunque no todas las islas estaban pobladas, y en donde a veces creyó que se quedaría a vivir para siempre o se moriría.
De todas las islas visitadas, dos eran portentosas. La isla del pasado, dijo, en donde sólo existía el tiempo pasado y en la cual sus moradores se aburrían y eran razonablemente felices, pero en donde el peso de lo ilusorio era tal que la isla se iba hundiendo cada día un poco más en el río. Y la isla del futuro, en donde el único tiempo que existía era el futuro, y cuyos habitantes eran soñadores y agresivos, tan agresivos, dijo Ulises, que probablemente acabarían comiéndose los unos a los otros.
Después pasó mucho tiempo antes de que lo volviera a ver. Yo intentaba moverme en otros círculos, tenía otros intereses, tenía que buscar trabajo, tenía que darle algo de dinero a Xóchitl, también tenía otros amigos.
Joaquín Font, psiquiátrico La Fortaleza, Tlalnepantla, México DF, septiembre de 1985. El día del terremoto volví a ver a Laura Damián. Hacía mucho que no experimentaba una visión parecida. Veía cosas, veía ideas, sobre todo veía dolor, pero no veía a Laura Damián, la figura borrosa de Laura Damián, sus labios entre adivinados y avistados diciendo que todo, pese a las evidencias, estaba bien. Bien en México, conjeturo, o bien en las casas de los mexicanos, o bien en las cabezas de los mexicanos. La culpa era de los tranquilizantes, aunque en La Fortaleza, para ahorrar, apenas reparten una o dos pastillas a cada interno, y eso sólo a los más desquiciados. O sea que tal vez la culpa no fuera de los tranquilizantes. Lo cierto es que hacía mucho que no la veía y cuando la tierra empezó a temblar la vi. Y entonces supe que tras el desastre todo estaba bien. O tal vez en el momento del desastre todo, para no morir, se ponía de golpe bien. Unos días después vino a verme mi hija. ¿Tú te has enterado del terremoto?, me preguntó. Claro que sí, respondí. ¿Han muerto muchos? No, no muchos, dijo mi hija, pero sí bastantes. ¿Han muerto muchos amigos? Que yo sepa, ninguno, dijo mi hija. Los pocos amigos que nos quedan no necesitan ningún terremoto de México para morirse, dije yo. A veces pienso que tú no estás loco, dijo mi hija. No estoy loco, dije yo, sólo confundido. Pero la confusión te dura desde hace mucho, dijo mi hija. El tiempo es una ilusión, dije yo y pensé en gente que hacía mucho que no había visto e incluso en gente que no había visto nunca. Si pudiera te sacaría, dijo mi hija. No hay prisa, dije yo y pensé en los terremotos de México que venían avanzando desde el pasado, con pie de mendigos, directos hacia la eternidad o hacia la nada mexicana. Si fuera por mí, te sacaría hoy mismo, dijo mi hija. No te preocupes, le dije, ya bastantes problemas debes tener con tu vida. Mi hija se me quedó mirando y no me contestó. Durante el terremoto los dolientes de La Fortaleza se cayeron de sus camas, los que no dormían atados, le dije, y no había nadie que controlara los pabellones pues los enfermeros salieron a la carretera y algunos se marcharon a la ciudad para enterarse qué les había ocurrido a sus familias. Durante unas horas los locos estuvieron a su albedrío. ¿Y qué hicieron?, dijo mi hija. Poca cosa, algunos se pusieron a rezar, otros salieron a los patios, la mayoría siguió durmiendo, en sus camas o en el suelo. Qué suerte, dijo mi hija. ¿Y tú qué hiciste?, pregunté por cortesía. Nada, bajé al departamento de una amiga y allí nos estuvimos los tres juntos. ¿Quiénes?, dije. Mi amiga, su hijo y yo. ¿Y no murió ningún amigo? Ninguno, dijo mi hija. ¿Estás segura? Estoy segurísima. Qué diferentes que somos, dije. ¿Por qué?, dijo mi hija. Porque yo sin salir de La Fortaleza sé que más de un amigo habrá muerto aplastado por el terremoto. No ha muerto nadie, dijo mi hija. Es igual, es igual, dije. Durante un rato estuvimos en silencio contemplando a los locos de La Fortaleza que deambulaban como pajaritos, serafines y querubines con el pelo manchado de mierda. Qué desconsuelo, dijo mi hija o eso me pareció escuchar. Creo que se puso a llorar pero yo traté de no prestarle atención y lo conseguí. ¿Te acuerdas de Laura Damián?, le dije. Apenas la conocí, dijo ella, y tú también apenas la conociste. Yo fui muy amigo de su señor padre, dije. Un loco se acuclilló y se puso a vomitar junto a una puerta de hierro. Tú te hiciste amigo de su padre sólo después de la muerte de Laura, dijo mi hija. No, dije, yo ya era amigo de Álvaro Damián antes de que ocurriera la desgracia. Bueno, dijo mi hija, no vamos a discutir por eso. Después me estuvo contando durante un rato las tareas de rescate que se llevaban a cabo por toda la ciudad y en las que ella participaba o había participado o le hubiera gustado participar (o había visto desde lejos), y también me contó que su madre hablaba de irse definitivamente del DF. Eso me interesó. ¿Adónde?, dije. A Puebla, dijo mi hija. Me hubiera gustado preguntarle qué pensaban hacer conmigo, pero mientras pensaba en Puebla me olvidé de hacerlo. Después mi hija se fue y yo me quedé a solas con Laura Damián, con Laura y con los locos de La Fortaleza, y su voz, sus labios invisibles dijeron que no me preocupara, que si mi mujer se iba a Puebla ella se quedaría a mi lado y que nadie me echaría nunca del manicomio y que si algún día me echaban ella se vendría conmigo. Ay, Laura, suspiré. Y luego Laura me preguntó, como si se hiciera la desentendida, qué tal iba la joven poesía mexicana, que si mi hija me había traído noticias de la larga y sangrienta marcha de los jóvenes líricos del DF. Y yo le dije va bien. Mentí, dije va bien, casi todo el mundo publica, con el terremoto van a tener tema para años. No me hables del terremoto, dijo Laura Damián, háblame de poesía, qué más te contó tu hija. Y yo entonces me sentí cansado, profundamente cansado y dije todo va bien, Laura, todos están bien. ¿Y todavía se leen mis poesías?, dijo ella. Todavía se leen, dije yo. No me mientas, Quim, dijo Laura. No te miento, dije yo y cerré los ojos.
Cuando los abrí el círculo de los locos que deambulaban por los patios de La Fortaleza se había estrechado a mi alrededor. Otro se hubiera puesto a gritar de terror, se hubiera puesto a rezar dando alaridos, se hubiera desnudado y hubiera echado a correr como un jugador de fútbol americano enloquecido, se hubiera derretido ante la profusión de ojos que giraban como planetas desbocados. Pero yo no. Los locos giraban a mi alrededor y yo me quedé quieto como el pensador de Rodin y los miré y luego miré el suelo y vi hormigas rojas y negras enzarzadas en combate y no dije ni hice nada. El cielo era muy azul. La tierra era marrón clara, con piedritas y terrones. Las nubes eran blancas y corrían en dirección oeste. Luego miré a los locos que deambulaban como fichas de un azar aún más enloquecido y volví a cerrar los ojos.
Xóchitl García, calle Montes, cerca del Monumento a la Revolución, México DF, enero de 1986. Lo curioso fue cuando quise publicar. Durante mucho tiempo escribí y corregí y volví a escribir y tiré muchos poemas a la basura, pero llegó un día en que traté de publicar y empecé a mandar mis poemas a revistas y suplementos culturales. María me lo advirtió. No te van a contestar, dijo, ni siquiera van a leer tus textos, deberías ir personalmente y pedirles una respuesta cara a cara. Así lo hice. En algunos sitios no me recibieron. Pero en otros sí me recibieron y pude hablar con los secretarios de redacción o con los encargados de la sección literaria. Me preguntaron cosas de mi vida, qué leía, que había publicado hasta la fecha, en qué talleres había estado, que estudios universitarios tenía. Fui una inocente: les conté mis tratos con los real visceralistas. La mayoría de la gente con la que hablé no tenía ni idea de quiénes eran los real visceralistas, pero la mención del grupo despertaba su interés. ¿Los real visceralistas? ¿Y ésos quiénes fueron? Entonces yo les explicaba, más o menos, la corta historia del realismo visceral y ellos sonreían, algunos anotaban algo, un nombre, pedían más explicaciones y luego me daban las gracias y me decían que ya me llamarían o que me pasara dentro de quince días y me darían una respuesta. Otros, los menos, recordaban a Ulises Lima y Arturo Belano, vagamente, no sabían, por ejemplo, que Ulises estaba vivo y que Belano ya no vivía en el DF, pero los habían conocido, recordaban sus intervenciones en recitales públicos en donde Ulises y Arturo acostumbraban a meterse con los poetas, recordaban sus opiniones en contra de todo, recordaban su amistad con Efraín Huerta, me miraban como si yo fuera una extraterrestre, decían ¿así que tú fuiste real visceralista, eh?, y después me decían que lo sentían, pero que no podían publicar ni uno solo de mis poemas. Según María, a quien acudía cada vez más desanimada, eso era lo normal, la literatura mexicana, probablemente todas las literaturas latinoamericanas, eran así, una secta rígida en donde el perdón era costoso de conseguir. Pero yo no quiero que me perdonen nada, le decía. Ya lo sé, decía ella, pero si quieres publicar más vale que no menciones nunca más a los real visceralistas.
De todas maneras, no me rendí. Ya estaba harta de trabajar en el Gigante y creía que mi poesía se merecía, si no un poco de respeto, sí un poco de atención. Con el paso de los días descubrí otras revistas, no aquellas en donde a mí me hubiera gustado publicar, sino otras, las revistas inevitables que surgen en una ciudad de dieciséis millones de habitantes. Sus directores o jefes de redacción eran hombres y mujeres terribles, seres que si te los quedabas mirando mucho rato te dabas cuenta que habían surgido de las cloacas, una mezcla de funcionarios desterrados y de asesinos arrepentidos. Éstos, sin embargo, no habían oído hablar nunca del realismo visceral y no les interesaba en lo más mínimo que les contaras la historia. Su visión de la literatura moría (y probablemente nacía) con Vasconcelos, aunque también era posible adivinar la admiración que sentían por Mariano Azuela, Yáñez, Martín Luis Guzmán, autores que probablemente sólo conocían de forma vicaria. Una de estas revistas se llamaba Tamal, y su director era un tal Fernando López Tapia. Allí, en la sección de cultura, dos páginas, publiqué mi primer poema y López Tapia, personalmente, me entregó el cheque al que me había hecho acreedora. Esa noche, después de cobrar, María, Franz y yo lo celebramos yendo al cine y luego comiendo afuera, en un restaurante del centro. Yo estaba cansada de las comidas corridas y me quise dar un lujo. A partir de entonces dejé de escribir poemas, al menos en la cantidad de antes, y me puse a escribir crónicas, crónicas sobre la Ciudad de México, artículos sobre jardines que ya pocos sabían de su existencia, gacetillas sobre casas coloniales, reportajes sobre determinadas líneas del metro, y empecé a publicar todo o casi todo lo que escribía. Fernando López Tapia me hacía un hueco en cualquier parte de la revista y los sábados, en vez de ir con Franz a Chapultepec, me lo llevaba a la redacción y mientras él jugaba con una máquina de escribir yo ayudaba a los pocos trabajadores fijos de Tamal a preparar el próximo número, pues en esto siempre hubo problemas, costaba mucho sacar la revista a tiempo.
Aprendí a diagramar, a corregir, a veces hasta era yo la que seleccionaba las fotos. Y además a Franz todo el mundo lo quería. Por supuesto, con lo que ganaba en la revista no podía dejar mi trabajo en Gigante, pero incluso así era bonito para mí, pues mientras trabajaba en el supermercado, sobre todo cuando el trabajo era particularmente pesado, los viernes por la tarde, por ejemplo, o los lunes por la mañana, que se hacían infinitos, yo desconectaba y me ponía a pensar en mi próximo artículo, en la crónica que tenía pensada sobre los vendedores ambulantes de Coyoacán, por ejemplo, o sobre los tragafuegos de la Villa o sobre cualquier cosa, y el tiempo se me iba volando. Fernando López Tapia un día me propuso que escribiera semblanzas de políticos de segunda o tercera fila, amigos suyos, supongo, o amigos de amigos, pero yo me negué. No puedo escribir más que de cosas en las que me sienta involucrada, le dije, y él me contestó: ¿qué tienen las casas de la colonia 10 de Mayo para que te involucres con ellas? Y yo no supe qué contestarle, pero me mantuve firme en mi propósito inicial. Una noche Fernando López Tapia me invitó a cenar. Le pedí a María que le echara un ojo a Franz y salimos a un restaurante de la Roma Sur. La verdad es que yo me esperaba algo mejor, más sofisticado, pero durante la cena me divertí mucho, aunque casi no comí. Esa noche hice el amor con el director de Tamal. Hacía mucho que no me acostaba con ningún hombre y la experiencia no resultó muy placentera. Lo volvimos a hacer una semana después. Y luego la semana siguiente. A veces era francamente demoledor pasarse toda la noche sin dormir y luego ir a trabajar por la mañana, muy temprano, y pasarse horas etiquetando productos como una sonámbula. Pero yo tenía ganas de vivir y sabía en lo más profundo de mí que tenía que hacerlo.
Una noche Fernando López Tapia apareció por la calle Montes. Dijo que quería conocer el lugar donde vivía. Le presenté a María, que al principio se mostró bastante fría, como si ella fuera una princesa y el pobre Fernando un campesino analfabeto. Por suerte, creo que él ni notó las indirectas que ella le lanzaba. En general, se portó de una forma encantadora. Eso me gustó. Al cabo de un rato María subió a su casa y yo me quedé sola con Franz y con Fernando. Entonces él me dijo que había ido porque tenía ganas de verme y luego me dijo que ya me había visto pero que quería seguir viéndome. Es una tontería, pero a mí me gustó que me lo dijera. Luego subí a buscar a María y nos fuimos los cuatro a cenar a un restaurante. Nos reímos un montón esa noche. Una semana después llevé a Tamal unos poemas de María y se los publicaron. Si tu amiga escribe, me dijo Fernando López Tapia, dile que tiene las páginas de nuestra revista a su disposición. El problema era, como no tardé en darme cuenta, que María, pese a sus estudios universitarios y todo eso, apenas si sabía escribir en prosa, digo, una prosa sin pretensiones poéticas, bien puntuada, gramaticalmente correcta. Así que durante varios días ella estuvo tratando de escribir un artículo sobre danza, pero por más esfuerzos que ponía y por más que yo la ayudaba, resultó incapaz de hacerlo. Al final lo que le salió fue un poema muy bueno que tituló «La danza en México» y que después de dármelo a leer archivó junto con sus otros poemas y olvidó. María era potente como poeta, definitivamente mejor que yo, por poner un ejemplo, pero no sabía escribir en prosa. Fue una pena, pero ahí mismo se acabó la posibilidad de que colaborara de forma asidua con Tamal, aunque no creo que a ella le importara gran cosa, como que le hacía ascos a la revista, como si la revista no estuviera a su altura, en fin, así es María y así la quiero yo.
Mi relación con Fernando López Tapia se mantuvo algún tiempo más. Él estaba casado, eso lo sospeché desde el principio, tenía dos hijos, el mayor de veinte años, y no estaba dispuesto a separarse de su mujer (ni yo se lo hubiera permitido). En varias ocasiones lo acompañé a cenas de negocios. Me presentaba como su colaboradora más eficaz. Yo trataba de serlo de verdad y hubo semanas en que, con el Gigante por un lado y con la revista por el otro, apenas pude mantener una media de sueño de tres horas diarias. Pero no me importaba porque las cosas me estaban yendo bien, tal como yo quería que fueran, y aunque no quise volver a publicar más poemas míos en Tamal, lo que hice fue literalmente apropiarme de las páginas culturales y publicarle poemas a Jacinto y a otros amigos que no tenían donde dar a conocer sus creaciones. Y aprendí mucho. Aprendí todo lo que se puede aprender en la redacción de una revista en el DF. Aprendí a maquetar, a cerrar tratos con los anunciantes, a tratar con los impresores, a hablar con gente que en principio parecía importante. Por supuesto, nadie sabía que yo trabajaba en un Gigante, todos creían que vivía de lo que me pagaba Fernando López Tapia o que era una universitaria, yo, que nunca hice estudios universitarios, que ni siquiera acabé la prepa, y eso tenía su lado bonito, era como vivir en el cuento de la Cenicienta, y aunque luego tenía que volver al Gigante y convertirme otra vez en dependienta o en cajera, a mí no me importaba y sacaba fuerzas de donde no las había para hacer bien los dos trabajos, el de Tamal porque me gustaba y aprendía, el del Gigante porque tenía que mantener a Franz, comprarle ropa y útiles escolares, pagar nuestro cuarto en la calle Montes, porque mi papá, el pobre, estaba pasando una mala racha y ya no podía darme para el alquiler, y porque Jacinto no tenía dinero ni para él. En una palabra, tenía que trabajar y sacar adelante a Franz yo sola. Y eso era lo que hacía y además escribía y aprendía.
Un día Fernando López Tapia me dijo que tenía que hablar conmigo. Cuando lo fui a ver dijo que quería que yo me fuera a vivir con él. Pensé que estaba de broma, Fernando a veces se levanta así, con ganas de vivir con todo el mundo, y pensé que probablemente aquella noche nos meteríamos en un hotel y haríamos el amor y a él se le pasarían las ganas de ponerme una casa. Pero esta vez la propuesta iba en serio. Por supuesto, no tenía intención de dejar a su mujer, al menos no de golpe, sino paulatinamente, en una sucesión, son sus palabras, de hechos consumados. Durante días estuvimos hablando de esta posibilidad. O mejor dicho: Fernando me hablaba, me exponía los pros y los contras y yo le escuchaba y reflexionaba. Cuando le dije que no, pareció llevarse una gran decepción y pasó un par de días enfadado conmigo. Por entonces yo ya había empezado a llevar mis textos a otras revistas. En la mayoría me dijeron que no, pero hubo un par que me los aceptaron. Mi relación con Fernando, no sé por qué, empeoró. Me criticaba todo lo que hacía y cuando nos acostábamos incluso se mostraba violento conmigo. Otras veces le daba por la ternura, me hacía regalos, lloraba por cualquier cosa y terminaba las noches más borracho que una cuba.
Ver mi nombre publicado en otras revistas fue un éxito. Experimenté una sensación de seguridad y a partir de ese momento comencé a alejarme de Fernando López Tapia y de la revista Tamal. Al principio no fue fácil, pero a las dificultades yo ya estaba acostumbrada y no me arredré en ningún momento. Después encontré trabajo de correctora en un periódico y dejé el Gigante. Celebramos mi despedida con una cena a la que asistió Jacinto, María, Franz y yo. Esa noche, mientras comíamos, vino Fernando López Tapia a verme pero no le quise abrir. Estuvo gritando desde la calle durante un rato y después se marchó. Franz y Jacinto lo miraron desde la ventana y se rieron. Qué parecidos son. María y yo, por el contrario, no quisimos ni asomarnos y fingimos (pero tal vez no fingimos demasiado) que nos daba un ataque de histeria. En realidad lo que hicimos fue mirarnos a la cara y decirnos todo lo que teníamos que decirnos sin una sola palabra.
Recuerdo que estábamos con las luces apagadas y que los gritos de Fernando llegaban en sordina desde la calle, gritos desesperados, y que luego ya no escuchamos nada, se va, dijo Franz, se lo llevan, y que entonces María y yo nos miramos, sin hacer teatro, en serio, cansadas pero dispuestas a seguir, y que tras unos segundos yo me levanté y encendí la luz.
Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. Y entonces uno de los muchachos me dijo: ¿dónde están los poemas de Cesárea Tinajero?, y yo salí del pantano de la muerte de mi general Diego Carvajal o de la sopa hirviente de su recuerdo, una sopa incomestible e incomprensible que cuelga, creo yo, sobre nuestros destinos como la espada de Damocles o como un anuncio de tequila, y les dije: en la última página, muchachos, y miré sus rostros fresquitos y atentos y observé sus manos que recorrían esas viejas hojas y luego volví a observar sus rostros y ellos entonces también me miraron y dijeron ¿no nos estarás vacilando, Amadeo?, ¿te sientes bien, Amadeo?, ¿quieres que te preparemos un café, Amadeo?, y yo pensé, ah, caray, debo estar más borracho de lo que creía, y con pasos vacilantes me levanté, me acerqué al espejo de la sala y me miré la cara. Seguía siendo yo mismo. No el yo mismo al que bien o mal me había acostumbrado, pero yo mismo. Y entonces les dije, muchachos, lo que necesito no es café sino un poco más de tequila y cuando me hubieron traído mi copa y la hubieron llenado y hube bebido pude separarme del pinche azogue del espejo en el que estaba apoyado, quiero decir: pude despegar mis manos de la superficie de aquel viejo espejo (no sin antes ver, por cierto, cómo quedaban marcadas las huellas dactilares de mis dedos en su superficie, como diez jetas diminutas que me decían algo al unísono y con una velocidad sorprendente que me impedía cualquier entendimiento). Y cuando hube vuelto a mi sillón les volví a preguntar qué era lo que opinaban ahora que tenían ante sí un verdadero poema de la mera Cesárea Tinajero, ya sin ninguna lengua de por medio, el poema y nada más, y ellos me miraron y luego, sosteniendo ambos la revista, se sumergieron otra vez en ese charco de los años veinte, en ese ojo cerrado y lleno de polvo, y dijeron caray, Amadeo, ¿esto es lo único que tienes de ella?, ¿éste es su único poema publicado?, y yo les dije o tal vez sólo susurré: pues sí, muchachos, no hay más. Y añadí, como para medir lo que de verdad sentían: ¿decepcionante, no? Pero ellos creo que ni me escucharon, tenían sus cabezas muy juntas y miraban el poema, y uno de ellos, el chileno, parecía pensativo, mientras su compinche, el mexicano, se sonreía, imposible desalentar a esos muchachos, reflexioné, y luego dejé de mirarlos y de hablar y estiré mis huesos en el sillón, crac, crac, y uno de ellos al oír el sonido levantó la vista y me miró como para asegurarse de que no me había descuajaringado, y luego volvió a Cesárea y yo bostecé o suspiré y por un segundo, pero muy lejanas, pasaron ante mis ojos las imágenes de Cesárea y de sus amigos, iban caminando por una avenida de la parte norte del DF, y entre sus amigos me vi a mí mismo, qué cosa más curiosa, y volví a bostezar, y entonces uno de los muchachos rompió el silencio y dijo con voz clara y bien timbrada que el poema era interesante, y el otro lo apoyó en el acto y dijo que no sólo era interesante sino que él ya lo había visto cuando era un escuincle. ¿Cómo?, dije yo. En sueños, dijo el muchacho, no debía tener más de siete años y estaba afiebrado. ¿El poema de Cesárea Tinajero? ¿Lo había visto cuando tenía siete años? ¿Y lo entendía? ¿Sabía lo que significaba? Porque debía de significar algo, ¿no? Y los muchachos me miraron y dijeron que no, Amadeo, un poema no necesariamente significaba algo, excepto que era un poema, aunque éste, el de Cesárea, en principio ni eso. Así que les dije déjenme verlo y extendí la mano como quien pide limosna y ellos pusieron el único número de Caborca que quedaba en el mundo entre mis dedos acalambrados. Y vi el poema que había visto tantas veces:
Sión
Y les pregunté a los muchachos, les dije, muchachos, ¿qué es lo que han sacado en limpio de este poema?, les dije, muchachos, yo llevo más de cuarenta años mirándolo y nunca he entendido una chingada. Ésa es la verdad. Para qué voy a mentirles. Y ellos dijeron: es una broma, Amadeo, el poema es una broma que encubre algo muy serio. ¿Pero qué significa?, dije. Déjanos pensar un poco, Amadeo, dijeron. Claro que los dejo, faltaría más, dije yo. Déjanos reflexionar un poco y a ver si te alivianamos la incógnita, Amadeo, dijeron. Claro que quiero que me alivianen, dije yo. Después uno de ellos se levantó y se fue al baño y el otro se levantó y se fue a la cocina y yo me puse a dormitar mientras ellos circulaban como Pedro por el infierno de mi casa, quiero decir, por el infierno de recuerdos en que se había transformado mi casa, y yo los dejé hacer y me puse a dormitar, porque ya era muy tarde y mucho lo que habíamos bebido, aunque de vez en cuando los escuchaba caminar, como si hicieran ejercicios para desentumecer los huesos, y de vez en cuando los oía hablar, se preguntaban y se respondían no sé qué cosas, algunas muy serias, supongo, pues entre pregunta y respuesta mediaban unos silencios grandes, otras no tan serias pues se reían, ah, qué muchachos, pensaba, ah, qué velada más interesante, hacía tiempo que no bebía tanto y que no conversaba tanto y que no recordaba tanto y que no me lo pasaba tan bien. Cuando volví a abrir los ojos los muchachos habían encendido la luz y delante de mí había una taza de café humeante. Bébetela, dijeron. A sus órdenes, dije yo. Recuerdo que mientras me tomaba el café los muchachos volvieron a sentarse enfrente de mí y estuvieron comentando los otros textos publicados en Caborca. Bueno, pues, les dije, ¿cuál es el misterio? Entonces los muchachos me miraron y dijeron: no hay misterio, Amadeo.